Svenska Arensburg, psicóloga: “El malestar ha mostrado que no es posible vivir en una sociedad que se mantiene en la inseguridad social”

El problema de la salud mental de los chilenos se instaló con fuerza este año, tras el reclamo de estudiantes universitarios frente a la carga académica y al aumento de casos de depresión y ansiedad. Las movilizaciones que estallaron en octubre pusieron otra vez este tema sobre la mesa: más allá de cómo lidiar con la incertidumbre de un país inestable, la psicóloga y académica de la Facultad de Ciencias Sociales, Svenska Arensburg, advierte cuán necesario es pensar un nuevo Chile donde la salud mental sea prioridad.

Por Florencia La Mura

En abril de este año, estudiantes de Arquitectura de la Universidad de Chile protestaron por lasobrecarga académica de sus carreras, denunciando casos extremos de estrés e incluso intentos de suicidio. A esto le siguió la Primera Encuesta Nacional Sobre Salud Mental Universitaria, donde se reveló que cerca de un 54% de los estudiantes chilenos ha sufrido de estrés y un 46% de ansiedad o depresión, datos que detonaron una conversación pendiente sobre la deuda de distintas instituciones en materias de salud mental, incluyendo al Estado

El enfoque sobre el tema durante estos días ha sido cómo sobrellevar las consecuencias psicológicas de la crisis política y social, y si bien el 81,4% de los trabajadores asevera tener problemas anímicos —de acuerdo a una encuesta de Laborum.com en la que participaron 1.476 personas—, los daños a la salud mental de los chilenos vienen acarreándose desde antes del 18 de octubre y se relacionan directamente con muchas de las demandas en seguridad social que la gente está pidiendo en las calles. Para la psicóloga y académica Svenka Arensburg esto siempre estuvo claro: el problema de la salud mental, dice, “lo arrastramos hace tiempo, y siempre ha sido el pariente pobre en las políticas de salud”.

—Además de las nuevas generaciones que se enfrentan a esta crisis, muchos sienten ecos de la experiencia emocional de los años de la dictadura, lo que lleva a una reaparición del trauma emocional. ¿Cómo se puede entender esta crisis, desde el punto de vista psicológico, entre quienes han vivido experiencias similares antes?

Cuando hablamos de traumas extremos en dictadura, son personas que vivieron situaciones de violencia, muertes, atropellos a los derechos humanos y pérdidas graves de vidas y modos de vida. Todo eso acarrea una memoria psíquica y también social. Esto afecta la manera en que nos relacionamos, en cómo confiamos en un otro, y en cómo depositamos nuestra palabra en un lugar colectivo. En el caso de la traumatización, el problema es que quienes hemos vivido una experiencia de violencia colectiva somos parte de generaciones completas que han estado sumidas en esa experiencia de trauma psicosocial. Por ende, en situaciones de estallido social, nos envuelve una emocionalidad ligada al imaginario catastrófico más que esperanzador. Hay un rompimiento de un cierto orden que permitía una predictibilidad de la vida. Experimentamos una situación crítica donde lo que entendemos como explicaciones válidas para resolver conflictos cotidianos ya no sirven, y empezamos a tener experiencias que creemos anormales, cuando en rigor son normales dentro del caos. Cuando alguien arrastra una memoria de trauma social comienza a revivir experiencias y el conjunto de secuelas psicológicas y emocionales que me acarrea esa experiencia se actualizan, esto altera la toma de decisiones y construccion de vida cotidiana. La ayuda va en distintos planos, lo primero es asumir que todos y todas estamos en situación de crisis, viviendo esa violencia, directa o indirectamente. Para las generaciones que vivieron la dictadura, esa emocionalidad vuelve a estar presente, sin olvidar que  los jóvenes también sienten temor. La diferencia es cómo actuamos, si nos encerramos o salimos al espacio público, si confiamos en él.

—¿Y como, de manera general, se puede enfrentar mejor el día a dia en este contexto?

La ayuda tiene que ver con propiciar espacios de diálogo, de conversación, para ponerle palabras a los sucesos que vivimos y que muchas veces nos dejan sin lugar, sin palabras, sin posibilidad de encontrarnos o como espectadores impotentes de una devastación. El apoyo debe venir de personas específicas en el espacio privado, pero también en espacios laborales, educativos, institucionales y desde lo colectivo. Asimismo, es importante el rol de los medios de comunicación, en cuanto a cómo trabajan en contra de la lógica del rumor, en contra de propiciar el pánico y cómo van reconstruyendo un discurso que va tejiendo un sentido que nos permita entender el lugar de cada una de las violencias. No es lo mismo la violencia que emana del conflicto social a una que emana del Estado o de las movilizaciones colectivas.

—Dentro de las luchas está la exigencia de darle una mayor importancia a la salud mental, discusión que viene desde hace meses, sobre todo a partir de las manifestaciones de estudiantes frente a la carga académica. Eso abrió un debate en torno al estado mental de estudiantes y trabajadores. ¿Cómo evoluciona esa discusión hasta el momento crítico que estamos vivimos hoy?

Nuestro bienestar y calidad de vida es parte integral de lo que tenemos que pensar como sociedad, porque nuestra seguridad e integridad se juega en este registro. Cuando hablamos de salud mental el espectro es amplio y complejo, y se plantea como un área de trabajo de política pública en distintos aspectos. La salud mental tiene que ver con las consecuencias que tiene nuestra forma de vida, con la lógica competitiva que nos tuvo saturados estos últimos 30 años. Tiene que ver con cómo soportamos el trabajo, el estudio, la familia y las presiones que eso significa, y tiene consecuencias en lo psicológico y a nivel de vínculo con los otros. En ese sentido, parece bien interesante que no nos hayamos olvidado de la salud mental ahora que estamos poniendo las distintas dimensiones que la desigualdad nos ha impuesto. Requerimos urgente un proceso de levantamiento, análisis y discusión al respecto.

—Derechos sociales como salud, vivienda y trabajo son la base de una sociedad estable, no solo en términos económicos, sino mentales. ¿Cómo puede ayudar la psicología, no sólo desde la psicoterapia individual, a hacer entender su importancia?

Es importante pensar la contribución de la psicología, entendiendo que no es sólo un dispositivo clínico focalizado en la atención terapéutica individual. Desde su origen, el mismo Freud dice que la psicología es una pregunta individual, psíquica y a la vez social. Cada vez que nos preguntamos por quiénes somos, qué es lo que nos hace sufrir y cómo transformamos las condiciones para que ese sufrimiento cese, lo hacemos tanto en lo interno como también en lo que envuelve el conjunto de las relaciones con las que se vincula esa persona y el modo en que una época, una sociedad, nos deja situados en ciertos nichos, que muchas veces tienen que ver con lógicas de segregación que en sí mismas producen sufrimiento, y eso ya lo sabemos con las disidencias sexuales. Cuando se hacen los estudios sobre sus formas de sufrimiento, se llega a la conclusión de que esa persona sufre porque su identidad es causa de un conjunto de estigmas que le dan una forma de vida insegura, donde tiene que enfrentar situaciones de peligro e incluso crímenes de odio. El padecimiento psicológico de esa persona es resultado de un proceso social y cultural que ha cerrado las puertas a una forma de vida vivible bajo su orientación sexual. También lo vemos en las mujeres con las dobles o triples jornadas que tenemos que experimentar, tanto para cautelar el espacio privado familiar como el laboral y público, y cómo eso nos deja en un lugar de sufrimiento frente a lo que significa ser mujer en esta sociedad. Frente a eso, lo que se llama la «psicología de los pueblos» también es un área importante a recuperar hoy día como reflexión. También la psicología social y comunitaria, que surgen de esta anterior, y que se preguntan por los procesos psicológicos colectivos. A veces desaparece ese “colectivo” cuando hemos estado en sociedades altamente individualizadas como en Chile.

—¿Cómo regresa lo colectivo en medio de este estallido social?

Lo que produce este estallido es que pone en el espacio público a esa colectividad, que quiere pensar y reflexionar sobre sus propios sufrimientos de forma colectiva. Qué estamos demandando colectivamente, hasta qué punto llegamos soportamos el sufrimiento que producía esta desigualdad y frente a la que hoy dijimos «basta»; cómo se hizo posible ese proceso y qué es lo que ahora podemos ser capaces de leer para elaborar un nuevo tejido social. Me parece que la psicología es una herramienta para pensar ese proceso mental colectivo, para poder conectar. El malestar social nos ha mostrado que no es posible vivir en una sociedad que se mantiene en la inseguridad social. Requerimos un piso básico, una vivienda, salud integral y educación.

—En la prensa han aparecido artículos que demuestran preocupación por la salud mental en medio del estallido social. Ya que la deuda de Chile con este tema tiene larga data, ¿cómo podemos observar este fenómeno sin aislarlo de la precaria atención a la salud mental que existe desde antes de las protestas?

El problema de la salud mental lo arrastramos hace tiempo. Siempre ha sido el pariente pobre en las políticas de salud y ha estado precarizada, con una falta de recursos inmensa y altamente restringida. Sólo pueden acceder a planes de salud mental aquellos más afectados, por sus patologías y por no tener acceso a salud privada. El resto debe velar por sí mismo porque no hay una política integral de salud que abarque a todos, por lo que este tema no es visto desde una política integral. La expectativa es que ojalá la salud mental fuera un foco que abordado desde todos los ámbitos: en la calidad de vida, en el modo en que los directivos y autoridades institucionales protegen las relaciones hacia sus trabajadores con un enfoque de salud mental. Un enfoque que valide las emociones y los procesos emocionales como elementos básicos para poder trabajar y coordinar actividades. Cómo la salud mental atraviesa las distintas prácticas y modos de relación que las distintas instituciones van reproduciendo. Cada institución tiene sus propias dinámicas de poder, que se justifican por las exigencias de productividad y de competitividad, y que varían dependiendo de la institución: familia, escuela, gobierno, etc. Ahí debemos hacer transversal la pregunta por la calidad de vida, por un bienestar mínimo que nos permita comunicación, encuentro y respeto por los procesos diferentes de cada uno de los actores involucrados.

—Un concepto muy manoseado es el autocuidado, que pareciera ser la respuesta individual a la salud mental. Las movilizaciones han servido para entender que se trata de un tema colectivo. ¿En qué ayuda esta protesta social para entenderla más allá de un problema aislado y personal?

Cuando se trabaja en situaciones límites y críticas, la pregunta es la misma que las recomendaciones de seguridad cuando estamos en un avión. Nos dicen que si caen las máscaras y estás con alguien que depende de ti, primero tú tienes que ponerte la mascarilla, garantizar estar seguro de que puedes respirar bien y luego de eso apoyar a un otro. No es posible hacerlo si uno está afectado o sobrepasado. Si uno no trabaja en esas condiciones, lo primero que ocurre es que se ve amenazada tu tarea y comienzas a hacerla mal. En segundo grado, va a haber dificultades para coordinarse y adecuarse con tu equipo de trabajo y se van a empezar a sentir conflictos internos. En tercer grado, y esto es lo más peligroso, es cuando trabajadores y equipos sobrepasados comienzan a maltratar a las personas que atienden. Lejos de ayudarlas, reproducen formas de violencia, maltrato y abuso. Cuando se habla de la relación entre autocuidado y salud mental, viene desde ese lugar. Hoy día esto está en debate y tiene que ver con preguntarnos individualmente por el autocuidado, además del cuidado entre otros. La sociedad pone en la mesa la valoración del cuidado como algo que siempre estuvo en segunda línea, como una dimensión secundaria y accesoria. «Cuidar» como algo femenino, respecto de otras cosas que pueden ser relevantes, como la producción o el combate.

