Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

El sur austral dialoga sobre la cultura en la nueva Constitución

Interculturalidad, participación y descentralización son palabras clave en el glosario utilizado por el mundo de la cultura del sur austral. La de los derechos y la diversidad cultural es la lingua franca de los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes cuando se trata del reconocimiento de sus culturas, el fomento de sus artes y la protección de su patrimonio. Un diálogo que sus universidades públicas, a través de la Red Patagonia Cultural, han decidido estimular y proyectar de cara al proceso constituyente.

Por Equipo Palabra Pública

Más de 600 kilómetros separan Ancud de Coyhaique. Mil a Coyhaique de Puerto Williams. Y más de 2 mil a Quellón de Punta Arenas. Son distancias inimaginables para esa mentalidad santiaguina que suele agrupar a regiones extensas y diversas bajo etiquetas empobrecedoras como “el sur” o “el norte”. En los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes, sin embargo, las distancias se viven como un vínculo que los acerca, y a partir del cual revindican el valor de la diversidad de sus culturas y de la producción artística que recorre sus islas, mares y pampas.

Es lo que quedó patente en el ciclo de conversatorios “Proceso constituyente desde el sur austral: Miradas sobre educación pública, género, cultura y territorios”, organizado a fines de 2020 por la Red Patagonia Cultural, que conforman las universidades de Los Lagos, Aysén y Magallanes, con el apoyo de la Red de Universidades del Estado de Chile. La iniciativa de las universidades públicas y regionales del extremo sur convocó a distintas voces del mundo local de la cultura a dialogar, desde sus experiencias y junto a la ciudadanía, sobre las oportunidades que abre el proceso constituyente que enfrenta el país.

Salvados por la cultura

Para la fundadora de Fundación Daya Punta Arenas y cocreadora de las cooperativas magallánicas de trabajo Caudal Cultural y Rosas Silvestres, Verónica Garrido, la actividad artística tiene la posibilidad de entrar por la puerta ancha al debate constituyente luego de la pandemia: “el mundo de las artes ha sido un pilar fundamental de las personas durante la pandemia, no sólo para el cuerpo, también para el espíritu. Considerando, sobre todo, la crisis de salud mental que vivimos. Ha servido para sobrellevar mejor toda esta situación”.

Una opinión que comparte Magdalena Rosas, cofundadora de la Escuela de Música y Artes Integradas de Coyhaique y cocreadora del Festival Internacional de Chelo de la Patagonia (CheloFest), pero que requiere “generar un marco teórico desde el cual conversar. Es clave entender que cultura es la capacidad que tenemos los seres humanos para reflexionar sobre nosotros mismos. Las artes y el patrimonio son parte de eso, pero lo estructural son nuestros sistemas de valores, tradiciones, creencias y modos de vida. Lo dice la declaración de UNESCO de 1982”.

“Es complejo el tema de la cultura —complementó Rosas, profesora de Música—, porque cada uno entiende lo que quiere o en base a lo que ha vivido. Lo importante es ser empático y entender las visiones de los demás. Ampliar la mirada y establecer ciertos acuerdos. Ya la construcción de una nueva Constitución es un proceso profundamente cultural. En ese sentido, a lo que yo más aspiro es a integrar la diversidad humana que tenemos en este país. En términos de género, de formas de relacionarnos, de educarnos”.

Para Fernando Álvarez, director del Museo de las Tradiciones Chonchinas y presidente del Centro para el Progreso y el Desarrollo de Chonchi, los procesos sociales que han vivido el país y el archipiélago de Chiloé han interpelado fuertemente a los espacios culturales en el sentido señalado por Rosas: el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural. En el caso de la institución que dirige ello ha significado repensar “el rol del museo en la comunidad donde se inserta. Buscamos redefinirnos como un museo que se pone a disposición de la rearticulación del tejido social”.

“La pandemia y previo a eso el estallido social —añadió Álvarez— nos han llevado a plantear nuevas formas de comprender la gestión cultural. Más allá de tener acceso al museo como un bien de consumo cultural, se trata también de generar mecanismos desde el Estado para la protección de los trabajadores que son los productores de estos bienes culturales. Y comprender la importancia de los derechos culturales como derechos sociales y colectivos, por la diversidad de culturas existente en el archipiélago”.

Expectativas en torno a una nueva Constitución

En el debate conducido por la periodista Bárbara Besa, de la Universidad de Aysén, y convocado por la Red Patagonia Cultural, los artistas y gestores culturales coincidieron en ver el proceso constituyente como una oportunidad para cambiar el carácter de las políticas culturales del Estado.

“Cuando hablamos de derechos colectivos hablamos necesariamente de la Constitución como un pacto intercultural. Y de la cultura como un derecho social, donde el Estado garantice los derechos de producción, de acceso, autorales, a la diversidad”, sostuvo Fernando Álvarez. Para Magdalena Rosas, la pregunta por los derechos culturales interpela tanto a los artistas como al resto de los ciudadanos. E implica definir, dice, “cómo vamos a reconocer y expresar las realidades locales, comunales y regionales. Cómo avanzaremos para eliminar la concursabilidad y generar estrategias de desarrollo regional”.

Para el abogado constitucionalista de la Universidad de Chile Fernando Atria, que también integró el debate, “la concursabilidad es la lógica de mercado. Viene de la afirmación de que incluso ahí donde no hay mercado, hay que organizar las cosas del modo más parecido al mercado”. El problema, añadió, es que “entregada la cultura al mercado suele no encontrar condiciones de fomento y reproducción. Por eso esperaría que la Constitución consagre el derecho a participar de la cultura”.

Un contrapunto puso Verónica Garrido: “por un lado es un momento inédito, pero la Constitución no es una varita mágica, es un proceso constituyente. Un momento para sentarnos a dialogar, reflexionar y avanzar en el ejercicio de la tolerancia”. Que se avance en ese proceso, explica, tiene mucho que ver con la participación y asociatividad a nivel local. La misma convicción, desde Chonchi, expuso Fernando Álvarez: “es muy importante que levantemos demandas territoriales y empoderemos a nuestros barrios, que son la primera fuente de nuestra diversidad cultural”.

Palabra de Estudiante. Cultura e identidad: el rol de la universidad en la construcción del nuevo Chile

Cada nuevo artículo constitucional repercutirá en las labores y los principios de nuestra casa de estudios. Espero podamos adelantarnos y ser, como ya ha pasado tantas veces, la punta de lanza de los cambios que el pueblo necesita y que ya ha pedido a gritos, cumpliendo así parte importante de la misión que se ha propuesto: construir liderazgo en el desarrollo innovador de las humanidades y las artes a través de la extensión del conocimiento y la cultura en toda su amplitud.

