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Entretención en un pispás

Revista Guarisapo nº5 (2012), de Hueders+Focus. Muchos de quienes crecimos con revistas infantiles hace un par de décadas recordamos ese formato con nostalgia, en parte, porque hace rato que en Chile dejaron de imprimirse publicaciones orientadas a niños y niñas. Así fue hasta 2020, en que la consultora Focus y la editorial Hueders —dueña de un catálogo notable de libros infantiles— se aventuraron con Guarisapo, medio orientado a lectores de entre 4 y 7 años, quienes encuentran en sus páginas una buena dosis de entretención y material educativo. Las aventuras de Pis y Pas —un androide mal hecho que busca su fábrica de origen y una perra quiltra adicta a los sinónimos— permiten recorrer distintos rincones de Chile y sus culturas; mientras que El llamado de la selva, un diario de animales, revela detalles de la vida de especies que habitan a lo largo del país y de Sudamérica. Experimentos, cuentos, manualidades y juegos permiten a niños y niñas conocer más sobre pueblos originarios, cambio climático, reciclaje, cine e incluso hasta sobre sus propias emociones. Lo mejor: que está pensada para que tanto niños como adultos se entretengan leyendo. Un lujo. —Evelyn Erlij. Guarisapo, de Focus + Hueders. En: https://tienda.hueders.cl 

Sátira al multiverso

Película Todo en todas partes al mismo tiempo (2022), de Dan Kwan y Daniel Scheinert. En un circuito dominado por las grandes producciones de acción y superhéroes, los directores Dan Kwan y Daniel Scheinert, apodados The Daniels, llegaron a despeinar la industria del cine con la extraña y delirante Todo en todas partes al mismo tiempo, su segunda película luego de Un cadáver para sobrevivir (2016). Evelyn (Michelle Yeoh) es una inmigrante china en Estados Unidos quien, en medio de una crisis familiar y una auditoría del servicio de impuestos a su negocio, es contactada por seres de otra dimensión, quienes le anuncian que es la única que puede salvar al mundo de una catástrofe. Esta premisa, cliché de tantas películas, es el punto de partida para entrar en un multiverso vertiginoso y muchas veces absurdo, en una propuesta que difiere radicalmente de las producciones estadounidenses a las que estamos acostumbrados. The Daniels derrochan creatividad en un filme que mezcla ciencia ficción, artes marciales y drama familiar, y que, a pesar de lo desconcertante que puede ser, es un respiro en la oferta cinematográfica actual. —Sofía Brinck.

Memoria y justicia

LibroRompiendo el silencio de niñas, niños y adolescentes ejecutados políticas durante la dictadura cívico-militar: 1973-1990 (2022), de Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos. Rompiendo el silencio de niñas, niños y adolescentes ejecutados políticos durante la dictadura cívico-militar rescata 205 historias de quienes, a pesar de su corta edad, figuran en la lista de víctimas de uno de los períodos más oscuros de Chile. Relatos, poemas, ilustraciones y fotos reconstruyen las vidas de jóvenes como Juan Fernando Aravena Mejías, quien a los 16 años, durante la Octava Jornada de Protesta Nacional, fue golpeado por policías, muriendo tres días más tarde. O de Magla Evelyn Ayala Henríquez, quien falleció con tan solo dos años, luego de recibir un impacto de bala por parte de agentes del Estado. Para reconstruir cada caso, se tomó material del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, del Informe de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y del archivo de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, organismo que editó esta publicación, realizada junto con la Cátedra de Derechos Humanos de la U. de Chile. Este libro es un ejercicio de memoria esencial para hacer justicia. —Monserrat Lorca.

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Jane Campion en su mejor territorio

Pelicula El poder del perro (2021), de Jane Campion. En medio de una sobreoferta de plataformas y producciones audiovisuales, cuesta encontrar películas cuya preocupación vaya más allá del plot sorpresa o del tema humanitario. El caso de Jane Campion no es menor, directora neozelandesa ganadora del Oscar 2022 y primera mujer en obtener la Palma de Oro en Cannes por La lección de piano (1993), quien ha logrado hacerse un espacio en la industria desde una mirada feminista y autoral, ingresando incluso a las series con la magnífica Top of The Lake. Con su último trabajo, El poder del perro, vuelve a su mejor territorio: abordar un género en este caso, el westernpara torcerlo, relaciones de poder en la escala afectiva, solidaridades silenciosas y, particularmente, un tono subjetivo donde el paisaje y la fotografía cobran preponderancia. —Iván Pinto.

