La reciente decisión de otorgar a nuestro Hospital Universitario un aporte para inversión en equipamiento constituye una noticia importante y esperanzadora. En primer lugar es un reconocimiento a la comunidad toda del Hospital por la perseverancia con la que, en condiciones tan adversas y de tanta incomprensión, ha sabido resguardar los valores trascendentes y generosos de la docencia de pregrado, de la formación de especialistas, de la responsabilidad asistencial, de la investigación científica, de la innovación.
La noticia es recibida con alegría por la Universidad toda no sólo por el afecto que su Hospital despierta, sino porque este gesto de apoyo de parte del Gobierno, mediado por los ministerios de Salud y Hacienda y por Fonasa, y que contó con el voto aprobatorio transversal de diputados y senadores, simboliza un reconocimiento al rol que cumple nuestra Universidad.
Al destacar la función que el Hospital juega en la formación de especialistas se está reafirmando el rol de la universidad pública como fulcro a través del cual el Estado incide en la sociedad en su conjunto. La formación de postítulo es un excelente ejemplo de cómo una tarea clave para el desarrollo de un área de actividad, en este caso la salud, es esencial tanto para el sector público como para el sector privado.
Ningún modelo razonable de sociedad puede prescindir de un Estado responsable que cuide de su sector público, incluyendo muy especialmente su ámbito académico. El apoyo estatal a la labor que desempe- ñan sus universidades no puede ser considerado como contradictorio con los intereses de nadie. La formación de especialistas que realiza nuestro Hospital es un excelente ejemplo, pues se trata de una función esencial para cualquier red de salud. Una clínica privada definitivamente no podría existir sin los especialistas que aquí son formados. Es por ello que al escuchar empecinamientos dogmáticos contrarios a la institucionalidad pública, uno ha de pensar que quizás el nuestro sea el único país del mundo en que se hable de mezquinar tres granos de maíz a la gallina de los huevos de oro.
Tras despreocuparse, abandonar o intentar activamente desmantelar la institucionalidad pública, hasta ahora se suele agregar al daño el insulto y declarar que ésta es ineficaz, ineficiente, poco competitiva.
Si se abandonara a su suerte a la institucionalidad pública, la sociedad entera, indolentemente, perdería a un grupo muy selecto de su mejor gente. A personas que se identifican y hacen suyos los problemas que afectan al conjunto del país tanto o más que los proyectos individuales. Personas altamente calificadas, generosas y con vocación de liderazgo.
Queremos invocar hoy aquí a Mario Luxoro, en el doloroso momento de su partida, como un caso ejemplar entre tantos académicos que necesariamente uno identifica como formados en y volcados a nuestra Universidad. Un hombre íntegro, comprometido siempre con cada momento histórico que vivía la sociedad a la cual pertenecía, científico brillante que aportaba desde Chile al mundo universal de la ciencia, universitario valeroso que promovía una nueva facultad dedicada a la ciencia en su quehacer intrínseco.
Son personas como Mario quienes espontáneamente se hacen parte y contribuyen al espíritu de la gran universidad pública. Este espíritu conlleva necesariamente las ideas de bien común y de cohesión social. La educación pública construye un pluralismo en la convivencia que ocurre al interior de una misma comunidad, en contraposición a la noción de la competencia y entre instituciones, cada una homogénea en una ideología o credo excluyentes.
Es por el rol que juega en sostener la convivencia del país en su conjunto, de su desarrollo científico y tecnológico, de su evolución como sociedad, de su acervo cultural, que la suerte de las universidades públicas necesariamente ha de ser asumida como algo que nos afecta a todos los chilenos y, por lo tanto, ante lo que han de responsabilizarse todos los protagonistas del quehacer político o el debate ideológico. Resulta absurdo argumentar, como suele hacerse en nuestro país y sólo en nuestro país, que porque hay proyectos en el mundo privado no podemos conversar y definir un proyecto para la universidad pública. Muy por el contrario, debemos primero diseñar colectivamente lo público y en seguida dejar las puertas abiertas a todos los que quieran asimilarse a este paradigma.
Por Luis Eduardo Thayer | Foto: Martin Bernetti / AFP
2015 y 2016 estuvieron marcados por las trágicas imágenes de cientos de migrantes y refugiados muriendo en el mar, siendo encarcelados, asistidos por organizaciones humanitarias o reprimidos brutalmente por la policía. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, entre 2014 y 2016 más de 10 mil personas han muerto intentando cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Este dato que ilustra la llamada “crisis migratoria” no da cuenta de una realidad nueva, sino de la intensificación de una situación que lleva al menos tres décadas en la frontera europea, siendo 2015 el año en que se superó el límite de lo que los estados europeos consideraban consecuencias normales de la represión fronteriza. La “crisis migratoria” fue un desplazamiento del límite de lo tolerable ante la muerte de migrantes en la frontera.
Se trata de la radicalización de una política de Estado impulsada sistemáticamente desde los ‘80. La crudeza visible en 2015 es el punto cúlmine de una represión migratoria aplicada, con ciertos matices, por la mayoría de los países desarrollados receptores de migrantes. Las diferencias, más que divergencias sustantivas, dan cuenta de estrategias distintas para gestionar la demanda estructural de fuerza de trabajo migrante. Lo que algunos han llamado la “paradoja de la necesidad del inmigrante indeseado” expresa la dualidad que enfrentan los gobiernos cuando buscan, por una parte, responder a la política de Estado restrictiva que demandan sociedades y electores, y por otra, satisfacer la demanda estructural de migrantes para mantener los márgenes de ganancia en sectores relevantes de las economías como el turismo, la agricultura, la construcción o los servicios personales, entre otros.
Chile no está ni estará exento de esta tensión. Tal como ocurre a todo país que recibe migrantes en tasas crecientes, enfrentará las tensiones inherentes a la relación entre migración y Estado nacional. La reciente arremetida de la derecha en materia de política migratoria es el primer síntoma de un incipiente conflicto en la sociedad chilena. Independiente de que sea parte de una estrategia de posicionamiento electoral, influida por el triunfo de Trump en EE.UU., y de su alineamiento con las propuestas que la extrema derecha europea viene promoviendo hace décadas. Y es que, aunque tarde y de la peor manera imaginable, el escenario político se ha abierto a una discusión sobre el tema. Desde la academia, las organizaciones sociales y los gobiernos locales venimos intentando de manera infructuosa poner el tema en la agenda de prioridades del país.
El tema, que entró en la agenda por la derecha extrema y con parafernalia electoralista, encontró a la centro-izquierda y la izquierda con las manos vacías. Una de las pocas propuestas ha sido la de Ricardo Lagos, que presentó en su blog una iniciativa orientada a promover el reconocimiento de los derechos de la población migrante en virtud del aporte que realiza a la sociedad chilena. Vale decir, fijó su posición desde una mirada liberal coincidente con la postura promovida por Libertad y Desarrollo, vinculada a la UDI. Esta mirada instrumental de la migración que subordina los derechos de esta población al aporte que realizan a la sociedad, aunque cuestionable en sus fundamentos y anti-democrática en sus consecuencias, al menos es un estímulo al debate.