Por Noam Vilches Rosales, delegade de Bienestar FECh

Ha comenzado uno de los procesos más complejos, en un escenario más complejo aún. Quiénes teníamos el corazón amarrado a las calles sabíamos que el plebiscito era el primer paso —y también el más sencillo—, pues si algo estaba claro era la necesidad de cambiar un sistema que no ha dado abasto para las necesidades de una población a la que le urge la dignidad. Banderas negras llenaron las alamedas, el tricolor fue reemplazado por el luto de un país mutilado por manifestarse, un Chile que oscurecía nuevamente su historia a punta de balas, represión y muertes. El negro simbolizó la rabia, pero también el despertar de un pueblo deseoso de cambios profundos. Todo esto terminó canalizado en un victorioso plebiscito por una nueva Constitución, la que si bien no trae consigo las respuestas a todas las demandas sociales, se compromete a abrir las puertas para un nuevo Chile en el que estas respuestas sean posibles.

Y, ¿cuál es ese nuevo Chile?

El común denominador de nuestras repuestas pudo haber estado en las actas de los cabildos realizados de manera masiva y coordinada, pero todo ello se perdió. No hemos visto ninguna publicación que realmente vislumbre dichas síntesis, y parece que los cabildos y las asambleas fueron un simulacro de democracia que, si bien nos dejó aprendizajes, no cumplió el cometido de ser un proceso que recoja la identidad, el sentir y las necesidades colectivas. Probablemente, jamás veremos dichos documentos; en el mejor de los casos sólo aparecerán para volver a candidates representantes del pueblo, ignorando la clara demanda de poder que la ciudadanía ha manifestado en cientos de candidaturas independientes y en la ineludible necesidad de un vínculo territorial o identitario para tener buen recibimiento en las campañas venideras. Lo que se ha pedido no es representación sino participación, una democracia mucho más profunda que la utilizada por la vieja política.

Este proceso se vuelve todavía más complejo existiendo tantos riesgos si nos volvemos a reunir. Difícilmente será posible retomar la práctica de las asambleas y los cabildos sin caer en la irresponsabilidad, sobre todo ante la eventual cuarentena que acompañará el proceso de campaña y elecciones de quienes definirán ese nuevo Chile. Aunque repensemos los métodos y optemos por la virtualidad, no será fácil convencernos de estar aún más tiempo frente a la pantalla de nuestros computadores o celulares, y claramente todo este proceso tendría un enorme sesgo, pues no toda la gente cuenta con internet o algún dispositivo para conectarse, siendo esta población recurrentemente la más desprotegida: gente de la tercera edad, menores de edad, personas vulnerables socioeconómicamente, quienes viven en zonas sin mayor conexión y personas en situación de calle. Si aún nos mueve la dignidad, claramente no queremos construir un Chile sin esa parte de la población.

De este modo, es probable que tengamos una enorme cantidad de votos para quienes logren hacerse la publicidad suficiente; es decir, volvemos a la clásica política electoral, basada en folletos que tienen un rostro y un nombre bien grande, acompañado de algún eslogan genérico sobre justicia, igualdad, seguridad o algo similar. Pero creo que gran parte de la población está pendiente de nuevas candidaturas, de esas que, a punta de trabajo, vínculo territorial e identitario se abren paso entre la misma clase política de siempre. Sin duda, esto es algo que debiese dejarnos algunas esperanzas para obtener los dos tercios que nos permitirán reescribir nuestra historia, y aunque en este proceso no culmina el rol que tendrá el pueblo en la consecución de un Chile digno, sin duda nos permite tener el viento a nuestro favor. Ahora, nuestro rol es posicionar ya no demandas abstractas en torno a nuestras necesidades, sino que propuestas concretas que se hagan cargo desde los límites constitucionales de abrir las grandes alamedas, de consolidar una democracia más profunda, un Estado más social y un país donde se garanticen derechos y no sólo libertades.

Haciéndome cargo de esto último, me quiero referir a algo que nos compete directamente como universidad pero que, a causa del ritmo y las exigencias de este sistema neoliberal, parece ser olvidado por los diversos estamentos. ¿Cuál es la misión de la universidad? Sacar profesionales al mundo laboral parece comerse gran parte del rol, presupuesto y directrices de las diversas casas de estudio, perdiendo totalmente el norte sobre los aspectos culturales y sociales que deben acompañar su quehacer, más aún si hablamos de una institución pública. Hoy dichas actividades van en un segundo plano, en actividades extracurriculares o en cursos de formación general, dejando en un segundo o tercer grado lo que para Ortega y Gasset era el sistema de ideas que dirige nuestras convicciones y que dirige efectivamente nuestra existencia. El riesgo de no hacer nada frente a esta demanda es el estado actual: profesionales al servicio del mercado o, peor aún, a involuntaria merced de éste.

Creo que este patrón se repite en cada institución educacional permeada por el liberalismo falto de pensamiento crítico, que por lo demás termina respaldado por una Constitución que en su artículo 19, número 25, asegura la libertad de crear y difundir las artes junto con el derecho sobre la propiedad de dichas creaciones, pero nada dice del derecho al acceso a la cultura, o de asegurar que el Estado tome las medidas necesarias para el desarrollo y la difusión de ésta. Ni siquiera los acuerdos internacionales que Chile firma han logrado hacerse cargo de este enorme problema, dejando no sólo todo en manos del mercado, sino que —como si eso fuese poco— esto ocurre a costa de quienes trabajan y difunden las artes y la cultura, que sólo tienen para realizar su trabajo lo que presupuestariamente no es prioridad para nadie. El nuevo Chile es ahora sólo posibilidades, una hoja en blanco, una bandera donde reescribir los rumbos de un pueblo tantas veces reprimido. Y serán esas rutas las que debemos dibujar para que aspectos tan olvidados como la cultura no queden nuevamente en último plano.

No es novedoso, aunque no por ello deja de ser interesante y relevante, que de alguna manera cada nuevo artículo constitucional repercutirá en las labores y los principios de nuestra casa de estudios. Espero podamos adelantarnos y ser, como ya ha pasado tantas veces, la punta de lanza de los cambios que el pueblo necesita y que ya ha pedido a gritos, cumpliendo así parte importante de la misión que se ha propuesto: construir liderazgo en el desarrollo innovador de las humanidades y las artes a través de la extensión del conocimiento y la cultura en toda su amplitud, siendo su responsabilidad contribuir con el desarrollo del patrimonio cultural y la identidad nacional. Hoy esta tarea es urgente, pues la cultura y la identidad nacional sin duda jugarán un papel fundamental ya no sólo en la calle para vociferar al unísono demandas sociales desde el sentir común, sino que para saber responder, también al unísono y desde una visión y un pensar común, cuál es esa nueva Constitución y hacia dónde debemos avanzar para construir ese nuevo Chile.