Por una genealogía feminista

Libro Mujeres y economía (2022), de Charlotte Perkins Gilman. Alquimia Ediciones.   Después de dar a luz, la estadounidense Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) recibió un tratamiento curioso para lo que hoy se conoce como depresión posparto: debía abandonar todo instinto artístico y volcarse a la vida doméstica. El trabajo intelectual era dañino, le dijo su neurólogo, pero por suerte la escritora se rebeló. Así nació su famoso cuento El tapiz amarillo (1892) y comenzó una carrera literaria que solo hace algunas décadas fue puesta en valor. Su ensayo Mujeres y economía. Un estudio de las relaciones económicas entre hombres y mujeres como factor en la evolución social, recién llegado a librerías chilenas, es un texto esencial para entender la lucha de las que ella llama “las mujeres pensantes”, feministas del siglo XIX que pelearon por eliminar las condiciones arbitrarias que mantenían a las mujeres sin voz ni poder. Una mujer que no “sirve para el sexo” o el servicio doméstico —alega la autora en 1898— es vista como “una humana fracasada”. Cuánto han cambiado las cosas desde entonces es una de las preguntas que queda al cerrar este libro fundamental. —Evelyn Erlij.

Una herida abierta

ExhibiciónTrig Metawe Kura, en el Palacio Pereira. Hasta el 29 de mayo. Descolonizar los espacios institucionales del arte se ha convertido en una de las misiones del artista y cineasta de origen mapuche Francisco Huichaqueo, desde que en 2016 interviniera la colección del Museo Arqueológico de Santiago con su proyecto Wenu Pelon. Ahora vuelve a hacerlo en el Palacio Pereira, donde funciona el gabinete de la ministra de las Culturas, y cuyo espacio se ha abierto al público con nuevas salas para las artes visuales. Entre las exposiciones con las que debuta, destaca la conmovedora puesta en escena Trig Metawe Kura, en la que Huichaqueo toma prestadas piezas originales de museos y colecciones privadas y las instala en un paisaje híbrido, a modo de ritual, tensionando símbolos mapuche ancestrales con videos grabados en territorios del Wallmapu entre 2015 y 2021. A través de un cántaro de piedra roto, objeto protagónico de la muestra, el artista representa la herida abierta de una colonización que no acaba y por la que se cuela el pasado, pero también el presente de un pueblo que está lejos de ser una pieza de museo. Por el contrario, sigue luchando por reivindicar su lugar y no perderse dentro de la nación huinca. —Denisse Espinoza.

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El hada del cine

Libro Memorias 1873-1968 (2021), de Alice Guy. Editorial Banda Propia. Ha tomado siglos hacerle justicia a las mujeres olvidadas de la historia, pero por suerte nunca es tarde. Se ha dicho que los Lumière inventaron el cinematógrafo y que Méliès creó el lenguaje del cine, pero ese día de 1895, cuando aquel aparato fue exhibido, en el público había una joven que pronto haría magia con él. Se trataba de Alice Guy, secretaria de Gaumont, quien pidió permiso para usar la máquina y así dar vida a El hada de los repollos (1896), una de las primeras películas que se conocen. Guy filmó más de mil piezas, dirigió películas cuando aún no existía el voto femenino en Francia y en Estados Unidos fue la primera y única mujer en diseñar y dirigir su propio estudio de cine, cuenta Tiziana Panizza en el prólogo de Memorias 1873-1968, texto que vio la luz luego de la muerte de la creadora francesa. Solo hace algunas décadas su nombre fue reinstalado en la historia del cine, y este libro, publicado en una bella edición por la editorial Banda Propia, desempolva su nombre y la instala en el lugar que le corresponde: el de la primera cineasta y el de una mujer revolucionaria que creó en el cine el espacio de libertad que la sociedad le negó. —Evelyn Erlij.

Nostalgia y desapego

Exposición Geometría emocional, en MAC Quinta Normal. Hasta el 22 de enero de 2022.   Huacherías fue una serie de exposiciones realizadas entre 2015 y 2017 por Juan Castillo (1952), en las que indagó en las vivencias, frustraciones y anhelos de migrantes, material que usó para sus obras visuales. Ahora, en Geometría emocional, el artista toca una fibra más personal: las historias de exiliados chilenos que, como él, se instalaron en Suecia tras el golpe de Estado. El artista, exintegrante del grupo CADA, convierte las doce entrevistas en pinturas, videos e intervenciones en el espacio público. Usa té y harina, materiales vinculados a su infancia en las salitreras, para escribir las frases con que los exiliados responden a la pregunta “¿Qué piensas cuando piensas en Chile?”. Son relatos que despiden nostalgia, tristeza y desapego; sentimientos que llegan a su clímax cuando se muestran los videos con las entrevistas completas. En un momento en que abundan los discursos de odio, Castillo nos recuerda que la identidad puede estar marcada por los devenires geográficos y no por el invento de las nacionalidades; que en los años más oscuros del país, miles de chilenos se volvieron inmigrantes y nunca más dejaron de serlo. —Denisse Espinoza.

