Remedios Zafra: El poder del hartazgo

Pocas ensayistas como Remedios Zafra se han adelantado tan bien a estos tiempos. Desde hace más de una década, la filósofa española viene advirtiendo sobre las formas en que el trabajo está fagocitando la vida y entrometiéndose en nuestros cuartos propios conectados, esos espacios público-domésticos llenos de pantallas y ruido a los que el teletrabajo terminó por confinar a muchos. La autora de El entusiasmo y Frágiles habla sobre la manera en que el capitalismo se ha radicalizado, sobre precariedad y autoexplotación, pero también sobre las formas en que millones de personas, cansadas de sus vidas invivibles, están provocando, sin saberlo, un cortocircuito.  

Por Evelyn Erlij

En 2010, cuando predecir una pandemia sonaba a fantasía, cuando faltaba una década para que el trabajo invadiera la vida con el auspicio de WhatsApp y las reuniones se hicieran en pantuflas vía Zoom, Remedios Zafra (Zuheros, 1973) publicó un libro que hoy pone la piel de gallina. En él planteaba un futuro cercano en el que pasaríamos cada vez más tiempo detrás de una pantalla para trabajar; un mundo sin párpados en el que veríamos y seríamos vistos todo el tiempo; una vida reducida a los pocos metros cuadrados de una habitación propia que, a diferencia de la de Virginia Woolf, ya no sería un espacio de libertad, sino de nuevas formas de esclavitud. “No resulta baladí que este movimiento de «vuelta a casa» propiciado por Internet y las formas de relación y trabajo inmaterial ocurra análogamente a las periódicas puestas en crisis de la movilidad por la vulnerabilidad a la que el desplazamiento veloz expone a los cuerpos y al planeta”, advertía en Un cuarto propio conectado.

Entre las causas posibles que asentarían lo que hoy llamamos “teletrabajo”, Zafra mencionaba atentados, agentes climáticos adversos o alguna “enfermedad globalizada”, eventos que impondrían “nuevas exigencias de imaginación política y económica derivadas de un sistema capitalista que se debate entre repetirse y reimaginarse, pero no dispuesto a ceder”, advertía. Lo cierto es que la pandemia, este mal de dimensiones planetarias, confirmó su tesis: el trabajo desde casa terminó haciendo más eficientes las formas de producción; muchas empresas ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja sin horarios y cada cual pone su propio internet al servicio del empleador. La ansiedad y el cansancio se han exacerbado, y si la línea entre el trabajo y la vida antes era difusa, hoy es imposible distinguirla. En otras palabras, el capitalismo no cedió: se volvió incluso más agresivo.

Remedios Zafra. Gentileza de la autora

“El sistema no solo no ha frenado, sino que ha dado una nueva vuelta de tuerca. Al teletrabajo ya normalizado después del experimento hiperproductivo de los confinamientos, se suma la vida-trabajo hilada con viajes, desplazamientos y presencialidad que llevan al agotamiento y al hartazgo de muchos”, explica Zafra desde España, meses después de publicar Frágiles, un ensayo en el que estudia lo que define como “la nueva cultura ansiosa” del trabajo a la luz de la crisis del coronavirus, que ha expuesto como nunca la vulnerabilidad de los cuerpos, pero también los vicios de las prácticas laborales y la autoexplotación. El libro es una suerte de continuación de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital —ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2017—, obra que la instaló como una de las principales pensadoras en torno a la cultura contemporánea, la creación e internet.

Ese texto fue un remezón: Remedios Zafra diagnosticaba una industria cultural impulsada por un entusiasmo fingido de sujetos dispuestos a sacrificar sus vidas a cambio de pagos simbólicos —reconocimiento, aplausos, likes— o de esperanza de vida pospuesta —“haré esto gratis porque algún día dará réditos”—. Un entusiasmo que serviría de motor para trabajos culturales, creativos e incluso académicos; tareas pasajeras que consumen energía y tiempo, que quizás suben la autoestima, pero que no aseguran ni dinero ni un buen vivir. “Como si la pareja «pobreza y creación» actualizara, en un giro y engarce temporal, aquella época anterior a la invención de la imprenta en la que, sugería Smith, «estudioso y pordiosero» eran palabras casi sinónimas”, escribió en ese ensayo angustiante que sacó ronchas e hizo, incluso, que se le acercaran varios precarios a reclamarle por hacerlos tomar conciencia de sus “vidas poco vivibles”. 