La Chile en la historia de Chile: Luis Oyarzún Peña (1920-1972)

Oyarzún fue testigo de un siglo vertiginoso, y aunque recorrió América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia y África, nunca dejó de pensar en Chile, país al que describió en Temas de la cultura chilena (1967) como “una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios, es decir, en este sentido, antropológico, sin alma”.

Por Evelyn Erlij

Maestro de varias generaciones de artistas, intelectuales y escritores chilenos, el filósofo, poeta, ensayista y académico Luis Oyarzún fue “un secreto bien guardado para los testigos de una época en que nuestro país era un lugar más pobre y más aislado”, escribe Óscar Contardo, autor de Luis Oyarzún: un paseo con los dioses, biografía en la que rescata a esta figura esencial de la intelectualidad chilena del siglo XX. A pesar de ser dueño de una obra extensa que incluye poesía, ensayos, diarios y novelas, Oyarzún permaneció a la sombra de otros grandes creadores de su tiempo, como Nicanor Parra y Jorge Millas, ambos amigos suyos. Su obra comenzó a ser redescubierta en la década de 1990, tras la publicación de su Diario íntimo, a cargo del escritor Leonidas Morales, quien lo sitúa como uno de los grandes cultores del género autobiográfico en Chile.

Luis Oyarzún Peña. Crédito: Archivo Universidad Austral de Chile / Ediciones UACh.

Fue profesor de filosofía y estética en la Universidad de Chile, donde también fue vicerrector y decano por tres períodos en la Facultad de Bellas Artes, aunque estaba lejos de ser un “académico sedentario, preso en la parcela de su saber”, aclara Morales. Oyarzún fue testigo de un siglo vertiginoso, y aunque recorrió América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia y África, nunca dejó de pensar en Chile, país al que describió en Temas de la cultura chilena (1967) como “una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios, es decir, en este sentido, antropológico, sin alma”.

Aunque hoy su nombre está asociado principalmente a la Universidad Austral de Chile, donde fue profesor en la década de 1970, es imposible desligarlo de su alma mater, la Universidad de Chile. “Cuando tenía 24 años fue nombrado a cargo de la cátedra de estética del Pedagógico, transformándose en el profesor titular más joven de la universidad. Escaló en la jerarquía académica y fue decano por tres períodos de la Escuela de Bellas Artes. Alcanzó el rango de vicerrector y muchos piensan que hubiera sido un rector brillante, de no ser porque carecía de la ambición de ocupar el puesto”, detalla Contardo en su biografía, donde explica que la Reforma Universitaria de 1969 y los nuevos aires revolucionarios terminaron alejándolo de la universidad.

Considerado un gran erudito —Parra lo llamaba “pequeño Larousse ilustrado”—, sus alumnos lo recuerdan como un docente brillante. “Tenía una enorme gracia (…). Era un entusiasta de lo que enseñaba”, recuerda Antonio Skármeta. Fue crítico literario y cronista de arte en varios medios, y su fuerte interés en la naturaleza y la ecología, expresado en el ensayo Defensa de la tierra (1973), lo convirtió en un adelantado a su tiempo. Según Morales, ese libro, reeditado en 2020 para conmemorar su centenario, debería ser tenido por los ecologistas chilenos como su manifiesto fundacional.

Fuentes:

Luis Oyarzún. Un paseo con los dioses, de Óscar Contardo. Ediciones UDP, 2014.

Diario íntimo, de Luis Oyarzún. Edición de Leonidas Morales. Editorial Universidad de Valparaíso, 2017.

Tiempo y escritura. El diario y los escritos autobiográficos de Luis Oyarzún, de Olga Grau. Editorial Universitaria, Santiago, 2009.

Artículo “Luis Oyarzún: el secreto de los dioses”, de Óscar Contardo. En Revista Santiago, 2018.

Ciencia y tecnología: La diferencia entre no prioritario y no deseable

Por Ennio Vivaldi

Resulta, de verdad, difícil de creer que Corfo haya adjudicado el Instituto de Tecnologías Limpias a un consorcio extranjero administrador de instalaciones de investigación, al tiempo que desechaba el proyecto en que participaban once de las principales universidades del país, muy importantes empresas en el área, centros de investigación y universidades del ámbito internacional.

Decisiones insólitas obligan a expandir la imaginación para plantearse explicaciones que también habrán de estar fuera de los considerandos habituales. Al hacer tal ejercicio, puede ocurrir que observaciones anteriores, que en su momento también fueron desconcertantes, sean comprendidas de un modo más coherente.

Podemos, por ejemplo, asociar esta decisión de Corfo con las restricciones presupuestarias que se pretendieron imponer a las universidades este año, las que, dada la gran labor que desarrollaron durante la pandemia y la forma como un sistema de financiamiento basado en el aporte de estudiantes-clientes era afectado por la crisis económica, parecían un gesto falto de criterio y mal agradecido.

Un hecho aún más pertinente es la propuesta que hoy se debate respecto a la fijación de los aranceles regulados que el Estado debe aportar por gratuidad, y que empezaría con las facultades de Derecho, para las que se recomiendan valores muy por debajo de los actuales. De materializarse estas decisiones presupuestarias, harían imposible para las mejores universidades mantener su nivel de calidad presente y nos llevaría a nivelar hacia abajo en una homogenización mediocrizadora. Sería un castigo para las universidades que cuentan con una larga historia de construcción de excelencia y prestigio.

A partir de estos tres hechos recientes, a saber, la adjudicación de Corfo, el presupuesto para educación superior 2021 y la fijación de aranceles regulados, se puede comenzar a vislumbrar una estrategia que parte hace un par de décadas o más. A las universidades tradicionales se les mantuvo, compensatoriamente, el acceso a aportes fiscales directos, al tiempo que se las limitaba en su capacidad de expansión de matrícula vía becas estudiantiles y se las dejaba sujetas a los aranceles de referencia. Simultáneamente, se abrían hasta los confines del cielo los instrumentos de financiamiento para acceder a las nuevas universidades privadas, hacia adonde se quería dirigir toda la ampliación de la cobertura.

Se instaló así una forma alternativa de entender las universidades, concibiéndolas como más orientadas —a veces, exclusivamente dedicadas— a la docencia de pregrado, y una visión que enfatizaba las ventajas pecuniarias de la obtención de un título profesional, justificando endeudamientos. Todo esto bajo el amparo de una Constitución que obligaba a definir el financiamiento no por el mérito o la misión de las instituciones, sino por el derecho individual de los clientes, claro que sin cautelar la idoneidad de lo que ellos recibían a cambio de endeudarse. Quizás alguien desde ya pensaba que esa nueva forma de entender la universidad hacía más sentido para un país como el nuestro.