Pensar la realidad local

LibroUniversidad pública, crisis y democracia (2021). Varios autores. Editorial Universitaria/Vexcom U. de Chile. Universidad pública, crisis y democracia es el libro que inaugura la colección Universidad, ideas y debates, de Editorial Universitaria y la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile, a través de la que se busca ofrecer una discusión, en el contexto actual de crisis y definiciones políticas, sobre el rol de la universidad pública en la promoción y acompañamiento de las transformaciones que enfrenta nuestra sociedad. Tomando como punto de partida las movilizaciones sociales de 2019 y las expectativas sobre el trabajo de la Convención Constitucional, esta compilación reúne miradas de reputados autores, autoras e intelectuales chilenos para analizar los cambios desde la universidad pública en ámbitos que abarcan la educación, la cultura, la sociología, las ciencias y más. Premios Nacionales como María Olivia Mönckeberg, María Cecilia Hidalgo y Manuel Antonio Garretón, y renombrados intelectuales como Carlos Ruiz Encina, Claudia Zapata, Alejandra Castillo y Federico Galende, entre muchos otros, entregan un panorama de la realidad chilena que pone a la educación pública como centro y al debate de ideas como la piedra angular. —Jennifer Abate.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

La cultura chilena: cincuenta años

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad.

Por Grínor Rojo

Salvador Allende asumió sus funciones como presidente de Chile el 4 de noviembre de 1970 y, al contrario de lo que muchos creíamos entonces, su mandato no traía consigo el comienzo de un nuevo período de la historia nacional, sino el estiramiento hasta el máximo de lo que él podía dar de un período previo y más largo. Estoy pensando en nuestra segunda modernidad, la que se inauguró en los años veinte del siglo pasado y cuyo gran proyecto cultural consistió en la instalación en Chile de una conciencia democrática y democratizadora que, sin perjuicio de inflexiones y debilidades múltiples (no son lo mismo el populismo del viejo Alessandri, el socialismo democrático de Pedro Aguirre Cerda, el macarthysmo de González Videla, el neofascismo de Ibáñez, el protoneoliberalismo de Jorge Alessandri y la “revolución en libertad” de Frei Montalva), se mantuvo en pie hasta el 11 de septiembre de 1973.

Grínor Rojo, ensayista, crítico literario y profesor titular del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

Mientras no puso en cuestión su dominio, la oligarquía de nuestro país toleró la existencia y aspiraciones de semejante proyecto democratizador. Una demostración de esa anuencia reticente fue la reforma agraria “de macetero” que implementó Jorge Alessandri, a principios de los años sesenta, sin el más mínimo entusiasmo y picaneado por la kennedyana Alianza para el Progreso. Pero, cuando la oligarquía chilena sintió que el proyecto se expandía más allá de lo presupuestado, que eso hacía peligrar sus intereses, que las invasiones bárbaras estaban poniendo su perpetuación en jaque, se reconstituyó rápidamente y reaccionó de la manera que todos sabemos: haciendo trenza con el imperialismo, sacando a los militares a la calle y sumergiendo al país en diecisiete años de tinieblas.

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad. La solidaridad y la colaboración se concretaron durante el trienio de Allende, facilitándose el acceso de los ciudadanos a los bienes de todo orden (bienes materiales, alimentación, casa, abrigo, pero también bienes no materiales, como la educación formal y la no formal o la frecuentación liberada para todos los centros de cultura, teatros, museos, bibliotecas, etcétera), así como mediante la promoción de un trato respetuoso entre las personas en el ámbito de su vida cotidiana. Me refiero al trato que yo entablo con un otro que difiere de mí, a quien yo le reconozco su identidad como la de un otro legítimo, pero que en derechos no es diferente de mí y con el que debo y puedo relacionarme horizontalmente. El espíritu crítico, por su parte, estimuló el discernimiento y la discrepancia razonada, por lo que no estar de acuerdo con las opiniones políticas del otro que no era como uno no sólo resultaba posible, sino bienvenido. E incluso era aceptable no estar de acuerdo y manifestarlo con dureza, pero siempre racionalmente y sin por eso convertir al adversario en enemigo. La Unidad Popular no persiguió a nadie por su pensamiento, no cerró ningún periódico, no calló ninguna boca.

A propósito de las prácticas en que cuajó este proyecto cultural, se suelen mencionar la nueva canción, el nuevo teatro, el nuevo cine, los murales callejeros y el involucramiento generoso de las mujeres y los jóvenes en las diferentes iniciativas. Las feministas, pensando, proponiendo y actuando como no lo habían hecho desde los tiempos de su lucha por los derechos políticos. Los jóvenes, sintiendo que su rebeldía estaba amarrada a la emancipación de los más.

Pero los que vivimos esa época sabemos que en realidad fue el libro (y, en general, la letra) el vehículo por excelencia de aquel afán de lucidez. Era una vieja tradición de la izquierda chilena, que entonces renacía y gloriosamente; una tradición que había apostado cincuenta años atrás, en los tiempos de Recabarren y El Despertar de los Tabajadores, a los beneficios de la lectura y la escritura. Me acuerdo muy bien de los pasajeros en la micro, sacando el libro o la revista o el periódico de algún bolsillo de la chaqueta, desarrugándolo y haciendo equilibrios para poderlo leer. Ello explica que uno de los logros espectaculares de aquel período haya sido la Editorial Quimantú, que publicó 12.000.093 libros con 247 títulos distintos en poco más de dos años y de los cuales, cuando se produce el golpe de Estado, se habían vendido 11.164.000, casi todos en los quioscos de periódicos y a un precio que cualquier trabajador podía permitirse. Nunca se había visto un éxito de ventas semejante en la historia editorial de Chile y tampoco se ha vuelto a ver después.

