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La íntima relación entre ciencia y filosofía

Producto de la especialización del saber, ambas disciplinas se conciben hoy en día como mundos aparte. Pero basta con examinar algunos hitos de la historia para comprender por qué es imposible imaginar la una sin la otra. En esta columna, Rodrigo Medel, académico e investigador de la Facultad de Ciencias de la U. de Chile, explica cómo la filosofía ha influido en la conceptualización del método científico, y cómo la ciencia crea nuevos objetos de conocimiento que enriquecen la reflexión filosófica.

Por Rodrigo Medel | Crédito de foto: Marco Bertorello / AFP

La ciencia y la filosofía han compartido desde siempre la pregunta por la composición, estructura y organización del mundo. Desde las tempranas reflexiones presocráticas de la Escuela de Mileto hasta bien avanzado el siglo XVIII, ambos quehaceres se nos presentaban indiferenciados, ya que los descubrimientos de la naturaleza eran usualmente integrados en cosmovisiones filosóficas de mayor alcance. Hoy en día, sin embargo, como resultado de la creciente especialización del saber, la ciencia y la filosofía se conciben como disciplinas con poco en común, donde cada una cuenta con sus propias preguntas y criterios de evaluación, lo que las hace estar alojadas en estamentos diferentes en universidades y centros de pensamiento. Así, una interpretación algo simplista de ambos dominios podría sostener que no comparten actitudes ni propósitos. Sin embargo, tal visión es incorrecta. Basta con examinar algunos hitos de la historia para comprender que no solo no es posible concebir la ciencia sin filosofía, sino que los términos que dictan la aceptación de los descubrimientos científicos dependen de consideraciones filosóficas. Para ejemplificar este punto, me propongo examinar a continuación algunos elementos de la historia de la idea del método científico, probablemente el concepto filosófico que más ha influido en la práctica de la ciencia desde sus orígenes hasta el presente.

En la Grecia presocrática, las especulaciones de Anaximandro (610 a. C.- 546 a. C.) —considerado por muchos como el primer científico—, si bien no siguieron un esquema que pudiera ser considerado como un método propiamente tal, tuvieron la particularidad de ser argumentos razonados y distintos de las concepciones mitológicas de sus antecesores. El método, como estrategia para obtener conocimiento verdadero de la naturaleza, aparece tres siglos después con Aristóteles, cerca del 300 a.C. El célebre filósofo concibió que todo conocimiento, para ser verdadero, requiere de dos fases: una inductiva en que desde las observaciones singulares se levanta una generalización, y una deductiva en que una vez alcanzados los principios generales se vuelve a las observaciones singulares mediante el uso de la razón y el encadenamiento de juicios lógicos. Esta idea, llamada “arco inductivo-deductivo”, permaneció invariable por casi dos mil años, hasta que, a fines del Renacimiento y comienzos de la Era Moderna, los filósofos Francis Bacon y René Descartes sistematizaron, con diferentes perspectivas, los cimientos de lo que para muchos es el primer método científico. Por una parte, Bacon propició el inductivismo, es decir, la práctica de registrar exhaustivamente colecciones de hechos particulares relacionados con algún fenómeno bajo estudio, eliminando de paso los factores irrelevantes para su entendimiento. El objetivo de usar este método inductivo, plasmado en su libro Novum Organum (1620), fue posibilitar una nueva síntesis del conocimiento humano que combinara la racionalidad con el mundo empírico de los hechos. Por otra parte, René Descartes concibió la duda como la actitud humana fundamental que antecede a cualquier pieza de conocimiento verdadero. Este escepticismo, sin embargo, no se agotaba en sí mismo, sino que debía ser seguido por un conjunto de pasos que finalmente permitían eliminar los errores y creencias que no se encontraban debidamente justificadas por nuestro entendimiento. Es así como en las Reglas para la dirección de espíritu (publicado póstumamente en 1701), Descartes plantea un conjunto de reglas que incluyen: 1) Evidencia: nada se debe aceptar en ausencia de evidencia que así lo indique; 2) Análisis: un problema se puede descomponer en tantas partes como sea posible; 3) Síntesis: el razonamiento se debe organizar desde lo singular a lo general; y 4) Verificación: revisar que las etapas de análisis y síntesis se han efectuado correctamente. Es interesante notar que tanto Bacon como Descartes, al comprometerse implícitamente con una unidad de método, válido en principio para cualquier ámbito de indagación, apelan a un monismo metodológico que permanecerá vigente hasta nuestros días y que, excepto por recientes proposiciones que veremos más adelante, forma parte implícita de nuestra conceptualización del método científico.

