Frente al conflicto por los recortes a la universidad pública en Argentina, María Sonia Cristoff, escritora y docente de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, defiende el papel que tienen estos espacios en la creación de comunidad. “De todas las plataformas posibles que hay para […] asumir un lugar de escritores, una palabra pública de escritores —porque de eso se trata, no solo de publicar el libro, los libros— creo que la universidad pública, aun con sus inevitables sistemas de exclusiones, es sin duda la más democrática”, escribe en este texto, publicado originalmente por Eterna Cadencia.
Por María Sonia Cristoff | Foto: Luis Robayo / AFP
Cuando me vine a Buenos Aires desde el sur para estudiar, hubo un primer momento de limbo: la carrera que había elegido me resultaba sosa, las personas que conocía también, la ciudad se me volvía tan provinciana como los pagos que había dejado atrás, el desconcierto crecía. ¿Qué hago yo acá?, me preguntaba, un poco como el mono kafkiano de Informe para la academia. Salí de ese estado recién cuando, vericuetos mediante que no vienen al caso acá, empecé a estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires: por fin daba con un lugar en el que se daban las discusiones que me interesaban, por fin un lugar en el que permanentemente se hablaba de libros y de lecturas, por fin un lugar que se apartaba del provincianismo que anida en todas partes. Por fin un hogar. Sé que esto último suena exagerado, incluso pomposo, pero en mi caso es cierto. Porque de esa universidad surgieron mis nuevos amigos, mis nuevas parejas, mis referentes literarios y cinematográficos y artísticos en general, y sobre todo porque la facultad devino una suerte de ancla que organizaba mis derivas varias, una plataforma a partir de la cual el mundo brumoso de la nueva vida en la ciudad iba delineando sus formas. No porque yo siempre estuviera de acuerdo con lo que se decía ahí, con lo que pasaba ahí —estoy hablando de un hogar, no de una comunidad utópica— sino porque, aun con el disenso, aun con las tensiones, o más bien gracias a eso, me hacía sentir parte de algo comunitario, porque generaba pertenencia donde antes solo había aturdimiento de recién llegada.
Y esa percepción se extendió por años, incluso después de haberme recibido. Creo que recién cuando empecé a escribir —no, mejor dicho cuando asumí mi cotidianeidad de escritora, cuando asumí el deseo vivir escribiendo todos los días al menos una línea— me fui de ese hogar, de esa casa. Muchos de los amigos y colegas que también estudiaron en Puan, como llamamos en esta ciudad a la Facultad de Letras de la UBA, tienen una relación mucho más desapegada con aquella experiencia, pero ocurre que casi todos ellos nacieron acá, en Buenos Aires, no andaban por esos pasillos en busca, también, de un hogar. La diferencia no es menor, aunque no sea este el momento de explayarme. Este es únicamente el momento de decir que hoy, cuando tantos ataques y tantos mantos de sospecha recaen sobre el campo cultural y la universidad pública, y más específicamente sobre esa UBA de la que vengo hablando, habría que pensar más que nunca en esas otras funciones que cumplen las universidades, otras funciones que no solo tienen que ver con la producción de títulos y la eficacia de las carreras que allí se dictan sino con la democratización, con la construcción de comunidad, con la construcción de federalismo.
Porque precisamente de eso hablamos cuando hablamos de la relación entre universidad y práctica artística, el tema que estoy enfocando hoy acá, de expandir y democratizar y construir comunidad: es ese el punto que veo como central en las universidades públicas que tienen programas de escritura, ya más específicamente hablando. He dado clases en una de ellas —la UNA, Universidad Nacional de las Artes— y sigo dando clases en otra —la Maestría de Escritura Creativa de la Untref, Universidad Nacional Tres de Febrero— y jamás he pensado que la función de esos espacios sea, como piensan sus detractores más obvios, pasarlo bomba a costa de los pobres contribuyentes o, como piensan otros detractores igual de obvios pero menos violentos, dar fórmulas eficaces para que quienes pasan por ahí sean generadores de libros exitosos, una feria de intercambio de trucos. Más bien creo que se trata de generar prácticas de intercambio, se trata de propiciar espacios de interlocución para que las escrituras de quienes cursan se vuelvan cada vez más interesantes, más sutiles, más radicales en varios frentes, se trata de formar una comunidad heterogénea de lectores y se trata sobre todo, como decía al principio, de habilitar pertenencia, lo que en este caso no quiere decir membresía a ningún club sino construcción de un lugar de enunciación, algo que a quienes escribimos nos resulta tan fundamental como difícil de lograr no solo por cuestiones de origen territorial provinciano, como venía diciendo, sino también por cuestiones de género, o de clase, o de doxa, porque ya sabemos que el prejuicio cultural burgués suele ver en las personas que se dedican al arte un peligro, o al menos un desperdicio.
De todas las plataformas posibles que hay para batallar contra esos prejuicios, contra esos escollos, para asumir un lugar de escritores, una palabra pública de escritores —porque de eso se trata, no solo de publicar el libro, los libros— creo que la universidad pública, aun con sus inevitables sistemas de exclusiones, es sin duda la más democrática, la menos personalizada, la más abierta, la más habilitante. Incluso la más propiciadora de que ese lugar de escritores no se traduzca en prácticas exclusivamente funcionales al puro mercado, al espectáculo, a la reproducción de la doxa más banal, sino para que sea, además de un inevitable fenómeno de mercado, también una práctica capaz de generar discusión, concientización, transformación y dicha colectiva.