—¿Cómo debería entenderse el cuidado, entonces?

Lo que produce este estallido es que pone en el espacio público a esa colectividad, que quiere pensar y reflexionar sobre sus propios sufrimientos de forma colectiva. Qué estamos demandando colectivamente, hasta qué punto llegamos soportamos el sufrimiento que producía esta desigualdad y frente a la que hoy dijimos «basta»; cómo se hizo posible ese proceso y qué es lo que ahora podemos ser capaces de leer para elaborar un nuevo tejido social. Me parece que la psicología es una herramienta para pensar ese proceso mental colectivo, para poder conectar. El malestar social nos ha mostrado que no es posible vivir en una sociedad que se mantiene en la inseguridad social. Requerimos un piso básico, una vivienda, salud integral y educación.

—En la prensa han aparecido artículos que demuestran preocupación por la salud mental en medio del estallido social. Ya que la deuda de Chile con este tema tiene larga data, ¿cómo podemos observar este fenómeno sin aislarlo de la precaria atención a la salud mental que existe desde antes de las protestas?

El problema de la salud mental lo arrastramos hace tiempo. Siempre ha sido el pariente pobre en las políticas de salud y ha estado precarizada, con una falta de recursos inmensa y altamente restringida. Sólo pueden acceder a planes de salud mental aquellos más afectados, por sus patologías y por no tener acceso a salud privada. El resto debe velar por sí mismo porque no hay una política integral de salud que abarque a todos, por lo que este tema no es visto desde una política integral. La expectativa es que ojalá la salud mental fuera un foco que abordado desde todos los ámbitos: en la calidad de vida, en el modo en que los directivos y autoridades institucionales protegen las relaciones hacia sus trabajadores con un enfoque de salud mental. Un enfoque que valide las emociones y los procesos emocionales como elementos básicos para poder trabajar y coordinar actividades. Cómo la salud mental atraviesa las distintas prácticas y modos de relación que las distintas instituciones van reproduciendo. Cada institución tiene sus propias dinámicas de poder, que se justifican por las exigencias de productividad y de competitividad, y que varían dependiendo de la institución: familia, escuela, gobierno, etc. Ahí debemos hacer transversal la pregunta por la calidad de vida, por un bienestar mínimo que nos permita comunicación, encuentro y respeto por los procesos diferentes de cada uno de los actores involucrados.

—Un concepto muy manoseado es el autocuidado, que pareciera ser la respuesta individual a la salud mental. Las movilizaciones han servido para entender que se trata de un tema colectivo. ¿En qué ayuda esta protesta social para entenderla más allá de un problema aislado y personal?

Cuando se trabaja en situaciones límites y críticas, la pregunta es la misma que las recomendaciones de seguridad cuando estamos en un avión. Nos dicen que si caen las máscaras y estás con alguien que depende de ti, primero tú tienes que ponerte la mascarilla, garantizar estar seguro de que puedes respirar bien y luego de eso apoyar a un otro. No es posible hacerlo si uno está afectado o sobrepasado. Si uno no trabaja en esas condiciones, lo primero que ocurre es que se ve amenazada tu tarea y comienzas a hacerla mal. En segundo grado, va a haber dificultades para coordinarse y adecuarse con tu equipo de trabajo y se van a empezar a sentir conflictos internos. En tercer grado, y esto es lo más peligroso, es cuando trabajadores y equipos sobrepasados comienzan a maltratar a las personas que atienden. Lejos de ayudarlas, reproducen formas de violencia, maltrato y abuso. Cuando se habla de la relación entre autocuidado y salud mental, viene desde ese lugar. Hoy día esto está en debate y tiene que ver con preguntarnos individualmente por el autocuidado, además del cuidado entre otros. La sociedad pone en la mesa la valoración del cuidado como algo que siempre estuvo en segunda línea, como una dimensión secundaria y accesoria. «Cuidar» como algo femenino, respecto de otras cosas que pueden ser relevantes, como la producción o el combate.

—¿Cómo debería entenderse el cuidado, entonces?

El enfoque del cuidado tiene que ver con la pregunta por una relación con un otro, cómo yo puedo acompañar y cuáles son los límites para eso. Cualquier equipo que realice una tarea tiene que pensar en este enfoque del cuidado: cuál es el tiempo que yo requiero para acompañar a otro, cuál es el espacio que me estoy dando como equipo para reevaluar las prácticas que estamos implementando, cómo generamos una tarea que respete los procesos, los acuerdos, la deliberación y sobretodo la responsabilidad. El trabajo con otros tiene que ver con que yo no estoy aquí para imponerme o decidir por otro, sino que tengo que generar condiciones para generar la autonomía de los otros. Un profesor tiene que desarrollar la posibilidad de autonomía de aprendizaje de los estudiantes, un médico tiene que desarrollar la autonomía de los procesos de decisión de salud de sus pacientes y un gobierno tiene que generar las condiciones para que la ciudadanía sea capaz de avanzar por una sociedad más justa e igualitaria.

Quién vigila a quién: las redes sociales en tiempos de crisis

Las semanas de protestas en Chile vuelven a poner en discusión el uso de plataformas como Twitter y Facebook en medio del estallido social, más allá de su utilidad para organizarse o difundir información. Vladimir Garay, Director de Incidencia y Comunicaciones de la ONG Derechos Digitales, habla sobre cómo este contexto político obliga a debatir en torno al papel de las tecnologías en democracia.

Por Florencia La Mura | Fotografías: Felipe Poga

El salto de torniquetes coordinado a través de redes sociales por escolares fue la mecha que prendió el estallido social actual. Pero la discusión en torno a si estas tecnologías ayudan a articular los movimientos sociales no es nueva: las manifestaciones de 2011 de la Primavera Árabe o del Occupy Wall Street, en Nueva York, ya plantearon la discusión en torno a cuán importantes son las redes sociales en estos contextos de protesta. Para Vladimir Garay, periodista y Director de Incidencia y Comunicaciones de la ONG Derechos Digitales, esta visión responde a una mirada poco crítica sobre su uso: “Esta crisis en Chile demuestra cuáles son los márgenes ideológicos y los potenciales problemas que tienen estas tecnologías”, explica. Porque así como es posible coordinar distintos tipos de manifestaciones mediante estas plataformas, además de registrar violaciones a los derechos humanos, también pueden jugar en contra a través de ciertas censuras de contenidos y posibles riesgos de seguridad vinculados a prácticas como el reconocimiento facial o el monitoreo de redes sociales.

—El término “objetividad” tiende a usarse bastante al momento de informar, y eso también corre para hablar de internet como un “espacio neutral”, cuando en realidad detrás de toda empresa hay poderes económicos y políticos operando. ¿Cómo entender esto, específicamente en el contexto que se encuentra Chile?

Las redes sociales tienen esta idea de que son plataformas donde la información puede circular libremente, un discurso que es muy inocente. Hace unos años se decía que instauraban una horizontalidad total, que como todas las personas y entidades tenían el mismo acceso a internet y a plataformas, significaba que esos contenidos competían en igualdad de condiciones, desde una mirada muy economicista y liberal, lo que no es cierto. Hubo un discurso así en torno a la Primavera Árabe, donde se presentaba a las redes sociales como causantes de las revueltas. En el fondo, se usó para hacerle promoción a las empresas de Silicon Valley, por lo que hay que mirar con reticencia esa postura.

Si bien las redes sociales han sido una herramienta muy útil a la hora de organizarse, expresarse y también para documentar imágenes de violaciones a derechos humanos, hay que ver cómo influye la arquitectura misma de la tecnología. El mismo diseño de las plataformas y las normas que la rigen, muchas de ellas automatizadas, promueven ciertos discursos y dificultan otros. Lo vemos en cuentas de Instagram que se dedican a compartir registros de las protestas: muchos están siendo removidos o censurados porque las normas de uso impiden la divulgación de imágenes explícitas de violencia, que en términos generales me parece correcta, pero en el marco de la protesta social toman valor por ser el registro de una violencia estatal. El modo en que está pensada la plataforma no considera que una policía represora genere ese tipo de daño, y esas imágenes se vuelven no aptas, paradójico a cómo estas mismas plataformas se publicitan como grandes catalizadores de cambios sociales. Esta crisis nos demuestra cuáles son los márgenes ideológicos y potenciales problemas que tienen estas tecnologías.

—Las redes sociales han servido para viralizar y difundir información, pero a modo general los gobiernos no suelen considerar las demandas que circulan en estas plataformas. ¿Se puede entender internet como un nuevo espacio serio de discusión pública, donde se planteen temáticas que lleguen a la agenda política?

La distinción entre aquello que ocurre dentro y fuera de internet es cada vez menos clara. Las redes sociales se han convertido en un escenario más de la protesta, y se ve en cómo la gente habla sobre el tema, las imágenes que suben, ya sea en tono de denuncia o de solidaridad. Si es posible articular demandas y que puedan llegar a la agenda política, me parece que sí, pero es un espacio tan amorfo como puede serlo cualquier espacio físico en el cual ocurre una conversación o un cabildo. Es un espacio valioso, desde donde se recogen ciertas demandas, pero hay que tener cuidado, porque a diferencia de lo que ocurre en un espacio físico, son susceptibles de ser distorsionadas. Estoy pensando en ejercicios como el de Chilecracia. Frente a la fachada de una discusión abierta, democrática y horizontal, lo que puede haber es un ataque de grupos de interés que están intentando sobrerrepresentar una opción. Hacer eso en una discusión cara a cara es más complicado. Creo que sí, internet puede ser un espacio de discusión serio, pero hay que tomárselo con una serie de cuidados previos y con ánimo crítico de esas soluciones tecnocráticas que piensan que esta problemática política puede ser resuelta a través de un par de algoritmos. Chilecracia es una muestra de eso, te obliga a tomar decisiones entre cuestiones que no son dicotómicas, como el alza de un sueldo mínimo y una nueva Constitución. ¿Por qué no tener las dos?

—En ese sentido, y considerando las conversaciones que han surgido sobre una nueva Constitución: ¿crees que las redes sociales e internet podrían aportar al debate en torno a cómo articular este movimiento social?

Una de las grandes interrogantes es cómo articular las demandas, generar procesos que sean participativos y que la clase política los entienda. Es algo que la gente quiere y donde internet puede aportar. Hay que tomarlo con cuidado eso sí, porque las tecnologías no son neutrales, son falibles, están expuestas a ser explotadas, atacadas, y también influye cómo la gente se relaciona con internet, los distintos usos que hacen de ella a partir de condiciones que son socioeconómicas y culturales. No estoy tan seguro de que internet sea la respuesta: si bien podría jugar un rol, no creo que la solución sea armar cabildos por internet o algo como Chilecracia. La primera prioridad es poder generar algún acuerdo en torno a cómo se canalizará toda esta discusión. Me parece interesante el ejercicio de reunirse y discutir qué país queremos, y es importante que esos ejercicios no sean sólo de educación cívica, sino que puedan tener un cauce político real. Si eso ocurre dentro o fuera de internet, eso se verá después, pero esa opción puede ser más problemática que otra cosa.