Pocas propuestas han habido desde la izquierda y de aquellos actores que venimos promoviendo un enfoque de derechos humanos para fundamentar la política migratoria. Destaca el trabajo de organizaciones de migrantes como el MAM o la Coordinadora Nacional de Inmigrantes, y otras como el Servicio Jesuita de los Migrantes. Esta ausencia tiene que ver con la dificultad para traducir dicho enfoque en criterios, principios y normas que permitan orientar la acción. Sin la pretensión de agotar ninguna discusión, pero sí con la voluntad de sacar el debate del instrumentalismo, es que expongo algunos principios y criterios para la formulación de una propuesta de ley migratoria desde un enfoque basado en los derechos humanos universales.
El primer principio es la incondicionalidad en el acceso a todos los derechos cívicos, sociales y culturales para los ciudadanos extranjeros residentes en Chile. Esto supone no condicionar el reconocimiento de estos derechos a la situación administrativa de los migrantes y ligarlos, en el articulado de la ley, a los derechos humanos. Tanto el proyecto presentado por la administración Piñera como el borrador del proyecto formulado por la actual declaran la necesidad de fundamentar la ley en este enfoque, pero ninguna de las dos propuestas recoge esas declaraciones en su articulado.
El segundo apunta a establecer como única condicionalidad para el acceso a derechos políticos el tiempo de residencia en Chile. Es necesario consensuar el tiempo óptimo para que los ciudadanos extranjeros accedan al voto en las elecciones generales y locales, y a ocupar cargos públicos de representación popular. La propuesta es que este periodo no supere los tres años de residencia continua. Hoy la Constitución otorga a los extranjeros el derecho a votar en todas las elecciones tras cinco años de “avecindamiento”. El Servel interpreta “avecindamiento” como cinco años de residencia definitiva, lo que implica que los migrantes pueden votar en Chile, en el mejor de los casos, luego de siete años de residencia efectiva.
En tercer lugar se debe garantizar homogeneidad en los requisitos exigidos para el acceso a los derechos y bienes sociales de los distintos colectivos de ciudadanos extranjeros. No se pueden consagrar desigualdades entre colectivos nacionales, abriendo la posibilidad para que el predominio de principios como el de la “reciprocidad” u otros definidos discrecionalmente por la autoridad afecten a colectivos nacionales específicos. Una ley fundada en los derechos humanos no puede institucionalizar una discriminación por nacionalidad.
Como cuarta cuestión es importante simplificar las categorías migratorias. La multiplicación de visados aumenta la probabilidad de quedar en situación irregular o transitoria, los trámites administrativos, el costo de los procedimientos y dificulta el acceso al trabajo, pues los empleadores prefieren a migrantes con permiso de residencia definitiva sobre aquellos involucrados en procedimientos transitorios. Los migrantes deberían poder ingresar al país con una “visa poli-funcional” que les permita realizar cualquier actividad legal remunerada o no (estudios, trabajo, trabajo temporal, etc.) por un periodo de un año, renovable por un segundo al cabo del cual podrían optar a la residencia definitiva. En quinto lugar, la ley debiera garantizar la posibilidad de cambiar de categoría migratoria con la exclusiva condición de la temporalidad. Las visas que permiten el ingreso pero impiden el tránsito hacia otra categoría incentivan la irregularidad.
La literatura especializada lo viene documentando desde los ‘70. El ejemplo paradigmático fue la política alemana impulsada en los ‘50 y ‘60 para atraer trabajadores por temporadas. Llegaban al país con un permiso de trabajo por temporadas de dos o cinco años al cabo del cual “debían” regresar a su país de origen sin la posibilidad de acceder a una residencia definitiva en Alemania. ¿Qué ocurrió? La gran mayoría, provenientes casi todos de Turquía, permaneció en Alemania en extrema precariedad por muchos años.
En sexto lugar es necesario institucionalizar la participación de la sociedad civil, con representantes de las comunidades migrantes, en un sistema nacional que defina la política migratoria. No sólo por un imperativo democrático, sino por la sustentabilidad de la política. Cuando la sociedad participa en la definición de políticas, se hace co-responsable de su implementación. Su participación puede ponerse en marcha a través del Consejo Nacional de Migraciones, actualmente en funcionamiento, u otra institucionalidad que cumpla esta función.
Como séptimo punto es necesario garantizar la autonomía del Estado chileno en materia de política migratoria. No se puede consagrar en la ley el reconocimiento a priori de ningún tipo de condena ejecutada por otro Estado como requisito para el ingreso. De otro modo la ley podría vulnerar derechos que el Estado chileno ha decidido respetar, en virtud de reconocer los criterios de otro Estado.
Un octavo punto es suspender la expulsión de cualquier ciudadano extranjero con residencia definitiva en Chile como recurso sustitutivo de los definidos en el sistema judicial para cualquier ciudadano chileno. La única condición que justifica repatriar a un condenado extranjero es la vulneración de los derechos de sus hijos si éstos se encontrasen en el lugar de origen. Ningún otro argumento justifica la expulsión de un extranjero residente.
En noveno lugar, toda política con enfoque de derechos es por definición consistente en el tiempo. La propuesta de anteproyecto elaborada por la Nueva Mayoría consagra la posibilidad de modificar la política de acceso al territorio y a los derechos en función de las necesidades económicas del país o de la evaluación que realicen las autoridades. Una regulación migratoria consistente en el tiempo sólo podría ser modificada por una reforma legal en el Congreso y no por la autoridad competente del Ejecutivo. Esto evita sujetar la política migratoria a los vaivenes de la economía o la contingencia política.
Finalmente, es preciso reducir la injerencia del reglamento que acompañe a la ley en el acceso a derechos o la definición de condiciones para cambiar de categoría migratoria. El instrumento reglamentario debiera limitar su función a la creación de condiciones institucionales para que la ley pueda ejecutarse de manera eficaz, no abrir la posibilidad de instalar discrecionalidad o arbitrariedad en un asunto en el que se juega la naturaleza de la democracia. Y es que en la política migratoria, como en ningún otro ámbito de acción del Estado, se definen los contornos y el contenido sustantivo de la democracia, pues los migrantes tensionan la promesa de un régimen basado en el acceso igualitario a los derechos para los habitantes de un territorio. De manera que si la inclusión de los migrantes en igualdad de condiciones supone un fortalecimiento de la democracia, su exclusión y la restricción de su acceso a los derechos implica aquello que hace a la democracia imposible.