Frágiles, de hecho, nace en parte como una respuesta a una de esas quejas, un impulso que la lleva a hacer un diagnóstico más extenso sobre cómo el trabajo en el siglo XXI —y en especial luego del coronavirus— va secuestrando cada vez más la vida íntima, sobre cómo devora nuestros tiempos de ocio y exige más y más deberes. ¿No son la visibilidad, la autopromoción y la construcción de identidad en redes sociales nuevas obligaciones para ser alguien, tener éxito y existir?

“Cuando escribí Un cuarto propio conectado, la idea que teníamos del teletrabajo abarcaba una gran cantidad de actividades intelectuales, reflexivas, creativas, administrativas y de gestión que podíamos hacer en casa, habitualmente ‘en silencio’ —dice Zafra, que además de ensayista y académica es Científica Titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España—. Uno de los cambios más evidentes ha sido que el cuarto propio conectado en los dos últimos años de pandemia se ha vuelto ruidoso e intrusivo. Las ventanas de interlocución se han multiplicado y muchos normalizan que puedan videollamarnos en cualquier momento, fracturando ese espacio-tiempo que con mucho esfuerzo estábamos configurando como espacio para recuperar la atención perdida y lograr un ‘trabajo con sentido’. De pronto, el trabajo ha explotado en actividades que se concatenan en la pantalla sin apenas transición y descanso”.

¿Crees que la realidad del trabajo es hoy peor que como la imaginaste en 2010?

—Ha cambiado en muchos sentidos, y confío en que siga cambiando para configurar mejores organizaciones de tiempos de vida y trabajo. El escenario se ha hecho más complicado con la vuelta de muchos trabajadores a la presencialidad “sin” restar el teletrabajo que se ha instalado como dinámica normalizada. La problemática exige tener en cuenta varias cuestiones. Por un lado, abandonar la visión acomplejada de que el trabajo es el lugar al que se va y no “la práctica que se hace”, de forma que muchos piensan que la presencialidad es “en todos los casos” la mejor opción, sin valorar que es también la más contaminante y la que suma más tiempos a trabajos que en gran medida podemos desarrollar en casa y que tienen (y deben tener) el mismo reconocimiento. Por otro lado, racionalizar nuestros tiempos de trabajo, aprender a gestionarlos, a exigir horarios y respeto por los tiempos propios y de descanso. Pienso que el teletrabajo es un modo imprescindible y necesario para una vida mejorada y para lograr un mayor compromiso con los demás y con el planeta, pero no puede ser impuesto, sino negociado y personalizado. No puede ser considerado como un extra de tiempo invisible y sumado al presencial.

Durante la pandemia millones de personas han renunciado a sus trabajos, ya sea por una toma de conciencia de la explotación laboral, por la crisis del cuidado infantil o porque las ayudas gubernamentales han permitido correr el riesgo. En inglés lo llaman The Big Quit y Paul Krugman cree que esto es una gran reformulación del capitalismo. ¿Cómo ves esta situación? 

—La veo con esperanza, porque el capitalismo contemporáneo se apoya en la desarticulación colectiva y en el espejismo de éxito individual sobre la desaparición de un suelo de garantías sociales que contribuye a normalizar la precariedad hiperproductiva sin mayor respuesta que la queja solitaria. No contaban con que la queja es contagiosa. En este sentido, la pandemia ha sido el “gran interruptor” que ha permitido a muchos frenar y tomar conciencia. De la fragilidad de los cuerpos de manera dura y cotidiana, pero también del sinsentido de una vida que nos hace infelices cuando nos dociliza y convierte en engranajes de la máquina.

Da la impresión de que el capitalismo, en vez de reimaginarse durante la crisis, se radicalizó.

—El capitalismo siempre busca sacar partido de las coyunturas, pero en este caso no ha valorado el hartazgo de quienes se han visto frágiles y han empezado a moverse en otro sentido. Lo que ha ocurrido en Estados Unidos con la gran dimisión es ilustrativo de este otro tipo de contagio no esperado por el sistema y que sitúa, por una vez, a los empleadores sin instrumentos para actuar. Porque cuando una persona abandona un trabajo que considera precario, injusto u opresivo puede que no movilice más allá de su dignidad, pero tiene la fuerza simbólica de generar preguntas en el de al lado. El contagio social también se da como forma de movilización y activismo. Y en este caso es más llamativo, puesto que la herramienta predictiva del capitalismo se basa en lógicas algorítmicas (sostenidas en estadísticas sobre “lo ya vivido”) y no ha podido prever la situación. Cierto que para que ese ejercicio de contagio tenga lugar se precisa un dejar de mirar al frente (la pantalla) y volver la mirada a quienes están al lado.