Agreguemos enseguida el argumento más directo: la prolongada dificultad para obtener presupuestos mínimamente razonables para ciencia y tecnología, el frustrante rechazo en los concursos nacionales a tantos proyectos bien evaluados y no financiados, así como las restricciones en las oportunidades de formación de nuevos científicos. Curioso, al respecto, que no hayamos discutido las consecuencias de haber cerrado un centro productor de vacunas, decisión que tiene incluso connotaciones de soberanía nacional. Tampoco se habla de que, ahora, la exigencia de cobre verde por parte de los mercados mundiales puede repetir la crisis del salitre si no cumplimos con los objetivos, precisamente, del Instituto de Tecnologías Limpias.

Podemos preguntarnos, entonces, si acaso la decisión de Corfo que deja fuera a las principales universidades chilenas en un concurso con fondos de esta magnitud y objetivos de esta trascendencia no debiera entenderse como un propósito en sí mismo, como la culminación de políticas que quieren coartar el desarrollo de las universidades que hacen investigación.

Solíamos interpretar el continuo desinterés por incentivar la ciencia y la tecnología en las decisiones presupuestarias como la consecuencia de que, en un mundo de recursos limitados y necesidades múltiples —como siempre se nos recuerda— habían otros requerimientos más apremiantes. Pero ahora debemos preguntarnos si acaso más que lamentar no poder invertir en desarrollo académico, en realidad lo que se quiera sea que tal progreso no exista. El fallo de Corfo, por su carácter desmedido, invita a esta mirada diferente. Quizás no apoyar el desarrollo científico autónomo no sea una decisión para lamentar y resignarse. Quizás de resignación nada. Quizás quienes toman estas decisiones lo hacen —si se me permite la expresión— a conciencia pura, sabiendo las consecuencias y alegrándose de ellas.

En palabras muy simples y directas: por una parte existe este Chile extractivista, por otra, uno puede imaginar un Chile que ingresa a la sociedad del conocimiento generando un cambio drástico en su matriz productiva. Ambos escenarios conllevan modelos de sociedad distintos. Mientras el primero casi obliga a la perpetuación del actual orden de cosas, el segundo conduce a un cambio en el mercado laboral, en los estilos de vida, en las inquietudes intelectuales, en los valores observados. Al mismo tiempo, eso determina el arquetipo de universidad deseable. Para el primer escenario, no se necesitaría situar las carreras profesionales en universidades de primer nivel donde los formadores son investigadores de frontera. No causaría tristeza tener que regular para abajo la calidad del sistema. Sería una opción económicamente aplaudible acortar las carreras. Podría no significar nada el que nuestra universidad, aún en condiciones comparativamente tan adversas, se sitúe entre las diez mejores de América Latina.

En resumen, la decisión de desarrollar o no ciencia y tecnología propias no es neutra para la estructura de la sociedad, la distribución del ingreso o la forma como Chile se insertará en la economía mundial.

Derechos culturales, besos y libertades (a la memoria de Pedro Lemebel, un irreducible)

Por Faride Zerán

La crónica donde Pedro Lemebel describe cómo cruza el teatro repleto de jóvenes que aplauden el retorno de Serrat a Chile, a inicios de la transición, es memorable. Su nombre le sabe a hierba y es la voz que, cual banda sonora de las décadas de la ira, retumba en ese auditorio de la Universidad Arcis repleto de chicas y chicos que han tarareado las canciones de su ídolo y lo aplauden a rabiar.

Lemebel avanza por el pasillo, se para frente a Serrat y le estampa un beso en la boca. Los insultos no se hacen esperar. Maricón es lo más suave que se escucha de esa audiencia macha que se mira progre pero que no resiste la performance de loca y de fan con la que Lemebel los provoca.

Algo similar hará Lemebel cuando recibe el Premio José Donoso de la Universidad de Talca, premunido de sus tacos altos aguja, ante la formalidad y el terror de su rector.

¿Qué es el arte sino el gesto que provoca, que incomoda, que interpela, que critica, que reinventa la forma de mirar?

¿Qué es la creación sino el intento de subvertir los límites de la realidad otorgándole otros horizontes éticos y estéticos desde donde imaginar, narrar, plasmar otros mundos, otros horizontes, otros lenguajes?

En un país que se debate entre los efectos brutales de la pandemia y la demanda de escribir una nueva Constitución, la pregunta por el lugar que ocupan las artes, las culturas y los patrimonios no es retórica ni casual.

La respondió en su momento la propia ministra del área, al señalar que no se trataba de un ámbito prioritario, o cuando este año el gasto en cultura se tradujo en un 0,3% , lejos del 2% que la UNESCO recomienda como piso; o cuando el Observatorio de Políticas Culturales nos dice que el 81% de los trabajadores de la cultura encuestados en Chile sufrió una disminución o el cese de sus actividades y el 54% no obtuvo ayuda en medio de la crisis, a diferencia de países europeos donde los Estados ayudaron al sector, como la Alemania de Merkel, que anunció un aporte de alrededor de 2.100 millones de euros para la cultura.

Y es que no basta que el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos señale que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Es letra muerta, al menos en Chile, donde los creadores están condenados a concursar/competir por recursos estatales; donde el analfabetismo funcional es alarmante; y donde en plena pandemia se abren las puertas de los centros comerciales, no de las industrias culturales que alimentan el alma, sino de aquellas que nutren las arcas de los grandes empresarios, asumiendo que un mall abierto es menos peligroso que un teatro, una librería o una sala de conciertos con aforos limitados.

Pero hablar de cultura o esgrimir la necesidad de que los derechos culturales estén en la nueva Constitución, implica asumirnos en una diversidad y pluralidad que va más allá de los cánones formales con que se expresa “lo cultural”. Significa re-conocer territorios, etnias y disidencias sexuales. Nos exige re-mirar y re-democratizar las dimensiones artísticas, culturales y patrimoniales que nos constituyen, sobre todo en tanto comunidades críticas, complejas y problematizadoras.

Nos demanda interpelar al poder que no tolera los trazos y las obras del arte callejero en medio de un estallido social, y que, amparándose en la impunidad de los toques de queda, los borra, como si con ello desaparecieran las causas que lo originaron. O denunciar las amenazas a quienes dibujan con luz las palabras “hambre” o “pueblo”, como ocurrió con los hermanos Gana; o reaccionar ante las querellas contra LasTesis y sus performances contra la violencia machista, por citar ejemplos recientes.

En definitiva, si hablamos de derechos culturales en la nueva Constitución debemos prepararnos para luchar por ampliar los márgenes de la libertad de expresión y de creación; por ensanchar los límites de la democracia; por asegurar el acceso amplio de los territorios a cada una de estas manifestaciones; por asumir que sin libros, sin cine, sin teatro, sin música, sin filosofía, sin grafitis, sin Lemebel estampando un beso en la boca de un rector o de un cantante, la vida puede ser la letra muerta de una mala canción o una horrible caricatura de sí misma.