La inmigración, como muchos de los temas de la actualidad, se robó el foco estas últimas semanas. Se puso de “moda”. Fue “trending topic”. Los medios seguimos la tendencia y la abordamos. Esto tiene de dulce -porque sin duda es tema-, pero mucho de agraz, porque se aborda en “corto”, sin reflexión, en base a caricaturas y con mucho “electoralismo” de por medio. Así es como surgieron frases de presidenciables que relacionaron la inmigración con la delincuencia, de parlamentarios que proponen poner restricciones a la entrada -como si se tratara de cerrar una llave- y otros que apuntan a poner restricciones a los “ilegales”, como si ese no fuera siempre el estado en que llegan los inmigrantes a Chile para después legalizar su situación.
Lo primero que afirmaron desde el Ministerio Público es que la cifra de delincuencia en extranjeros es mínima dentro del total de delitos. Es más, las víctimas extranjeras de delitos son más que los victimarios. En segundo lugar, prevenir la entrada de los extranjeros no es tan sencillo como cerrar una llave. Académicos y especialistas en migraciones señalan que una persona que busca ingresar a otro país para quedarse, lo hará como sea. Si no puede por un paso fronterizo, lo hará por otro. Si no puede ingresar como turista, lo hará de manera ilegal poniéndose incluso en riesgo y alimentando a las mafias de frontera que hacen negocio traficando con personas. El tema es mucho más complejo. Si se ponen restricciones para legalizar la situación del migrante, no se detendrá el número de los que ingresan. Sólo provocará un mercado negro de personas dispuestas a trabajar en condiciones inferiores, sin posibilidad de denuncia.
Hay tanta caricatura y tanto desconocimiento que los medios de comunicación reproducimos y reforzamos. Pero, ¿dónde comienza el problema? Hay que tenerlo claro. Un tema complejo no tiene soluciones fáciles. A un tema complejo no se responde con frases fáciles. Un tema complejo no puede instrumentalizarse electoralmente. Los temas complejos tienen soluciones también complejas. Esta es una primera dimensión que los periodistas debemos considerar.
Pero quiero ir más allá. ¿Qué nos provoca a todos la migración? ¿Qué pensamos realmente del inmigrante? Lo pregunto porque está lleno de respuestas políticamente correctas. Pero, ¿miramos al inmigrante de manera muy distinta a como nos miramos a nosotros mismos los chilenos?
Vivimos en uno de los países más desiguales del mundo. Esta desigualdad se ve en cada metro, en cada espacio de ciudad. En una región como la Metropolitana -pero no es muy distinto en muchas regiones- la desigualdad literalmente se “ve”. Hay comunas que son para ricos y otras para pobres. Hay escuelas para ricos y para pobres. Hay hospitales para ricos y para pobres. Hay hasta centros comerciales para unos y otros. El trato de la justicia es diferente si se es pobre o rico, en las cárceles el 95% de los condenados vienen de situación de pobreza -y no es porque sólo los pobres delinquen. Carabineros trata diferente al que vive en Vitacura del que vive en Puente Alto.
¿Nos extraña entonces el racismo y clasismo hacia los migrantes?
Hace unas semanas fue noticia el reglamento de un edificio en Ñuñoa donde no dejaban bañarse en la piscina de la comunidad a los trabajadores, entre ellos los hijos e hijas de las trabajadoras de casa particular. Estallaron las redes sociales. Pero me pregunto, ¿si conocemos reglamentos como ese todos los veranos -son noticia-, cuántos de nosotros realmente pensamos que los trabajadores no pueden ingresar a las piscinas? Si estos reglamentos existen… ¿no es lo que piensan realmente los residentes?
Insisto: ¿puede extrañarnos el trato discriminatorio al inmigrante? Con estos datos, ¿podemos recibir bien a los inmigrantes? La inmigración nos muestra cómo somos. La inmigración puede hacer salir lo peor de nosotros, los chilenos. Podemos terminar culpando a la inmigración de todos nuestros males. Podemos encontrar allí el “chivo expiatorio” perfecto para una sociedad en extremo desigual y segregada. Otra dimensión a considerar como periodistas.
En este contexto, ¿cuál es el rol de los medios de comunicación? Siempre he sostenido que los medios de comunicación no somos distintos a la sociedad en que vivimos. Si el país es centralista, los medios de comunicación también serán centralistas. ¿Es una respuesta satisfactoria? No, no lo es. Y ese es el desafío. Los hechos noticiosos obedecen siempre a un contexto. Tienen un origen, una explicación. La inmigración no escapa a este análisis. Es más, lo que he manifestado en esta columna es justamente el contexto que los medios de comunicación deberíamos explicitar a la hora de hablar de este tema.
Hoy los medios replicamos la mirada clasista que tenemos sobre la sociedad chilena y la hacemos extensiva a los migrantes. Si tratamos diferente en el desarrollo de las noticias a una víctima o victimario si es de Las Condes o de San Bernardo, también lo hacemos si es chileno o extranjero.
Entonces, tal como los medios amplificamos las diferencias entre los mismos chilenos, las amplificamos también hacia los extranjeros. ¿Es casualidad que dos candidatos presidenciales relacionen inmigración con delincuencia? ¿O es resultado de construcciones mediáticas que no tienen que ver con las cifras reales que manejan las policías y el Ministerio Público? Hoy los medios de comunicación somos más parte del problema, que de la solución. ¿Estamos para solucionar los problemas de la sociedad? No. Pero sí tenemos la misión de dar contexto a lo que nos rodea.
Doy un ejemplo. El temor a la delincuencia en Chile no tiene nada que ver con la cifra real de hechos delictuales. ¿Hay responsabilidad de los medios en esto? Sí. ¿Es acaso porque la delincuencia “vende”, concita el interés o sube el rating? Sí. ¿Podemos extrañarnos de la utilización política de la delincuencia como “el temor de los chilenos”? Claramente, no. Un contexto adecuado nos llevaría a hacernos otras preguntas en torno a la delincuencia. ¿A quiénes llamamos delincuentes en Chile? ¿Qué pasa en las cárceles? ¿Por qué hay alta reincidencia? ¿Qué hace el sistema con las personas que cometen un primer delito? ¿Por qué los presos en Chile en un 95% vienen de familias pobres? O ¿por qué el 50% de los presos ha pasado por un centro del Sename?
Con la inmigración, como medios también debemos hacernos las preguntas que corresponden. Poner el contexto.
Lo que está claro es que la inmigración llegó para quedarse. No hay vuelta atrás. Nos guste o no. Celebremos o no la diversidad. Ya no depende de nosotros. Lo que sí depende de nosotros es la mirada que les demos a los inmigrantes. Lo que sí depende de nosotros es la normalización que le daremos al tema. Lo que sí depende de nosotros es si seguiremos reproduciendo con ellos el mismo clasismo y la segregación que nos afectan hoy a los chilenos. Lo que sí depende de nosotros es superar el miedo con el que miramos al que vive en la otra cuadra, al frente o al lado. Lo que sí depende de nosotros, como medios de comunicación, es hacer las preguntas y poner el contexto. Lo que está en juego es construir una sociedad distinta, entre nosotros y hacia los otros
En este libro todo pareciera ser una investigación periodística. Pero es, en cierto modo, ficción. Y todo parece ficción, pero es la inscripción de una historia real (y de muchas historias reales) ocurridas durante la década de los ‘80 en Chile. Paradojas de la memoria: hay que hacer ficción para poder recuperar la historia real.
