Narrar otro cuerpo para otra política

El cuerpo de la política que se ha narrado en la letra constitucional en Chile no ha sido otro que el de la república masculina”, escribe la destacada pensadora feminista Alejandra Castillo, autora, entre otros libros, de La república masculina y la promesa igualitaria. En tiempos en que se redacta una nueva Constitución, todo podría cambiar, advierte la filósofa: “si la materialidad de este cuerpo se ha narrado desde el dispositivo constitucional, entonces hoy parece un buen momento para escribir e imaginar un cuerpo feminista para la política chilena”.

Por Alejandra Castillo

La política siempre narra un cuerpo. Por narración entiendo una materialidad compleja que se va tensando en la interconexión de diversas zonas de circulación literaria, visual, medial, económica. Cada una de estas zonas, y su interconexión, dan límite, contorno y, por sobre todo, visibilidad a un orden político determinado. Esta ordenación lumínica —siempre es así con la política— otorga a su vez figuración al cuerpo de lo en común. Habría que advertir que este cuerpo de lo común es doble: es uno que se figura en las instituciones políticas y otro que se describe en el dispositivo de género. En lo que deja entrever esta condición doble, es posible indicar que el modo en que la política narra un cuerpo define los límites de lo posible en cuanto a las formas de gobierno (instituciones), así como a las formas de asociación (afectos). Estas formas organizan la línea que traza la frontera entre lo público y lo privado y, por ello, aun cuando parezca extraño, el propio orden de figuración sexual. La política, se podría afirmar, da forma, performa un cuerpo.

En un sentido fuerte el cuerpo de la política en Chile es uno que, principalmente, ha sido escrito. No es exagerado decir que este cuerpo de la política ha tenido los límites y contornos que la propia escritura de las constituciones le ha otorgado. Dicho en otras palabras, lo que da lugar a la posibilidad de un Estado es el dispositivo escriturario de la Constitución. 

Si la política describe un cuerpo, y si la materialidad de este cuerpo se ha narrado desde el dispositivo constitucional, entonces hoy parece un buen momento para escribir e imaginar un cuerpo feminista para la política chilena. Veamos por qué.

El cuerpo de la política que se ha narrado en la letra constitucional chilena no ha sido otro que el de la república masculina. La Constitución autoritaria de 1833, la Constitución surgida de la crisis oligárquica de 1925 y la actual Constitución de 1980 (impuesta por las armas durante la dictadura de Augusto Pinochet), no han hecho otra cosa que delimitar un cuerpo de la política que da visibilidad, derechos e igualdad a los hombres de poder. 

Crédito: Fabián Rivas

Las historiografías blancas del republicanismo chileno asumen como cierta la incorporación de la lengua de los derechos y del universalismo de la ley en el dispositivo constitucional, no advirtiendo el cierre que ese mismo dispositivo genera en el cuerpo de la política. Cuerpo que se figura y representa en un sexo, una clase, una historia. Habría que agregar todavía más, habría que observar con detenimiento la propia noción de derechos a que da lugar el dispositivo constitucional, el orden legal y jurídico que se legitima a partir de la afirmación de esta metanorma. Si bien el régimen político en Chile ha sido descrito y modelado por un orden constitucional, esto no quiere decir que este régimen político haya sido proclive a un orden garantista de derechos y menos a la instauración de un régimen de igualdad. Baste recordar que cuando un grupo de mujeres demanda participación política a mediados del siglo XIX, amparándose en el universalismo de la ley y en la idea de igualdad contenida en la Constitución de 1833, reciben como respuesta una reforma constitucional en la que se explicita el carácter masculino de la república. Reforma que une de manera férrea la ciudadanía al hecho de ser hombre propietario.

No se debería olvidar que la Constitución de 1833, que instaura el orden republicano en Chile, narra el lenguaje de la igualdad y de los derechos a partir de la figura del individualismo posesivo: ciudadano es quien posee renta, propiedad y letra. Debido a esta definición, la ciudadanía es sexuada, se organiza alrededor de un cuerpo, se visibiliza en un orden de representación que se constituye a partir de una clasificación y jerarquización de los cuerpos. Si estas razones no fueran ya suficientes para sospechar del cuerpo de la política que se constituye en los primeros decenios de la República, el concepto de derecho que se impone durante el siglo XIX y gran parte del siglo XX es de orden punitivo, restringiendo en su ejercicio la definición de los derechos a un conjunto de deberes. Así, el dispositivo constitucional, en sus diferentes actualizaciones, promueve en cada figuración del cuerpo político de la república un afecto político más cercano al temor a la ley que a la audacia de la participación. Este concepto punitivo de derecho acompaña la redacción de todas las constituciones chilenas. La figuración masculina puede ser aprehendida, a su vez, como el índice de una posición ocular, como la afirmación de una posición erecta que transmite una idea de verticalidad, de orden, de jerarquía. 

La Constitución de 1925 mantiene la figura masculina cuando reitera la exclusión de las mujeres de la política bajo la promesa de una inclusión progresiva. Esta promesa se enseña en la imagen de la demopedia, de un ejercicio pedagógico de alfabetización cívica que reenvía continuamente al futuro la promesa de incorporación de las mujeres al orden de la república. De hecho, las mujeres tendrán derechos políticos recién a mediados del siglo veinte, y sólo después de una ardua lucha por el derecho a sufragio. Ahora bien, el ingreso de las mujeres al orden republicano no altera la figuración de este orden, es decir, no transforma ni interrumpe la producción y reproducción de un orden masculinamente sexuado de la política. Estado, familia y mujer son los significantes que modelan el tipo, la tipografía, de un cuerpo reproductivo de la nación. Esta concatenación de palabras se encuentra ya inscripta en el dispositivo constitucional de 1833, y su anudamiento no se verá más que reforzado en las constituciones dictadas en 1925 y 1980. 

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La política narra un cuerpo, sin duda. A la manera de círculos concéntricos, el cuerpo de la política en el dispositivo constitucional narra un espacio en común circunscrito a las experiencias de los hombres de la oligarquía nacional: este cuerpo-eje o cuerpo-centro se amplía y se extiende al círculo de las familias oligarcas; este cuerpo o centro extendido genera la ficción del cuerpo de la nación chilena. Lo en común, entonces, narrado a través del predominio y del dominio de un cuerpo sexuado, de la afirmación de los intereses de un cuerpo que capitaliza valor a partir del control del trabajo y la reproducción. Las experiencias particulares de hombres de acción y palabra se vuelven las experiencias del cuerpo de la política cuando estas experiencias se enlazan a un orden reproductivo que no es otro que aquél que se describe en la familia heterosexual. Este enlace delimita lo político y lo privado en tanto dos esferas diferenciadas que describen roles, ocupaciones y tiempos. La diferenciación del cuerpo social se establece así sobre la marca de la “diferencia sexual natural”, sobre su presupuesto, instituyendo con ello un orden de filiación. 

El cuerpo de lo en común enlazado a la figura doble de la diferencia sexual natural describe un régimen visible dual de lo masculino y lo femenino. La visibilización de lo femenino cumple con una función primordial en la configuración de la república masculina: la mantención del espacio de la familia como el lugar del amor y el cuidado del interés privado. Siguiendo el hilo que se tensa en tal afirmación, es posible advertir que ese interés privado no es la expresión, en ningún sentido, de la propia naturaleza de las mujeres, sino que la extensión del concepto de individuo posesivo al ámbito de lo privado familiar. En dicha extensión habría que buscar las raíces del androcentrismo moderno.                      

De tal modo, cuando la Constitución de 1980 indica en su artículo 1°: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, para luego agregar en enseguida: “la familia es el núcleo fundamental de la sociedad”, no hace más que reorganizar nuevamente el círculo concéntrico de lo en común desde la afirmación de la diferencia sexual natural y desde la figura de un individuo posesivo.

La revuelta del 18 de octubre de 2019, la voluntad popular de poner fin a la Constitución de 1980 y la elección de una Convención Constitucional con participación paritaria y con amplia representación de organizaciones sociales que cuestionan el modelo económico político neoliberal, abren la posibilidad de imaginar otro cuerpo para la política en Chile. Un cuerpo que desdibuje los círculos concéntricos constituidos en torno a la figura del individuo posesivo. 

Constituyentes celebran la aprobación de la norma sobre derechos
sexuales y reproductivos el 15 de marzo de 2022. Crédito: Chileconvencion.cl

Pensemos en un diseño posible. Distinto a un centro-sujeto, se podría pensar un cuerpo para la nueva Constitución que se narre en la garantía y protección de bienes comunes fundamentales sustraídos de la lógica del intercambio mercantil y de los cambios de rumbo políticos. Bienes comunes y fundamentales cuya definición básica nunca implicaría solo una zona de intervención, sino que sería propio de ellos una sobrenominación, una nominación que interconectara dos zonas o más. Es una cualidad propia de este tipo de bienes ser tanto naturales (procedencia) como artificiales (distribución). Esta cualidad de sobrenominación permitiría desdibujar las coordenadas de lo público y lo privado, pues, estamos hablando de bienes que sobrepasan cada una de estas esferas en el momento en que son nombrados. De igual modo, los bienes comunes fundamentales describen en su procedencia un territorio que dista de coincidir con el mapa de los Estados nacionales que hemos conocido hasta hoy. Es, por ello, que la garantía, protección y distribución de estos bienes vuelve necesariamente porosas las fronteras que cautelan el cierre del cuerpo del Estado nación. Es a causa de esta cualidad de sobrenominación de los bienes comunes que es posible descentrar la economía capitalista de su voraz carrera de valorización de zonas más amplias de la vida. 