El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra. Por consiguiente, despreció la solidaridad, la colaboración y el espíritu crítico, e introdujo en cambio la competencia sin restricciones junto con el disciplinarismo autoritario. El disciplinarismo autoritario apuntalando esta vez el desenfreno de los mercaderes.

Así fue como la dictadura pinochetista impulsó la figura del otro como un competidor al que debo y puedo anular y vencer. Que ganara el “más mejor”, fue lo que se dijo, copiando la sentencia meritocrática del futbolista Leonel Sánchez, aunque el más mejor fuese en este caso sólo aquel a quien los nuevos dueños del poder le habían entregado los instrumentos para serlo.

La diferencia se convirtió en jerarquía y el universalismo en uniformidad. En un lado se ubicaban los jefes, que eran los superiores por la gracia divina y a los que si uno quería evitarse problemas era conveniente obedecerles, y en el otro se ubicaban los subordinados, los inferiores, también por la gracia divina, que eran los que obedecían y a quienes se apiñó en una masa indistinta. Por ejemplo, dejaron de existir en Chile los indios, sólo había chilenos. Un decreto de Pinochet, el 2.568, de 1979, prácticamente los ¡abolió!, autorizando la división de las tierras de las comunidades, “liberalizándolos” y “chilenizándolos”.

«El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra».

Resultados principales de esa gestión autoritaria: i) una sociedad desigual y segregada, lo que se materializó topográficamente en un apartheid urbano, de espacios para ricos y espacios para pobres,cuyo rigor habrían envidiado los supremacistas blancos de Sudáfrica; ii) una educación mejor para unos y peor para otros. Chile se transformó en el paraíso de la educación privada: colegios particulares pagados enteramente, que eran los de primera clase, para los ricos; colegios particulares subvencionados, pagados parcialmente, los de segunda clase, para aquellos que no eran ricos pero tenían todas las intenciones de serlo; y colegios públicos gratuitos, los de tercera clase, para los pobres de solemnidad. Con esto la educación pública chilena retrocedió en proporción inversa y a expensas del avance de la educación privada, hasta el nivel de su casi liquidación, es decir hasta un nivel en el que ciertos colegios públicos, que habían sido el orgullo de Chile, se desintegraron y, lo que es aún peor, que siguieron desintegrándose después, porque la verdad es que no hemos salido de ese estado de cosas hasta el día de hoy. No olvidemos, además, en este renglón, que con la misma lógica la dictadura intentó cerrar la Universidad de Chile y que sólo la respuesta airada y unánime de su comunidad impidió que ello ocurriera; iii) la instalación de un aparato de control de la cultura crítica, y estoy aludiendo ahora a la censura directa e indirecta; iv) el sospechoso regocijo de los desfiles militares, del folklore oligárquico, de los saludos a la bandera y de una canción nacional a la que se le repusieron versos alusivos a los “valientes soldados de Chile”; y v) una cotidianeidad caracterizada por la hostilidad y la agresión.

En cultura, como en todo lo demás, la postdictadura ha mantenido, y no pocas veces ha profundizado, lo obrado por la dictadura, aunque debe reconocerse que morigerándolo para hacerlo palatable a la “gente” (una palabra sanitizada, que sustituyó a la palabra “pueblo”, que era el término que empleábamos hasta 1973 para estos propósitos… otra sustitución significativa con la que se mal sinonimiza lo que no se quiere nombrar con su nombre propio). Por ejemplo: la segregación social se mantiene contemporáneamente incólume, como una expresión clara y concreta de la desigualdad, entre ricos y pobres, blancos e indios, caballeros y rotos, señoras y chinas. Y en esas condiciones no es raro que se haya continuado en la postdictadura con el predominio de la educación privada, tanto en cantidad como en calidad. Los colegios privados tienen hoy día más alumnos que los públicos e incluso más de los que tenían en 1990. En 2017, en la media, 370.627 en la educación pública frente a 519.207 en la particular subvencionada y 81.725 en la particular pagada. También el número de estudiantes en la educación superior pública es minoritario. Y los mejores resultados en las pruebas para entrar a la universidad los obtienen los/las egresados/as de la media que salen de los colegios particulares pagados.