Para Hobsbawm, uno de los efectos más relevantes del mayo francés que marcó la década del ‘60 en gran parte de Europa y Latinoamérica fue el cambio cultural que se venía gestando y que se traducía entre otros aspectos en la demanda de mayor incorporación de la mujer al trabajo; la píldora anticonceptiva y la apertura y liberalización de las relación sexuales, así como el cuestionamiento al patriarcado y a otras formas de expresión de la autoridad.
No era la Toma de la Bastilla ni la instauración de otro régimen lo que movía a los miles de manifestantes que ocupaban las calles pintando en los muros que se prohibía prohibir y que levantaban como consigna “la imaginación al poder”. Fue un fenómeno social y político que sin duda puso en jaque al poder establecido, pero que no surgió en las fábricas, sino al interior de los campus universitarios, atravesando incluso las fronteras ideológicas impuestas por la propia Guerra Fría.
Muchos de esos aires de cambio expresados cotidianamente en las relaciones humanas y jerárquicas se perciben hoy en medio de las crisis propias y ajenas que habitan dentro y fuera de nuestras fronteras. Cambios que ponen en cuestión temas y formas de comportamiento naturalizados por décadas, muchos de los cuales pasaron inadvertidos incluso para la vieja izquierda pese a los discursos emancipadores y libertarios que cruzaron el siglo XX. Temas y formas que hoy las nuevas generaciones no están dispuestas a dejar pasar.
Por ejemplo, la relación de respeto hacia los derechos de los pueblos originarios; la valoración y defensa de nuestro ecosistema; la defensa a los derechos de las disidencias sexuales; el respeto a la autonomía de las mujeres en torno a sus cuerpos y sus derechos sexuales y reproductivos; sus derechos al trabajo y a la igualdad salarial frente a los hombres; su derecho a no ser discriminadas, ni cosificadas, ni asesinadas por el hecho de ser mujeres.
De ahí que hoy resulte un escándalo lo que antes podía haber sido “una humorada”, como lo ocurrido con el episodio de la “muñeca inflable”, desnuda, con la boca tapada y exhibida como trofeo de empresarios y políticos; los hechos de la fragata Lynch, cuando nueve marinos grabaron en la intimidad de sus dormitorios a cinco de sus compañeras de armas; o que sea inadmisible que estudiantes sean objeto de acoso sexual de parte de sus pares o profesores en los campus de nuestras universidades y, lo que es peor, que algunos de esos “maestros” salgan en defensa de los acosadores calificando las denuncias como “sobrerreacción casi nerviosa”, en tanto ponían en peligro las “brillantes carreras” de algunos de los acusados.
Hacerse cargo de esos procesos de cambio representa un desafío tanto en materia de legislación y políticas públicas como en la implementación de protocolos y normas claras que den respuesta a las actuales demandas de igualdad, dignidad y no discriminación que se levantan con fuerza en todos los espacios de nuestra sociedad.
Sin duda, lo más difícil es cambiar la mirada sobre aquello que por siglos ha sido naturalizado, más aún cuando quienes se resisten son líderes de opinión o figuras que han sido objeto de admiración para los propios jóvenes.
En la Universidad de Chile, institución en la que también ha habido denuncias sobre el tema, luego de elaborar y difundir en las aulas manuales contra el acoso sexual y contribuir como política institucional a establecer normas de acompañamiento, investigación y sanciones, ahora se acaba de aprobar un completo articulado que se hace cargo del tema de manera integral, a través de una política para prevenir el acoso sexual, y un protocolo de actuación ante denuncias sobre acoso sexual, acoso laboral y discriminación.
Se trata de un hecho inédito en las instituciones de Educación Superior en Chile y de una noticia digna de celebrar. Lo que falta ahora es que en cada aula, campus o biblioteca, concluya el necesario y urgente cambio cultural.
A la mañana siguiente de la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos hubo un silencio extenso, de tal magnitud que parecía que la ciudad de Nueva York se hubiera fugado de sí misma. Se consolidó así una de las elecciones más bizarras de la historia reciente del país, con un candidato que hizo de la agresión y de una serie de promesas asombrosamente falsas y superficiales su sello identitario. A medio camino entre la ficción, la farándula y la realidad, culminó la prolongada escena en la que Trump actuó su rol de “jefe” de una compañía que se llamaba Estados Unidos.
La prensa, de manera absorta, apoyó a Hillary Clinton y, más todavía, algunos de los republicanos emblemáticos retiraron su soporte al candidato que debía representarlos. Todo forma parte de un apretado nudo político, social y mediático que todavía no termina de clarificarse, más allá de las diversas opiniones, de las analíticas, de las múltiples incertezas.
Pero lo que sí parece necesario enfatizar es que antes de la elección y a pesar de las encuestas, de los pronósticos o de la seguridad de la prensa, existía una “presencia Trump” poderosa que recorría todo el espectro social y lo mantenía curiosamente indemne, sin considerar las aseveraciones que negaban sus posibilidades.
A partir de la “mañana siguiente”, cuando Estados Unidos realmente “despertó” silenciosa, asombrada o frenética, pero nunca indiferente, empezó una y otra vez la imperiosa tarea de intentar entender lo que había pasado. Términos de moda como posverdad (cuya conceptualización está instalada hace más de diez años) se inscriben ahora con una fuerza nueva, una y otra vez, luego de que fuera legitimado por el prestigioso diccionario de Oxford a partir, precisamente, del resultado inesperado del Brexit inglés. Este término se refiere al triunfo de lo emocional sobre la realidad que esta emotividad recubre. En ese sentido, parece necesario recordar a Pierre Bourdieu cuando habla de “efectos de verdad” producidos fundamentalmente por los territorios mediáticos y hay que agregar, también, las redes sociales y sus intervenciones y distorsiones.
Desde luego, en lo personal, sería incapaz de leer qué sucedió para que un candidato tan lineal, curioso y extremo se convirtiera en presidente de los Estados Unidos. Más bien, para mí, lo importante fue entender que la democracia estadounidense porta una paradoja, pues no son coincidentes el voto directo y el resultado electoral.
En ese sentido, desde el conteo electoral por estados Trump venció ampliamente y se erigió como presidente. Pero desde la votación ciudadana perdió también de manera consistente. Esta diferencia, al parecer, es la más rotunda en toda la historia electoral de los Estados Unidos.
Otro punto neurálgico se ha centrado en señalar que los votantes de Trump pertenecerían, en gran número, a los sectores más pobres de la población blanca. Una clase trabajadora desplazada por la globalización capitalista y tecnológica (el uso de robots como fuerza de trabajo) que fue cautivada por un discurso paradisíaco que prometía una vuelta atrás, al retorno hacia una sociedad productiva, protagonizada por esos trabajadores legendarios, relegados por una mano de obra radicada ahora en China, India o en México, entre muchos países.