Este descentramiento daría lugar a una narración del cuerpo de la política con las palabras de la gratuidad, la solidaridad y la cooperación. Palabras comunes a unos bienes que en su misma sobrenominación se restan de la mercantilización y del cálculo de los gobiernos. Desorganizar las coordenadas modernas de la política a partir de otra concepción de los bienes comunes haría tambalear la superioridad del individuo en relación con las “cosas”: superioridad de la racionalidad de un individualismo posesivo que no deja ver que en esa reducción instrumental de la razón se asfixia la diversidad natural y ambiental necesaria para la vida. 

La performatividad de la lengua constitucional, que altera lo alto de la mirada del individuo posesivo por la horizontalidad de lo común, daría lugar a otro cuerpo de la política que no existe aún, pero que debemos tomar como real, y en esa ficción escrituraria comenzar a describir otro marco para cada una de las instituciones, funciones, roles y tiempos del cuerpo de la política.          

Una Constitución tal obliga, por último, a suspender el afecto de la nación ligado a la familia y al cuerpo reproductivo de las mujeres, activando otros afectos no previstos en el diseño de la república masculina. Esta suspensión toma lugar en la revuelta feminista, complemento necesario de la revuelta social que se inició el 18 de octubre de 2019. 

Constitución, revuelta y feminismo: tres conceptos, entrelazados, para narrar otro cuerpo para otra política.

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Paulo Slachevsky: “No dejaremos de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas”

El fundador de la Asociación de Editores de Chile y codirector de LOM Ediciones está esperanzado. Al regreso de las ferias literarias presenciales tras la fase más crítica de la pandemia, se suma el inicio de un nuevo ciclo político que, a su juicio, tiene una responsabilidad urgente: hacer que la cultura y sobre todo el libro y la lectura sean la columna vertebral de la vida democrática.

Por Jennifer Abate C.

Paulo Slachevsky conoce como pocos la realidad del libro y la lectura en Chile, que en los últimos años ha enfrentado, como todo el ecosistema cultural, grandes desafíos asociados a las restricciones impuestas por el covid-19. Sin embargo, el periodista, editor, fotógrafo e integrante del Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile ve luces de esperanza con el regreso de las ferias y festivales presenciales. En los últimos meses, a las tradicionales Primavera del Libro y Furia del Libro, se sumó el primer Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa. Y eso solo en Santiago, sin contar otras iniciativas que se multiplican en regiones. “Anima, anima después de tanto tiempo encerrados, de vernos a través de las pantallas. Ese contacto humano hace una gran diferencia, y esperamos que pueda mantenerse ese espacio constante de encuentro, porque las ferias, como las buenas librerías, son espacios para encontrar aquello que no esperabas”, dice quien también es, junto a Silvia Aguilera, director de LOM Ediciones, una de las editoriales independientes fundamentales en Chile.

Pero en un país como el nuestro, los desafíos siguen siendo enormes y acuciantes. A su juicio, falta poner la cultura y sobre todo el libro en el centro de la vida democrática, pues es la única alternativa que puede promover el desarrollo de todos y todas, algo que, desde su perspectiva, debería ser una prioridad para el nuevo gobierno. 

¿Qué dirías que pasó con el consumo de libros durante la pandemia? Por una parte las editoriales independientes diversificaron sus formas de venta y llegada al público, pero por otra parte cerraron las bibliotecas públicas. 

—Fue una situación compleja, aunque menos compleja de lo que imaginamos al inicio de la pandemia, cuando se pensó lo peor, pues por suerte hubo ciertas formas de mantener vivo el contacto con los lectores, esencialmente a través de la venta virtual, y eso fue muy importante, porque permitió resistir ese periodo de largas cuarentenas de una mejor manera que otros sectores de la cultura como la música, el teatro, el circo. Evidentemente ha habido impactos como el cierre de bibliotecas, sobre todo para muchos jóvenes que estaban haciendo investigaciones, y se bloqueó el acceso a las obras. Entonces esta reapertura de librerías, de las bibliotecas, de las ferias, de estos espacios de encuentro es fundamental, porque una real democratización del libro exige estas vías diversas. Hay que estar conscientes de que el espacio virtual aceleró su presencia en el mundo del libro y probablemente no va a retroceder, pero hay que lograr que complemente, no que reemplace al espacio físico, porque es una experiencia diferente. El libro digital no reemplaza la riqueza de la lectura propia del papel, porque en ese formato no existe la concentración que se da con la lectura en papel. 

Mencionas que el libro de papel no ha muerto, como se ha anunciado por décadas. ¿Por qué no muere? ¿Por qué la gente sigue prefiriendo esa experiencia?

—En el caso de LOM, y lo hemos hablado con muchas otras editoriales, lo que creció mucho durante este período fue la venta del libro de papel vía digital. Cuando apareció el libro digital surgieron estos discursos de que el libro de papel se terminaba. En Estados Unidos aumentó mucho la venta en formato digital, pero en otras partes del mundo, en países europeos, en América Latina, se mantuvo de una forma relativamente marginal. Hay varios factores, como la experiencia de la lectura y de poder estar concentrado en un texto: en lo digital uno está conectado con cien cosas, y al final lo que las aplicaciones digitales quieren es que uno esté marcando “me gusta” a cada rato. Es decir, lo que hacen es que uno esté desconcentrado, y la buena lectura requiere concentración. La literatura es una posibilidad extraordinaria de entrar en el otro, conocer al otro, compartir con el otro, y eso requiere un tiempo, una pausa. 

También hay un problema político mucho más importante y de largo plazo cuando se compara la lectura en papel versus la lectura en soporte digital: es lo que se llama el capitalismo del control. Lo digital es un control total de todo. ¿Qué leemos, qué nos gusta, qué compramos, dónde vamos? Es un poco terrorífico, es la construcción de una sociedad distópica y hay que tener mucho cuidado y atención con el plano digital. Se habla de la democracia con acceso a todo, pero ¿quién financia lo digital? La publicidad que financia la producción cultural genera un mayor dominio de la lógica comercial por sobre el dominio de la lógica cultural. 

¿En qué situación dirías que se encuentran las y los editores tras casi dos años de convulsión en la producción y venta de libros, primero por el estallido social y luego por la pandemia?

—El mundo de la cultura en general se encuentra en un momento bastante complejo y hubo una situación bien tensa con el Ministerio de las Culturas por falta de un mayor apoyo, de medidas concretas hacia el mundo de la cultura. En el sector del libro la pandemia golpeó mucho, pero menos que en otros sectores que se vieron totalmente inmovilizados. El mundo del libro tiene un plus, y es que ha habido en el tiempo mucha organización del sector. Por ejemplo, la Asociación de Editores de Chile fue la impulsora de la Política Nacional del Libro y la Lectura que se aprobó en el primer gobierno de Michelle Bachelet y se implementó en el segundo. Se construyó e implementó de manera participativa, aunque no se cumplió para nada todo lo que se anhelaba. Se buscaba potenciar todo el ecosistema del libro y romper con el dominio colonial que tenemos tanto ahí como en la cultura en general, donde se valora la producción que viene de los países del norte y se marginaliza la producción local, inhibiendo que abramos un círculo virtuoso para nuestra producción intelectual. 

Los desafíos para el nuevo gobierno 

A principios de octubre, el Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, una instancia que también integra la Cámara Chilena del Libro y la Asociación de Editores de Chile, lanzó una campaña que interpelaba a la candidata y los candidatos presidenciales. “¿Qué piensa usted cuando considera a la cultura como un aspecto esencial en la construcción de ciudadanos críticos y participativos? ¿Qué opina en temas como el IVA al libro o llegar al 1% del PIB destinado a la cultura? ¿Cómo piensa fortalecer el ecosistema del libro considerando el gasto y las políticas públicas? ¿Cómo se proyecta en su programa el derecho cultural y la participación ciudadana a la cultura, específicamente en el ámbito del libro y la lectura?”. Esas fueron algunas de las preguntas que esta iniciativa lanzó a quienes disputaban el sillón presidencial en la primera vuelta. 

¿Cuáles son, a tu juicio, los puntos cruciales que debería considerar un plan presidencial que pretenda poner a la cultura en el centro de las decisiones?