Pero también es cierto que la censura desapareció o, mejor dicho, que sus funciones han sido trasladadas y confiadas al ejercicio de un supuesto “sentido común”, que no es otro que el que difunde una nube espesa de banalidad, la que secretan los medios, sobre todo, y que algunos políticos suelen hacer suya, ya que para sus propósitos funciona de perlas. Asisten, por ejemplo, esos representantes de nuestros deseos, rebosantes de complacencia, a los “matinales” de la televisión, donde su política se codea con la de los “rostros”, las bataclanas y los futbolistas mientras se deleitan todos juntos con los sabores del chisme.

El hecho es que hoy no hay censura formal en nuestro país, que eso es verdad y hay que agradecerlo, pero no menos verdad es que el pensamiento crítico tiene serios problemas para darse a conocer, porque aquellos que tendrían que abrirle camino -los controladores de la prensa, de los canales de televisión, de las radios, de las editoriales, del Ministerio de las Culturas, entre otros-, no lo hacen, argumentando no tanto el distanciamiento que ellos tienen respecto de la crítica en general, que lo tienen en efecto, como el desinterés de la “gente” por tales contenidos. Un buen ejemplo es el canal estatal de televisión, que opera de la misma manera en que operan los canales privados, sólo que lo hace peor y sobrevive por eso en un déficit interminable y que los contribuyentes tenemos que ayudar a paliar cada dos o tres años. Han optado quienes dirigen ese canal por la cultura light de la farándula, una estrategia comercial que, según declaran, les asegura un rating competitivo. Que eso no es cierto, a todos nos consta. Un ente público compitiendo en un contexto capitalista con un ente privado no puede ganar.

Finalmente, anoto aquí que en el cotidiano actual continúan presentes (la realidad es que se han incrementado) la hostilidad y la agresión, en ocasiones hasta niveles apenas tolerables. Que las autoridades de turno prometan entonces combatir la “violencia” imperante en el país no es más que un parloteo hipócrita. Vivimos en una sociedad que es estructuralmente violenta y esas autoridades, que hablan fuerte y golpean la mesa, tienen, si es que no toda, una parte sustancial de la culpa.

* Texto presentado en el simposio “50 años: Unidad Popular, un pasado lleno de futuro”, en la Universidad de Chile, el 3 de noviembre de 2020.

Universidad de Chile y su aporte al desarrollo artístico cultural del país

“Gobernar es educar” era el famoso lema del Presidente Pedro Aguirre Cerda. Comenzaban los años ‘40 y la Casa de Bello respondía haciéndose parte del modelo desarrollista del mandatario. Con plena convicción de su rol público, surgieron bajo la conducción del Rector Juvenal Hernández las líneas fundacionales del arte nacional: la Orquesta y el Coro Sinfónicos, el Ballet Nacional Chileno, el Teatro Experimental y los Museos de Arte Contemporáneo y de Arte Popular Americano. De su aporte y el desafío de leer su rol en una sociedad tan distinta a la de los años ‘40 se tratan las siguientes páginas.

Por Sofía Brinck y Natalia Sánchez
Fotografías: Felipe Poga / Colección Archivo Fotográfico, Archivo Central Andrés Bello / Fotografía de portada: Montaje de Fuenteovejuna (1952). Colección Fotográfica CIP – Teatro Nacional Chileno.

Fueron años difíciles. El país se sacudía con las noticias de una guerra que volvía a azotar los cuerpos y las mentes, separando el mundo en dos polos de pensamiento enfrentados en las armas. Es en este contexto que la visión de dos hombres radicales sobre el concepto de desarrollo de la nación da curso al rol protagónico de la Universidad de Chile. Se trata de Pedro Aguirre Cerda y Juvenal Hernández, quienes desde sus trincheras al mando del país y la universidad pública estatal decidieron crear una nueva institucionalidad para un sector históricamente relegado, las artes.

La ley 6.696 de 1940 creó bajo el alero del Estado el Instituto de Extensión Musical (IEM) con el mandato de la formación de una Orquesta Sinfónica, un Coro y un Cuerpo de Baile, los que debían fomentar la creación de obras nacionales y las iniciativas musicales en el país. La iniciativa era inédita en Latinoamérica. Por primera vez un Estado se hacía cargo directamente de la creación de una institucionalidad artística de carácter nacional que diera un espacio a los músicos, compositores y bailarines nacionales.

Fue el primer paso. Luego vendría el Teatro Experimental en 1941, el Museo de Arte Popular Americano en 1944 y finalmente el Museo de Arte Contemporáneo en 1947. Francisco Brugnoli, director del Museo de Arte Contemporáneo, los llama “los años dorados” de las artes en Chile. “Los cuerpos estables, los museos, los institutos… esos fueron la primera institucionalidad cultural del país”, recuerda. Es la era de la extensión universitaria, las Escuelas de Temporada (que recién en 2015 recuperaron su carácter regional después del corte de la dictadura) y también la era de ser el motor -Universidad y Estado- del desarrollo artístico y cultural de la nación.