Sobre estos votantes, de manera injusta, recae todo el resultado electoral. Son esos blancos expulsados de su cultura obrera los que absorben la responsabilidad. Sin duda, como en todas partes, existen numerosos grupos populares inflamados por un nacionalismo escolar, por fobias, por pensamientos y conductas alarmantes de corte fascista. Pero definir al conjunto de los trabajadores como “ignorantes” y adjudicarles enteramente el resultado de esta elección, parece una reacción clasista. La primera pregunta debería establecerse sobre una extrema debilidad del mismo Partido Republicano y su frente de postulantes con tradición y experiencia política que, sin embargo, no lograron convocar a sus propias bases. Donald Trump es un outsider sin una militancia ni historia en el partido y, por supuesto, sin ninguna experiencia en cargos de representación pública. Por otra parte, el Partido Demócrata no consiguió perforar el discurso “trumpista” porque existe un malestar laboral que se arrastra desde la crisis y una distancia ideológica, básicamente, con los jóvenes cansados del neoliberalismo que los agobia.
Hay que señalar que el Partido Demócrata experimentó una derrota en todos sus frentes por la pérdida de representantes en las cámaras. En ese sentido, el “legado” del presidente Barack Obama está en franco riesgo ante las sucesivas promesas de Trump de terminar con el programa de salud pública, llamado también Obamacare; el mismo suspenso se yergue ante la reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba o los acuerdos con Irán, la inversión en cuidado de medioambiente, entre otras materias.
Por otra parte, el discurso Trump deshizo conquistas importantes conseguidas por luchas civiles y puso sobre el escenario público la arrogancia del poder del dinero y su saber en torno a recursos mediáticos para establecerse como centro de la atención pública. Ninguno de sus insultos y exabruptos detuvo su inscripción. Su debilidad conceptual quedó en evidencia en cada uno de los debates donde se refugió en meros clichés y la promesa de “hacer grande a los Estados Unidos otra vez”. Así, desde una posición de una derecha ultra populista, nacionalista y racista, se generó un personaje que daba una impresión, hasta cierto punto, freak. Pero atravesando las analíticas y las lógicas, resultó electo el presidente del país más poderoso y del que desconfían casi la totalidad de los líderes del mundo, salvo su “aliado”, el presidente Putin.
Hoy, nadie sabe con certeza cuáles serán las claves de su gobierno. La designación de multimillonarios, ejecutivos y generales en su gabinete y puestos claves presagia un devenir, por decir lo menos, especialmente difícil a nivel interno y de alto riesgo en los espacios internacionales.
No se trata solamente de que Trump haya ganado una elección, sino que hay que considerar la magnitud del rechazo que concita y que mantiene al país dividido y hasta enfrentado. Una profesora de California aseguró que se trataba de una elección “terrorista”. Las marchas, protestas, resistencias, se suceden. Para el 21 de enero hay convocada una marcha nacional de mujeres en la ciudad de Washington contra el presidente electo por sus manifiesta misoginia.
Suposiciones, rumores y trascendidos marcan el curso de este tiempo transicional. Se dice que no respeta los protocolos, que durante las reuniones de trabajo no escucha a nadie porque está permanente tweeteando de manera frenética y adicta, que los conflictos de interés que mantiene son de una dimensión incalculable, que sus verdaderos asesores son una de sus hijas, Ivanka, y su yerno.
Desde luego, la situación es crítica. Pero más allá de la posverdad que demostró la elección estadounidense, lo que habría que observar es si acaso no podríamos estar en los inicios del tiempo de la pospolítica. Un tiempo en el que el proyecto neoliberal se materializa en toda su dimensión, descarta la política institucional como eje y transfiere el poder a multimillonarios aliados al poder militar, produciendo así una ecuación perfecta. Generales que garantizan el incremento de la industria de la guerra y multimillonarios que proyectan y ejercen su extremo narcisismo, desprecian la pluralidad y usan al Estado para multiplicar sus fortunas.
En 2006 Yochai Benkler publicaba The Wealth of Networks. Allí, haciendo un guiño a Adam Smith, Benkler teorizaba sobre la sociedad de la sociedad de redes a la que dio paso la denominada sociedad de la información industrial. El libro sugiere que los cambios en medios de producción, consumo e intercambio de contenido supondrían beneficios para construir una sociedad cada vez más abierta e igualitaria.
De alguna forma, el influyente libro de Benkler entregaba un sustento teórico a un fenómeno tan novedoso como acelerado, aquel que destruía la distinción emisor-receptor propia de la era industrial para dar paso a un estadio donde sería la tecnología la que disminuiría de manera radical las brechas existentes, pudiendo cualquiera ser un emisor de contenidos online, sin necesidad de pasar por las anquilosadas estructuras de los medios de comunicación tradicionales.
Diez años después de la publicación de The Wealth of Network vale la pena preguntarse qué tan fundado estaba el optimismo expresado por Benkler en el potencial democratizador de Internet. La misma Internet que permitió la irrupción de los blogs, redes sociales y Wikipedia también permitió la existencia de violencia de género y discriminación online, supresión de contenidos críticos y formas novedosas de censura. En este mismo sentido, a propósito de la última elección presidencial estadounidense, ha llamado la atención la aparición de conceptos como las burbujas de filtros y las ‘fake news’, en las que quisiéramos detenernos con algo más de detención.
Burbujas de filtros
La popularidad de los servicios online más populares depende, en gran medida, de la capacidad que tienen de mostrarnos aquello que queremos ver. Eso explica, por ejemplo, que Facebook cambie hace años la forma en que presenta el contenido en su página principal, desde un criterio cronológico a una fórmula algorítmica misteriosa cuya decisión toma en cuenta con quiénes hemos interactuado últimamente, dónde nos encontramos, qué perfiles hemos visitado con anterioridad, entre otros factores. Lo mismo ha hecho, más recientemente, Instagram y Twitter. Asimismo, Google es capaz de mostrarnos resultados más “precisos” gracias al data mining y nuestro historial pasado de búsqueda.
Que nuestros principales métodos de comunicación y de obtención de información nos muestren preferentemente lo que queremos ver no puede sino tener consecuencias en la forma en que nos informamos e interactuamos. Varias estadísticas muestran cómo, en particular los jóvenes, se informan primordialmente cada vez más a través de redes sociales (incluso cuando redirijan a grandes sitios de noticias) que directamente en sitios o medios tradicionales de comunicación. Sin embargo, la información que se despliega ha sido procesada previamente por un algoritmo que ha decidido cuáles son las noticias más relevantes para cada uno de nosotros. Lo que vemos allí no son sólo aquellas cosas que nuestras redes y amigos comparten. Son aquellas noticias e informaciones que queremos leer.