—Desde el Observatorio del Libro y la Lectura nos parecía muy importante poner a la cultura en un lugar más central en los desafíos futuros de Chile. Lamentablemente el tema cultural siempre ha sido de segundo o tercer orden en los debates y en las políticas públicas, y ahí creemos que se comete un gran error, porque no vamos a poder romper, por ejemplo, nuestra producción primaria a nivel económico y dejar de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas. No vamos a poder mejorar la calidad de la educación realmente si no hay un cambio en los niveles de comprensión lectora. Si queremos tener una democracia participativa que no se resuma en marcar el voto una vez cada cierto tiempo, si queremos tener una democracia mucho más densa, los temas de la comprensión lectora y del desarrollo de nuestras capacidades culturales están al centro. Les escribimos a los candidatos y a la candidata una carta donde planteamos una serie de medidas particulares en torno al libro y la lectura, pero también medidas para pensar la cultura de manera diferente, es decir, levantar una acción pública de carácter cultural que favorezca una acción mancomunada por sobre la lógica de competencia que ha dominado en los fondos concursables como política pública durante la posdictadura, una acción que realmente potencie una democratización cultural.

¿Qué se debe hacer para conseguir lo que planteas?

—Se debe avanzar en una acción pública que enfrente la concentración. El mundo de la cultura, como lo plantea muy bien el sociólogo francés Pierre Bourdieu, vive de forma permanente en esta tensión de la lógica comercial y cultural, y lamentablemente ha dominado el neoliberalismo, la lógica comercial, y vemos cómo multinacionales en el libro, la música y el cine controlan la industria, y al final todo lo que se hace ahí es un negocio. No es que sean puras cosas malas, grandes obras salen de ahí, pero las tienen en ese espacio cuando es negocio. La cultura, para que circule y la gente pueda acceder a ella, para que pueda alimentar nuevas creaciones, no puede reducirse a que sea vendible o no vendible, negocio o no negocio. Todo se pone dentro de la lógica del negocio y se pierde la capacidad transformadora de la producción cultural. La lógica del negocio empieza a cambiar el fondo y en ese sentido los medios inciden sobre los fines, y eso es un tema peligroso. 

¿Qué esperarías ver materializado en el programa cultural del nuevo gobierno?

—Una acción cultural que enfrente la concentración, que potencie que los países del sur tengamos nuestra propia producción y que sea diversa. Es fundamental que las políticas públicas generen equilibrio, y un gran ejemplo son las cuotas de pantalla para el cine, la música o la participación en las compras públicas, como se planteó en la anterior Política del Libro. Que haya presencia local y que no domine la presencia de afuera. Hay una serie de medidas que se le planteó a los candidatos. Una es que se comprometan con la Política Nacional del Libro, otra es que tengamos un IVA diferenciado, una demanda permanente que no solo tiene un impacto económico, sino también simbólico: no es lo mismo un libro que un auto. Como decían las huelguistas a principios del siglo XX en Estados Unidos: “queremos pan, pero también rosas”, y la cultura expresa eso, ese espacio de las rosas. El Estado tiene que potenciar ese espacio y tratarlo de manera diferente a cualquier producto de consumo. Entre otras medidas está el tema de impulsar las prácticas lectoras de manera transversal en los más diversos espacios: en las bibliotecas públicas, en los lugares de trabajo, en los colegios. Eso no puede hacerse desde la obligación de la lectura, de los planes, sino desde la idea de ir descubriendo, desarrollando nuestras sensibilidades. Para eso hay que hacer un camino, y ese camino tiene que apoyarlo el sector público.

Rodolfo Walsh: El violento oficio de escribir

“Escribir es escuchar”, decía Rodolfo Walsh como manual de procedimiento. Una labor signada por esa breve sentencia: la de un observador atento, en permanente estado de alerta, poseedor de un olfato único para captar los fugaces destellos de la realidad y darles sentido en una crónica. En una época en que se imponen realidades alternativas y verdades ambiguas, su palabra viva —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Por Felipe Reyes F. | Ilustración: Fabián Rivas

“Hay un fusilado que vive”, fue la frase que escuchó Rodolfo Walsh en 1956 en un café de la localidad argentina de La Plata, seis meses después de la matanza que sería decisiva en su vida. Tenía 29 años y escribía cuentos policiales, había publicado su primer libro, Variaciones en rojo (1953), y realizaba traducciones y trabajos de corrección para la editorial Hachette. Pero fue aquella frase —que en sí misma condensa toda una historia— la que desencadenó la investigación de Operación Masacre, su obra más conocida, que anticipó parte de la alianza que signó la literatura del siglo XX entre el “nuevo periodismo” y la novela de no-ficción.

Walsh mina las antiguas fronteras para fundir los géneros, inaugurando otro. Aporta un episodio a una historia ligada al Allan Poe de El misterio de Marie Rogêt (1842), esa reconstrucción del crimen de una vendedora de cigarros a partir del montaje de la declaración de los testigos y de la información de los diarios. Un dispositivo narrativo que encontraría discípulos aventajados en todas sus variantes: el Carlos Droguett de Los asesinados del Seguro obrero (1940); el González Rodríguez de Huesos en el desierto (2002) o su bifurcación en la novela en el Piglia de Plata quemada (1997), quien afirmaba: “en el medio entre la novela de enigma y la novela dura está el relato periodístico, la página de crímenes. Los hechos reales”.

Aquella frase que modificó su tranquila vida en la provincia, lo involucró en la búsqueda frenética de los sobrevivientes de un fusilamiento clandestino en la zona de José León Suárez bajo el gobierno militar de Pedro Eugenio Aramburu. El propio Walsh dirá que luego de esa investigación ya no volvería a ser el mismo, comprometiéndose con el “violento oficio de escribir” hasta ese último gesto de denuncia: la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, redactada la noche anterior a su desaparición, ocurrida el 25 de marzo de 1977, al día siguiente del primer aniversario de la instalación de la dictadura cívico-militar argentina. Ese día, mientras dejaba las primeras copias de su carta en buzones de Buenos Aires para luego reunirse con un militante de Montoneros —quien había sido torturado para revelar el lugar del encuentro—, Walsh fue emboscado por agentes de la Armada, secuestrando su cuerpo moribundo del nunca más se supo, inaugurando el mito.

* * *

Rodolfo Walsh Gill había nacido el 9 de enero de 1927 en Choele Choel, provincia de Río Negro. Su padre, de origen irlandés, mayordomo de estancia, decidió cortar cadenas y buscar su propio lugar estableciéndose en la localidad de Juárez. Durante su infancia, su familia estaba sumida en la pobreza y Rodolfo y sus tres hermanos se dispersaron. A él lo internaron en un colegio de curas irlandeses para niños pobres, lo que sería la trama y el escenario de sus cuentos de “irlandeses”: “Irlandeses detrás de un gato”, “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”, en los que narra la violencia y el hostigamiento entre los alumnos. En “El último verano” —una evocación sobre los últimos días del escritor publicada en el diario Página/12—, su pareja, Lilia Ferreyra, afirma que Walsh “fue esencialmente un autodidacta que terminó su escuela a los veintidós años y dejó inconclusa la carrera de Letras. Y fue esencialmente un autodidacta en su formación política que estuvo atravesada por las reveladoras vivencias de sus investigaciones, como los fusilamientos de Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El caso Stanowsky”.

Pese al repudio de Walsh a sus relatos de Variaciones en rojo, es esa primera obra leída hoy la que señalará el rumbo de su escritura posterior, en un juego de espejos entre autor y personaje: su protagonista es Daniel Hernández, un corrector de pruebas que investiga crímenes, cuya identidad Walsh asumirá después como seudónimo periodístico. Sus relatos posteriores, reunidos en Los oficios terrestres y Un kilo de oro, desplazan la experiencia personal para indagar en algunos momentos de la historia argentina, como en su cuento “Esa mujer”, en el que da voz al coronel que sustrajo el cuerpo de Eva Perón, o en “Cartas y fotos”, en el que narra el enfrentamiento de clases en el ámbito rural durante el primer peronismo, los que son señalados como algunos de los mejores cuentos de la literatura argentina.

Su incursión en el periodismo se inicia con notas sobre literatura en la revista Leoplán, pero a partir de la segunda mitad de los años 50 empezó a escribir artículos misceláneos, los fait divers que eran el sello de la publicación. Walsh se interroga cada vez más por el heroísmo de los más desposeídos, desplegando sin contemplaciones su crítica contra las instituciones. A partir de la década del 60, sus reportajes se acercan más a la crónica documental. Narradas impecablemente, se hacen cargo de la palabra de los protagonistas buscando respetar su oralidad, el ritmo y la textura de sus frases para acercarse a la experiencia de la gente común.

En 1968, Walsh asiste al Congreso Cultural de La Habana. A su regreso, pasa por Madrid, donde el mismísimo Perón le presenta al líder sindical Raimundo Ongaro. Así, se involucra en la dirección del Semanario CGT de los argentinos, en el que publicará varias investigaciones entre ellas la que dio origen a su libro ¿Quién mató a Rosendo? —, en una pulsión de trabajo que nunca se detiene, como sus colaboraciones para los diarios La Opinión, Siete Días y artículos para la revista Panorama.