—Varios hechos, como que se haya informado que Carabineros vigila a dirigentes sociales, que se están vigilando tuits venezolanos y rusos sobre el movimiento, sumado a que el ministro Blumel pretende “mejorar la inteligencia policial”, dan a entender que el seguimiento a través de la tecnología va en aumento, tal como pasa en el resto del mundo. ¿Qué marco legal sostiene la privacidad de las personas en un contexto donde se vuelve más difícil protegerla?

En situaciones como estas hemos visto que hay una forma de proceder de la policía que raya en un área gris del debido proceso. Se ha visto en casos de persecución a activistas mapuche y se ha repetido en las protestas de las últimas semanas, actos que tienen una legalidad bien dudosa o son completamente ilegales. No existe ninguna manera de obligar a las policías a transparentar cuáles son las actividades, las herramientas y el uso que le dan a éstas en sus investigaciones. Están monitoreando internet, pero no hay ninguna claridad respecto a lo que eso significa. Una cosa es revisar fuentes de acceso abierto, como una cuenta pública de Twitter o un grupo abierto de Facebook, y otra cosa es intentar tener acceso a información que no es pública. Sabemos que hace unos años la PDI compró la licencia del software Hacking Team. No sabemos cuántas veces se usó, en qué tipo de casos y para recolectar qué tipo de pruebas. No hay información sobre eso y es posible que existan graves vulneraciones al debido proceso y a los derechos fundamentales de las personas que no están siendo registradas porque no hay manera de saber que están ocurriendo.

El monitoreo de redes sociales con fines intimidatorios puede tener ribetes de persecución política, como en el caso de Cristóbal Yessen, boxeador y defensor de los derechos de los niños y niñas, que según él fue detenido y torturado por mensajes que ha compartido en Twitter. Otro caso que nos llegó a Derechos Digitales fue uno en que a una persona se le invitaba a declarar voluntariamente en el marco de una investigación a raíz de un mensaje que publicó en Twitter, y nuestra conclusión fue que la citación fue un intento de amedrentamiento. Además, se abren preguntas sobre cómo se establece el nexo entre cuenta y persona, su identidad y su dirección. Es un problema que no sólo ocurre en Chile. Investigando las tecnologías de reconocimiento facial en Latinoamérica, la respuesta que tienen las organizaciones que quieren saber cómo funcionan éstas es que es información clasificada, que por razones de seguridad nacional no pueden ser reveladas. En Chile pasa lo mismo.

—La persecución a través del reconocimiento facial no es nueva. En Las Condes se implementaron drones para “aumentar la seguridad”; lo mismo ocurre cuando se sube material donde son visibles las caras de los manifestantes.

Hay una reflexión interesante en torno al valor que tiene la protesta, como una forma válida de articular demandas y cuáles son las condiciones que permitan que se articule. Tener un espacio público donde no haya tecnologías de reconocimiento es parte de eso. Si hubiese algún sistema de reconocimiento facial implementado en Santiago o en el metro, como hay en el de Valparaíso, probablemente nada de lo que ha pasado en Chile —en cuanto a manifestaciones multitudinarias— hubiese ocurrido. La protesta hubiera sido reprimida y extinguida porque las identidades hubiesen sido reconocibles.

Que la gente quiera documentar lo que está ocurriendo en las calles es muy legítimo, sobre todo porque los medios tradicionales han sido muy reticentes en mostrar abusos policiales, y también para que estos crímenes no queden impunes y las responsabilidades políticas sean asumidas. Es probable que en unas semanas o meses esos videos sean usados como pruebas, pero hay una serie de condicionantes que las pruebas deben contemplar para que sean admitidas y hay que tener ojo con eso, porque en este contexto la autoridad siente un deseo intenso de encontrar responsables. Ese afán es una de las razones por las que los procesos investigativos pueden ser malos y lo hemos visto ya muchas veces.

Carmen Castillo: “El tiempo de la igualdad es el presente”

En esta entrevista hecha a dos tiempos —las dos primeras preguntas fueron hechas después del estallido social y el resto tres semanas antes, en el programa radial Palabra Pública—, la cineasta, que vive entre Chile y Francia, habla sobre cómo se recupera la fraternidad al interior de los movimientos sociales y cómo se ha ido creando un “nosotros en movimiento” en una sociedad neoliberal donde a veces ni siquiera se tiene conciencia del sufrimiento en el que se vive. “Los afectos son más fuertes que el mercado y la economía”, dice la directora de Calle Santa Fe.

Por Evelyn Erlij y Jennifer Abate

—Hace unas semanas comentabas en el programa Palabra Pública que aún no se daban los estallidos sociales y políticos que nadie puede prever y que tienen relación con lo imprevisible que es la historia. ¿Cómo has vivido los hechos que se han dado en Chile desde el pasado 18 de octubre? ¿Qué visión tienes de este movimiento social transversal que dice estar luchando “hasta que la dignidad se vuelva costumbre”?

“La imprevisibilidad de los acontecimientos, cuando suceden, es impresionante. Todo abierto a nuestra paciencia activa”, me escribía mi amigo, (el filósofo argentino) Diego Tatián, el 22 de octubre. Me he deslizado entonces, día tras día, de un lugar a otro, junto a la gente, rodeada de jóvenes, ocupando las calles, las plazas con el colectivo Escuela Popular de Cine (*); deslumbrada ante la creatividad de los grafitis, la inteligencia, la consciencia política de “los de abajo”. Abrir los ojos —que si no tienen memoria no ven nada—, escuchar las palabras: todos hablan, todos se hablan en este levantamiento popular. El miedo difuminado —el más fuerte de nuestros enemigos— libera el afecto. La fraternidad se recrea en las marchas, en las asambleas. La emancipación se experimenta. “La calle no se abandona hasta que valga la pena vivir”, escribió alguien en una pancarta. Cada día, a pesar de la represión, de los muertos, de los heridos, de la violencia feroz decidida por el gobierno; a pesar de las tentativas de quebrar el movimiento, de apaciguar la protesta repartiendo migajas, las manifestaciones continúan, reunen a los diferentes. Frente a la rebeldía, “ellos” nos hablan de concordia y paz social. Pero no han logrado dividirnos. Se hace tangible que el tiempo de la igualdad es el presente, no el porvenir; que la igualdad no se pide ni se merece: se toma conciencia de ella, se activa y se ejerce. Eso es lo que estamos experimentando. Desde cada espacio de encuentro ciudadano la línea de perspectiva de una Asamblea Constituyente crece, se dibuja con fuerza en el horizonte.

Sabemos la incertidumbre, sufrimos las embestidas de la clase política, pero en esa demanda se fortalece el trazo de ese deseo de una sociedad distinta. Tal vez el “acontecimiento” que estamos viviendo encuentra su sentido profundo en la palabra “interrupción”: suspender la repetición ampliada de lo mismo, producir una falla en el tiempo de trabajo por donde puede irrumpir un sentido imprevisto. Hacer lugar y hacer tiempo, como dice Diego Tatián.

Crédito: Javiera Medina

—Un fenómeno interesante de este movimiento es la ausencia de banderas: no hay rostros visibles ni partidos políticos ni sindicatos que lideren el estallido. Hay una horizontalidad que ya se vio entre los indignados de España o el Occupy Wall Street. Has hecho de la militancia un modo de vida: ¿cómo ves estos movimientos donde pareciera que no hay líderes que puedan articular demandas concretas o encausar estos malestares sociales?

Creo que en Chile estamos viviendo algo más amplio, mas popular que las experiencias de los indignados, de Occupy Wall Street o de los chalecos amarillos en Francia: una amalgama de juventudes, diversidad de clases sociales. Los “por qué” ya los tenemos claros. Los sujetos políticos se forman en la acción, encuentran un lugar, un rostro; encuentran amigos, afectos; se hablan, se organizan. Eso es lo fundamental. Es cierto que nos falta formación para la autonomía, que nos falta educación cívica para devenir ciudadanos ejerciendo la libertad y la democracia, cuestiones difíciles y complejas. Sin embargo, por el momento, me maravilla cómo se habita la brecha “tomada” al poder económico y al poder político, la intensidad del aprendizaje. He escuchado palabras de líderes sociales: algunos llevan mucho tiempo animando movimientos como No+AFP. No estoy apegada a una sola forma de organización: se están inventando. Lo importante es constatar que somos mucho más numerosos los que sabemos que sin organización no lograremos dar consistencia a la Asamblea Constituyente. Los días pasan y cada instante vivido nos permite ir creando ese “nosotros” en movimiento. Nada ni nadie podrá borrarlo. Y, como otras veces, es en Chile donde ahora se cristaliza para el mundo el estallido de ese “ya basta”, nuestro primer grito contra el fascismo económico que domina el planeta.

Hoy se reprime, tortura, se mata para “normalizar” la sociedad. Es un hecho: las estadísticas de los muertos, heridos y prisioneros aumentan; los guanacos y gases lacrimógenos arremeten en medio de las manifestaciones pacíficas. De nada le sirvió al poder los militares en la calle, y las ofensivas represivas de los últimos días tampoco logran paralizarnos ni separarnos a lo largo de todo el país. Sé que la incertidumbre puede inquietarnos, pero pienso que la experiencia de nuestra potencia es irreductible.

—Cada vez que vienes a Chile participas de manera activa en iniciativas políticas y sociales, como las marchas del movimiento No+AFP, la Escuela Popular de Cine y FECISO (Festival de Cine Social y Antisocial en La Pintana y La Florida). ¿Cómo es el país que te encuentras cada vez que vuelves?

Hay un largo recorrido de reencuentros con Chile. En estos últimos años la cartografía de mi vida aquí tiene espacios extraordinarios, como la Escuela Popular de Cine con Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda. En cada viaje siempre hay una constelación de rebeldías y de movimientos emancipatorios, siempre hay un acontecimiento. Este Chile neoliberal es una sociedad cruel, terrible, en que a veces ni siquiera las personas tienen conciencia del nivel de sufrimiento en que viven. Me doy cuenta del desastre humano y social que significa este modelo implantado por la dictadura. Eso me impulsa a querer hacer algo por la emancipación, por la creación de la unidad, del colectivo, de ir juntos. Aquí se me despierta la ira, la rabia, la indignación; sentires que son un primer motor para la acción. Veo que nada es estático, que todo está en movimiento, que no pueden —ni logran— apagar ni las llamas de la energía de la memoria de los vencidos, esa fuerza emancipadora, insolente y disruptiva que nos dice que la vida es más fuerte que la muerte, que los afectos, los deseos, son más fuertes que el mercado y la economía.

—La idea de colectividad se había perdido en Chile, y el trabajo colectivo en pos de conseguir fines sociales y de vivir juntos es un tema que has abordado en tus documentales. Alguna vez dijiste que cuando llegaste a Francia, los comités de solidaridad tenían unos 600 mil militantes y que eran más fuertes que los partidos políticos. ¿Crees que en una sociedad que hoy se define por el individualismo existen todavía estos proyectos sociales fuertes, colectivos, o se han ido diluyendo?