La Orquesta y el Coro: compañeros de una vida

Fue un martes 7 de enero de 1941 en el Teatro Municipal de Santiago. Ante un lleno total, Domingo Santa Cruz, Decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile y presidente del flamante Instituto de Extensión Musical, pronunciaba las palabras que precederían a la primera función de la Orquesta Sinfónica de Chile: “el Instituto y su Orquesta serán un remanso en el que todos los músicos tendrán confianza, la palestra acogedora para estimular el trabajo de nuestros creadores y la mano generosa que habrá de tenderse en ayuda y apoyo de los ejecutantes y los profesionales de la música en general”.

Desde su inauguración, la Orquesta estuvo al mando de Armando Carvajal hasta 1947, cuando se hace cargo el maestro Víctor Tevah. Para ese entonces el IEM ya había pasado a estar bajo la tutela de la Universidad de Chile y la Orquesta Sinfónica se había hecho de un nombre a nivel nacional e internacional, lo que llevó a personalidades como Leonard Bernstein, Herbert von Karajan e Igor Stravinsky a dirigirla.

Luis Alberto Latorre, pianista titular de la Orquesta y reciente ganador del Premio a la Música Nacional Presidente de la República, lleva 26 años en la agrupación. Mirando al pasado, comenta que las décadas del ‘50 y ‘60 fueron fundamentales para el desarrollo musical de la Orquesta, pero que ésta ha cambiado: “el sonido y el trabajo de la Orquesta Sinfó- nica han ido aumentando en calidad en un gran nivel. Es cierto que antes hubo directores célebres que pasaron por acá, pero creo que el nivel de la Orquesta ahora es muy distinto, se ha ido profesionalizando cada vez más”.

Misma suerte ha corrido el Coro Sinfónico y las cien voces que lo componen. Fue fundado sólo cuatro años después que la Orquesta, siendo su primer director Mario Baeza. A pesar de que su trayectoria ha estado íntimamente ligada a la Orquesta -ésta los acompañó en su primer concierto en el estreno del Oratorio El Mesías de Händel- el Coro ha logrado construir un nombre por sí mismo. Esto se ha reflejado en las múltiples giras nacionales e internacionales, y en los numerosos reconocimientos que ha recibido, entre los que destacan el Premio a la Trayectoria otorgado por el Círculo de Críticos de Arte, un premio APES y en 2008 el Premio a la Música Nacional Presidente de la República.

“La labor cultural que ha realizado el Coro Sinfónico en este país no la ha realizado ningún otro coro, y no sé si hay ejemplos en Sudamérica”, afirmaba su director, Juan Pablo Villaroel, en noviembre para el aniversario 70° de la agrupación, ocasión que fue conmemorada con un concierto en la Casa Central de la Universidad de Chile.

En enero la Orquesta Sinfónica cumple 76 años de trayectoria, celebración que comenzó de forma anticipada en diciembre con el Premio Senado de la República 2016, recibido recientemente por la agrupación sinfónica por su aporte a la cultura nacional.

Para Diego Matte, director del Centro de Extensión Artística y Cultural (CEAC) que agrupa a las mencionadas entidades, los cuerpos estables nacionales no se pueden entender fuera de la Universidad de Chile y en ese contexto enmarca el galardón recibido. En su opinión, los principales aportes de las agrupaciones nacionales a Chile son el compromiso con la excelencia artística y el acceso a esa excelencia, que debe estar al alcance de todos. “Es un mérito que estas instituciones todavía existan y que estén bajo la tutela de la Universidad de Chile, lo que les ha permitido esa proyección y desarrollo, porque acá están protegidos dentro del ámbito público, en un ambiente comprometido con el desarrollo intelectual, científico y social del país”, reflexiona.

Banch y TNCH: Dos compañías para dos escuelas de artes escénicas

Cuando el afamado Ballet Jooss se presenta en el Teatro Municipal en 1940 con La mesa verde, obra que marca un antes y un después en la historia del ballet moderno, la historia nacional de la danza también comienza a reescribirse. Tal fue el impacto de la compañía en Chile, que cuando llega a los oídos de Armando Carvajal y Domingo Santa Cruz que parte del equipo del Ballet Jooss se había instalado en Venezuela no dudaron en realizar las gestiones para contratar a tres de ellos con la misión de conformar la escuela de ballet del IEM. Así es como llega al país Ernst Uthoff, como director y fundador de la futura escuela, su esposa y bailarina Lola Botka y el bailarín Rudolf Pestch.

El 7 de octubre de 1941 se iniciaron las actividades de la Escuela de Danza con una selección de 70 postulantes entre los centenares que solicitaron matrícula. El 18 de mayo de 1945 se presentaron por primera vez como un cuerpo estable con el nombre de Ballet de la Escuela de Danza, que con los años se transformaría en el Ballet Nacional Chileno (Banch). Coppelia fue la obra escogida, con música de Leo Delibes y coreografía de Uthoff.