En diciembre de 1970, Walsh viaja a Chile. El recién asumido gobierno de Salvador Allende firma la nacionalización del cobre en un ambiente enrarecido luego del asesinato del comandante en jefe del Ejército, René Schneider, por un grupo de civiles y militares de ultraderecha. Walsh se mueve por el centro de Santiago escuchando, anotando lo que luego nutrirá la crónica “La muerte de la anaconda”, publicada en Panorama en diciembre de ese año. En ella, despliega con precisión los antecedentes históricos, políticos y económicos de la resolución del Estado chileno. Operación que fue considerada como una afrenta por las empresas cupríferas, de gran “potencial económico muy superior al de muchos países latinoamericanos con bandera y con ejército”, aclara Walsh, que “sirve para dar una idea del enemigo que se ha echado encima el nuevo gobierno chileno”. También entrevista al ministro de Economía de Allende, Pedro Vuskovic, el encargado de “pilotear las experiencias definitorias del flamante gobierno chileno”.

Al año siguiente, Walsh vuelve a Santiago. El país espera la elección municipal del 4 de abril mientras la sedición ojeaba la puesta en marcha de su estrategia golpista. Marcha por la Alameda para asistir a un acto de la UP en el Estadio Chile; se mezcla con la multitud para escuchar y registrar el pulso de la muchedumbre. Así nace la crónica “Chile: la carrera contra el reloj electoral”, en la que anota: “El episodio que presenció el enviado de Panorama ilustra el grado de pasión que domina la escena política chilena. Han caído fragorosamente los puentes que ligaban al gobierno y la oposición. Tal como pronosticó Panorama en diciembre, es la Democracia Cristiana y no la vieja derecha conservadora la que encabeza la ofensiva contra el gobierno, en una carrera contra reloj”.

La última etapa en la vida de Walsh estuvo signada por su militancia política. A partir de 1973 ingresa a la organización armada Montoneros, sin dejar de manifestar sus serias discrepancias con la dirigencia. Luego, la creación de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) muestra sus esfuerzos por buscar caminos alternativos de lucha al bloqueo informativo, la censura y la represión desencadenada por el golpe de Estado de 1976.

Como relata Lilia Ferreyra en “El último verano”, en 1976 Walsh —ignorado por la conducción de la organización— estaba convencido de un repliegue. Perseguido, pasa a la clandestinidad y se instala en una modesta casa rural San Vicente, mientras se planteaba otras formas de acción política. “A fines de 1976 empieza a concebir la idea de escribir una serie de ‘cartas polémicas’, como él las llamó, que iba a firmar con su nombre y distribuir desde la más estricta clandestinidad”, afirma Ferreyra. Una de esas cartas fue la que logró enviar antes de su muerte, una reflexión sobre las razones y consecuencias del golpe militar. El rigor de su análisis y la retórica de su prosa pervive como un testamento ético, como la síntesis de su poética y el legado de un escritor que no claudicó frente al poder, siempre “fiel al compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles”.

Hoy no dejan de reeditarse sus libros, y adquiere mayor interés la recopilación de su periodismo y sus escritos dispersos; en una época en la que se imponen y retuercen realidades alternativas y verdades ambiguas, la palabra viva de Walsh —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Los cuentos que nos contamos

El triunfo de Gabriel Boric se ha leído una y otra vez como el triunfo de unos hijos contra sus padres. Pero sabemos que este tipo de relatos son simplificaciones de historias complejas, en este caso, una que involucra a una multitud de generaciones y actores que tuvieron en los líderes del movimiento estudiantil de 2011 —cuna del presidente electo— solo a sus rostros más visibles. Uno de ellos es Francisco Figueroa, vicepresidente de la FECh durante 2010 y 2011 y autor de Llegamos para quedarnos. Crónicas de la revuelta estudiantil (LOM, 2013), quien plantea en este ensayo que pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet no le hace justicia a las heterogéneas luchas que lo pusieron en La Moneda ni ayuda a reconocer las tensiones que su gobierno tendrá que resolver.

Por Francisco Figueroa

Todo calza muy bien en el relato que explica el triunfo de Gabriel Boric y de su generación como el triunfo de los hijos sobre los padres. Las edades y los conflictos entre las partes, los gestos de reconciliación y de autocrítica de cada lado, hasta los rasgos psicológicos de los protagonistas individuales; todo parece encajar a la perfección en la trama de unas relaciones familiares que habrían dejado atrás años de desencuentros ásperos para iniciar una etapa de comprensión mutua y convivencia civilizada. Es una historia redonda en que todo funciona. Como en las películas que son éxito de taquilla. Como en una antigua fábula para niños. Como en un cuento de hadas.

Esta es la primera idea que logro articular desde la tarde del 19 de diciembre. Llevo varios días adormecido por la resaca de la semana anterior, semana maldita e interminable, cargada de una angustia agotadora por la posibilidad de un triunfo pinochetista. Y lo hago después de releer dos columnas de opinión que circularon mucho después de estas elecciones, dos ejemplos notables de la narrativa del reencuentro generacional: Carolina Tohá interpelando a sus camaradas de centroizquierda como si le hablara a unos padres incapaces de comprender y relacionarse con sus hijos adolescentes una vez que dejaron de serlo, y Daniel Matamala ofreciendo la imagen de un Boric «hijo pródigo» que se fue de la casa familiar «pegando portazos» pero que ahora vuelve bendecido por su «padre Lagos» y su «madre Bachelet».

No podemos lidiar con el día a día sin contarnos historias. Nos pasan cosas inesperadas, dolores cuyas razones no podemos explicar y alegrías que nos gusta considerar fruto de nuestras decisiones pero que sabemos fortuitas, y por lo mismo, momentos frágiles y potencialmente efímeros. Buena parte de nuestra experiencia es un misterio, partiendo por lo que hacen los demás, en especial cuando estimamos que nos afecta inmerecidamente. Ahí están las historias —los mitos, las leyendas, las fábulas— para hacer todo eso más llevadero. Pero el límite entre los cuentos que nos contamos para reducir la complejidad de nuestra experiencia y el autoengaño es muy difuso.

El movimiento que puso a Gabriel Boric en La Moneda fue desde el primer momento un movimiento intergeneracional. Su germen, claro, fue el movimiento estudiantil universitario. Pero esa experiencia por sí sola no explica todo lo que vino después. Ni siquiera alcanza para comprender el movimiento estudiantil como tal. Lo de 2011 no fue solamente un levantamiento de estudiantes. Fue el inicio de un acelerado pero zigzagueante proceso de encuentro entre personas de distintas generaciones y contextos sociales, personas y grupos más o menos —o nada— organizados que se reconocieron pares en la necesidad de crear condiciones de vida más dignas. Si las y los dirigentes de los estudiantes universitarios fuimos los exponentes más visibles de esa heterogénea multitud, es porque fue la forma que esa multitud encontró para comenzar a expresarse de manera legítima. No fuimos más que personajes de una historia compleja, rostros de un relato coral que con el tiempo sabría dar lugar a muchas más voces.

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El adormecimiento del que hablaba sigue aquí, así que no estoy en condiciones de «irme de tesis». Tengo apenas algunas fotos. Escenas que no dan para una historia redonda y completamente coherente, pero que atesoro porque hablan no de cómo una generación se erigió como representante de otras, sino de cómo una generación fue transformada y en ese transformarse terminó fundida con algo mucho más grande.

Es octubre de 2011 y estamos en París. Camila Vallejo, Giorgio Jackson y yo le hablamos en la Sorbonne a un auditorio lleno de estudiantes y, sobre todo, de personas mayores. La mayoría son exiliadas e hijos e hijas del exilio. Hay más cabezas canosas que todas las negras, rubias y castañas sumadas, y sabemos que en ellas abundan las secuelas no del paso del tiempo sino de cosas mucho peores: el destierro, la prisión, las ausencias, la tortura. No tiene sentido hablar de las demandas del movimiento estudiantil, de lo justo de la gratuidad y del sinsentido del lucro en la educación. Nuestra lucha es también la de ustedes, atino a decir, pero la obviedad es del tamaño del auditorio. Cualquier palabra está de más. Se hace un silencio que conmueve como un abrazo multitudinario.

Me gustaría decir que estas cosas las conversamos con Camila y Giorgio en su momento, pero no sería del todo cierto. Lo vivimos, lo sentimos, sí, pero no recuerdo que a esa experiencia le hayamos puesto muchas palabras. Muchas veces nos miramos y nos descubrimos conmovidos, suspirando para liberar una emoción que subía con pinta de convertirse en lágrima. Pero no recuerdo que le hayamos puesto nombre. Lo que sí recuerdo es que nos dio fuerza. Y ahora tengo claro que nos cambió para siempre.

Crédito: Fabián Rivas

Otras escenas que se me vienen a la mente muestran cómo nuestra generación, además de comenzar a ser parte de algo social e históricamente más grande, concentra en su interior esa diversidad con toda su historia de traumas y antagonismos.