Esto es lo que se ha denominado la “burbuja de filtros” y se le ha achacado un deterioro en la capacidad de discusión democrática. Después de todo, ¿cómo aprenderemos a discutir con posiciones distintas a la nuestra si el contenido que consumimos sólo refuerza nuestra posición ya adquirida? Autores como Cass Sunstein han demostrado que si sólo nos exponemos a argumentos similares tenderemos a extremar posiciones, debilitando una discusión de ideas racional e igualitaria. Expuestos a una constante reafirmación positiva, hasta lo irracional puede llegar a sonar lógico.
Noticias falsas
La estructura actual de la economía digital se sustenta, en buena medida, en la publicidad. Google y Facebook son, básicamente, grandes empresas cuyo modelo de negocio no reside en la oferta de servicios, sino en la gestión de publicidad finamente orientada a perfiles de usuario. Lo que los usuarios pagan a cambio de un servicio de búsqueda online de calidad o por participar en una red social como Facebook es el costo de la información personal que es procesada para enviarnos publicidad contextual.
Es por ello que buena parte de los modelos de negocio asociados a contenido online están vinculados al tráfico de visitas, tráfico que supone finalmente mayores tasas de retorno por publicidad. Medios tradicionales han debido explorar diversos métodos para mejorar sus SEO (Search Engine Optimization) para obtener visitas que, mayormente, provienen de búsquedas online.
De la mano de este modelo de negocio surgen sitios web que intentan capturar visitas a través de agresivas estrategias de SEO que han derivado en los últimos meses en la creación de sitios que no sólo intentan mejorar sus técnicas para titular sus noticias y hacerlas más atractivas, sino que derechamente desentenderse de la veracidad del contenido y ofrecer contenido falso. Contenido no verificable, pero atractivo para masas de visitas que parecen preferir hacer click allí donde se anuncian hechos improbables antes que la aburrida descripción de la cotidianidad. “Viralizar” se transforma en hacer explotar a través de las redes enlaces a lugares donde, en el fondo, más importa su atractivo masivo antes que su veracidad.
Regular el contenido no es la solución
Ante este desafío no han faltado las voces que han exigido a los intermediarios de contenido tomar cartas en el asunto. Algunos afirman que son estos intermediarios -Google, Facebook, Twitter, otros- quienes tienen un deber de control editorial, tal como cualquier medio de comunicación. Soluciones como ésta no hacen sino amplificar el problema y llevarlo a otro lugar: en vez de hacer que sea lo atractivo de un enlace lo que lo haga viralizable, será la decisión editorial de la empresa dueña de la plataforma la que determinará la veracidad de los contenidos. Decisión editorial que será tomada por un programa computacional, de que se tiene poco o nada de control externo fuera de la compañía.
Los efectos de la burbuja de filtros pueden atenuarse a través de mecanismos de transparencia algorítmica. Estos deben permitir al usuario saber los criterios utilizados para desplegar información y tal vez permitir elegir mecanismos distintos de ordenación, tales como cronológico o aleatorio.
Ni las noticias falsas ni las burbujas de filtros deben ser combatidas a través del control de los contenidos. Los mecanismos de solución deben permitir más y no menos expresión y ofrecer cierta transparencia en la forma en la que los contenidos son presentados a través de sus redes. De otra manera, las soluciones que se planteen, en lugar de mejorar, empeorarán las condiciones de debate y discusión pública.
La idea de que el financiamiento universitario debe ser visto como la suma de infinitesimales aportes otorgados a cada individuo para que cada uno mejor resuelva, representa llevar a un extremo inevitablemente absurdo, más que el individualismo, la negación a ver el conjunto. Y es curioso que nadie quiera exponer la obvia relación entre este hablar de las partes tan desvinculadas como sea imaginable y nunca del todo, con un país que tiene tantas dificultades para entenderse, conversar, cohesionarse.
Más curioso resulta que el simple hecho de ver el conjunto como tal pueda resultar muy incómodo. La Contraloría General de la República, consciente de que la incomodidad es un derivado inevitable de sus acciones, ha sido quizás la única institución que ha hecho preguntas tan simples como: ¿cuánto se gasta en total en nuestro país en Educación Superior? ¿Cuánto es gasto público y cuánto gasto privado? ¿Cómo se distribuyen entre los grandes sectores de la Educación Superior tanto el gasto como el alumnado? ¿Cómo ha evolucionado esa distribución en las últimas décadas?
Porque recién entonces, con esas cifras es que se hace evidente lo que nadie quiere que se ponga en el tapete: cuánto recibe una universidad estatal regional comparada con los ingresos de un gran consorcio privado. Y queda demasiado claro que una fracción ínfima de lo que ésta recibe cambiaría la vida de la primera, lo cual lleva a una pregunta de una incomodidad aún mayor: por qué no se quiere que revivan las universidades públicas.
Es también muy curioso que siendo enormes las cantidades de recursos públicos que llegan a las universidades privadas, nadie se preocupe de ver cómo se gastan, ni mucho menos con qué garantía de buen destino se solicitan para ser asignados. Notable y aplaudible, al respecto, la decisión del Contralor de fiscalizar por fin esos recursos. Tan notable como la de flexibilizar el control de las actividades académicas con criterios acordes a sus especificidades.
Es difícil imaginar que una distribución de recursos estatales en cualquier otro rubro pudiera hacerse con tal desaprensión. Qué pensaríamos si cualquier producto que el Estado comprare, digamos cuadernos, delantales o lo que fuere, lo hiciera sin importarle la calidad de lo que está comprando, ni si hay proveedores consolidados que den mejores garantías. Me apresuro a decir que ésta es una analogía limitadísima, si se piensa en todas la implicancias para el desarrollo humano, económico, científico y cultural que conlleva la inversión en instituciones de Educación Superior.
Invertir en el sistema universitario público obliga al Estado a asumir una responsabilidad que ha insistido en tercerizar. No es un problema presupuestario, más bien tiene que ver con asumir su misión, compartida con las universidades, de preocuparse del conjunto de la población y de un proyecto de desarrollo del país.
Esperamos que el apoyo, después de tantos, tantos años que recibe hoy el Hospital Clínico de la Universidad de Chile sea el inicio de un cambio de paradigma de mayores alcances, que vaya más allá de empezar a reparar una situación que se hace insostenible. A saber, que una Universidad tenga que financiar con sus propios medios, que en Chile significa en una medida importante de sus estudiantes, la formación de especialistas. Esos especialistas harán posible la atención médica tanto en el sector público como en el privado. Es increíble que en Chile se niegue lo que es obvio en cualquier otro país: el financiamiento del sector público de Educación Superior es indispensable para el progreso no sólo de sí mismo, algo de suyo relevante, sino tanto del mundo público como del mundo privado a nivel de la nación entera. Nuestro hospital universitario y la salud de Chile son un muy buen ejemplo.