Tal vez en quien más se combina la ciencia y la filosofía en la aportación al concepto de método científico de esta época es en el físico inglés Isaac Newton. Adhiriendo al inductivismo como método general de la ciencia, Newton plantea sus reglas de razonamiento en los Principios matemáticos de Filosofía Natural (1687). Además de presentar las tres leyes del movimiento y la ley de gravitación universal, en este texto Newton enuncia cuatro proposiciones: las dos primeras relacionadas con la Navaja de Ockham, es decir, la idea de invocar el menor número de entidades posibles para explicar el mundo; las dos siguientes relacionadas con el inductivismo y confiabilidad en la evidencia como corazón del método científico, desdeñando así el mérito de las hipótesis en la explicación de los fenómenos hasta no ser evaluadas en el piso de los hechos. Es así como el inductivismo fue aceptado masivamente como piedra angular del método científico, al que se le agregaron posteriores desarrollos empiristas en la primera mitad del siglo XIX que privilegiaban la existencia de datos duros por sobre meras hipótesis y especulaciones, tales como los aportes del teólogo, filósofo y científico británico William Whewell en The Philosophy of the Inductive Sciences (1840) y el filósofo y economista inglés John Stuart Mill en Sistema de lógica inductiva y deductiva (1843). Whewell no solo sostuvo la primacía del inductivismo, sino que esbozó una lógica de la confirmación, el método hipotético-deductivo, que consiste a grandes rasgos en la derivación por deducción de una consecuencia contrastable de una hipótesis o teoría creada a partir de observaciones de la naturaleza. La racionalidad humana, como obra suprema del Creador, ingresa aquí al momento de la contrastación y evaluación de la hipótesis. Desde entonces, el método hipotético-deductivo es aceptado en forma masiva como el método científico por excelencia, situando la ciencia como el epítome de la racionalidad humana.

Sin embargo, hasta comienzos del siglo XX no había claridad en lo que era genuinamente científico, ya que especulaciones metafísicas sin contacto empírico podían también ser sujetas a escrutinio. Es así como un grupo de físicos, lógicos y matemáticos inaugura en Viena la filosofía de la ciencia, una rama nueva de la filosofía dedicada al estudio lógico de la ciencia. Los miembros del Círculo de Viena, impresionados por los logros de Einstein, estimaron que la física debía ser la ciencia por excelencia, hacia la cual las diversas disciplinas debían converger. Es así cómo se desarrolló un programa de concepción científica del mundo que, tomando elementos del empirismo y de la lógica, da origen al positivismo lógico, doctrina cuyo propósito es eliminar cualquier residuo metafísico en la ciencia. Se acordó que solo las proposiciones que contaban con métodos de contrastación podían tener sentido y ser dignos de investigación. Es a partir de estas consideraciones, y sobre la base de un lenguaje común, que la ciencia podría avanzar hacia un ideal integrado. El filósofo austrobritánico Karl Popper, si bien no adscribe enteramente al programa, propone en La lógica de la investigación científica (1934) que el procedimiento de la confirmación inductiva esgrimida por los positivistas lógicos no es suficiente para la obtención de conocimiento seguro, por lo que propone el falsacionismo como método general de la ciencia, donde el rechazo más que la confirmación de hipótesis es lo que garantizaría el verdadero conocimiento. De acuerdo con esta proposición, las mejores teorías, es decir, aquellas que nos dan la mejor representación del mundo, son las que han sobrevivido a múltiples y rigurosas pruebas empíricas.

En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, el positivismo lógico colapsa, en parte debido al desarrollo de perspectivas externas al método científico. El giro articulado por los filósofos, físicos e historiadores Thomas Kuhn, Imre Lakatos y Paul Feyerabend, entre otros, pone el acento en asuntos que no forman parte de la mecánica interna de la ciencia sino en la historia y los aspectos sociológicos de esta. De acuerdo a dicha corriente, para decidir lo que es ciencia se debe estudiar su historia más que someterse a la normatividad de un método científico. Solo mirando la historia es posible identificar la ocurrencia de ciertas ideas dominantes (paradigmas) que especifican los tipos de preguntas aceptables, el léxico y los tipos de respuestas consideradas legítimas. El conocimiento científico, otrora considerado siempre acumulativo, solo aumentaría en períodos de “ciencia normal”, es decir, cuando las investigaciones son orientadas por un paradigma. Con el correr del tiempo el paradigma se mostraría insuficiente para dar cuenta de observaciones anómalas, desatando una crisis y un posterior reemplazo masivo de este por uno nuevo en los períodos de revolución científica, donde no habría direccionalidad consistente ni acumulación de conocimiento. Esta idea, plasmada en La estructura de las revoluciones científicas (1962), de Kuhn, rompió con la pretensión de un método capaz de otorgar sentido, direccionalidad y acumulación de conocimiento a lo largo de la historia humana. La ausencia de avance hacia una verdad fue interpretada como una invitación a reconsiderar la pretendida objetividad de la ciencia. Las condiciones eran propicias para la aparición de aproximaciones algo más relativistas, donde las teorías de la ciencia, y en general nuestro conocimiento científico, no eran más que construcciones sociales acordadas por grupos de poder, tendientes a mantener y reproducir ciertos privilegios sociales. Este programa sociológico, desarrollado a mediados de la década de 1970, desestimó el papel de la evidencia, ya que incluso las observaciones y la naturaleza de los propios datos no serían neutrales sino producto de intereses sociales. Naturalmente, el concepto de método científico ya estaba completamente desdibujado. El constructivismo científico emergió así como una aproximación radical, que hacía descansar la objetividad de la ciencia en la aceptación de su propio relativismo.