Es mayo de 2013 y recibo una carta de Jorin Pilowsky. Me pide compartirla con el «c. Boric», en ese entonces ya expresidente de la FECh. La carta es una respuesta a otra, de Miguel Lawner, titulada «En donde se cuenta cómo el anticomunismo le escamoteó a la Jota otras elecciones de la FECh», en la que nos acusaba de haber ganado la federación gracias a la derecha y por representar al «infantilismo revolucionario». Pilowsky integró el Comité Ejecutivo de la FECh de 1948, elegido por las Juventudes Comunistas junto con Fernando Ortiz. Su carta, presentada como una «polémica entre compañeros de ideales», habla del «mundo de distancia» que separa las elecciones FECh de 1948 y 2011 para refutar a Lawner y defender el triunfo autonomista de Gabriel. Su argumentación es pulcra y hasta cariñosa, y la despliega paseándose por González Videla y la invasión soviética de Checoslovaquia y Afganistán, por la DINA y El Mercurio, por el acuerdo Concertación-derecha contra la revolución pingüina y las «legítimas discrepancias en el seno del pueblo».

Avanzando un par de años, me topo con tensiones más íntimas que no terminan de conmover porque todavía son dolorosas. Es una noche de agosto de 2015 en Punta Arenas y con Gabriel caminamos de regreso a su casa. Acaba de terminar una junta con compañeras y compañeros que pronto conformarán la base autonomista de la región de Magallanes. Por supuesto, hace un frío atroz. Pero más helada está nuestra relación. La convergencia entre los distintos grupos autonomistas navega a toda vela hacia su naufragio, y si bien las recriminaciones todavía no afloran a la superficie, el daño es irreversible y esa noche asoma la punta del iceberg: que sectario, que caudillo, que electoralista, que tu soberbia intelectual es insoportable; que no somos sangre nueva para viejas derrotas. Que no me salgai con eslóganes, hueón. De no haber sido personas pacíficas nos habríamos ido a los combos. Y ahora pienso que recibir uno no habría sido del todo injusto. Aún así, al día siguiente, el presidente electo me lleva a la zofri para comprar ropa abrigada (en dos semanas parto a estudiar al extranjero) y me ayuda a elegir unos calzoncillos largos.

Decir que las diferencias que no nos mataron como generación nos hicieron más fuertes sería echarle más leña a la mistificadora narrativa de las generaciones. Lo que quiero decir, supongo, es que con el paso de los años nuestras diferencias, como también nuestros aciertos y nuestras encrucijadas, ya eran las de un actor más amplio y heterogéneo, una multitud con su propia historia, con sus sueños y derrotas; un pueblo en movimiento enfrentado a problemas viejos con herramientas nuevas, con memoria pero también con una perplejidad compartida ante las posibilidades y contradicciones de nuestro presente.

Las mejores cosas todavía estaban por suceder: el movimiento No+AFP, el auge de organizaciones socioambientales en los rincones más remotos e ignorados del país, la solidaridad creciente con las luchas por los derechos de los pueblos indígenas, y por supuesto, la revolución feminista, la más radical y emancipadora de todas las revueltas de esta década, gesta que por sí sola da para pensar toda la década como una «década ganada». Nada de esto está «representado» por Gabriel Boric, no al menos en el sentido en que tradicionalmente usamos esta palabra: estas luchas no han delegado en él su poder, no se cancelan para volver a un estado de individuos atomizados que ahora le encomiendan al presidente electo hacerlas por ellos. Enhorabuena. Lo cierto es que todas ellas posibilitaron el triunfo de Boric y constituyen su base.

Me pregunto si acaso la narrativa del triunfo de unos hijos contra sus padres no es una forma de ignorar todo esto. Un intento —seguramente no calculado— de mantener el control sobre una situación que excede las explicaciones acostumbradas y que protagoniza una multitud inesperada e incomprensible, un empeño por seguir explicando la historia a partir de lo que hacen o dejan de hacer esos especialistas del poder cada vez más profesionalizados y ensimismados que son «los políticos». ¿No es pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet demasiado parecido a leer la historia como el resultado de las sucesivas luchas y alianzas de linajes nobles y dinastías de reyes? ¿No hay algo muy añejo en estas lecturas retóricamente sugerentes?

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Buscando inspiración para lo que estoy escribiendo me puse a hojear viejas lecturas, varios libros y cosas sueltas de lo que conformaron no tanto mi formación política como mi «educación sentimental», la de los que llegamos a esta creativa pelotera histórica por el lado de la izquierda heterodoxa y con inquietudes libertarias. Apiladas en mi velador tengo unas cuantas crónicas y proclamas de Manuel Rojas y González Vera sobre la (mala) suerte de los anarquistas en la década de los 20, un poemario de Redolés, un libro de Toni Negri y esos hermosos miniensayos filosóficos sobre moral y política que escribió Albert Camus para Combat, donde está una de las frases favoritas del presidente electo, esa que dice que «en política, la duda debe seguir a la convicción como una sombra» (si bien habla del valor de confesar la duda, en realidad Camus cree que lo que acompaña a la convicción como su sombra es el error, pero hay que admitir que el replanteo de Boric es mucho más sugerente).

Por supuesto, como suele suceder cuando uno se propone escribir, la pila en el velador no fue de ninguna utilidad. Pasó que murió Joan Didion y aquí estoy, leyendo frenéticamente y sin importarme para qué un montón de comentarios sobre su vida y su obra y volviendo a unas crónicas viejas. Se me pasa por la cabeza la idea de que no alcanzaré a terminar esta columna o testimonio o lo que sea, pero no hago mucho al respecto. Me dejo llevar por la curiosidad y al rato me olvido de todo esto.

Hasta que me topo con una idea iluminadora. 

Hay dos conceptos claves en las crónicas y ensayos de Joan Didion, dice Nathan Heller en el New Yorker: el de atomización y el de sentimentalismo. El primero se refiere a las evidencias de fragmentación e incomunicación social que Didion comenzó a identificar en la sociedad estadounidense de los 60, incluso entre las personas que abogaban, supuestamente, por lo contrario (como los hippies que retrata en su crónica Slouching Towards Bethlehem [1967], «la primera vez que me enfrenté directa e inequívocamente a la evidencia de la atomización, a la prueba de que las cosas se desmoronan», escribiría después). El segundo se refiere a la difundida aceptación de historias prefabricadas y estructuradas bajo una lógica emocional que tienden a esconder más que a caracterizar los problemas (como las propias de la mistificada sofisticación neoyorkina que critica en New York: Sentimental Journeys [1991], historias, dice, «cada una ideada para oscurecer no solo las reales tensiones raciales y de clase de la ciudad, sino también, más significativamente, los acuerdos políticos y comerciales que hicieron que esas tensiones fueran irreconciliables»). Y ahora lo que me pareció central: «La atomización y el sentimentalismo se exacerban mutuamente —escribe Heller—, después de todo: rompes los puentes que conectan a la sociedad y luego le das a cada isla un cuento de hadas sobre su singularidad. Didion estaba interesada en cómo sucede eso».

Hasta antes de leer sobre Didion, pensaba en la narrativa que aquí comento como expresiva de un cierto elitismo. De eso se trataba, de hecho, el párrafo que venía aquí. Y si bien lo sigo haciendo, ahora pienso que el elitismo no es lo más importante. Seguramente, quienes ven en el triunfo de Boric y su generación el triunfo de sus hijos políticos —aun cuando hasta hace poco nos infantilizaran y ahora lo maticen para recalibrar su influencia—, lo ven así porque no puedan ver mucho más que eso. Después de todo, la pérdida de vínculos entre la política tradicional y la sociedad no es ya un tema emergente, sino un estado del arte consolidado, y debe haber dejado secuelas en su forma de ver (y no ver) a la sociedad chilena. Por eso fenómenos como las movilizaciones de pensionados en ciudades pequeñas, las colectivas feministas de liceanas o, pongamos, la Coordinadora Social Shishigang o Modatima no solo les son invisibles, sino que les son inconcebibles como experiencias políticamente productivas. No hacen historia; son decorado, cuando más.

La atomización exacerba el sentimentalismo.

La cuestión, entonces, no es tanto la relación entre generaciones políticas como quiénes tienen derecho a ser consideradas parte de esas generaciones y cómo interactúan entre sí para resolver las diferentes tensiones sociales que las atraviesan. Por eso la narrativa del triunfo de unos hijos sobre sus padres es autocomplaciente. Porque si ese fuera el caso, entonces no había mucho que hacer más que esperar el paso del tiempo. Que Lagos y Bachelet le pasen la posta a Boric sería el curso natural de la vida. Pero es precisamente así como pueden pasar al olvido los diversos protagonismos populares que llevaron al presidente recién electo a La Moneda, y peor, permanecer irresueltas las tensiones que los movilizaron.

El sentimentalismo exacerba la atomización.

Los padres políticos y las madres políticas de la generación de Boric, entonces, no son las grandes personalidades que ocupan portadas de diarios y se cruzan bandas presidenciales. Son miles de personajes anónimos, muchos de los cuales podrían decir con igual propiedad que Carolina Tohá «luchamos desde chicos contra la dictadura y luego participamos en la reconstrucción democrática», sin decir a continuación que el despunte de Boric representa para ellos una «derrota de marca mayor», sino todo lo contrario: representa la recuperación de la esperanza, la confirmación de que mucho ha valido la pena, porque el triunfo es también de ellos.