La tolerancia es un concepto que se expresa con fuerza en el siglo 17, y que en el siglo 18, con Voltaire y Diderot, alcanza su máxima validación intelectual. Es la reivindicación que se levanta en Europa cuando la Iglesia Católica perseguía a quienes no abrazaban sus ideas, y es el estandarte de quienes apostaron a ella como el valor máximo de la ilustración.
La carta sobre la tolerancia de John Locke a fines del siglo 17 es la expresión de esa necesaria separación entre Iglesia y Estado. Tres siglos más tarde y tras millones de muertos en guerras declaradas y otras escondidas, esos valores, sumados a los de la diversidad que nos hablan del respeto a los derechos civiles, sociales y reproductivos, se levantan como las grandes conquistas del humanismo para este milenio
De Martí a Simón Bolívar en nuestro continente; de Ghandi, Luther King a Mandela; o de Fanon, Sartre, a De Beauvoir, las generaciones del siglo 20 crecieron siguiendo las luchas anticoloniales y antimperialistas de los pueblos, aprendiendo que ciertos términos debían ser desterrados de nuestro lenguaje, como racismo, apartheid, gueto, segregación. Y, más tarde, que otras debían ser denunciadas como discriminación, machismo, sexismo, misoginia, etcétera…
Desde la Declaración Universal de los DD.HH. de Naciones Unidas de 1948, la humanidad ha avanzado asumiendo que todos somos sujetos de derecho y que la tolerancia y la diversidad deben ser protegidos no sólo con leyes y normas, sino también en el ejercicio cotidiano de la comunicación.
Porque lo “políticamente correcto” no nos remite al eufemismo en la esfera de la socialización, donde se disimulan la ignorancia y el prejuicio, sino que nos lleva a una forma de lenguaje que tributa al respeto y tolerancia hacia toda la humanidad.
De ahí que el discurso racista y misógino del recientemente electo Presidente de EE.UU. Donald Trump, resulte alarmante, así como sus amenazas antimusulmanas; de construcción de un muro en la frontera de tres mil kilómetros con México, y de expulsión del país de cerca de dos millones de mexicanos, más otras expresadas urbi et orbi.
Las similitudes entre EE.UU. hoy y la Alemania que votó en las urnas a Hitler en marzo de 1932 pueden resultar lejanas y exageradas para muchos. Sin embargo, un ejemplo más reciente al interior de EE.UU. es la figura del senador Joseph Mc Carthy, que entre 1950 y 1956, con la Guerra Fría como telón de fondo, marcó una época de persecución, cárcel y destierro para miles de estadounidenses, que acusados de “actividades antiamericanas” fueron despedidos de sus trabajos, acosados, encarcelados o exiliados.
El actor Charles Chaplin; el periodista inmortalizado en la película Buenas noches, buena suerte, Edward R. Murrow; el escritor Dashiell Hammett; o Arthur Miller, entre muchas figuras de literatura, el cine o el teatro fueron víctimas de esta “caza de brujas” que marcó de manera dramática la vida política, social y cultural de la sociedad estadounidense de la década de los cincuenta.
Pero hoy es la humanidad y sus valores de tolerancia y respeto a la diversidad lo que nuevamente está en juego. Con ellos, la vida de millones de desplazados de las intervenciones del mundo occidental en las zonas de Asia y África, en la mayor catástrofe humanitaria de los últimos tiempos.
En el inicio de la era Trump, el futuro de esas millones de personas, en su mayoría musulmanes, así como el de miles de mexicanos cuya permanencia en EE.UU. se ve amenazada, es incierto. ¡Pero no son los únicos!
Por ello la humanidad apuesta a que en el futuro Trump se escriba con la T de tolerancia y no de tragedia.
La imagen actual del cine chileno, tanto para la prensa como para la misma industria, es la de una agitación inusitada y novedosa, que incluye un considerable aumento de la producción local con un crecimiento del 400% los últimos diez años, un reconocimiento internacional completamente inédito, que le ha hecho merecedor de premios en festivales de clase A, y de una presencia sostenida en las principales selecciones cinematográficas del mundo, incluyendo Cannes, Berlín, Venecia, Sundance, San Sebastián, Locarno y otros certámenes de prestigio en el mercado internacional.
Por ahora, éste es el escenario fácil de capturar, el del éxito. Para ello, no sólo han tenido que pasar procesos de transformación profundos, como el cambio de paradigma tecnológico en la producción cinematográfica a comienzos de la década del 2000, sino que también la emergencia de toda una generación de realizadores egresados de escuelas de cine, albergadas en universidades e institutos técnicos, que permitieron ir profesionalizando un sector productivo que se diversificaba cada vez más a medida que crecía.
Las tecnologías digitales significaron un abaratamiento de los costos de forma significativa, permitiendo prescindir de los procesos fotoquímicos de alta complejidad y de los protocolos del material sensible que ralentizaban los rodajes, al mismo tiempo que el aumento de la masa crítica de técnicos y artistas del cine generó un interés por la realización de éste, ya sea como vocación alternativa a los trabajos audiovisuales más tradicionales, como la televisión y la publicidad, o como actividad principal en el caso de las empresas productoras independientes que se formaron durante los últimos 15 años, compañías que comenzarían a demandar del Estado cada vez más incentivos y apoyo en la financiación del cine local.
La explicación material, sin embargo, no es suficiente para explicar lo que está sucediendo con el cine chileno actual. ¿Fueron estas innovaciones tecnológicas lo que cambió el paradigma de la producción local? La respuesta es sí y no. Sí, porque sin esos cambios la posibilidad de que producciones independientes pudieran ver la luz y encontrar un circuito de exhibición hubiesen sido nulas. Y no, porque las rutas heterogéneas que ha recorrido la producción nacional tras este cambio tecnológico han sido impredecibles y, de alguna manera, la razón de su éxito.
La calidad que conquistó al público
Me atrevería a señalar que realmente lo que ha permitido visibilizar al cine chileno en el horizonte internacional, y lo que le ha permitido existir y ser significativo también en el horizonte local, es su calidad artística. Las gestiones de una agencia como CinemaChile, iniciativa privada de los productores de cine orientada a promocionar el cine chileno en el mundo, en coordinación con ProChile, no tendrían sentido si no existiera un algo que promover.
Gracias al trabajo de investigadores como Carolina Urrutia, que publicó Un cine centrífugo (Editorial Cuarto Propio, 2013), podemos identificar ciertas categorías para describir la heterogeneidad del cine chileno actual a partir de sus decisiones estéticas, basándose en teóricos como Gilles Deleuze o Jacques Rancière, el primero a partir de sus estudios sobre cine moderno y el segundo como punto de partida para entender una relación entre estética y política que estuviese alojada por fuera de la narración y el discurso logocéntrico o, dicho en otras palabras, una posibilidad de ligar cine y política que no pase por el “mensaje”.