Inverso fue el proceso de profesionalización del teatro en Chile. Meses antes, en el mismo año 1941, un grupo de estudiantes del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile presentaba en el Teatro Imperio la primera función oficial del Teatro Experimental, compañía que muchos años después se conocería como Teatro Nacional Chileno (TNCH). El grupo, formado y liderado por Pedro de la Barra y José Ricardo Morales, se componía de 28 actores y actrices aficionados que fueron conocidos como la Generación del ‘41. Mauricio Barría, actual Subdirector del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile e integrante del Directorio Transitorio del TNCH, afirma que “el objetivo era profesionalizar el teatro y renovar los repertorios. Se instalan como un teatro de vanguardia, por eso el nombre es Teatro Experimental, hay toda una mirada de la época a pesar de que ya vienen un poco pasadas las vanguardias en el año ‘40’”.

Es gracias a los esfuerzos del Teatro Experimental que en 1949 se funda la Escuela de Teatro y, casi en paralelo, la Escuela de Diseño Teatral. Otro importante logro se da en 1954, cuando se logra el arriendo al Banco del Estado de la Sala Antonio Varas, que acoge al TNCH hasta hoy.

Durante las décadas del ‘50 y ‘60 ambas compañías de artes escénicas alcanzan su época de mayor gloria con un amplio repertorio y un nutrido desarrollo de sus disciplinas. Destacan en el Banch montajes como Carmina Burana, considerada la obra maestra de Uthoff, y también las obras de Patricio Bunster; Bastián y Bastiana (1956), y Calaucán (1959), una de las más importantes de la época y de las piezas mejor logradas del Ballet Nacional Chileno. En tanto, el Teatro Experimental se consolidó a través de obras que transitaban entre lo clásico y moderno, como Romeo y Julieta, protagonizada por Marcelo Romo y Diana Sanz, y ¿Quién le tiene miedo al lobo?, dirigida por Agustín Siré y llevada a escena en 1964.

La llegada de la dictadura y la intervención militar en la Universidad presenta un quiebre en la historia común de estos elencos. Es en el año 1987 cuando, bajo la rectoría designada de José Luis Federici, se decreta la desvinculación del Coro de la Universidad de Chile, el Ballet Nacional Chileno y la Orquesta Sinfónica de Chile de la Facultad de Artes, tras la creación, ese año, del Centro de Extensión Artística y Cultural Domingo Santa Cruz, actual CEAC. Por otro lado, el Departamento de Teatro defiende la permanencia del Teatro Nacional Chileno y lo consigue, sin embargo, el elenco deja de funcionar en la década siguiente por problemas administrativos y financieros. Para la historiadora y directora del Proyecto NAVE, María José Cifuentes, el Banch -que en 2015 cumplió 70 años de funcionamiento- ha sabido sobreponerse a diversas dificultades que ha enfrentado en el último tiempo. “Los cambios de dirección y de elenco han sido un importante desafío y sin duda sus decisiones han apostado a su profesionalización y desarrollo de nuevos lenguajes, determinaciones que han llevado a esta compañía a seguir siendo un referente nacional en el ámbito de la danza, afirma Cifuentes.

El actual Directorio Transitorio del Teatro Nacional Chileno -que celebró sus 75 años de vida el presente año- se encuentra trabajando, según relata Mauricio Barría, en un nuevo estatuto que establezca los mecanismos para escoger a su director o directora mediante concurso público, que redefina la relación del TNCH con el Departamento de Teatro, entendiendo al Teatro Nacional como “el organismo natural de extensión de nuestro departamento”. “Para nosotros el Teatro Nacional debería ser un lugar de prácticas profesionales, un lugar donde están apareciendo los discursos que al departamento, como investigadores y creadores, le interesa que aparezcan, las reflexiones, pero también las formas de vinculación con la comunidad”, concluye Barría para la nueva etapa que está en diseño.

MAPA: patrimonio e identidad de Chile

“El Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago salvaguarda el patrimonio para todos los chilenos”. Nury González es rotunda al definir la labor de la institución de la que es directora desde el año 2008. Y como si no fuese a quedar claro, agrega: “Somos nacionales. Es el único lugar que está salvaguardando una memoria de una identidad que está desapareciendo”.

El MAPA se inaugura oficialmente el 20 de diciembre de 1944, pero sus orígenes se remontan a la Exposición de Artes Populares que se realizó en 1943 en medio de las celebraciones del centenario de la Universidad de Chile. Para esa ocasión, Amanda Labarca, académica de la institución y presidenta de la Comisión Chilena de Cooperación Intelectual, encabeza un llamado a los países vecinos a donar obras de artesanía popular para la muestra. Si bien no todas las piezas alcanzan a llegar debido a la inestable situación política de la época, la exposición se realiza exitosamente y da pie para que el Consejo Universitario decrete la creación del MAPA.

El museo ha tenido una historia accidentada. Desde su fundación nunca ha contado con una sede propia, recalando primero en el Castillo Hidalgo y siendo luego relegado a las instalaciones del MAC después del golpe militar, periodo durante el cual incluso desaparecen piezas de la colección. Actualmente su sede está en una casa en la calle Compañía, pero parte de su acervo se exhibe en el Centro Cultural Gabriela Mistral.