¿Qué hay en vez del sentimentalismo de las élites de centroizquierda que se cuentan el cuento de una familia, la misma familia de siempre, en vías de reconciliación? Desde luego, no otra narrativa total y cerrada, no otro conjuro de las tensiones con relatos prefabricados, no otro cuento de hadas. Es difícil eludir la tentación de contarnos nuestros propios cuentos, pero tal vez esa sea la única forma de mirar de frente la diversidad de esa multitud popular que puso a Gabriel en La Moneda y poder asumir, para reparar, la debilidad de los puentes que la vinculan y la fragilidad de la confianza que han depositado en esta generación de luchadores.

Por todo esto es que prefiero los fragmentos por sobre los grandes relatos. Las escenas aisladas que puestas contra la narrativa magnificadora quedan disonantes. Aunque las piezas no calcen y el resultado sea un puzzle desorganizado. Aunque el resultado incomode más que reconforte. Porque eso necesitaremos para hacer duraderos los nuevos lazos y sostenible la lenta marcha después de la atomización, sobre todo en los momentos difíciles, que serán los más: sacar impulso de la conciencia de nuestra fragilidad, de asumir que las mayorías políticas por la vida buena están siempre en construcción. Al menos ese es el cuento que elijo contarme.

Judy Wajcman: Pobres de tiempo

La destacada socióloga australiana, profesora de la London School of Economics y autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital, explica que la sensación de falta de tiempo no es culpa de los avances tecnológicos, sino de la forma en que construimos la sociedad. En esta entrevista, ahonda en torno a los vínculos entre género y tecnología —uno de los temas en los que fue pionera— y explica por qué hoy existe una nueva desigualdad: el tiempo es un lujo, afirma, y por lo mismo, también es la causa de un nuevo tipo de pobreza. 

Por Javiera Tapia Flores

Cuando Judy Wajcman (1950) hacía su PhD en la Universidad de Cambridge durante los años 70, se interesó en el estudio del tiempo y sus usos. La efervescencia de la segunda ola del feminismo, el gran aumento de mujeres en la fuerza laboral y el apogeo del activismo sindical fue la combinación de factores que la llevó a notar que nadie se interesaba por las mujeres trabajadoras. “Era una joven feminista y en ese tiempo me interesaba cuánto tiempo gastaba la gente haciendo trabajo pagado y no pagado. Y cuánto de ello lo hacían particularmente madres y mujeres, y cuánto de este trabajo no pagado, además, afectaba sus carreras y sus posibilidades de trabajo remunerado”, explica hoy la académica a cargo de la Cátedra de Sociología Anthony Giddens en la London School of Economics and Political Science (LSE). Entre las preguntas que se hacía en esa época, cuenta, estaban si la tecnología podría fomentar el trabajo femenino y si los refrigeradores y lavadoras serían objetos que aportarían a la liberación de la mujer, como se planteaba desde la publicidad.

Ahora estamos en 2021 y Judy Wajcman ha tenido una carrera prolífica en el campo de la investigación sociológica de la tecnología desde una perspectiva feminista. Es ella quien acuñó el concepto de “tecnofeminismo”, desarrollado en su libro del mismo nombre publicado en 2004 y en el que plantea, a grandes rasgos, que el hecho de que las mujeres no participaran históricamente en informática e ingeniería tuvo un impacto esencial en los productos y el conocimiento que se produjeron en esas áreas. “Una de mis preocupaciones ha sido enfatizar cuánto la tecnología está moldeada por los procesos sociales. No es neutral, la desarrollan personas con objetivos en mente. Por muchas décadas ha habido una demografía estrecha en el diseño de la tecnología. Hoy son ingenieros en Silicon Valley, en general jóvenes, hombres y blancos, y con la participación de programadores indios, pero sigue siendo algo muy específico. Esto no refleja a toda la población, y ellos diseñan las cosas. El mejor ejemplo es que es difícil usar teléfonos si eres viejo o no tienes buena vista”, advierte. 

Recomienda Invisible Women, de Caroline Criado-Pérez, un libro en el que la autora expone estudios que muestran cómo el mundo está construido por y para los hombres. “Ella explica, por ejemplo, que los cinturones de seguridad siempre eran probados en hombres, entonces mujeres embarazadas o mujeres pequeñas no podían usarlos bien. Hay muchas formas en las que se demuestra que necesitamos diversidad en el diseño. Mi foco siempre ha sido el género. Ahora estoy interesada en cómo los algoritmos encarnan estas parcialidades”, dice la socióloga, quien también es investigadora asociada del Oxford Internet Institute. 

Crédito: Fabián Rivas.

“En la década del 70 se decía —y todavía se dice— que las máquinas y la automatización eliminarían el trabajo doméstico. Que la respuesta a la división doméstica del trabajo no sería que los hombres compartieran la carga, sino que las máquinas lo hicieran”, cuenta Wajcman, y reconoce que podría hablar horas solo sobre tecnología y su relación con el tiempo dedicado al trabajo doméstico. “Creo que tiene que ver en parte con cómo definimos lo que es el trabajo doméstico y que algunas tareas puedan ser automatizadas y otras no. Pienso en el trabajo de cuidados, por ejemplo”. Y agrega: “También está el hecho de que los hombres han aumentado su cantidad de trabajo en el hogar, pero mucho de eso tiene que ver con ser padre y pasar tiempo con los hijos en vez de hacer cosas más mundanas como limpiar el baño. Es una foto complicada en términos de deconstruir los elementos varios del trabajo doméstico y del trabajo de cuidados”.

La pandemia del covid-19 es, probablemente, el hecho histórico reciente que más nos ha hecho pensar sobre la división doméstica del trabajo y las complicaciones, sobre todo para mujeres con hijos, de tener que hacer en el mismo espacio físico el trabajo de cuidados y el remunerado. Respecto a esto, explica que “los estudios aquí en Gran Bretaña mostraron que las mujeres hicieron una cantidad desproporcionada de educación en el hogar. Las mujeres se llevaron esa carga, pero además fueron las que perdieron más trabajos durante este periodo”. 

Atrapados en la paradoja

John Maynard Keynes, uno de los economistas más importantes del siglo XX, dijo que a comienzos del XXI, en Occidente, solo tendríamos que trabajar tres horas al día. Creía que el desarrollo técnico y el aumento de la producción podrían satisfacer nuestras necesidades con menos trabajo. Para Judy Wajcman, el presente no funciona así porque “ha habido un aumento terrible en la desigualdad”, reconoce. “Él estaba imaginando, creo, un mundo en el que la riqueza se distribuiría de manera más equitativa y que produciríamos lo suficiente para que la gente pudiera tener un nivel de vida decente. Y que, al elevar las condiciones de vida, la gente podría elegir. Creo que las personas elegirían trabajar menos horas si sus necesidades básicas estuviesen cubiertas. Keynes es uno de los economistas más inteligentes. Se dio cuenta de que, hasta cierto punto, necesitas dinero para ser feliz, pero pasado ese punto, ser muy rico no te hace más feliz que el resto y que importan otras cosas”. 

La pregunta que surge aquí, dice, es cómo distribuir el trabajo para que la gente pueda vivir una vida decente de verdad. “La tecnología no tiene la culpa”, se responde rápidamente. “Leí el otro día que en Portugal introdujeron una política de no enviar mensajes de texto a los empleados durante el fin de semana. Una sabe que debería poder tener un fin de semana desconectado. Lo que quiero decir es que, para mí, esto no se trata de la tecnología en sí. La tecnología facilita la disponibilidad constante, pero el asunto es que la gente no debería tener que trabajar el fin de semana”, advierte la autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital (2017), ensayo en el que explica que no debemos culpar a los dispositivos tecnológicos por permitirnos hacer todo más rápido, sino que el problema es el reconocimiento que nuestras sociedades le dan a la productividad. Es el hecho, incluso, de mostrarnos públicamente en un estado de ocupación constante, como si eso fuera señal de éxito. 

¿Podría cambiar esto de alguna forma? 

“Estamos atrapados en esta paradoja de que, por un lado, buscamos que la tecnología resuelva todos estos problemas y por otro, estamos culpando a la tecnología por los problemas. Toda la tecnología llega a un tipo particular de sociedad donde hay valores. Y vivimos en una sociedad que valora la alta productividad, el hecho de estar haciendo la mayor cantidad de cosas que podamos y midiendo el éxito en términos de tipo de ocupación”, explica. LSE, su lugar de trabajo, por ejemplo, hoy está en huelga, al igual que “muchas otras universidades británicas, debido al exceso de trabajo”, cuenta. “Todos hemos visto cómo nuestras cargas de trabajo aumentan de manera espectacular, por lo que el hecho de que estemos corriendo todo el tiempo para mantenernos al día no tiene nada que ver con la tecnología. Tenemos más estudiantes, tenemos menos personal, tenemos menos dinero, tenemos más presiones”.  

Según Wajcman, hay algo fundamental que podría cambiar esta sensación agobiante de aceleración sin fin: “mejorar las condiciones laborales. En mi caso, estamos en huelga para mejorar nuestras condiciones de trabajo. Pero quienes lo tienen peor son los trabajadores que entregan comida y conducen taxis, por ejemplo. Hay muchos tipos de trabajo en los que la gente está con el tiempo en contra siempre, y apoyo mucho las campañas para mejorar las condiciones de trabajo de esas personas”. 