Como ocurrió en 1992, cuando una gran mole de hielo, blanca, sin identidades ni memorias, fue la representación cultural de Chile en la famosa Expo de Sevilla. Eran los inicios de la transición, Chile se mostraba como un país blanco, frío, sin memoria, sin dolores, sin historia. “El iceberg de Sevilla” se levantaba, así, como una metáfora de la simulación. Sin embargo, treinta años después, la faz sumergida de ese iceberg, estalló.

[Diálogo] Derechos culturales y nueva Constitución

El 26 de noviembre de 2020, en el marco del primer Noviembre Cultural para Chile, iniciativa que permitió compartir con el país el trabajo artístico, cultural y patrimonial de la Universidad de Chile, la ministra de Cultura y Patrimonio de Ecuador Angélica Arias, la senadora Yasna Provoste y el director de LOM Ediciones Paulo Slachevsky, moderados por la directora del Archivo Central Andrés Bello Alejandra Araya, debatieron sobre el lugar de la cultura y los derechos culturales en la nueva Constitución que Chile se apresta a elaborar. A continuación, presentamos una síntesis de esta conversación.

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Sergio Parra: “En Chile se desprecia la palabra intelectual”

El poeta, librero, coleccionista, galerista y cofundador de Metales Pesados, una de las librerías más importantes de Chile, conversa sobre su proyecto editorial, su pasión por los libros y el arte, su visión del medio cultural chileno y su amistad con Pedro Lemebel.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij
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—Desde su creación, en 2003, Metales Pesados se convirtió en un lugar gravitante para la producción intelectual y artística chilena, al que van constantemente escritores, artistas, editores. Hay una suerte de proyecto colectivo donde fluyen muchas ideas y ocurren muchos encuentros. ¿Podría decirse que hay una intención de hacer comunidad en torno a los libros?

Vengo de una generación en que éramos comunitarios. Soy de los ochenta, y en esa época siempre nos juntábamos escritores, pintores, cineastas, ensayistas y poetas en bares y casas a conversar. Siempre vivimos en una comunidad. Cuando instalamos con Paula Barría la librería en 2003, se produjo lo mismo. Empezaron a llegar todos los amigos que hemos hecho durante tantos años, tanto en Chile como en el extranjero;  empezaron a llegar a la librería y engancharon con el proyecto. Así se ha ido dando. Es como una agenda abierta: viene un crítico de afuera, un académico, y están los teléfonos de toda la gente que quiera ubicar, se juntan en la librería y después se van a tomar un café. La editorial también aprovecha eso y hacemos muchos contactos de escritores extranjeros, ensayistas, filósofos. Siempre se ha dado así, todo el mundo pasa desde las diez a las ocho de la noche.


—¿Crees que se ha perdido ese sentido comunitario de tu generación?

Se perdió lo comunitario, la solidaridad, los trabajos colectivos de armar revistas, proyectos. Se ha ido perdiendo por una política neoliberal de dividir a las personas. Acabo de leer Jóvenes pistoleros, de (Juan Cristóbal) Peña, un gran libro que, en una forma, muestra esa generación que fue abandonada, traicionada. Dimos un cheque en blanco a la democracia y ese cheque está ahí. Dio bote en el banco, donde lo fueron a cobrar los jóvenes de los noventa.

—Metales Pesados es un espacio para dialogar, porque tú también te involucras con la gente que va dándole recomendaciones. Eres una suerte de curador literario; recomiendas libros y los haces circular entre quienes llegan a la librería, les das visibilidad. ¿Cuál crees que es la importancia de asumir este papel que te permite hacer cruces, hacer circular nombres, mover el circuito en tiempos en que hay tantos libros y tan pocos espacios para difundirlos?

Trabajo desde los 16 años, me licencié de junior a los 24, publiqué un libro de poesía y la economía cuando uno trabajaba de junior era muy precaria. Arrendabas una pieza y con lo que te quedaba de sueldo comprabas libros. Podía comprar dos libros al mes, entonces había que elegirlos muy bien, y pasaba horas mirando las librerías para ver qué iba a comprar, porque no me podía equivocar por nada. Yo creo que eso lo fui trasladando a Metales Pesados y que funciona de la misma forma: llegaban los listados de las editoriales y empecé a decidir qué libros deberíamos vender y seleccionar. Entonces en la librería hay una suerte de curatoría de todo lo que se publica en Chile y en lengua española, es decir, no entra ningún libro que no me guste o sienta que no dé con el tono de la sociedad chilena. Me interesa que los libros tengan algo que decir, que sean políticos en el sentido de la palabra y tengan un espacio critico.

—También eliges todo lo que está en la vitrina.

Sí, primero saludo a mis compañeros de trabajo, que ayudan mucho y saben mucho, pero saben también que no se pueden meter en la vitrina e incluso me hacen bromas, sacan un libro y ponen otro, y yo llego y me doy cuenta inmediatamente. La vitrina es fundamental, hay que poner libros que enganchen con el público, con el lector. Siempre estoy poniendo libros que tengan temas coyunturales, eso me interesa mucho.

—De hecho, tú fuiste, junto con Aldo Perán, encargado de elegir los nombres de Selección chilena 2000-2016, el libro con textos de autores chilenos que publicó la editorial peruana Estruendomudo, y también estuviste a cargo del stand chileno de la Feria de Guadalajara.

Me gusta seleccionar los libros y guiar a los autores. Siempre cuento esa anécdota muy bella de cuando llegaba Diego Zúñiga vestido de escolar a la librería y yo le recomendaba novelas. Después, un día, llega él con un manuscrito de sus cuentos. Ha sido así con muchos escritores que han pasado de jóvenes por la librería. Me gusta irlos guiando en la lectura y empujándolos en mi deseo de que sean testigos de una época, cronistas de su época. Eso es fundamental. Yo creo que el escritor tiene que ser un cronista de su época, tiene que dar cuenta de la historia que lo rodea.

—Hay pocos espacios en los medios de comunicación para la literatura, para comentar libros. Faltan voces de críticos que ordenen un poco el panorama y que lancen directrices entre tanta editorial nueva. ¿Crees qué hay un declive de la crítica literaria en Chile?