En ese sentido, la vulnerabilidad nos convierte en una comunidad: podríamos crear lazos entre frágiles. ¿Ves algún potencial político ahí? 

—Pienso que todo movimiento colectivo posible requiere un paso necesario que es la toma de conciencia. A partir de ahí cambiar ese mantra capitalista que refuerza al individuo como alguien individualista productivo y no pensativo, obliga a un pensarse como un “pensarnos”. Lo que no está claro es si ese encuentro comunitario se materializará de manera activa (como en una suerte de Workers Lives Matters) o pasiva, como está ocurriendo con la dimisión, que hasta ahora es la seña de identidad de este nuevo cambio. El freno que ha supuesto confinarnos viendo (o experimentando) la enfermedad y la muerte ha acentuado nuestra percepción como seres vulnerables. Lo que cabría esperar es que dicha percepción pueda ser articulada desde una renovada solidaridad social que nos permita imaginar otras formas de vivir y trabajar. Formas que están por definir, pero algo tenemos claro: las actuales no nos sirven.

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En los primeros meses de la pandemia, Remedios Zafra solía citar el ejemplo de Isaac Newton para explicar el potencial que podía tener esta crisis para fortalecer la concentración creativa: en 1665, una epidemia de peste obligó al científico a encerrarse por un período largo en su granja, gracias a lo que pudo enfocar su atención y hacer algunos de sus descubrimientos más importantes. El tiempo que ha pasado desde que el covid-19 irrumpió en la cotidianeidad prueba que, a la larga, ocurrió lo contrario: a falta de espacios públicos y vida social, las pantallas se convirtieron más que nunca en la forma principal de interactuar con el mundo exterior. La ensayista lo venía diciendo hace años en libros como Ojos y capital (2015): vamos en camino a una nueva idea de lo real, donde la visibilidad es garantía de existencia y valor, y donde los ojos son el nuevo capital. Así nace otra desigualdad: la de los no-vistos, los que no existen en el mundo conectado, los que no tienen acceso a internet o educación digital.

“El precio de la desconexión total es un precio al que solo se pueden enfrentar los ricos o los valientes —explica la autora—. Quizá la complejidad y el reto de todo esto radique en aprender a gestionar la desconexión no como algo radical y definitivo (que solo alentaría formas de oscilación y polarización) sino como parte de un aprendizaje de emancipación y libertad, tomando el control de nuestros tiempo y vidas, sin renunciar a su potencia transformadora para socializarnos y generar comunidad, conocimiento y un mundo mejorado”. 

Dices que vivimos en un mundo-vertedero ávido de aquí y ahora, “en una época que no puede aguantar más sobreproducción ligera, más residuo”, detrás de pantallas-escaparates sin párpados que nos anestesian y nos hunden en el basural audiovisual generado por los excesos del capitalismo de la información. 

—La precariedad contemporánea se caracteriza por normalizar lo descartable. Categorías como aceleración y exceso definen un mundo excedentario en información y datos pero también en ruido, donde se incentiva una producción rápida que por lo tanto es, en la mayoría de los casos, un hacer “sin alma”, “sin sentido”, sin la posibilidad de profundizar en las cosas. Tiene que ver con el predominio de lógicas de valor que priman lo “acumulativo” frente a lo narrativo, que busca integrar la complejidad.

Mientras más precarios los trabajos, mientras más inestables, más necesario es agradar, sonreír, ser simpático. También hablas de la cultura de la culpa, muy enraizada en la cultura laboral de la autoexplotación. ¿Cuánto del trabajo contemporáneo se juega en los afectos?  

—Es un tema que me parece clave. En El entusiasmo esta es una de las ideas sobre las que se sostiene la reflexión: que en un contexto de precariedad normalizada, donde la mayoría están formados y tienen expectativas, el sistema se vale de la instrumentalización de su entusiasmo para contratar a los que están dispuestos a dar más por menos e incluso a dar las gracias. Ser elegidos entre una multitud de desempleados y considerar que el trabajo precario o a veces ni siquiera pagado es el premio es una perversión absoluta pero real del sistema.