Sí, hay una constelación, como un cielo estrellado. Todos esos colectivos que están desparramados en territorios locales son muy potentes, y creo que la vitalidad se mantiene justamente en ellos, con formas de vida experimentales, autónomas al sistema. Pero esos colectivos no se han reunido y, por lo mismo, no ha habido a nivel global aquel estallido del que hablaban Simone Weil o Rosa Luxemburgo. Tanto individualismo conduce a la barbarie, y la fraternidad se da cuando hay un movimiento social, cuando los humanos se unen. En este tiempo histórico en que la fraternidad está dormida, tenemos que hacer ejercicio, como quien hace gimnasia todas las mañanas, para ejercitar la fraternidad. Uno puede ser muy lucida y saber que hemos perdido muchas batallas, sí, pero hay que preguntarse qué hacemos con todo aquello. Yo aprendí que se puede tener una sabiduría de la derrota, es decir, aprender a perder, a soltar lo perdido, pero con todo eso construir algo. Ese “hacia dónde vamos” es incierto, ya no existe esa utopía que veíamos claramente en mi generación. Ustedes tienen que caminar sabiendo que no les gusta lo que hay, que se puede cambiar, y la historia enseña que se puede, pero hay que saber que es una apuesta a lo incierto. Y hay que saber que la felicidad no es poder comprar y consumir mercancías en el mall, la felicidad es cuando el ser y el llegar a ser se unen en un momento de nuestras vidas, en la acción y en los deseos.

—Una definición de felicidad bastante distinta a la que estamos acostumbrados a escuchar.

Sí, pero cada vez son más los jóvenes que están cansados de esa mentira: nadie puede consumir como consume el 1% de los ricos del planeta. El planeta vive el fascismo económico; estamos todos dominados por el 1%. Todos somos prisioneros, y a partir de ahí hay que inventar un lenguaje nuevo que los carceleros, los guardianes y el 1% no puedan descifrar. Un lenguaje nuestro.

—En una entrevista dijiste: “la memoria de los vencidos de mi generación es parte del equipaje mental de la energía del futuro, la condición es que no nos repitamos, no podemos ser la caricatura de lo que fuimos”. ¿Cuáles crees que son los retos de la izquierda en vistas a imaginar un futuro que haga frente a los neofascismos, la desigualdad, la crisis climática? ¿Crees que ese lenguaje nuevo del que hablas es quizás el primer paso? ¿Falta una renovación de los discursos?

Así es. Hay que retejer ese tejido hecho a partir de los afectos y el lenguaje, porque ni el afecto ni la palabra pueden ser mercantilizadas realmente. Hay que botar a la basura todas las palabras que los medios nos meten en la cabeza, como “productividad”; incluso hay que limpiar la palabra “democracia”, porque el contenido que le dan ya es un simulacro total. Hay mucho qué hacer, pero esto de las palabras es el desafío que tenemos como creadores en el cine, en la literatura, en la poesía, en la música; cómo hacer que las palabras recobren sentido y suenen diferente. Por ejemplo, la palabra “comunismo”: saquémosla, limpiémosla del estalinismo, de la usurpación que hizo de ésta la Unión Soviética. Volvamos a Rosa Luxemburgo, a Gramsci, que hoy en día la clase dominante estudia. ¿Por qué nosotros no lo estudiamos? ¿Por qué no volver a entender que la batalla hoy día es cultural, que es una batalla por desmontar el lenguaje?

—Has mostrado tu apoyo a movimientos como No+ AFP y has dicho: “hacer la revolución es absolutamente necesario”. ¿Cuáles crees que son las revoluciones que le hacen falta a Chile en la actualidad?

Las revoluciones no son un modelo, como decía, no tenemos esa sociedad utópica e ideal que habíamos construido en mi generación. La lucha por las AFP toca de lleno al sistema, la lucha ecológica es un golpe central, la lucha feminista golpea a la sociedad patriarcal, mercantil. Si no se incorpora la dimensión social y de clase a la lucha feminista, todos se van a agarrar de ella. Si los dominantes se agarraron de nuestras palabras y usan la palabra “revolución” para vender productos de maquillaje, entonces, ¿cómo nosotros les damos otro contenido? Chile necesita luchas muy precisas, como una contra las AFP y en favor de la igualdad. La palabra “igualdad” la sacaron del vocabulario: levantémosla de nuevo. Igualdad no quiere decir que seamos uniformes. Igualdad quiere decir aunar todas las diferencias: somos todos diferentes, pero tenemos derechos. Ponerle el diente a la igualdad es revolucionario.

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Escucha aquí la conversación completa con Carmen Castillo, realizada el 27 de septiembre de 2019, en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile.

(*) La Escuela Popular de Cine y FECISO realizan «pantallazos en las barricadas»: se proyectan cortometrajes grabados y editados en la urgencia y se abre el micrófono. Comenzaron el 22 de octubre y continúan. Se han realizado en lugares como el barrio Yungay, La Pintana o en la salida del metro Trinidad.

Julio Pinto: “No se va a resolver la crisis si no se hacen transformaciones profundas”

En 2017, la historiadora Azun Candina conversó con el Premio Nacional de Historia 2016 para analizar, entre otros temas, la desconfianza en las instituciones y quienes las dirigen, los movimientos sociales y las nuevas generaciones, a la luz de escenarios similares que se dieron en Chile en el pasado. En el contexto del estallido social que hoy se vive en el país, recuperamos este diálogo, que hoy cobra más urgencia que nunca.

Por Azun Candina | Fotografías: Felipe Poga y Sofía Brink

—Desde la perspectiva de la historia contemporánea reciente, ¿crees que lo que estamos viviendo es un fenómeno de crisis a nivel institucional, partidario o de política social?

Creo que si definimos una crisis como un estado en que el sistema deja de funcionar como debería —no quiero decir bien, porque a veces hay sistemas que están diseñados para funcionar mal—, estamos en una crisis política. Hay una deslegitimación de las instituciones, de la clase política en general, en términos de su capacidad conductora, y una dificultad que hasta aquí se ha expresado como incapacidad para que surjan propuestas alternativas que aprovechen la crisis para realizar cambios más de fondo.

—Cuando hablas de crisis de legitimidad de la política, ¿a qué te refieres específicamente?

Hay una noción de que para que un Estado pueda existir y seguir funcionando, debe contar por lo menos con el consentimiento de aquellos a quienes gobierna. Consentimiento no significa necesariamente entusiasmo, adhesión doctrinaria. Significa “confiamos en que las autoridades van a hacer lo que deben hacer, que es conducir la cosa pública de una forma aceptable”. Cuando la población o la sociedad deja de sentir que eso está ocurriendo, el Estado, el régimen político, pierde legitimidad. Y creo que es eso lo que estamos experimentando hoy en Chile.

—¿En qué tipo de fenómenos dirías que esto se muestra o tiene una emergencia en lo público?

Uno de los síntomas de la crisis de la política es un desconcierto generalizado respecto de para dónde va este país en términos de proyectos, de conducción, de nociones de futuro. En una parte de la sociedad hay un descontento que no es nuevo, que viene de bastante atrás, respecto de las características del modelo que nos rigió desde la dictadura hasta acá. Estoy pensando en el modelo en su fase económica, individualista, ultra mercantilizado, donde las vidas personales se rigen por el éxito material y donde cada cual tiene que defenderse con sus propios medios. Hay un descontento respecto de esa forma de concebir la convivencia social. Y se expresa en demandas como las del movimiento estudiantil, el sistema previsional; se expresa todavía un poco inorgánicamente también respecto del sistema de salud. No estoy tan seguro de que ese descontento se traduzca automáticamente en la búsqueda de un modelo radicalmente distinto; no creo que de este descontento vaya a emerger el socialismo plenamente formado. En muchos casos, hay un descontento porque el sistema no les está dando todos los retornos que supuestamente les prometió. Yo creo que para muchos de los que apoyan el movimiento NO + AFP, su problema es que sus propias pensiones van a ser muy bajas; el problema no es el principio que estructura el sistema, que es el de la capitalización individual.

—¿Tú crees que esta crisis se parece a otras del siglo XX, que significaron cambios de rumbos, cambios de modelos políticos, de modelos sociales? Estoy pensando en lo que pasó, por ejemplo, en los años 20; en lo que pasó en la década del 50 con la llegada de Ibáñez al poder, con un populismo que se cuela en medio de un sistema de partidos.

Crisis económicas y políticas ha habido a lo largo de toda la historia de Chile y de la humanidad. Lo sabes bien como yo: la historia no es un continuo de armonía y menos de progreso ininterrumpido. Es una alternación entre momentos de auge, de cambio; momentos de estabilidad y de crisis. Y en ese sentido, los dos momentos que tú nombras, la crisis de fines de los años 20 y de principios de los 50, fueron frontalmente crisis políticas, que tuvieron salidas distintas. En los años 20 lo que entró en crisis fue el sistema político y económico, que es lo que sustentaba lo que actualmente se llama la república oligárquica o salitrera y que se llamaba entonces el Chile parlamentario. Ahí hubo una profunda crisis de ese sistema que en un momento permitió incluso entrever la alternativa revolucionaria como una salida posible. Por algo la izquierda de Chile nace en esa coyuntura, porque hay un momento en el cual hay personas dentro del país, las más castigadas, las más descontentas con ese sistema, que vislumbran la posibilidad de un recambio más profundo, de la forma de convivencia social que hay. Esa no es la resolución que finalmente se impuso. El sistema no se hundió, pero sí tuvo que experimentar una cirugía profunda. El sistema político y económico que emergió de la crisis de los años 20 fue bien distinto al oligárquico parlamentario salitrero, aun cuando los que lo conducen tal vez sigan siendo muchos de ellos los mismos. Pero el libreto al cual se ciñen es otro. A principio de los años 50, ese sistema tuvo un momento de crisis, en que pareció agotarse. Y se tradujo un poco como ahora, en un escepticismo generalizado, una desconfianza respecto de las instituciones y los partidos políticos que habían conducido ese proceso. Y ese vacío permite que irrumpa una alternativa que era un poco extrasistémica, como es lo que tú llamas el populismo ibañista, aunque Ibáñez es el gestor de este modelo en alguna medida.

—Pero que se presenta como tal: “yo vengo de afuera”, la política de la escoba, yo no soy parte de este mundo.

Pero a la larga el experimento ibañista no llevó a nada, no transformó radical, ni siquiera medianamente, el modelo que se venía desplegando desde principios de los años 30. Y lo que viene después es una continuidad de ese sistema, donde se instala con mucha más fuerza un horizonte revolucionario. Parte de la izquierda de esos años dice: “la verdad es que ninguna crisis del sistema imperante en Chile se va a resolver del todo si no es mediante una revolución”. Y ahí se incuba la experiencia de la Unidad Popular, que es otro momento de crisis en el siglo XX.

—Hay un historiador que nos miró desde afuera. En su libro Chile, desde Alessandri a Pinochet: En busca de la utopía (1993), una de sus tesis centrales es que estos cambios de proyectos políticos desde los 50, pasando por Alessandri, luego el experimento de la Democracia Cristiana, la Unidad Popular, Pinochet; cada uno de ellos se explica porque promete ese cambio estructural profundo, ese salto al desarrollo. No lo logra y viene el modelo siguiente. Yo podría decir, porque Angell llega solamente hasta Pinochet, que la Concertación también hace esa promesa: “salimos de la dictadura, ahora sí vamos a superar la pobreza”. Y actualmente nos encontramos otra vez con el desencanto de esas promesas incumplidas.