Judy Wajcman. Crédito: London School of Economics and Political Science.

En Esclavos del tiempo dice que “los atascos de tráfico y los tiempos de espera no tienen el mismo impacto en todo el mundo, ya que las personas ricas en dinero, pero pobres en tiempo», pueden utilizar su riqueza para comprar velocidad. El tiempo es hoy un lujo para unos pocos y, a la vez, una nueva forma de pobreza. 

—La forma en que la gente rica tiene acceso al tiempo es comprando servicios; de hecho, esa es también una estrategia individual: le pagan a otras personas para hacer la limpieza e incluso pasear a su perro. Cuando voy al parque, veo muchos paseadores de perros. Es increíble si lo piensas: las personas compran un perro y no lo sacan de paseo porque no tienen tiempo. Esa es la forma en que ganas tiempo: pidiendo comida, contratando a alguien que haga la limpieza, personas que pasean a tus perros. 

Una de sus preocupaciones actuales tiene que ver con el trabajo remoto. 

—La gente ahora está acostumbrada a trabajar desde casa, o lo hacen tres días a la semana y dos en la oficina. De lo que no se habla a menudo es, en realidad, que hay una tecnología mucho mejor para la vigilancia de las personas que trabajan en casa. El trabajo remoto ha sido una excusa para que haya mucho más uso de tecnología de vigilancia con los trabajadores. Cuándo inician sesión y todo eso. Un amigo que trabaja en el gobierno del Reino Unido me dice que pueden saber absolutamente todo, desde el momento en que inicias sesión por la mañana cuando comienzas a trabajar, hasta cuándo terminas el trabajo. ¿Qué estamos permitiendo que se registre?

En mi caso, hace poco alguien muy cercano murió y al día siguiente tuve que seguir trabajando, porque como periodista autónoma no tengo opción de parar. Ese día pensé que los trabajos en condiciones precarias pueden incluso menoscabar las tradiciones que tiene cada cultura en cuestiones esenciales, como, por ejemplo, el tiempo de duelo después de una muerte. 

—Lo siento mucho. Y creo que acabas de levantar un gran punto. Por ejemplo, acá ha habido campañas para que los trabajadores de Uber tengan dentro de sus condiciones laborales bajas por enfermedad y ciertamente se podría poner también la del duelo. Es algo básico. Por eso es tan importante que los trabajadores independientes, con contratos precarios, se organicen. El duelo es un tema muy importante para traer a la conversación, porque se trata, esencialmente, sobre el paso del tiempo. Cuando los niños son chicos, haces muchas cosas para cuidarlos, limpiarlos, alimentarlos, pero cuando son adolescentes, lo importante es que tú estés ahí. No es que estés haciendo mucho más que estar, pero tu presencia es la importante. Mi madre tuvo Alzheimer y durante los últimos años lo esencial solo era sentarte allí y estar con ella. 

Pareciera que no podemos vivir de forma armoniosa con la tecnología. En YouTube está lleno de personas contando su experiencia de desintoxicación de las redes sociales, pero estas son fórmulas individuales. ¿Es un triunfo del capitalismo el acto de no pensar en estrategias colectivas para vivir mejor?

—Lo acabas de decir muy bien. Estamos viviendo en una era en que las empresas de tecnología fomentan esto, que es empujar a la gente a pensar que es su responsabilidad controlar estas cosas. En mi iPad hay una aplicación que me dice cuánto tiempo paso en él. Incluso hablé sobre esto con uno de los diseñadores cuando estuve en Silicon Valley y ellos dicen, completa y genuinamente, que están tratando de ayudar a la gente que se obsesiona. Una de las grandes ironías de las que hablo bastante con la gente que pasa más de un año en Silicon Valley es que se aseguran de que sus hijos no lleven iPads o teléfonos al colegio. Necesitamos tener estrategias colectivas. Si no contesto los correos electrónicos de mi jefe en todo el fin de semana y todos los demás sí lo hacen, es un desastre total. Estos esfuerzos tienen que ser colectivos. 

La subversión del cansancio

«La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales», advierte la escritora mexicana Vivian Abenshushan en este ensayo incendiario, publicado hace unos meses en la Revista de la Universidad de México.

Por Vivian Abenshushan
Estoy agotada. No soy una máquina.
No puedo escribir.

—Alejandra Santillana.

Lo sentimos en el cuerpo, lo escuchamos en las conversaciones, lo leemos en los muros de conocidos y desconocidos, lo sabemos: no podemos más. Y, sin embargo, nos derrumbamos sólo una milésima de segundo para luego seguir de pie, produciendo. Nuestro derrumbe es el tiempo que dura el reenvío de un sticker (el gatito tecleando desesperadamente sobre una laptop), que es en realidad un llamado de auxilio. Si lo pensamos un segundo más, en lugar de la queja, terminaremos agradeciendo a los cuatro vientos el privilegio de tener un trabajo. No uno, decenas de pequeños trabajos pulverizados. De compromisos, actividades, proyectos. De ideas para salir al paso. De toneladas de mensajes en el chat, correos que se acumulan y pendientes que se intensifican. De fechas de entrega. De más repartos en menos tiempo (según las exigencias de las apps). De informes, demandas, deudas. De exámenes por corregir y mermeladas por preparar (estamos probando nuevos giros para la subsistencia). Inhalo, exhalo. Existimos, después de todo. En nuestras mónadas metropolitanas, separades unes de otres, armades de cubrebocas y gel, existimos. Durante la conmoción global provocada por la pandemia de COVID-19, en medio de las muertes sin duelo, los despidos masivos y la economía de campamento, decir ¡estoy viva!, parece ya mucho decir. Pero alguien, en algún lugar, entre un Zoom y otro, distraídamente se pregunta: ¿es esto, en verdad, una existencia? Por primera vez en el día, ese alguien puede respirar profundamente, abrir el plexo solar. Decide desconectarse. Se trata de un soplo crítico que agita el territorio.

No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. 
—Peter Handke. 

El agotamiento de los cuerpos se ha difundido por la superficie sensible de la humanidad como un grito multitudinario. ¿Qué dice? ¿Quién escucha? ¿A quién interpela? No se trata de un grito nuevo, pero algo en él se ha exacerbado. Es el impasse de la nueva normalidad, una percepción corporal de que todo ha cambiado para seguir igual. O peor. Antes de la pandemia vivíamos ya en un mundo imposible, con jornadas de trabajo interminables y fechas de pago que podían variar de modo indefinido, en condiciones de empleo terriblemente débiles. Antes de la pandemia sabíamos que las categorías de trabajo fijo, derechos laborales y salario regular eran restos de otro mundo guardado en los anaqueles de la historia. Sabíamos también, gracias a Isabell Lorey, que la precariedad no es una condición marginal ni excepcional ni una tragedia pasajera que le sucede a unas o a otres, sino una forma de gobierno, es decir, una forma de docilidad inducida a través de una percepción de inseguridad permanente. Mediante la precarización, escribe Lorey, somos gobernades y seguimos siendo gobernables. Porque no se trata sólo de una forma de poder y explotación potencial, sino de un dispositivo de reproducción de modos de existencia, una forma de subjetividad. La precariedad es el cuerpo que lo puede todo aunque esté a punto de venirse abajo. Es la disponibilidad total, la capacidad para surfear entre distintas tareas y responder a todos los mensajes de WhatsApp, sin derecho a ninguna vida distinta a la que permite el tiempo de producción. Es saberse descartable, intermitente, con el terror solitario de enfrentar un desalojo por no pagar el alquiler. Es, sobre todo, la gestión empresarial, económica y política de ese terror: la renuncia del precariado a todas sus esferas de autonomía (incluidas las horas de sueño) en aras de un trabajo temporal y mal pagado. ¡Es que es eso o nada!

Serie “Ready Maid” (2017), de Bruna Truffa. Pieza de cerámica esmaltada blanca y oro.
Fotografía: Patricia Novoa Crédito: Gentileza de la artista.

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No hay mejor clima que la crisis para persuadirnos de que no hay otra opción que la precariedad. La garantía de un mínimo de seguridad en medio de la inseguridad generalizada. Lo único que ha ocurrido durante la pandemia es que la crisis sanitaria global, bajo sus condiciones de aislamiento y el miedo ante lo incalculable, ha intensificado las formas de perversidad y abuso laboral. La nueva normalidad no es otra cosa que el momento fundacional de un nuevo grado de control y regimentación capitalista. Es un más allá del trabajo de tiempo completo, algo más que el intento de empezar otro ciclo de hiperexplotación y expansión de los mercados a través de la renovada cibernética social. Bajo el lema que ya pregonan los empresarios por doquier: “¡El trabajo en línea llegó para quedarse! ¡Bienvenida la optimización de recursos! ¡La uberización del empleo es la alternativa! ¡Toda crisis genera una oportunidad!”, se expresa algo más que una nueva reestructuración del trabajo posfordista, esa mutación radical a la que asistimos desde hace cuarenta años y que se ha convertido en el escenario que hoy damos por sentado: globalización, flexibilidad, disolución de la organización sindical, desplazamiento del trabajo material a fábricas con mano de obra barata o trabajo esclavo, atomización del trabajo inmaterial con el celular como oficina full time, apoteosis del consumo, gobierno psíquico del algoritmo, etceterísima. Si antes de la pandemia la fábrica ya estaba en todas partes, incluida la química de nuestro cerebro, ¿qué hay de nuevo ahora? Se trata de la propensión capitalista a colonizar y debilitar extensivamente los últimos rincones de la vida. Sobre todo de aquella vida que había descubierto en su fragilidad un forma de potencia, la posibilidad de fraguar precisamente una vida otra (una vida-en-común), agrietando sensiblemente esos mecanismos de gobierno y esas conductas gobernadas.