Ocurre además en tanto el trabajador se convierte también en imagen y marca de sí mismo en las redes y sabe que el “parecer” será esencial como carta de presentación. El asunto de los afectos por el que me preguntas tendría mucho que ver con lo que en Frágiles denomino un sujeto “desapasionado” que se entrena en el agrado y el aparentar como manera de sobrevivir en un entorno hostil donde pesa más el parecer que el ser. Es un rasgo claro de la cultura feminizada por el patriarcado, donde “el agrado” ha sido entrenado y alentado en las mujeres como forma de docilización. Ahora pasa algo similar con los trabajadores.

Has dicho que el trabajo intelectual debe ayudar a pensarnos en la complejidad de la época, pero que la velocidad y el exceso terminan por neutralizar ese pensamiento crítico. ¿Qué consecuencias tiene vivir bajo esa contradicción?

—Vivimos un tiempo que menosprecia el trabajo reflexivo. El trabajo cultural y humanístico es denostado como trabajo prescindible y menos productivo. Alentar que no necesitamos pensamiento es sucumbir a la idea de un mundo complaciente y domesticado. El trabajo cultural e intelectual no es más o menos útil, es necesario, imprescindible diría. De él esperamos que logre perturbar y zarandear conciencias, que despliegue sus argumentos críticos frente a formas de poder y opresión simbólica que se normalizan. Pero ocurre que contextos como los universitarios o culturales están también afectados por la mercantilización del conocimiento y la burocratización o apagamiento precario de muchos de sus trabajadores. Quienes trabajamos en estos contextos y tenemos los privilegios de ser vistos y leídos tenemos que alertar de esta situación y pensar solidariamente en maneras de empatizar y crear lazos, de generar resistencia a la mercantilización del saber.

Esto no puede ser una sentencia, hay posibilidad de intervención. Cierto que esto nos hace vivir con constantes contradicciones, pero pienso que cuando somos conscientes de ellas, pueden operar como base y estímulo de nuestro pensamiento. De hecho, lo que advertimos como contradicciones en muchos casos no es más que la capa visible de la complejidad.

Juan Castillo: «El desierto es lo único que considero como mi patria»

Todos los años, desde 1997, algún proyecto o exposición trae de vuelta a Chile al artista y ex miembro del emblemático grupo CADA en los 70. Castillo es autor de una obra siempre en construcción, que ha puesto foco en el desarraigo de las personas que dejan su país de origen y van generando nuevas identidades. Ahora, en el MAC de Quinta Normal, presenta Geometría emocional, que tiene un carácter aún más personal al indagar, a través de pinturas, videos e instalaciones en el espacio, en el éxodo de compatriotas que, cómo él, se quedaron en Suecia.

Por Denisse Espinoza E.

Juan Castillo (Antofagasta, 1952) llevaba 15 años lejos de Chile, estaba exponiendo en el Festival Internacional de Seúl un proyecto nuevo titulado Frankenstein, que consistía en la proyección de un rostro formado por fragmentos de etnias de distintos lugares del mundo, cuando el cineasta y curador francés Jean-Paul Fargier le sugirió exponer esa obra en su país de origen. “Ya no tengo ninguna relación con Chile, le dije. Y de vuelta me responde que él sí y que me llevaba a la Bienal de Videos, y fue así que empecé de nuevo a venir todos los años a Chile”, recuerda el artista sentado en la cafetería del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

Juan Castillo. Foto: cortesía MAC Quinta Normal.

Fargier, videoartista francés y quien fuera uno de los nombres clave en el desarrollo de Festival Franco-Chileno de Video Arte—que en los 90 derivaría en la Bienal de Video y Artes Electrónicas y que hoy continúa vigente como Bienal de Artes Mediales—, logró insertar la obra de Castillo ese mismo año en la Bienal de Video en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC). La pieza no solo marcó la vuelta del artista a la escena local, sino que “abrió una de las líneas de reflexión más importantes de su trabajo relacionadas con su experiencia como persona migrante”.

Así lo describe Andrea Pacheco, curadora de la actual muestra que tiene otra vez de vuelta a Castillo en el país y que en una de las cinco salas alberga el registro de Frankenstein, el proyecto con el que comenzó todo. En Geometría emocional —abierta hasta enero en el MAC de Quinta Normal— el artista despliega pinturas, videos, objetos e instalaciones a partir de 12 entrevistas realizadas a compatriotas que como él se exiliaron en Suecia tras el golpe de Estado de 1973 y a sus descendientes, entre quienes se cuenta también su hijo.