El diagnóstico que se haga de la Concertación tiene que partir del profundo trauma que viven los conductores de ese proyecto, justamente a propósito del desenlace que habían tenido estos experimentos sociales de los años 60. Si vemos a la Concertación como una alianza entre la Democracia Cristiana y sectores más “moderados” de la izquierda, creo que lo que ambos comparten, habiendo estado en trincheras distintas el año 73, es la noción de que con la política y la sociedad “no se juega” y que el intento de instalar grandes diseños sociales lleva a la catástrofe.

—Terminó en el horror y la muerte

Exacto. Entonces creo que es imposible entender a la Concertación sin ese diagnóstico detrás. En función de ese diagnóstico, y contrariamente a lo que había sido una crítica bastante fuerte de estos sectores al modelo que instala la dictadura, el modelo en sus rasgos esenciales se mantiene. El propósito es: “vamos a humanizar este modelo que hasta aquí ha funcionado de manera salvaje”. Entonces hay un poco más de sensibilidad hacia los grandes dramas sociales que se heredan de la dictadura, se le confiere al Estado una función un poco más protectora que antes. Mirado en términos globales, la propuesta de la Concertación no es de grandes cambios en la política. Apuestan a “nosotros redemocratizamos el país y valorizamos la democracia en sí misma, no como un instrumento en función de otra cosa. Y vamos a hacer lo que sea para que la democracia no vuelva a hundirse en Chile”. Lo cual, quienes vivimos la dictadura, sabemos que no es algo menor, no es indiferente que uno pueda salir a la calle a marchar y no terminar torturado en una mazmorra o muerto. No quiero minimizar ese componente de la política concertacionista. Pero no veo que haya una agenda de cambios más profundos en esa apuesta.

—Usaste un concepto clave, que es el de trauma, como este elemento incapacitante; un golpe tan fuerte, que colapsa la capacidad de reacción y muchas veces provoca actitud defensiva y de miedo, de no dar ese paso siguiente. ¿Qué pasa con las nuevas generaciones, que superan este trauma y se integran de otra manera a la política?

Estas generaciones nuevas no cargan con la mochila de cosas que no vivieron y de las cuales no fueron responsables, lo cual les da una postura más valiente, más desprejuiciada y más frontal para hacerse cargo de los problemas que a ellos les va a tocar resolver como generación.

—Hay una entrevista donde te preguntaban para qué servía la historia como disciplina. Y tu respuesta fue: «la historia, su gran utilidad, es que de alguna manera desnaturaliza aquello que se considera que es así». Y de hecho usaste el ejemplo del que va a la marcha contra las AFP. Alguien que sale a la calle a protestar en contra de un sistema que está instalado hace cuarenta años es alguien que cobra conciencia de la historicidad, que actúa sabiendo que la historia existe y las cosas son de cierta manera, pero pueden ser cambiadas también. 

El tema de las AFP es algo muy central porque no es algo que se vaya a resolver muy fácilmente. Porque en las AFP no sólo está comprometido el tema de la previsión personal de cada uno de nosotros, sino que sobre ellas descansa en gran medida el modelo económico. Entonces meterse con eso implica provocar reacciones muy fuertes de los más poderosos, que no van a desentenderse de esa estructura así, tan fácilmente. Para lo que se creó ese sistema, discursivamente, fue para mejorar nuestras pensiones, algo que no está ocurriendo, más bien al contrario. Estas generaciones más jóvenes dicen, “bueno, si no está funcionando hay que cambiarlo”. Y se atreven a decirlo con mucha más fuerza y prestancia de lo que tal vez tendrían si cargaran con el peso del trauma de la dictadura. Las motivaciones son muy distintas. No es yo quiero arreglar mi propia situación previsional, sino que “yo quiero arreglar el país”. Y eso tal vez implique meterle mano a engranajes mucho más serios que lo que se podría hacer a través de cambios cosméticos.

—Sé que los historiadores no estamos para hacer predicciones. Pero no tanto como predicción, sino como análisis: ¿cuáles podrían ser las posibles salidas para el momento en que estamos ahora? ¿Una salida populista, revolucionaria, o una reformulación de este sistema y estos grupos en el poder?

Una de las características fundamentales de la historia es que uno nunca sabe lo que va a pasar mañana ni menos pasado mañana. Hay una anécdota maravillosa de Herbert Hoover, el presidente estadounidense, en 1929, que el día antes de la quiebra de la bolsa de Nueva York decía: “el capitalismo está más fuerte que nunca y el futuro va a ser de miel sobre hojuelas hasta donde puede ver la predicción humana”. Y al día siguiente quiebra la bolsa y entra el capitalismo en una de sus crisis más prolongadas. Uno nunca sabe lo que va a pasar. Uno puede imaginarse escenarios en función de lo que ha pasado anteriormente, yo creo que todos esos son posibles, tal vez menos el revolucionario en este minuto. Hay un escenario, el más catastrófico, de caos total: que el sistema entre en una especie de empate catastrófico de largo plazo y caigamos en situación de desgobierno y desintegración político y social aguda. Que es un escenario posible y con el cual los sectores gobernantes asustan a la población. Está el escenario populista, que es muy peligroso porque uno no sabe en qué puede terminar. Por definición no tiene una propuesta programática clara.

«Es bueno que se empiece a plantear en serio que hay un modelo que tiene ciertas características que no son saludables para la convivencia social, por lo tanto no se va a resolver la crisis de verdad si no se hacen transformaciones profundas».

—Y tiende a definirse por la negación. Vamos a terminar con la corrupción, pero ¿por qué la vamos a reemplazar?

Y se asocia a figuras carismáticas que concentran mucho poder y es bien peligroso. Yo tirito todos los días cuando veo lo que está pasando en Estados Unidos. No hay cómo prever lo que puede hacer el gobierno de Trump. Está la salida más sistémica que es decir “vamos a parchar algunas de las cosas que están funcionando más mal, pero sin comprometer los pilares fundamentales del sistema”. Que es un poco lo que ocurrió en los años 20 y los 30. Cuando uno usa la palabra «parche» puede sonar un poco peyorativa, pero esos fueron parches importantes y que funcionaron. Para asumir esa salida se requieren conducciones bastante más visionarias que las que estamos viendo actualmente en nuestro país. Finalmente lo que pasó en los 20 y los 30 fue que hubo grupos que fueron capaces de decir, “si queremos resolver esta crisis en serio, tenemos que exponernos a un cierto grado de pérdida y dolor. Y vamos a tener que enfrentar intereses creados muy poderosos que se van a defender”. Esas conducciones más visionarias yo no las veo en este minuto en la política chilena. Lo que veo como más remoto, y desde mi punto de vista es triste, es la salida revolucionaria. Porque en una revolución se tira toda la carne a la parrilla y eso implica que segmentos grandes de la sociedad estén dispuestos a emprender esa aventura. Si en Chile hubo una experiencia como la de la UP, que contó con apoyo social masivo, fue en parte porque muchas personas se creyeron el cuento y dijeron, “esto sí puede pasar y por lo tanto yo me la voy a jugar”. Y se sumó a eso que lo que Allende prometió fue que la revolución se iba a hacer sin grandes costos, se iba a hacer pacíficamente y por la vía institucional.

—¿Qué opinas de estos nuevos grupos políticos que tienen antecedentes en los años noventa, como la SurDA, pero que han venido a hacer relecturas del escenario político, que no se identifican con el duopolio y que están tratando de levantar alternativas de izquierda? ¿Crees que puedan tener un rol relevante en esa crisis?

Me alegro que existan esos grupos y se esté debatiendo en serio en este país la refundación de la política, que es la única forma por la cual vamos a salir de la crisis. En una crisis hay que tomar el timón y moverlo hacia algún lado, si no vamos a seguir dándonos vuelta en lo mismo. Lo que me gusta de estos nuevos grupos es que no priorizan esa visión tecnocrática de la política, sino que aprovechan la crisis para profundizar en su crítica. Es bueno que se empiece a plantear en serio que hay un modelo que tiene ciertas características que no son saludables para la convivencia social, por lo tanto no se va a resolver la crisis de verdad si no se hacen transformaciones profundas. Y que eso se empiece a debatir y a hablar en serio, creo que es de las pocas cosas positivas que vemos en el momento político del país.

(*) Entrevista publicada en el número 5 de Palabra Pública

María Moreno: Muchacha punk

Empezó a publicar columnas en los 70, y desde entonces se convirtió en una voz única de la literatura argentina. Escritora y cronista rabiosa, feminista, inclasificable, María Moreno viene construyendo una obra deslumbrante que por fin comienza a circular fuera de Argentina. En octubre viene a Chile a recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, mientras sus libros no dejan de reeditarse y encontrar nuevos lectores.

Por Diego Zúñiga

El primer libro de María Moreno que se publicó en Chile fue Teoría de la noche, en marzo de 2011, por Ediciones UDP, y me atrevería a decir que no apareció ninguna reseña ni entrevista a su autora durante los meses que siguieron a su publicación. No hubo crítica, no hubo lectura pública, no hubo recepción, no hubo aviso de que esta antología de la obra de Moreno —quizás el libro perfecto para entrar en su escritura, en su mundo, en su voz—, se había publicado en Chile.

La suerte editorial de María Moreno fuera de Argentina iba a ser, durante muchos años, complicada hasta que apareció Black out (Literatura Random House) en 2016: el retrato feroz de una generación —los 60, los 70— a la que se le fue la vida discutiendo sobre literatura y política, mientras se bebían hasta el agua del florero y María Moreno sobrevivía para contarlo: la historia de sus amigos, de sus contemporáneos, pero también la de ella: sus resacas, sus amores, sus muertos.

Ese libro iba a cambiarlo todo, o casi todo.

Aunque una frase así de sentenciosa a ella le daría risa, pues en realidad su trayectoria literaria siempre ha estado muy ajena a cualquier sentencia y a cualquier idea de carrera, y se ha mantenido en una incertidumbre profundamente literaria: lejos del mercado, lejos del canon, muy cerca de las palabras, del goce que puede surgir en la escritura, de lo político entendido como esa sintaxis única que se inventó para indagar en su memoria y en la memoria de los otros: política, disidente, feminista, incómoda, gozosa.

Ese silencio crítico que hubo aquí hacia Teoría de la noche se terminó redimiendo, en alguna medida, cuando se publicó Black out y de pronto parecía que todo el mundo había descubierto a María Moreno. Columnas, entrevistas, reseñas, mucho entusiasmo y asombro de que una escritora tan singular hubiese pasado algo inadvertida por estos lados. Nadie se acordó de Teoría de la noche, sin embargo. No es de extrañar: se leyó Black out como si fueran literalmente unas memorias, y no ese artefacto inclasificable, hermoso y terrible que es. Tampoco es de extrañar: una parte importante de Black out se publicó, por primera vez, en Teoría de la noche, pero nadie se dio por enterado. Ocho años después de que apareciera esa antología, es decir, en junio de 2019, la redención iba a ser un poco más bulliciosa, pues se le concedería el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas por el conjunto de su obra. Es la primera vez que se premia su trabajo fuera de Argentina, y quizá debía ser así y sólo así para empezar a cerrar el círculo: Teoría de la noche, el Premio Manuel Rojas y un vínculo con Chile que ha estado cruzado por viajes, lecturas y complicidades.

***

Se llama María Cristina Forero y nació en un año que no aparece en ninguna de las solapas de los doce libros que viene publicando desde los 90, cuando debutó con El Affair Skeffington (1992), una novela alucinante en que inventa un personaje, una voz, una biografía: la poeta vanguardista Dolly Skeffington y el hallazgo de sus manuscritos.