Siguiendo al trasandino Gonzalo Aguilar y su reflexión sobre el nuevo cine argentino, y su relación con el cine de los ‘80 y ‘90, podemos extrapolar su análisis al caso chileno y observar que lo primero que podemos decir del cine contemporáneo local es lo que no es. Y lo que no es, es ese cine noventero, discursivo, narrativamente convencional, de grandes producciones que contaban grandes historias, un cine con tintes políticos, un cine que comentaba la realidad a través de guiños, de mundos retratados, un cine que apelaba a un sentido de identidad, con personajes tan conscientes de la realidad que incluso el director podía hablar a través de ellos y entregarnos un punto de vista sobre el mundo, sobre el statu quo de las cosas.
Una de las máximas de este cine de los ‘90 es contar una buena historia, mantener un relato trepidante y al mismo tiempo ofrecer un punto de vista, un mensaje, a través de la identificación del espectador con la historia o con los personajes: el cineasta asume un compromiso social con la historia, pero no critica la estructura aristotélica ni los códigos de verosimilitud imperantes en la industria. Estas constantes del cine chileno de transición también están relacionadas con la producción: la magnitud de las películas chilenas de los ‘90 obligaba a realizar filmes que pudieran conectar con el público, con actores conocidos y apelando a géneros populares, como la acción (pistolas, asaltos, delincuencia, violencia) o el erotismo, no entendido como un lugar de subversión, sino como punto de entrada o gancho comercial para una historia.
Cine chileno hoy: un filtro para mirar el pasado y pensar el futuro
El cine chileno actual se desapega de estas lógicas, y curiosamente es en ese minuto cuando se comienzan a rescatar a autores independientes, que se mantuvieron al margen del código hegemónico: Cristián Sánchez, Juan Vicente Araya, Raúl Ruiz; o generando lecturas más poéticas de autores mainstream como Gonzalo Justiniano o Ricardo Larraín.
En un proceso muy derridiano, nos comenzó a interesar todo lo que estaba al margen de esa producción hegemónica. El nuevo cine chileno ha logrado consolidarse como un lugar y una forma de pensar. A pesar de ser escurridizo a la clasificación, se presenta hoy como un filtro para pensar el pasado y el futuro del cine chileno.
Al desapegarse de esas exigencias, y en clave ruiziana, podríamos decir que el cine chileno actual se resiste a las lógicas del conflicto central y, al hacerlo, abre la narración a una multiplicidad que siempre se resiste a una lectura hegemónica unidireccional. Por lo mismo, hablar de los “temas” del nuevo cine chileno es banal e inútil, porque precisamente eso interesa menos que la manera en que cada autor se aproxima a la narración, y las perspectivas que ofrece cada película a nivel de experiencia cinemática.
Si tuviésemos que atender la relación entre historia y relato, claramente diríamos que el cine chileno actual está del lado del relato, del modo en que una historia toma forma a través de las imágenes. Autor e historia, que antes eran completamente centrales para vehiculizar ideas y puntos de vista, hoy son sólo un producto del relato mismo, no preceden a la experiencia cinemática, sino que se derivan de ella, como señala Roland Barthes en El grado cero de la escritura (Editorial Siglo XXI, 2011). Derivación en la que el espectador tiene una posición privilegiada y al mismo tiempo, difícil: no existe un sistema hermenéutico que permita decodificar el filme hacia una dirección determinada, sino más bien una confluencia de voces, o como diría Mikhail Bakhtin, una convivencia de lenguas.
Desde una perspectiva más bien propia, diría que es la consumación de una estética neobarroca en que la multiplicidad toma protagonismo y se vuelve el objeto del filme, lo que explica la dificultad de responder a la pregunta ¿cómo es el cine chileno? ¿De qué temas habla el cine chileno? O incluso, ya no en términos generales, sino en particular ¿de qué se trata esa película? ¿Qué me quiere decir el autor? etcétera.
Esta multiplicidad también explica la incomodidad o la distancia con la que se ha mantenido el público local respecto a las películas chilenas. Si bien en el extranjero son aplaudidas, tanto por los espectadores como por la crítica, se trata de un espacio cinéfilo por excelencia. Es un mercado donde las películas “del mundo” son acogidas y consumidas, con espacios de circulación establecidos, aun cuando esté en permanente dinamismo. Existe un mercado internacional para el “cine de autor”, una industria con productores, agentes de venta, distribuidores y exhibidores que conocen el rubro y saben cómo llegar a esa audiencia. Desde esta perspectiva, la dificultad para exhibir una película chilena en el mercado nacional es la misma que enfrenta una película rumana en Rumania, una película iraní en Irán y una película tailandesa en Tailandia.
Respondiendo a la pregunta inicial que motiva el texto, esta multiplicidad estructural del nuevo cine chileno abre nuevos tópicos y nuevas perspectivas que no podrían haber tenido lugar en las películas del período de transición. La ciudad se impone como algo completamente nuevo y desconocido en películas como Play (Alicia Scherson, 2005) o Mami te amo (Elisa Eliash, 2008), dos cintas dirigidas por realizadoras mujeres, algo que también viene a irrumpir de manera novedosa en una industria principalmente dominada por el género masculino. Al mismo tiempo, el paisaje natural vuelve a reaparecer con una fuerza completamente inconmensurable con respecto a la historia y al relato, dejando de poseer una funcionalidad o “significado”, lo que se puede ver claramente en Verano (José Luis Torres Leiva, 2011) o Manuel de Ribera (Cristopher Murray y Pablo Carrera, 2009). La tecnología permite nuevos modos de producción, como el de La sagrada familia (Sebastián Lelio, 2006) o Te creí la más linda, pero erí la más puta (José Manuel Sandoval, 2009), películas que permiten el ingreso de la improvisación, dándole rienda suelta al trabajo actoral y a la cámara. Casi a la inversa, la libertad con respecto al conflicto central también puede leerse desde la vereda opuesta, la de la estilización controlada de Cristián Jiménez en Ilusiones ópticas (2009) y Bonsái (2011) o La vida me mata (Sebastián Silva, 2007), que además proponen un humor visual y narrativo inédito en el panorama local hasta ese minuto.
La segunda generación de cineastas de este periodo, en la cual me incluyo, ha seguido por estos senderos y, en varios casos, ha abierto nuevas vías que comulgan con la multiplicidad, concepto que hemos intentado instalar en este breve artículo y que creo que puede ser útil a la hora de aproximarse a estas películas. Por ejemplo, la innegable filiación de mi película Las Plantas (2016) con las tres cintas de Alicia Scherson, sobre todo con El futuro (2013), demuestra que las cintas actuales pueden leerse “en clave de”, algo impensable diez años atrás.
De alguna manera, y a pesar de la heterogeneidad y diversidad apabullante del nuevo cine chileno, se sedimenta una percepción de corpus, y no sólo desde la academia, sino que también desde la prensa, la crítica y el público. Entender este cuerpo, sin centro de gravedad y sin programa estructural, es quizás lo más excitante de nuestro sector hoy por hoy.