En palabras de su directora, las más de seis mil piezas que componen su colección “tienen que ver con objetualidades del cotidiano. Son objetos que se hacen en lo que llamo el espacio calmo de la heredad, son transmisiones de abuelas a madres a hijos, transmisiones de saberes aprendidos en ese contexto.”

En esta tarea el MAPA trabaja codo a codo con el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes mediante proyectos y convenios. Uno de los más importantes tiene que ver con el Programa “Sello de Excelencia”, concurso que releva la calidad de la artesanía chilena. Las piezas ganadoras pasan automáticamente al MAPA, alimentando así la colección con nuevas representaciones artísticas. “Los únicos que damos garantías de dar el acervo para el país somos el MAPA, porque somos un museo público y estatal. Lo que entra al MAPA, entra para la Universidad; y si entra para la Universidad, entra para Chile”, afirma su directora. Ana Carolina Arriagada, directora regional del Consejo de la Cultura de la Región Metropolitana, está de acuerdo con ella. “El MAPA es un anclaje a nuestra identidad latinoamericana, al reconocimiento de nuestras artes y oficios tradicionales y populares; una reivindicación de nuestros saberes y formas de habitar en nuestro territorio”, explica.

Es por estas razones que el Ministro Ernesto Ottone nombró a González como curadora de la exposición chilena que participará en 2017 en Revelation, la III Bienal de Artes y Oficios que se realizará en París y que tiene a Chile como invitado de honor. “Cuando tomé el cargo de directora quería poner al MAPA en el mapa cultural chileno. Hoy nadie duda de qué es el MAPA”, declara Nury.

MAC: la añoranza por la actualidad

Corría junio del año 2002 y mientras Brasil y Alemania protagonizaban la final de la Copa del Mundo de Fútbol, en Chile cinco mil personas daban la sorpresa al salir a las calles a desnudarse ante el lente del fotógrafo Spencer Tunick, ante una fuerte oposición de grupos conservadores.

Francisco Brugnoli, director del Museo de Arte Contemporáneo, fue el coordinador de la venida de Tunick a Chile. “Debimos gestionar los permisos ante la Intendencia y el Concejo Municipal de la época en medio de mucha oposición”, rememora. Para Brugnoli, acciones como ésta representan el espíritu del MAC y demuestran, además, lo fundamental de que el Museo esté alojado en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. “Eso es muy importante, porque nos da autonomía, nos permite ser libres”, manifiesta.

Los orígenes del Museo de Arte Contemporáneo se remontan a la creación del Instituto de Extensión de Artes Plásticas en 1945, enmarcado en las políticas dedicadas a la cultura de la época. La primera muestra se inauguraba dos años más tarde en el edificio conocido como “El Partenón” en la Quinta Normal, con la presencia de autoridades nacionales, universitarias y artísticas. Para su primer director, Marco Bontá, el MAC representaba un “concepto que abarca lo histórico, lo estético y lo político”, que llegaba a cumplir un anhelo de los artistas de la época por la actualidad.

En 2017 el MAC cumplirá 70 años de historia. Por sus dos sedes -Quinta Normal y Parque Forestal- han pasado los más grandes artistas nacionales y connotados representantes internacionales. Francisco Brugnoli lo ha encabezado durante las últimas décadas y lo define como “un museo de actualidad que pone a la sociedad civil en contacto con el mundo, hace crecer el imaginario nacional”.

En la actualidad, el museo no sólo cumple la función de ser un espacio de exhibición, sino que también se hace cargo de las tres bases fundamentales de la universidad: docencia, investigación y extensión. Es en este último campo donde ha desarrollado áreas como Educamac, cuyo objetivo es convertir al museo en un espacio de intercambio de ideas y vinculación con la comunidad.

“El Museo de Arte Contemporáneo ha generado potentes dispositivos educativos y pedagógicos para nuestra comunidad, labor sumamente relevante en una área como las artes visuales, donde existen claras brechas de acceso, no sólo en la materialidad, sino también en lo simbólico, en comprender, acceder y participar al proceso de apropiación, señala la directora regional del Consejo de la Cultura de la Región Metropolitana. Para ella, el museo representa “una apertura a nuevos lenguajes, un diálogo con ‘lo otro’, la alternancia necesaria para definir lo que somos; la capacidad para abrirnos a otros referentes”.

La Camerata Vocal de la Universidad de Chile

Fue el último de los cuerpos estables en ser creado, fundándose en el año 2000. Está compuesta por 16 cantantes profesionales, que a su vez son instructores vocales del Coro Sinfónico. Su objetivo es cultivar y difundir repertorios de música a capella, entre los que destacan musicales como West Side Story, cantatas, música de películas, arias famosas de óperas como La Traviata, y música de grupos contemporáneos, como The Beatles, entre otras.