Crédito: Lorena Palavecino/Penguin Random House

Su primer libro iba a ser, entonces, su única ficción. Aunque decir eso sería traicionar su proyecto o leerlo como lo haría un funcionario: las etiquetas, las clasificaciones, no sirven para entrar en la escritura de María Moreno. Lo que exige es goce y una actitud crítica, vital; lo que exige es entender la literatura como un ejercicio que se desborda continuamente. Y en ese sentido, su bibliografía es ejemplar: desde El petiso orejudo (1994) —esa investigación delirante sobre Cayetano Santos Godino, un niño que mataba niños en el Buenos Aires de inicios del siglo XX— hasta las recopilaciones de sus columnas, ensayos y entrevistas en libros como A tontas y a locas (2001), Vida de vivos (2005),  Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe —recopilación de sus extraordinarios ensayos sobre literatura— y Panfleto. Erótica y feminismo (2018), pasando por Banco a la sombra —sus crónicas de viaje que se acaban de reeditar— y llegando por supuesto a los que son sus dos libros más ambiciosos y deslumbrantes: Black out  (2016) y Oración. Carta a Vicky y otras elegías políticas (2018), en el que sigue el rastro de Vicky Walsh —la hija de Rodolfo, el autor de ese clásico del periodismo que es Operación masacre—, quien se suicidó en medio de un enfrentamiento, en plena dictadura militar.

Ensayos, memorias, entrevistas, relatos de viaje, relatos autobiográficos, columnas, muchas, muchísimas columnas, textos repartidos por diarios y revistas, un campo de batalla por el que María Moreno viene circulando desde los 70, cuando comenzó su vida como periodista. Un campo de batalla y un campo de experimentación: primero trabajó en el diario La Opinión, luego fue secretaria de redacción de Tiempo Argentino, donde creó el suplemento “La Mujer”. En 1984 fundó la revista Alfonsina, primer periódico feminista tras la dictadura, en la que hizo firmar con nombres de mujer a autores como Fogwill, Perlongher, Martín Caparrós y Alberto Laiseca. Colaboró en revistas y distintos periódicos, y hoy se la puede leer en Página12, donde sigue escribiendo columnas brillantes y lúcidas, abordando todo aquello que ocurre en la calle: la política, el feminismo, las disputas por la lengua y por los discursos, la memoria.

María Moreno viene escribiendo desde los 70 una literatura que pareciera estar destinada al futuro, y a veces ese futuro se parece a nuestro presente: leer sus columnas sobre feminismo, por ejemplo, es descubrir una voz tan compleja y crítica como fascinante: hay desparpajo, inteligencia, rabia y genialidad. Nadie escribe como María Moreno, en ese lenguaje que parece imposible de traducir, esa lengua que se escabulle y que retuerce el castellano como se le da la gana.

“Ni hace falta aclarar que escribo lejos de la sangre de la portada, del mito del ahora mismo, en esas zonas francas que permiten el suplemento cultural, la página de misceláneas, la revista literaria y la columna del costado, desde donde el bufón suele lanzar una paradoja de veinticuatro horas o el experto, ubicar la noticia que el cronista ha hecho no ficción en el cuerpo a cuerpo”, anota Moreno. 

Y en el texto que abre Panfleto, dice: “Suelo escribir saqueando y modificando mis propios archivos (…). A finales de los años ochenta y noventa yo me intoxicaba con las importaciones teóricas de las feministas de la nueva izquierda que releían en la estructura de la familia en el capitalismo la sevicia del trabajo invisible, de las estructuralistas de la diferencia que inventaban un Freud a su favor y de las marxistas contra el ascetismo rojo. No leía, volaba. Sin tiempo para dejar en suspenso el pensamiento a fin de ponerlo a prueba —las fechas de entrega eran una coartada—, al escribir, concluía. Es decir, escribía animada por lo que iba aprendiendo, relacionando, imaginando que inventaba, sola y exaltada. Porque no recuerdo que supiera quiénes me leían, a quiénes me dirigía. Era como si gozara de un regalo infinito: la posibilidad de dejar aquí y allá, escondidas en ciertos diarios y revistas, las hojas de unos cuadernos de aprendizaje dedicados a unas lectoras futuras”.

Y sí, parece que el futuro está aquí.

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Esta entrevista, que aún no empieza, pero ya viene, tiene un origen que nos remonta a marzo de 2011, cuando aparece Teoría de la noche. Ese fue el primer intento de comenzar esta conversación: un e-mail, una respuesta amable, pero un sin fin de obstáculos que terminaron aplazando esa conversación que recién se haría en 2018, cuando ya habían muchos, muchísimos libros nuevos y reediciones y lecturas que demostraban la vigencia de un proyecto como el de María Moreno. Antes, hubo algunos encuentros fugaces: una cena donde María Moreno se mantuvo en silencio, contenta, sosteniendo su vaso, rodeada de académicas; una charla en FILBA Santiago donde leyó un texto extraordinario sobre una escritora rarísima y secreta llamada Adelaida Gigli; una mesa de conversación, en ese mismo festival, acerca de la crónica —donde ella brilló, por supuesto—; y quizá otra cena, donde guardó un silencio elegante mientras bebía whisky, rodeada de escritores cuyos nombres ya no importan. Pero entonces vino la conversación, una noche de agosto de 2018, en un bar que queda a una cuadras de su casa, en Buenos Aires. Había aparecido hacía poco Oración y aún la lectura de Black out estaba muy viva, pues en España había recibido lecturas muy entusiastas. Pero a los pocos minutos, ella dijo que mejor la entrevista fuera por e-mail, que le acomodaba más, y entonces me dejó encender la grabadora para guardar la conversación que íbamos a tener sin afanes de nada. Conversar por conversar. Y de esas más de dos horas, quedarían anotadas algunas frases en un cuaderno:

Black out

“Alguna vez fui asociada a una escritura de élite, acusada de ininteligible. Con Black out me descubrió gente que no me había leído nunca, que sólo pensaban que era la periodista snob de Página12”.

Éxito

“Creo que desde afuera se ve todo más visible. Para algunos, el pasaje a publicar en Penguin Random House es un paso. Pero como dijo Nabokov —no me comparo, me identifico— cuando vivió el éxito con Lolita: ‘Es demasiado tarde’. No me gusta la idea de tener una relación performática con mi obra, la promoción de los escritores. Mis amigos se murieron, las personas con las que me gustaría reírme de este reconocimiento ya no están. Y esto tampoco se traduce en dinero. Es gratificante, sin duda. Algo de la experiencia de Black out funcionó. Lo leen un poco al compás de la vida y también literal, pero no me hago la boluda, porque sé que puede generar eso”.

Piglia

“Black out iba a aparecer en la Serie del Recienvenido que dirigía Piglia en el Fondo de Cultura Económica. De onda él me metía ahí, porque era una infracción: había publicado sólo reediciones, y éste sería un libro inédito. Pero entonces él enfermó y eso quedó en nada, aunque para mí quedó un encargo: escribir este libro. Porque yo no escribiría si no tengo que entregar. No tengo el imaginario del escritor que hace su obra y después mira dónde la coloca. Y sí, iba a estar rodeada de mis amigos (Miguel Briante, Norberto Soares, C. E. Feiling) que reeditaron en esa colección, pero al final los puse en el libro”.

Amigos

“Esa generación tenía un problema con cómo sobrellevar a Borges, qué ecuación hacer con Borges, con ese legado. Cómo hacer un parricidio, que es absurdo, porque cómo vas a hacer un parricidio de un hombre que lo que menos parecía era un padre, una especie de hombre casto, edípico, pero durante mucho tiempo la pregunta de la literatura argentina era qué hacer con el legado de Borges. Y ahí para mí hay un problema, porque Borges da un modelo económico, diría excéntrico, de la lengua, que viene del inglés. Y ahí yo soy antiborgeana a muerte, porque yo creo que lo que Borges castró del modernismo en exceso fueron los tropos que no van a ningún lado, instaurar esa idea del lenguaje como un instrumento de precisión”.

Lemebel

“A mí me sorprendió mucho Lemebel, me hizo pensar en eso de cómo hacer frases que quizá no tienen resultados. Pero sobre todo sus libros demuestran que se puede hacer denuncia en un texto donde la lengua goza al mismo tiempo”.

En la grabación se escucha levemente la voz de María Moreno: habla de periodismo narrativo —duda de todo ese movimiento—, habla de la crónica, de Rodolfo Walsh, de sus lecturas, de Enrique Raab —a quién antologó, un cronista argentino que habría ya que descubrir—, de Barthes, de muchos de los nombres que aparecen en Subrayados, un libro en el que aparecen algunos de sus mejores ensayos, como ese donde se ríe de la “alquimia nombradora de Bolaño”, que la mencionó una vez, en su último discurso público, en Sevilla, donde hablaba de la nueva narrativa latinoamericana, aunque María Moreno no sabe si esa María Moreno es ella.

Y en ese mismo libro, escribe: “Me gustaría morir leyendo, nadie escuche en esta declaración la construcción pedante para una mitología intelectual, ya que podría leer cualquier cosa. No desearía a mi lado la vigilancia ansiosa de parientes y amigos sino unas últimas líneas que me transportaran como siempre, más allá, a las vidas que no son las mías, a palabras escritas por quienes quizás han muerto hace años, puede ser una vulgar lista de catálogo, más fácilmente un prospecto: que la muerte me alcance en el momento en que el sentido se me escapa y no sepa si sueño que leo y eso es morir, o si ya olvidé mi lengua y la ignoro, irme como cuando no se recuerda por qué copa se va o qué saque, como en una sobredosis”.

La conversación iba a terminar a eso de las once de la noche. Y, entonces, hace unas semanas, la retomamos por e-mail, con una María Moreno esta vez premiada con el Manuel Rojas, respondiendo desde Tigre, cerca del río, estas preguntas.

***

—Una de las cosas más interesantes de Panfleto, tu último libro, es cómo planteas la necesidad de hacer una genealogía, de tomar consciencia de las lecturas que nos formaron intelectualmente y que se despliegan en los distintos discursos en la actualidad. ¿Eso fue algo que siempre te interesó?

Comencé a escribir esos textos durante la transición democrática bajo la pulsión autodidáctica que me permitían los libros de ensayos de la editorial Anagrama —de hecho, editó tres claves para mí, Feminismo y psicoanálisis, de Juliet Mitchell, Álbum sistemático de la infancia de René Schérer y Guy Hocquenghem, y Elementos de crítica homosexual de Mario Mieli, que me felpearon en teoría y política sexual—; los libros de la editorial Jorge Álvarez —casi diría que leerlos era como ir a una universidad laica exquisita y libre— y los del Centro Editor de América Latina, a precios accesibles y editados por capos de la crítica local. La dictadura tuvo un espacio de resistencia en los grupos de estudio: yo estudiaba Freud y Lacan con Germán García, pero la verdadera transmisión ocurría en los bares, entre atorrantes sin filiación académica alguna. 

—En un momento de Panfleto hablas de que muchos de estos textos estaban un poco desperdigados para lectoras futuras. ¿Crees que ese futuro es nuestro presente? Te lo pregunto porque también siento que tus libros han empezado a encontrar más que nunca lectores dentro y fuera de Argentina.