No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. 
—Peter Handke.

No quisiera omitir aquí esa grieta, ese umbral. Hacerlo sería omitir demasiado. Sería:

omitir la fuerza afirmativa y vitalizadora entrelazada con la revuelta, la alegría del cuerpo colectivo luchando por mantener con vida la vida misma, aun en su gemido de muerte, 

como ha escrito Amador Fernández-Savater en Habitar y gobernar, un libro que he leído como un faro durante la pandemia. No hablar de las insurrecciones en curso sería volverme cómplice aquí, en este escrito, de la política del encierro, del “no hay alternativa”. Por eso, no olvido que una semana antes del gran confinamiento, miles de mujeres asistimos, en México y en el mundo, a la marcha multitudinaria del 8M llenas de vitalidad y de rabia. Recuerdo que, junto a mis amigas, cuerpo a cuerpo, escribí sobre una telita: “El deseo de cambiarlo todo”, ni más ni menos. Se trata de la frase con la que Verónica Gago ha descrito la fuerza telúrica de la lucha de las mujeres en su libro La potencia feminista. En ese deseo habíamos encontrado un modo de hacer de nuestra vulnerabilidad una fuerza en rebelión. Al día siguiente, convocamos a la huelga feminista, abriendo una gran conversación colectiva sobre quiénes podían parar y quiénes no, sobre el trabajo invisible de los cuidados, sobre la fábrica permanente. ¿Cuál es tu precariedad, cuál es tu huelga? ¿Parar significa también parar los flujos del capital en internet? ¿Nos desconectamos? Ésas eran algunas de nuestras interrogantes. Sabíamos que no hay salida individual a los problemas colectivos, que no se puede parar a solas. Recuerdo también que unos meses antes, desde Chile, nos llegaban las noticias del llamado de los estudiantes de secundaria a evadir masivamente los torniquetes del metro, una revuelta popular contra el aumento de los precios del transporte que involucró, más tarde, a millones de personas en una serie de movilizaciones que iban de Arica a Punta Arenas. Las reivindicaciones sociales más diversas se sumaron hasta desembocar en la demanda de una nueva Constitución, fundada en los derechos sociales, laborales e indígenas y abocada a la redistribución del ingreso.

Umjetnik radi (Artista trabajando) (1978), Mladen Stilinovic. Fotografía en blanco y negro 8 x (30 x 40 cm). Crédito: Cortesía de Branka Stipančić, Zagreb.

Esos estallidos rompían el predominio aparente del “aspecto servil del gobierno de los precarios” y nos daban pistas sobre la insurrección por venir. Pero entonces llegaron el virus y la crisis sanitaria, que implicaron también un congelamiento del cuerpo colectivo a escala mundial. ¿Qué hacemos ahora? Parar, eso hicimos. Durante unas semanas, detuvimos todo. Y entonces la crisis, junto con otros usos del tiempo, se abrió como un umbral. Ahora que escribo desde la extenuación de la normalidad restaurada, confieso que siento una extraña nostalgia por aquel primer momento, que parece lejanísimo, cuando el virus irrumpió con la fuerza del acontecimiento. Una fuerza anárquica de metamorfosis, escribió Emanuele Coccia, que llegó a desordenarlo todo, a romper la linealidad no sólo de la trama del capital, sino de nuestra aparente inmunidad humana. A pesar de la incertidumbre, o quizá gracias a ella, ese periodo supuso una emergencia, en el sentido de lo que apremia y duele en la contingencia, pero también de lo que germina, de lo que surge desde el subterráneo como capacidad para imaginar los mundos que vendrán. Esa emergencia cobró la forma de una serie de preguntas radicales sobre nuestro lugar en la comunidad de lo viviente y el tipo de relaciones otras que necesitábamos profundizar con el planeta, antes de que el culto al crecimiento ilimitado lo hiciera colapsar. Parecía que la forma del capitalismo imperante había perdido toda credibilidad. 

“La crisis enseña a ver los dispositivos de normalización como opresiones a destituir”, ha escrito Diego Sztulwark en La ofensiva de lo sensible, refiriéndose a la crisis argentina del 2001, que podría ser la crisis financiera del 2008 o la crisis sanitaria presente: todos ellos momentos de “engendramiento de estrategias capaces de extraer vitalidad de un medio árido, mortífero”. Ante la vida amenazada, se tejieron redes de apoyo mutuo, se abrieron foros de pensamiento radical, se escribieron montones de ensayos disidentes. Pero antes de que esas sensibilidades en emergencia llegaran a multiplicarse, el neoliberalismo (ya desacreditado) comenzó a pergeñar la intensificación de su proyecto, llamando a la restitución de la normalidad (nueva) que neutralizó la potencia de la crisis, es decir, todo lo que la llegada del virus había desvelado sobre las desigualdades imperantes. Incluso durante el primer confinamiento, una actividad trepidatoria y loca se abalanzaba sobre nosotres en internet, como una especie de respuesta despavorida ante el horror vacui de la pausa global. El ocio intensificó sus formas de consumo y trabajo transmutándose en su propia negación: un negocio. ¡El algoritmo entró en éxtasis! 

Cuando las notas periodísticas comenzaron a hablar de un nuevo fenómeno, el cansancio social, no hubo tiempo siquiera para preguntarse: ¿a dónde se fue ese intervalo fértil de elaboración de saberes que había traído consigo el virus? Se fue al cansancio, un lugar que hace difícil actuar. La nueva normalidad es corrosiva, una corriente subterránea de debilitamiento extremo, depresión clínica y ansiedad. La fatiga vuelta estado de excepción permanente es el lugar más solitario de la desafección política, una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta atención. ¡Ánimo! ¡Tú puedes! Como explica Mark Fisher, lo que ha hecho el realismo capitalista es persuadir a les trabajadores de que las fuentes del estrés se encuentran en su interioridad, su inadaptación al medio, su falta de flexibilidad o resiliencia, su procrastinación desorganizada, y no en las estructuras de la violencia económica. Todo quiere reconducirnos a los ideales de fluidez y funcionalidad, desde el mindfulness hasta los quince minutos de cardio, curas mediadas por el mercado que nos devuelven a la estabilidad. 

La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales. ¿Cómo disolvemos los envoltorios que nos mantienen como sujetes del rendimiento? ¡Abriéndole espacio al cansancio! Porque el cansancio es la expresión de un límite, el límite material del cuerpo. Y los cuerpos son irreductibles a los flujos del capital. En lugar de acallar el síntoma, en lugar de confinarlo en la clínica o la farmacia, la urgencia política es escucharlo, dice Sztulwark. Estos cansancios requieren ser compartidos, no privatizados.

Ha hecho falta que todo tipo de pantallas se interpusieran entre nosotros y el mundo para restituirnos el incomparable brillo del mundo sensible, el asombro ante lo que está ahí.
Tiqqun.

Conspirar (respirar con otros) se volvió literalmente imposible durante el confinamiento. Pero hoy sabemos que con cubrebocas y aire libre, las posibilidades del contagio disminuyen. Quizá sea el momento de volver a conspirar al aire libre y cuidarnos desde ahí (convocar a pequeños grupos de estudio, reconstruir formas de autonomía en común, emplazar a deambulaciones urbanas o boscosas, bailar a la intemperie). Salir de nuestras ratoneras en la Babilonia de la información para imaginar las otras formas-de-vida que esta crisis invoca. Tejer las redes que nos permitan decir que en el cansancio no estás sola y que la culpa no era tuya. O decirle en la cara al emprendedor interior, al jefe tiránico y al realismo capitalista: no es no. La conspiración (por ahora especulativa) puede tomar como señal el vagabundeo de Rebecca Solnit y extenderse hasta la colectiva Precarias a la Deriva. Caminar con otres es llevar al cansancio de paseo, ensanchar la fatiga desde donde sanar juntes. La insurrección rampante, la insurrección por venir, podría comenzar por volver al bosque del que venimos. Tender una emboscada. En un acto masivo a cielo abierto, todes les que no encajamos o no queremos encajar, arrojaremos nuestros celulares a una gran pira, para luego trepar a los árboles y permanecer ahí, en posición vegetal o pajarística, con la persistente voluntad colectiva de no hacer nada.


Este artículo fue publicado originalmente en el número de octubre de 2021 de Revista de la Universidad de México.