Sí, hay declive porque se ha ido achicando el espacio cultural. A fines de los ochenta había un espacio gigantesco de revistas, diarios; mucha prensa escrita cultural, y ahora uno ve la disminución de espacio que hay en La Tercera, por ejemplo. También está Artes y Letras, que es puro adobe y patrimonio. Sé que hay mucha voluntad de muchos periodistas de querer trabajar en temas actuales y no se da, porque hay problemas con los editores. Siempre digo que la cultura no es ajena a la política. Si uno ve la composición política en Chile, lo que está ocurriendo es lo mismo que pasa en la cultura: falta renovación, faltan cambios. Hay mucha gente que tiene que dar un paso al costado y dejar que las nuevas generaciones pongan temas nuevos en el debate cultural y crítico. Eso se echa de menos. Somos un país muy endógeno, nos cuidamos mucho. No hay independencia en la critica salvo Patricia Espinosa. Un crítico tiene que estar distante de todas las editoriales, grandes o chicas. No sé si un escritor está feliz cuando lee la crítica que le hizo su amigo, no sé si ese escritor se encuentra satisfecho con la crítica sabiendo que toma café con él, que conversan. A mí no me gustaría.

—Mucha gente a fines de los ochenta y comienzos de los noventa quería hacer revistas. Tú estuviste involucrado en Piel de Leopardo y Matadero, que abordaron poesía y artes visuales. En esa época también estaba Numero quebrado y Manuscritos. En Metales Pesados le dan un lugar importante a las revistas, algo bastante raro en las librerías hoy. ¿Cómo crees que se explica la escasez actual de medios culturales independientes?

Yo creo que los profesores universitarios juegan un papel importante en conectar a los estudiantes de periodismo o literatura con los medios. Si el profesor no tiene interés en eso, no va a ocurrir nada y el estudiante durante los cinco años de estudio no va a saber cómo se hace el diseño de una revista, cómo se hace una editorial, como se selecciona. Ahí tenemos un espacio absolutamente perdido. Deben haber lugares donde los chicos puedan ejercer su pensamiento crítico o puedan publicar sus primeros poemas, ensayos, cuentos. Por ahí se empieza. La mayoría de las revistas que hicimos en los ochenta mostraba una producción de escritores chilenos y latinoamericanos. Los profesores tienen que motivar a que los estudiantes realicen una revista para que vean cómo se trabaja, para que vayan a una imprenta, coticen una revista de papel, piensen el diseño, elijan la diagramación, las imágenes. Porque no basta con la web. Cuando editas una revista, los artículos los revisa un comité editorial. En la página web, subes lo que quieras, no hay un editor, hay un yo absolutamente neoliberal tanto de izquierda como de derecha, es un yo, yo, yo, y como nadie me dice nada, no hay pudor. No hay curatoría, no hay un comité editorial que discrimine, es un diario de vida. La web es una democracia sin espacio critico.

—Has dicho que echas de menos las mentes criticas que dieron coherencia o articularon la escena de los ochenta, como Nelly Richard, Diamela Eltit o Enrique Lihn, que agitaban el mundo de la cultura. Mencionabas que los escritores tienen que ser capaces de adelantarse a su tiempo y sugerir hacia dónde va la sociedad. ¿Quiénes crees que son estas figuras hoy?¿Ves una escena más bien desarticulada, donde faltan estos personajes que le den una cierta coherencia?

Creo que en Chile se desprecia la palabra intelectual, porque el intelectual tiene un punto de vista y una ideología con respecto a las cosas. Existen, pero no están en los medios y no tienen dónde expresar esas ideas. Siempre me sorprendió mucho cuando leí una entrevista que le hicieron a Paulina Flores en Artes y Letras: el periodista le hacia una pregunta y ella trataba de irse hacia lo que quería plantear. Eso lo encuentro un gran valor. Te puede entrevistar Artes y Letras, un medio que no es afín con tu sensibilidad política y cultural, pero tratas de meter un tema que te interese en ese momento. Uno tiene que usar los medios, doblarle la mano a los medios para poder expresar lo que uno quiere decir.

—Aparte de Paulina Flores, ¿ves que hay otra gente?

Matías Celedón también es muy brillante. Diego Zúñiga, Yanko González, que es un poeta muy inteligente y aprovecha cada medio para decir las cosas que quiere decir.

—Conociste la escena cultural de los ochenta siendo joven, y en ese tiempo disciplinas como la poesía y las artes visuales tenían vasos comunicantes; es cosa de pensar, por ejemplo, en Lihn o el CADA. Da la impresión de que esto no ocurre hoy; las disciplinas, al parecer, están cada vez mas enfrascadas en sí mismas.  

Hay una cosa que me llama la atención y es por qué los escritores o la gente joven no tiene una ideología o una militancia. En los ochenta teníamos un enemigo en común, que fue la dictadura de Pinochet, entonces todos nos uníamos ante ese enemigo y nos expresábamos en todas las artes, en todo lo que se hizo en ese periodo: la música, el cine, la performance, la poesía. Pero ya no tenemos nada así, quedamos huérfanos frente a algo que nos uniera. Nos disuelven las tarjetas de crédito, los viajes al extranjero. Creo que no se da porque no hay militancia. Giorgio Jackson siempre va a la librería, es un gran lector, pero nunca he visto una invitación de Revolución Democrática a la cultura; no sé qué hace RD en cultura. No sé qué hace con cultura la DC, el PS; no sé en qué participan aparte de las batucadas, no sé quién hace los programas culturales, no sé en qué están, porque nunca hablan de cultura. Sin cultura no hay política, la base de la política es la cultura. Si un partido joven como RD no tiene un aparato cultural que tenga visibilidad, entonces no existe, no va a existir jamás. La única forma de llegar de Arica a Punta Arenas es con un espacio cultural, con eventos, foros. Eso no está y es un gran problema.

—Una salida a esta carencia de espacios en los medios podría ser esta proliferación impresionante de editoriales que hay ahora, que podría estar supliendo un poco el vacío de voces críticas.

Hay una explosión de editoriales en los últimos años y hay que reconocer que es gracias a los fondos concursables, lo que me parecen muy bien, pero más allá de llamarlos editores independientes, que no me gusta mucho (editorial independiente es cuando tiene un pensamiento independiente), hay que inscribirse en una idea, hay que pensar qué es lo que se quiere aportar a la sociedad con novelas, ensayos, poesía. Esa es la independencia. No tiene que ver con ser independiente porque publico diez, veinte ejemplares. La independencia tiene que ver con tener claramente una idea editorial. Metales pesados partió como una editorial de pensamiento crítico de arte latinoamericano, filosofía y estética; la idea era buscar autores jóvenes latinoamericanos. Eso es tener un punto y una mirada. Y hay que correr riesgos. Una editorial lo que hace es correr riesgos.

—Volviendo a los ochenta, una época en que había un enemigo común, como dijiste, se daban peleas a muerte entre poetas e intelectuales. Hoy podría decirse que hay una cierta tibieza en el ambiente cultural, ¿no?

