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El retorno de las Bellas Artes

«Hay que reconocer que tiene algo de reconfortante asistir a una muestra como esta, donde la investigación se hace notar y de un modo amable, pero no por ello menos rigurosa», dice Diego Parra sobre la exposición Episodio Monvoisin. Un pintor francés en el Chile del siglo XIX, que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Por Diego Parra Donoso | Imagen principal: Detalle de Retrato familia Dámaso Zañartu, su esposa y sus 12 hijos (1844). Colección particular.

¡Los marcos volvieron al Museo Nacional de Bellas Artes! Y lo hicieron con ganas, ya que hace tiempo no se veían tantas molduras doradas rodeando pinturas, de esas grandotas que casi son más grandes que la propia imagen que protegen. Esto, me imagino que deleitará al público que por meses se sintió ofendido por el sacrilegio en que incurrió la exposición Luchas por el arte al sacarles tal elemento y situar las piezas una junto a la otra, en lo que llamaron un “collage” (como si no existiera ya una palabra mágica para el ordenamiento de las obras: montaje). 

El gran evento que nos traen estos ansiados marcos es la exposición Episodio Monvoisin. Un pintor francés en el Chile del siglo XIX, ubicada en la Sala Matta del MNBA y curada por el argentino Roberto Amigo. Esta muestra se enmarca en un proyecto llamado Monvoisin en América, donde participaron más de 30 investigadores de toda la región. La propuesta implicó coordinar 14 instituciones, que prestaron piezas que nunca habían estado juntas en exhibición, así como también revisar en profundidad la propia colección del MNBA, que llegó incluso a adquirir una pieza para complementar su propio acervo. 

Este tipo de exposiciones son siempre un éxito seguro, ya que el lenguaje pictórico de Monvoisin, anclado en el academicismo francés del siglo XIX, tiene una buena recepción en el público, que suele mirar pasmado cómo cada pincelada se hace invisible a sí misma y la mano del artista termina por engañar al ojo en una gesta casi pigmaliónica. Hay que reconocer que tiene algo de reconfortante asistir a una muestra como esta, donde la investigación se hace notar y de un modo amable, pero no por ello menos rigurosa. Esta cuestión se percibe en los distintos niveles de información que manejan los recursos museográficos, que permiten a los visitantes profundizar en las piezas, pero, a la vez, andar libremente por toda la sala sin imponer recorridos ni infografías cansinas. 

Mario Egaña, 1827. Colección Banco Central.

La gran cantidad de pinturas (entre las que encontramos algunas realizadas por el círculo del artista francés: Gregorio Torres y Clara Filleul) requiere de una visita con mucho tiempo, lo que podría verse afectado por la falta de zonas de descanso (bancas o pisos, como lo hacen muchos museos del mundo). Si bien la Sala Matta no parece extensa, el recorrido propuesto por el curador, junto con el importante número de piezas, podría hacerse algo pesado. Todas estas pinturas y el modo de ser espectador que promueven requieren de una mirada pausada y bien escrutadora: cada centímetro de la tela puede ser observado por largos minutos, como así también cada uno de los recursos iconográficos a los que echó mano el pintor francés, entre ellos, un amplio repertorio emocional, étnico, de indumentaria y de poses.  

Sin ir más lejos, la tela más grande, titulada “Aristómene” (1824), mide 270 x 210 centímetros, y es una enorme pieza que uno podría estar horas observando detalladamente para lograr comprender a plenitud el modo en que el artista logra conseguir tal proeza técnica. Tanto el increíblemente logrado trabajo anatómico de los personajes, así como la configuración facial del personaje central y el dramático claroscuro convierten a la pintura en un espectáculo que transita entre lo ilustrativo y lo teatral.  

Esto último es quizás lo más importante de toda la exposición, que como debemos entender, no es solo el reflejo idéntico de lo que los investigadores concluyeron en sus diversos papers y seminarios (para eso basta publicar un libro), sino también es el intento de reconstruir un modo de ser espectador que hoy es radicalmente distinto del que existió durante el siglo XIX. El público silencioso y reflexivo de antaño ha sido reemplazado hoy por uno ruidoso, distraído y difícil de sorprender. Y esta distancia solo puede ser salvada mediante recursos museográficos y la propia presencia de las obras que en el correcto ambiente aún pueden evocar algo de su antiguo poder seductor. La luz tenue de la sala, la falta de ruidos de ambiente, así como también la propia disposición del resto de los espectadores contribuye a crear este espacio de concentración y contemplación. 

Si bien esto que planteo puede parecer un retroceso en términos de “ideología estética” (Rancière), ya que implica volver a modelos perceptivos antiguos y conservadores, no podemos negar que en la contemporaneidad conviven múltiples formas de gustos y corrientes estéticas. Así como se admite en el MNBA una exposición compuesta exclusivamente de videos e instalaciones, también es posible abrir espacios contemplativos más parecidos a la iglesia que a otra cosa. Los públicos son variados y el museo ya no es el dictador del gusto, ni mucho menos un educador infalible; es más bien un espacio de encuentros temporales de todo tipo. 

Episodio Monvoisin. Un pintor francés en el Chile del siglo XIX 
Museo Nacional de Bellas Artes 
José Miguel de la Barra 650, Santiago 
Hasta el 31 de agosto de 2025 

Sin embargo, me resultó curiosa la reacción del público en la exposición, que de algún modo respira aliviado al reencontrarse con un modo seguro y conocido de ver pinturas, sin tantos enigmas ni preguntas abiertas, como suele demandar el arte contemporáneo. Esto quizás sirva de lección para un museo que se ha visto asediado por un conservadurismo que exige se le restituya su lugar simbólico. No es tan fácil presionar hacia una postura crítica en espacios como estos, donde los intereses de clase aún tienen tanta relevancia (basta ver los nombres de los retratados por Monvoisin, que repiten apellidos “ilustres” de Chile). En este sentido, la curaduría se contiene bastante a la hora de contextualizar las relaciones económicas y políticas que deja ver toda la red de retratados, de modo que no se le acuse luego de hacer un análisis estrictamente materialista de lo expuesto (en la entrada hay unas discretas infografías que revelan la propiedad de la tierra en la época en que fueron pintados los cuadros, dejando ver el carácter elitista de todas estas formas artísticas). 

Podemos alegrarnos por el hecho de que una exposición como esta tenga lugar en el museo, ya que da cuenta de un modo específico de gusto y producción artística —el de las Bellas Artes—, siempre contextualizándolo para así dejar ver su carácter extinto —o a lo menos decadente— en el presente. Al mismo tiempo, la muestra integra de modo lento (pero seguro) los aportes que la investigación actual puede hacer sobre una figura tan canónica como Monvoisin, que, por lo mismo, ha terminado algo eclipsado por su mitología y los conservadurismos de la historiografía del arte del pasado.  

Me imagino que para las voces más reaccionarias esta exposición será leída como su victoria final, ya que, en definitiva, todo se trató de unos marcos. ¿O no?