Yo no pensaba en lectoras futuras. Esa es una interpretación estratégica posterior ya que la estrategia no es un plan sino una adjudicación de sentido de acuerdo a un proyecto presente. No te olvides que no publiqué un libro hasta el año 92, escribía en los diarios donde, como dice el lugar común, con sus páginas se envuelven los huevos al día siguiente. Tampoco era una lectora especialmente activa, era como la mayoría del entorno en que me movía, todos queríamos atragantarnos con la apertura de la importación a los libros censurados, a la obra de los militantes de izquierda que comenzaban a volver del exilio y a la circulación libre y la reunión en la ciudad. Es entonces que conozco a Josefina Ludmer, a David Viñas. Creo que establecí una cierta transferencia con feministas de Chile como Raquel Olea, Soledad Bianchi, Eliana Ortega, a las que conocí en diferentes épocas. Ojalá no te equivoques con que he comenzado a encontrar lectores. La idea de Panfleto fue poner a circular de nuevo esos textos cuando el presente puede hacerlos actuar, ya sea para que sean desechados, pervertidos, ignorados. 

—Hace unas semanas circuló el discurso de Lucrecia Martel sobre Pedro Almodóvar y también todo el revuelo que causó su declaración sobre que no asistiría a la gala de la película J’acusse, de Roman Polanski. ¿Qué piensas tú de todo eso que se produjo, de esa separación entre el “hombre” y la “obra”?

Me parece genial la intervención de Lucrecia, nada punitivista, ya que no vetó su participación ni se identificó con el veto legal sobre Polanski, pero fue justa en sus precisiones políticas y le creo cuando dice que, en cierto modo, aceptó presidir el jurado para hacer una intervención. Y como ves, no impidió que J’acusse ganara el gran premio del jurado. No se puede leer esa declaración sin el elogio a Almodóvar, no hay la una sin el otro. Me gusta citar textualmente:“Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales, las trans, nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínasYa había reivindicado el derecho a inventarnos a nosotras mismas. (…) Ahora se está ocupando de los hombres, que es fundamental. (…) No hay deber ser en la ética de Almodóvar, hay obligación de crearse. Obligación de inventarse”. 

—Sí, ese discurso fue muy emotivo.

Hay ahí una apuesta estética para el futuro. ¿Y  qué tal si dejamos de separar con un gesto tan cool el hecho de que Althusser, Burroughs y Mailer hayan cometido femicidio o intentado? Lo personal es político. Se supone que habría que pasar por alto en las obras de grandes machos el hecho de que hayan cometido delitos sexuales, que éstos son un “a pesar de”. Yo creo que una crítica emancipatoria vería que hay una relación entre esos delitos y los aspectos no tan vanguardistas de esas obras —ojo, no digo un correlato—. Pero para pensar en esta dirección es preciso volver a la Simone de Beauvoir de ¿Hay que quemar a Sade?

El crítico Edward Said habla en uno de sus libros sobre el estilo tardío, esta idea de que ciertos escritores y artistas encuentran una voz particular cuando ya son más grandes. ¿Sientes que estás escribiendo, quizá, de una forma levemente distinta a tus textos de los 90, por ejemplo, o de los 80?

No creo que esté escribiendo distinto. Tal vez los lectores se cansaron del realismo ramplón, del totalitarismo del referente y del prejuicio hacia el barroco. Creo que me he vuelto más legible para una economía de lectura actual y me tocó la pata de conejo de la suerte. Sin duda, el auge del feminismo interviene. Pero tengo la impresión de que mis lectores no suman, constituyen tribus diferentes: las feministas de cierta edad, los jóvenes medio punk, los lectores de un periodismo de opinión que aún desean un cacho de estilo, sin duda los borrachos… 

En varios textos hablas de que vuelves siempre a tus archivos y los saqueas. ¿Siempre te interesó esta idea de reescribirte o de “plagiarte a ti misma”? ¿O todo esto fue algo que descubriste con el tiempo?

Hay un sueño Robin Hood de vender a las misma empresas periodísticas y editoriales el mismo perro con distinto collar. Pero es una bravata  como la de decir que uso los diarios como borradores, bravatas que son verdad. En realidad he encontrado la forma de ir publicando las transformaciones de textos que tienen mucho de investigación, ¿y por qué no usar mis propios archivos? ¿Quién me va a hacer juicio? Y además, ¿qué obra que continúa no es autoplagio? No veo el valor de la novedad salvo para el mercado. Sí, el de volver a decir lo que uno entiende que diría mejor ahora según el propio museo de las supersticiones privadas literarias y de repetir lo que uno no es capaz de cambiar. 

80 años de un viaje interminable

Más de dos mil republicanos españoles se refugiaron en Chile luego de pasar por la tragedia de la Guerra Civil. Niños, niñas, hombres y mujeres forjaron aquí su destino y el de este país, que comenzó a cambiar luego de ese 3 de septiembre de 1939. Hoy, el Winnipeg alado de Neruda nos vuelve a interpelar en torno a las migraciones, la política articulada con la intelectualidad y la construcción de una sociedad más libre y democrática.

Por Ximena Póo | Ilustración: Fabián Rivas

“Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. Las ásperas se quedan pegadas al papel, a la mesa, a la tierra. La palabra Winnipeg es alada”. Así hablaba Pablo Neruda del “barco de la esperanza” que recaló hace 80 años en Valparaíso. Un barco que no podemos olvidar, que sigue navegando con los valores de la República, ese segundo momento republicano español (1931-1939) que culminó en la tragedia de la Guerra Civil y en la dictadura franquista. Un segundo momento, vigente hasta la actualidad, cuando en España se levantan banderas independentistas en Cataluña, se busca exhumar los restos del dictador, se comienza a abrir la memoria para hacerla viva; cuando el fascismo revive en varios puntos de Occidente, cuando el cambio climático nos enrostra el tipo de desarrollo que se levantó el en siglo XX y en lo que va de éste, y cuando la migración y el refugio se vuelven a reconocer como conceptos cotidianos en países como Chile.

Desde el puerto francés de Trompeloup-Pauillac se embarcaron más de dos mil refugiados republicanos un 4 de agosto de 1939 en el Winnipeg, de la compañía France-Navigation. Se trataba de un carguero que debieron acomodar para los pasajeros. Niños y niñas, hombres y mujeres de oficios y profesiones diversas convivieron durante meses imaginando cómo sería Chile, previendo las precariedades que encontrarían al llegar a este fin del mundo para iniciar una nueva vida lejos de las atrocidades que debieron soportar durante la Guerra Civil y luego, en los campos de refugiados franceses, desde donde buscaron asilo en países como Chile, México, Inglaterra, la URSS, o bien se quedaron en Francia, sin retorno. En “Misión de amor”, Neruda describía así el viaje: “(…) Labriegos, carpinteros,/pescadores,/torneros, maquinistas,/alfareros, curtidores:/se iba poblando el barco/que partía a mi patria./Yo sentía en los dedos/ las semillas/de España/que rescaté yo mismo y esparcí/sobre el mar, dirigidas/a la paz/de las praderas”.

Siendo cónsul especial para la inmigración española con sede en París, Neruda logró que el barco llevara la bandera de la libertad junto a su compañera de entonces, la artista e intelectual Delia del Carril —la Hormiguita—, quien fue clave en esta misión que gestionaron con el Gobierno Republicano en el exilio a través del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (Sere) y el Comité Chileno de Ayuda a los Refugiados Españoles, dirigido por José M. Calvo, editor del periódico semanal América, donde daba cuenta de lo que estaba ocurriendo en España. En ese escenario, el apoyo del presidente Pedro Aguirre Cerda y el ministro de Relaciones Exteriores Abraham Ortega fue fundamental, especialmente porque el Frente Popular fue un modelo para España, Francia y Chile de vanguardia democrática en la organización del Estado y del gobierno, mientras la derecha chilena y sus medios de comunicación se referían a los pasajeros del barco como “peligrosos revolucionarios”. Desde un comienzo, el poeta y cónsul fue enfático, tal como recuerda Darío Oses en Pablo Neruda y el Winnipeg (2019), al decir que “desde el punto de vista político serán escogidos, para que su sola presencia, sin necesidad de que se mezclen en nuestra política interna, sirva de antídoto a la propaganda venenosa de la Falange española y del nazismo alemán”. Mucho se ha escrito sobre este viaje. Un viaje que para muchos intelectuales sería el primero de una doble expatriación desencadenada luego por la dictadura de Augusto Pinochet, tal como se recoge en el libro Winnipeg, el exilio circular (2010), editado por Ana Lenci, Ingrid Jasckek, Isabel Piper y Ricard Vinyes.

Están también los textos de Jaime Ferrer Mir, Winnipeg, el barco de la esperanza  (1989), Los españoles del Winnipeg (2011) y otros registros como la novela gráfica Winnipeg: el barco de Neruda, de Laura Martel y Antonia Santaolaya (2015), o la novela Largo pétalo de mar (2019), de Isabel Allende. Durante la conmemoración de estos 80 años, diversas instituciones, como la Universidad de Chile, recordaron esta hazaña, para que no se olvide el legado democrático e intelectual con el que navegaron a Chile artistas como Roser Bru y José Balmes, el historiador Leopoldo Castedo, el profesor y artista Mauricio Amster, el médico Victorino Farga y los hermanos Pey: Víctor (ingeniero y director del diario El Clarín), Diana (concertista y promotora para la Comisión de Programas para el Planteamiento de la Educación y académica de la Facultad de Artes) y Raúl (ingeniero).

La esperanza como cargamento

El 30 de agosto, en el Salón de Honor de la U. de Chile, el Rector Ennio Vivaldi le otorgó la Medalla Rectoral a Roser Bru y a Montserrat Tetas, ambas viajeras en el Winnipeg cuando eran unas niñas. La primera, Premio Nacional de Artes Plásticas, y la segunda, académica de la Facultad de Medicina durante medio siglo. Antes la Medalla había sido concedida a Víctor Pey (2015), a Balmes (1999), Premio Nacional de Artes Plásticas, y a José Ricardo Morales (1999). Así, son muchos los nombres de viajeros y viajeras del Winnipeg o sus descendientes que han pasado por las aulas de esta universidad y cientos los que han aportado al país en todos los ámbitos de la vida democrática desde ese día del desembarco, el 3 de septiembre de 1939.

En sus memorias Para nacer he nacido, publicadas tras su muerte (1978), Neruda ya advertía sobre la larga dictadura que comenzaba a oscurecer a España y sin imaginar aún lo que le esperaría a él y a Chile más adelante con la “ley maldita” de González Videla (1948) y el golpe de Estado (1973). En el libro, el poeta buscó el espíritu que guiaba esta travesía entre dos mundos: “La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo. Lo cierto es que nunca llevó aquel barco más de setenta u ochenta personas a bordo. Lo demás fue cacao, copra, sacos de café y de arroz, minerales. Ahora le estaba destinado un cargamento más importante: la esperanza. Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones, del desierto, de África. Venían de la angustia, de la derrota, y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años”.