Sí, una tibieza y una cosa muy conservadora, políticamente correcta. Por una parte, tenemos una gran lucha por los derechos de la mujer a favor del aborto, pero no basta con salir a marchar. Tiene que haber una contingencia más fuerte, tiene que haber más diálogo y debate dentro de las universidades, en los patios. Por ejemplo, no ha salido ninguna revista que haga tensión dentro del movimiento feminista. No hay que quedarse solamente en la imagen de miles mujeres marchando en la Alameda, la lucha tiene que ramificarse y ampliarse a los sectores sociales, y ahí quedaron fuera todos los partidos políticos. Por eso se echa de menos la voz de mi gran amigo Lemebel. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera reflexionado con respecto a estas cosas hoy, que estamos enganchados políticamente con el pasado?

—Conociste a Pedro el año 83, en una marcha.

Sí, fui a una de las primeras marchas a tirar panfletos y ahí en una encerrada de Carabineros me agarra un tipo y era Pedro Mardones.

—¿Viste Lemebel, el documental de Joanna Reposi?

Lo vi y extraño dos cosas: primero, la figura de Gladys Marín, que fue muy importante en la política del Pedro. La única vez que el PC se abrió al mundo homosexual fue con Pedro y la Gladys Marín, y después creo que se cerró y también la militancia en el mundo homosexual. Segundo, Pedro se construye su imaginario en la escritura de las artes visuales a partir de una política de la calle, y eso no lo veo reflejado en el documental. Uno que estuvo más cercano a Pedro, sabía cómo actuaba y conocía su pensamiento. Joanna se centró en el material que le facilitó Pedro Montes, yo y mucha gente más. Esperaba más de ella. El documental es bastante bueno si estás a dos mil metros de la biografía de Pedro, pero si estás a un metro de su biografía, no te va a gustar.

* Esta entrevista fue realizada en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile el 4 de octubre de 2019.

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Desde 2019, el programa radial Palabra Pública ha sido una plataforma de conversación con importantes figuras de la cultura, la academia, las ciencias y la sociedad civil. Rescatamos en esta sección de archivo algunas de esas entrevistas.



Cuatro escritores mapuche reflexionan sobre el proceso constituyente

Cada vez queda menos para las elecciones del 11 de abril y de manera progresiva se han concretado las candidaturas para la Convención Constitucional. En este escenario, se les preguntó a las escritoras Daniela Catrileo, Yeny Díaz Wentén, Maribel Mora Curriao y al poeta David Aniñir cuáles son sus expectativas frente a los derechos y demandas históricas del pueblo mapuche que debería incluir la nueva Carta Fundamental. Se repiten los conceptos de plurinacionalidad, territorio y el cese de la represión. Aquí, algunos de sus testimonios.

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Alfredo Jaar: «Sólo la creatividad nos puede salvar»

Desde Estados Unidos, pero muy anclado a Chile, el artista visual, arquitecto y Premio Nacional de Artes Plásticas reflexiona sobre el proceso constituyente y sobre su trayectoria. Como si camináramos por las calles de un país y de un mundo trizado, conversamos a distancia. Y Jaar, con la razón poética, se reconoce en esos espejos para detenerse y decir, como un “arquitecto que hace arte”, que si históricamente los movimientos utópicos no lograron construir una sociedad justa es porque el entorno urbano era el gran enemigo. «Sólo la imaginación utópica —afirma— es capaz de transformar los espacios de libertad en espacios de esperanza. Y a mi juicio, es precisamente eso lo que ha ocurrido en Plaza Baquedano».

Por Ximena Póo F.

Los espacios de la cultura han sido por años los últimos espacios de libertad que nos quedan, y eso lo entendieron claramente los movimientos de resistencia”, dice Alfredo Jaar, desde Estados Unidos. Y lo dice a través de un diálogo epistolar-digital que duró varios días, como era antes, a la antigua, cuando las cartas iban y venían en papel, cuando abrirlas constituía un rito, una suerte de mezcla de felicidad, incertidumbre y ansiedad que se daba justo antes de abrir el sobre. Ahora, abrir el correo/mail se convirtió en eso mismo. Ya nos conocíamos, cuando en 2016 viajó a Chile para participar de una de las versiones de Hemisférico. Pero a Jaar se le conoce desde mucho antes, cuando en dictadura cruzaba la línea para preguntar «¿Es usted feliz?», «¿Cuánta gente en Chile estima usted que es feliz hoy?», «¿Y en el mundo?». Su obra, siempre situada, involucra siempre una construcción colectiva, y presupone —para quien asiste a esos relatos visuales— sucesivos procesos desconstituyentes y constituyentes, conceptos clave para comprender el presente y seguir avanzando en las narraciones que serán noticia en el futuro.

—Alfredo, cuando se piensa la memoria y la defensa de los derechos humanos no se puede desconocer La Geometría de la Conciencia, tu obra-memorial en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. ¿Cómo podrías reflexionar sobre la conciencia hoy, cuando la dictadura sigue abierta, cuando la revuelta social pone en crisis la transición y el tipo de democracia que nos hemos dado en estos 30 años?

Según Sigmund Freud, toda creación artística o literaria es fruto del inconsciente. La Geometría de la Conciencia fue mi intento, fallido, de crear una obra antifreudiana, lúcida, autoconsciente de una realidad dolorosa, infinita y, sobre todo, no resuelta. Pero la calle se pronunció en el 2019, y de nuevo este año 2020 a través del plebiscito y un resultado que sugiere que tal vez nuestro país logre, finalmente, una verdadera democracia. ¿Habremos llegado en definitiva al fin de la dictadura? Espero que sí, y esto sería el logro de la calle, de las nuevas generaciones que convocaron al país como ninguna generación anterior lo supo hacer.

—La calle ha sido un espacio de disputa en todo sentido, donde el arte ha estado presente en cada ciudad de Chile. En algunas de las intervenciones (como las lumínicas de Delight Lab, por ejemplo) hay incluso guiños a tu obra y a la tradición de intervenciones en la que el contexto es fundamental porque se trata de una co-construcción con el pueblo. ¿Cómo has visto este movimiento social diverso y creativo donde los monumentos coloniales y bélicos son destruidos, resignificados, donde los muros son el gran diario de un Chile que le grita a una elite, al autoritarismo, a la injusticia?

Lo que más me impresionó fue el despliegue de una creatividad absolutamente brillante, iluminadora. Esta nueva generación entiende muy bien que la política ha fallado miserablemente, estrepitosamente, y que sólo la creatividad nos puede salvar. Los espacios de la cultura han sido por años los últimos espacios de libertad que nos quedan, y eso lo entendieron claramente los movimientos de resistencia. Es así como el arte y la creatividad salieron a la calle a expresar su deseo por un Chile mejor. Quedó finalmente en evidencia que una performance de LasTesis tiene un efecto mayor, un impacto mediático y político muy superior a cualquier discurso vacío en el Congreso. 