A fines de la década de 1980, la filósofa estadounidense Helen Longino articuló una propuesta contextualista que inaugura el giro práctico en filosofía de la ciencia, y que abriría la puerta a la implementación de la ciencia en políticas públicas. En su libro Science as a Social Knowledge (1990), Longino defiende la idea de que las definiciones de ciencia siempre han sobrevalorado el criterio de objetividad, ya que el acento ha estado puesto tradicionalmente en los valores constitutivos de la ciencia, tales como el carácter general de las teorías, su precisión, poder predictivo y capacidad explicativa, entre otros. Esto habría provocado que se desdeñaran aspectos contextuales, como las modas, gustos, creencias, adscripción política y ética individual de los científicos, que, a su juicio, son igualmente importantes. El gran problema identificado por Longino es que los valores contextuales no pueden ser controlados ni limpiados de la práctica científica, ya que forman parte de supuestos de fondo que no salen a la luz, pero que sin embargo dictan los contextos sociales culturalmente normalizados donde se evalúan las teorías e hipótesis, desalentando así la investigación en marcos de referencia alternativos. Esta visión contextualista cuestiona la pretensión de una ciencia neutra, aséptica a los avatares sociales y políticos en tanto gran parte de las categorías de análisis son influenciadas por nuestros valores morales y culturales. Si aceptamos esta propuesta, es pertinente indagar de qué manera se introducen tales valores en la ciencia. El filósofo británico Philip Kitcher es probablemente quien más ha indagado en esta pregunta al examinar la relación entre la ciencia y los valores de las sociedades democráticas (ver Science, Truth, and Democracy, de 2001). Es así como preguntas relacionadas con la administración de la ciencia, la experticia y pertenencia de clase de quienes toman decisiones sobre qué investigar cobran principal importancia.

Si aceptamos la tesis de que la ciencia contiene valores extracientíficos o contextuales dados por estructuras de poder, damos por hecho que en cada ciencia particular hay ciertos marcos de referencia que son privilegiados por sobre otros, por razones no necesariamente relacionadas a sus valores constitutivos. La pregunta es cómo lograr una “igualdad de oportunidades” para las distintas aproximaciones. El filósofo e historiador de la ciencia surcoreano Hasok Chang, al estudiar la dinámica histórica de algunos conceptos científicos, identifica que el mayor progreso ocurre cuando hay un pluralismo de aproximaciones y marcos de investigación en torno a una pregunta, más que cuando predomina alguno de ellos. Según Chang, los individuos que forman parte de la comunidad científica, por lo general, trabajan bajo un paradigma monista, que presupone que la ciencia busca la verdad en la naturaleza y que hay una única respuesta verdadera a cada pregunta. Pero este supuesto pareciera ser inadecuado, ya que no permite la creación de estructuras institucionales que faciliten la coexistencia de una pluralidad de visiones, que es cuando más y mejor progresa nuestro conocimiento. El pluralismo metodológico aparece entonces como un criterio de importancia para alcanzar una máxima eficiencia en la adquisición de conocimiento. Esta visión contemporánea nos hace cuestionar seriamente la pretensión de un método científico monista, válido para todas las áreas de indagación. Sin embargo, este cuestionamiento está lejos del aceptar que todo vale. Muy por el contrario, el mensaje es que cada ciencia particular debe estipular sus propios criterios de validación y aceptación de evidencias de acuerdo a las características de sus propios objetos de investigación. En este gran esquema de cosas, dejan de haber disciplinas de primera y segunda categoría, y es perfectamente posible el intercambio de metodologías entre ellas, en tanto ninguna poseería el monopolio de formas privilegiadas de investigación. Podemos decir entonces que, paradójicamente, es la desunidad de la ciencia, mediante la aceptación y coexistencia de diversas aproximaciones y metodologías, lo que confiere unidad al conocimiento, siendo el pluralismo metodológico lo que otorga riqueza y potencia a las diversas formas contemporáneas de indagación.

Hemos visto que la reflexión filosófica sobre asuntos de método es lo que hace posible que los descubrimientos en ciencia tengan sentido epistémico y puedan ser incorporados a esquemas ordenadores de mayor escala. Dado que nuestras concepciones filosóficas son las que han moldeado en último término lo que es o no aceptable en ciencia, es razonable atender a los supuestos que organizan nuestros sistemas de creencias dotándolos de significación. Tal significación, sin embargo, no proviene solamente desde la reflexión filosófica de una manera aislada, sino que es en la interacción entre ciencia y filosofía donde se crean nuevos objetos epistémicos y se pierden otros. Dichos objetos son el material crudo que enriquece la reflexión filosófica y aumenta el caudal de conocimiento científico, en lo que es, e históricamente ha sido, una actividad humana unificada dirigida a un mejor entendimiento del mundo.