“Hoy, el barco nos devuelve la mirada sobre qué somos y en qué nos convertimos en Chile desde esos años; nos interpela sobre qué República nos estamos contando cuando son otras las migraciones y los refugios que convocan los mesones actuales”

Cuando se cumplieron 65 años de la llegada del Winnipeg, José Balmes recordaba para la prensa de Valparaíso así su primer viaje al exilio desde Europa: “Aún los veo, de blanco y con sombrero, a Pablo Neruda y Delia del Carril. Era el verano del 39 y recibían a una avalancha de hombres y niños que venían de diferentes puntos de Francia, éramos los refugiados de la guerra de España. Junto a ellos, estaba el Winnipeg, barco de carga como un viejo objeto inmenso pegado al malecón, punto de encuentro y de esperanza. Nos otorgaron el nombre de Chile, papeles con timbres y fotos que nos convertían nuevamente en ciudadanos. Al fin nos hicimos a la mar, hacia Chile, Chile como una obsesión, como la última alternativa de una vida posible (…). Pasamos más de treinta días en el mar. Era de noche en Valparaíso cuando llegamos, toda la bahía estaba iluminada y casi nadie se movió de cubierta hasta el amanecer. Había sol de primavera ese 3 de septiembre. En tierra, rostros y manos nos decían su amistad, su bienvenida; después de mucho tiempo, sabíamos nuevamente el significado de un abrazo (…). Era el comienzo de un exilio distinto… Un tiempo después, esta tierra sería mía para siempre».

Comunidad, convicción y compromiso cruzaron los espacios biográficos de este viaje que el 28 de agosto pasado fue recordado en las Jornadas A 80 años del Winnipeg, que incluyó la mesa redonda “Del Winnipeg a la Universidad. Contribuciones del exilio al espacio artístico, intelectual y universitario”, realizada en la Casa Central de la Universidad de Chile y en la que compartieron Faride Zerán, Elena Castedo, Adriana Valdés y Andrés Morales. Durante esos días también se estrenó en el Centro Cultural Gabriela Mistral y bajo la dirección de Héctor Noguera la obra Bru o el exilio de la memoria, montaje de teatro documental escrito por Francisco López y Amalá Saint-Pierre, nieta de la artista, y se revisitaron documentales como La travesía solidaria (2011), de Dominique Gautier y Jean Ortiz. Fueron decenas las actividades con las que la comisión organizadora W80 conmemoró la fecha en Santiago, Arica y Valparaíso.

“Nunca me tocó presenciar abrazos, sollozos, besos, apretones, carcajadas de dramatismo tan delirantes”, escribió Neruda en esas memorias que nunca vio publicadas. “Luego —describía— venían los mesones para la documentación, identificación, sanidad. Mis colaboradores, secretarios, cónsules, amigos, a lo largo de las mesas, eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados (…). El Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso. Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”.

Hoy, el barco nos devuelve la mirada sobre qué somos y en qué nos convertimos en Chile desde esos años; nos interpela sobre qué República nos estamos contando cuando son otras las migraciones y los refugios que convocan los mesones actuales, donde la humanidad ha quedado relegada a indicadores. Hoy, esa “palabra alada” nos obliga a recalar para detenernos en colectivo y así sostener la mirada sobre la polis que nos espera y por la cual, como hace 80 años, cruzamos océanos con la esperanza de mover un destino que no sólo era de ellos y ellas.

Nostalgia de la razón

Llegó a librerías La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, de Michiko Kakutani, considerada la crítica literaria más poderosa, influyente y temida de Estados Unidos. Un ensayo urgente sobre el descrédito al pensamiento crítico en una época en que la distinción entre lo verdadero y lo falso se diluye, pero que también funciona como una defensa férrea a una tradición liberal en la que estarían supuestamente las raíces de una sociedad racional y democrática.

Por Claudia Lagos | Ilustración: Fabián Rivas

En la Convención Nacional Republicana de 2016, Donald Trump pintó a Estados Unidos como un país en estado de guerra afirmando que el crimen estaba descontrolado. Tras la intervención del candidato, la presentadora de CNN Alisyn Camerota discutió con el republicano Newt Gingrich sobre el enfoque alarmista: los datos muestran una sostenida disminución de los crímenes violentos en ese país y Camerota se lo hizo ver al exportavoz de la cámara de representantes. El diálogo, áspero, fue más o menos así:

—Gingrich: El estadounidense promedio no cree que el crimen haya disminuido, no cree estar más seguro.

—Camerota: Pero ESTAMOS más seguros y (el crimen) ha disminuido —dice, citando los datos sobre criminalidad del FBI.

—Gingrich: No. Ese es su punto de vista.

—Camerota: ¡Es un hecho! —responde, destacando que el bureau no es, precisamente, “una organización liberal, sino que la oficina que combate el crimen”.

—Gingrich: Lo que digo también es un hecho (…). Los liberales tienen todo un conjunto de estadísticas que, en teoría, puede que sean correctas, pero los seres humanos no son estadísticas. La gente está asustada y siente que su gobierno la ha abandonado… La gente tiene esa sensación…

—Camerota: Sí, sí, la tienen, pero los hechos no la avalan.

—Gingrich: Como candidato que soy, me atengo a lo que la gente siente. Le dejo a usted con los teóricos.

El episodio es citado por Michiko Kakutani en su libro La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, un  ensayo dedicado a “todos los periodistas que trabajan, en todas partes, para llevar la noticia”. Kakutani fue durante tres décadas y hasta 2017 la editora de crítica de libros en The New York Times. Es calificada como “una leyenda”, “la mujer más temida en el mundo editorial” y como la crítica literaria más influyente, poderosa y temeraria en Estados Unidos. Se le atribuye un rol clave en impulsar carreras de escritores como Zadie Smith, David Foster Wallace o George Saunders, y ha criticado implacablemente libros de autores consagrados como Susan Sontag, Norman Mailer o John Updike.

En su primera incursión como autora, Kakutani discute lo que llama “estos asaltos a la verdad” que, por cierto, son un fenómeno global: “En todo el mundo se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo que están provocando reacciones de miedo y de terror, anteponiendo estos al debate razonado, erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo la experiencia y el conocimiento por la sabiduría de la turba”.

¿Le suena familiar? ¿Le parece conocida la estrategia de minar oficialmente… los datos producidos oficialmente? El 19 de marzo de 2019, la ministra secretaria general de Gobierno, Cecilia Pérez, era una de las invitadas al programa Mesa Central de Tele13 Radio. Estaba ahí para defender la propuesta del gobierno de ampliar las atribuciones policiales y permitir el control de identidad de adolescentes desde los 14 años. Ante las diversas y fundadas críticas de académicos que llevan años investigando el papel de las policías y la efectividad de este tipo de medidas, Pérez dijo: “Muchas veces los argumentos académicos no logran ver la realidad. No logran ver lo que siente un vecino de un barrio en Lo Espejo, de La Pintana, en La Florida, en Puente Alto, en Calama, en Ercilla o en Cañete. Y eso significa que no logran sintonizar con lo que están sufriendo las familias chilenas”.

El ensayo de Kakutani puede ser leído y criticado al menos en dos dimensiones: en primer lugar, es una detallada cuenta del estado de la cultura política estadounidense contemporánea y un condensado resumen de los estudios sobre opinión pública, producidos en y sobre la división política en Estados Unidos, incluyendo investigaciones sobre el rol del ecosistema digital en promover una esfera pública hiperfragmentada. En este nivel, el ensayo es valioso pues provee una síntesis de los dichos y prácticas de Donald Trump y de su corte torciendo los hechos, la historia y el lenguaje como presidente número 45 del país del norte y de la enorme producción periodística y académica en torno a ello. Ahí radica, en parte, su fortaleza.

Pero de esa fortaleza también arranca su debilidad: un trumpcentrismo y una defensa más bien cerrada a una tradición liberal ideal en la cual encontraríamos las raíces de una sociedad racional, democrática y de progreso. Lo que Habermas ha llamado el proyecto inconcluso de la modernidad. En otras palabras, la cojera del ensayo radica en la, digamos, cándida mirada para enfatizar el papel de Trump, Putin, el Brexit, internet y el posmodernismo y su énfasis en la deconstrucción del lenguaje y el imperio del yo y de la subjetividad en la muerte de la verdad y la razón. Asimismo, renuncia a la complejidad de la historia del tal liberalismo y a las bestias negras que él mismo ha incubado. Recordemos que en nombre del liberalismo se ha criminalizado la protesta social y se ha animado el hiperindividualismo. Si vamos aún más atrás, incluso hasta los llamados padres fundadores de Estados Unidos que la autora destaca sostuvieron e inspiraron el entramado del racismo, la esclavitud y el clasismo.

Katukani se concentra en el pasado reciente para explorar algunos de los fenómenos que estarían detrás del apoyo a Trump y su proyecto sociopolítico: el desencanto de la sociedad estadounidense “ha sido un producto colateral de la desilusión que provoca un sistema político disfuncional que se basa en los enfrentamientos partidistas; en parte, una sensación de desarraigo en un mundo que sale, tambaleándose, del cambio tecnológico, la globalización y la sobrecarga de información, y en parte también un reflejo de cómo la clase media perdió toda esperanza de que las promesas que forman la base del sueño americano —una vivienda asequible, una educación decente y un futuro mejor para sus hijos— pudieran cumplirse en los Estados Unidos de después de la crisis de 2008”.

“Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática”.

Sin embargo, la frontera del sueño americano no es la crisis de fines de la década del 2000. Era un sueño vedado para amplios porcentajes de la población antes de eso y sólo se ha agudizado: más de 3.800 localidades no gozan de agua limpia a lo largo y ancho de Estados Unidos y la evidencia sobre la re-segregación racial de las escuelas es abrumadora.

Michiko Kakutani
Crédito: Petr Hlinomaz / Galaxia Gutemberg

El horizonte histórico también es estrecho y tiene sólo ciertos hitos para indagar en las raíces de la propaganda y la desinformación políticamente intencionada (la propaganda soviética y la nazi y la extrema derecha contemporánea) y ciertos autores clave (Arendt, Orwell, Zweig). Es ahí donde el ensayo gana fuerza para un público hiperlocal, estadounidense, tal vez europeo, pero pierde sustento para proveer una mirada más compleja e internacional, totalmente ignorada, donde Estados Unidos ha promovido la tradición liberal tanto a través de la fuerza como de la diplomacia y el financiamiento para el desarrollo.

Porque, si no, ¿dónde ubicar el rol de los estudios en comunicación masiva y de sus padres fundadores, como Laswell, Siebert, Peterson y Schramm, por mencionar algunos? ¿Dónde ubicar en la reflexión de Kakutani el desarrollo de la propaganda en el último siglo ignorando las intervenciones en nombre de la tradición liberal que la autora valora y extraña ahora en su propio patio? ¿Cómo analizar el papel de esta misma tradición liberal, racionalista, científica que Kakutani advierte hemos perdido, en minar sus propias bases? ¿Cómo comprender el rol del periodismo, al que Katukani dedica el libro, si no lo entendemos también críticamente?

Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática (sólo en su primer año como presidente, The Washington Post calcula que Trump emitió más de dos mil declaraciones falsas o equívocas). Pero también es indispensable entender este panorama en sus contextos políticos y sociales a escala local y global (no es lo mismo Trump que el Brexit que el referéndum por la paz en Colombia o que Bolsonaro) y, desde ahí, repolitizar la discusión y rehumanizar nuestra vida en común. Si hemos leído algo de historia estadounidense contemporánea (agregaría latinoamericana) estamos enterados de que la manipulación y la desinformación no es nada nuevo. Tal vez lo que seguimos sin descifrar del todo es la constitución de las bases de apoyo a estos proyectos político-culturales racistas, xenófobos y misóginos.

La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump

Michiko Kakutani
Galaxia Gutenberg, 2019
142 págs.