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—Esos espacios de libertad requieren ser habitados desde la experiencia, que también es simbólica y metafórica. Recuerdo 2016, cuando estuviste en el Teatro de la Universidad de Chile, invitado por su Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones y la Universidad de Nueva York para asistir a Hemisférico. Pues el Teatro ha sido testigo del giro de Plaza Baquedano a Plaza Dignidad. ¿Cómo imaginas un espacio así en el futuro? ¿Debe llevar el nombre de Plaza Dignidad? ¿Cómo se debería habitar para que nunca se olvide, como un espacio de memoria y de creación, de encuentro?

Que Plaza Baquedano se haya transformado en el punto cero del estallido social no es casualidad. La estructura urbana de Santiago, en su linealidad brutal desde Pudahuel a La Dehesa, es una fotografía perfecta de la división de clases que es la base de la sociedad chilena. Plaza Baquedano es nuestro Checkpoint Charlie, por allí pasa nuestro invisible Muro de Berlín. Si históricamente todos los movimientos utópicos no lograron construir una sociedad justa es porque el entorno urbano era el gran enemigo, entre otros. Sólo la imaginación utópica, la que David Harvey llama utopía dialéctica, es capaz de transformar los espacios de libertad en espacios de esperanza. Y a mi juicio, es precisamente eso lo que ha ocurrido en Plaza Baquedano: la resistencia lo ha transformado primero en un espacio de libertad y luego en un espacio de esperanza. Llamarlo dignidad es sólo un signo de la precariedad, de la humillación, finalmente de la falta de dignidad que sufre una inmensa parte de Chile. Como arquitecto yo quisiera que la ciudad convoque a un concurso de arquitectura para rediseñar la Plaza Baquedano para intentar colapsar ese muro invisible, enterrar definitivamente el checkpoint, e intentar ofrecer un modelo de cómo vivir juntos. Pero me temo que aún no existe la voluntad política para esto.

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—Has sido clave en visibilizar esos muros en diversas partes del mundo. Pienso ahora en tu mirada respecto de todos los y las excluidas, “desterrados” de la tierra actuales, encarcelados/as (El Jardín del Bien y el Mal, Yorkshire, Inglaterra); en Ohio (And Yet, gigantografía con un relato sobre el horror y en el contexto de las elecciones en Estados Unidos); en Montreal, Canadá (Luces en la ciudad, sobre los sin casa, que no son pocos viviendo en la calle). ¿Cuáles son las motivaciones que hoy agudizan esa mirada sobre el poder/exclusión hoy?

Desde siempre me he definido como un arquitecto que hace arte. El contexto lo es todo. No he sido capaz de crear una sola obra que fuera el producto puro de mi imaginación. Cada una de mis obras responde a un contexto específico en el cual me ha tocado actuar. Mi modus operandi ha sido siempre el mismo: antes de actuar en el mundo necesito entender el mundo. Ese proceso de intentar entender el mundo es lo que me mueve y que desencadena el proyecto final. Ese es el guion que repito siempre para cada proyecto. Las obras que mencionas tienen otra cosa en común: la violencia de nuestra condición actual. Estoy trabajando en cuatro obras nuevas para Hiroshima, la primera ciudad del mundo en sufrir una bomba nuclear. Es un contexto brutal pero no solo histórico, sino que más actual que nunca si observamos el estado del planeta. Estoy diseñando también una muestra sobre lo que se llamó la Viena Roja, un momento alucinante en la historia de esa magnífica ciudad cuando la arquitectura estaba al servicio de los trabajadores. En esa época se hicieron grandes reformas políticas, sobre todo en la vivienda social, lográndose una democratización de la sociedad y una substancial mejora de vida de la clase trabajadora. También preparo una gran retrospectiva en São Paulo que tendrá lugar en cuatro instituciones simultáneamente. Es un ejercicio atormentado, ya que me es siempre muy doloroso mirar hacia atrás y descubrir tantas obras fallidas.

—¿Cómo imaginas una obra para Chile en estos tiempos; que debería considerar?

He sido invitado a participar en la próxima Bienal de Artes Mediales que tendrá lugar en octubre de 2021, si lo permite la pandemia. Participaré con una obra titulada Música (todo lo que sé lo aprendí el día en que nació mi hijo.) Voy a diseñar un pabellón para el hall central del Museo de Bellas Artes, donde se podrán oír los primeros gritos de recién nacidos en Chile. Después de estos meses infinitos de duelo, quisiera celebrar el extraordinario milagro de la vida. 

Obra de Alfredo Jaar El Jardín del Bien y el Mal (2019). Crédito: Alfredo Jaar

—¿Cómo ves el panorama actual en el Estados Unidos que habitas, que reconoces, que te reconoce? ¿Ves que desde el ámbito de los y las creadores/as culturales se puede trabajar a la par con organizaciones sociales para revertir el giro cultural neoliberal, racista y patriarcal que se agudizó con la era de Trump? 

Estados Unidos vive al menos tres crisis simultaneas: de salud, financiera y democrática. La crisis de salud provocada por el Covid permitió visibilizar la extraordinaria precariedad de los servicios públicos que han visto sus presupuestos disminuir en un 18% en los últimos 10 años. Es un escándalo sin precedentes en el mundo, pero esta es la cruda realidad de este país. Estas reducciones han limitado al punto de quiebre programas cruciales como clínicas de inmunización y programas de nutrición para adultos mayores. Son estos recortes, más la ignorancia e ineptitud criminal de la administración de Trump, los que explican por qué Estados Unidos, a pesar de representar el 4% de la población mundial, tiene más del 20% de los casos de Covid. La crisis financiera tampoco es nueva, sólo ha sido exacerbada por la crisis de salud. La inequidad social y económica que existe en este país es el resultado de la altísima concentración de ingresos en la élite, razón clave por la que Estados Unidos, a pesar de todos sus logros económicos, tiene más pobreza y menor esperanza de vida que cualquier otra nación avanzada en el mundo. Y la única sin un sistema de salud público universal. Es realmente difícil, casi surreal, conciliar la existencia de un régimen supuestamente democrático con los altos niveles de desigualdad que Estados Unidos ostenta actualmente. Finalmente, la crisis democrática que vive este país ha sido ampliamente documentada durante estos cuatro años de Trump, un verdadero fascista que debería terminar pronto en la cárcel. La cultura en Estados Unidos ha resistido valientemente a los vientos autoritarios y se prepara para renacer post-Trump y post-Covid. Pero el hecho de que más de 70 millones de ciudadanos de este país votaron por Trump es el elefante que nadie podrá ignorar. He aquí el dilema cultural de los próximos años: ¿cómo hacer cultura hoy cuando la audiencia está brutalmente fraccionada de esta manera?