“Partí de una pregunta muy vaga y general: les pedí que me relataran qué es lo que piensan cuando piensan en Chile. La variedad de respuestas fue muy bonita, porque en las generaciones antiguas hay una relación dolorosa con Chile y se entiende porque varios de ellos estuvieron prisioneros en campos de concentración antes de salir al exilio. Pero las nuevas generaciones son otra cosa, tienen una mentalidad sueca, hablan un español champurreado y tienen una relación idílica con lo que es Chile”, comenta Castillo.

El artista selecciona frases para armar relatos visuales: pinta los rostros de los protagonistas y escribe sus respuestas en la pared, en el suelo y sobre piedras que cuelga en las paredes, también en otros objetos encontrados. Usa té y harina —materiales que son parte del imaginario de su infancia en las salitreras del norte— para pintar los lienzos inspirados en obras de otros artistas, desde Violeta Parra, pasando por Pablo Burchard, Alejandro Montero y Paloma Rodríguez. Al final del recorrido se develan los videos con las entrevistas y las frases van encontrando cada una su contexto.

“Hay una carga emotiva que es muy fuerte. Me quedé muy contento cuando terminé de montar en el MAC porque la misma gente del museo me decía que era algo increíble, que se les paraban los pelos al escuchar los relatos. Incluso el otro día vino Alfredo Jaar a visitar la muestra y entra y me dice ‘oye hueón la cagaste, vi a dos personas que salieron llorando’”, cuenta el artista. “Eso ya me parece muy emocionante, porque para mí lo importante era empezar a recoger esta memoria fantástica de los exiliados que está desapareciendo, porque nadie se está dando el trabajo de registrarlo. Es algo que se ha explorado muy poco, y este es solo el comienzo”, agrega.

Como antecedente está Huacherías una serie de exposiciones que el artista realizó entre 2015 y 2017, con obras en video-objetos y pinturas a partir de relatos de migrantes en Chile, y donde busca reconocer al “huacho” que hay en todos, desmontando la idea de las identidades arraigadas en la nacionalidad.

Para Juan Castillo, el arte siempre es una obra abierta, una obra vital que se va construyendo de a poco, episodios a los que vuelve una vez para sumar un nuevo comentario, agregar un nuevo capítulo. También es una obra que siempre tiene cruces de disciplinas y soportes, estrategia de la que fue uno de los pioneros junto al Colectivo de Acciones de Arte (CADA), el grupo que en 1979 fundó junto a Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld, Diamela Eltit y Fernando Balcells, y con el que desarrolló bulladas performances en contra de la dictadura de Pinochet.

En 1982 y tras el intenso trabajo con el CADA, Castillo participó en la Bienal de París y desde allí comenzó un periplo mostrando sus obras por varios países de Europa, hasta instalarse en Suecia. Nunca más regresó. Hoy sus obras son parte de las colecciones suecas más importantes, vive en una cómoda casa en Svedje y viaja a Chile una o dos veces al año.

Obra de Geometría emocional (2021), Juan Castillo.

¿Cómo ha sido tu experiencia como migrante en Suecia, siendo además artista?

—Es difícil insertarse en Suecia para los extranjeros, pero es difícil como lo es para los extranjeros también acá. La verdad es que la única vez que me sentí segregado fue en el propio Chile, cuando me trasladé desde el desierto de Atacama a estudiar a Santiago. Pero hay discriminación en todos los países y todo país es un invento. O sea, qué tiene que ver un tipo que vive en Arica con uno que vive en Punta Arenas, culturalmente no tanto. En Suecia hay discriminación, pero la verdad es que no me puedo quejar tanto, porque finalmente los suecos me han elegido para representarlos en bienales de arte, y yo me pregunto si aquí en Chile elegirían a un boliviano para enviarlo a Venecia, imposible. He conseguido muchas becas y recursos de lo que sería el Consejo de la Cultura sueco para mi obra, y claro que sería más fácil si fuese sueco, pero igual estoy representado en las colecciones más importantes de Suecia. El gobierno sueco me compró hace unos años una cantidad de obras importantes, por sobre 40, eso es harto. Pero cuando recién llegué a Suecia no fue fácil. Trabajé lavando platos, hice todo lo que hacen todos los inmigrantes y no fue un mes, trabajé 3 años. Pero hace mucho tiempo que vivo del arte. Con la venta de mis obras me compré unas casas en un pueblo que tiene puro caserío, no hay ni almacén, está alejado de todo, pero es increíble. Además, cuando cumplí 65 años vino el gobierno y me dijo «señor, usted está jubilado», y comencé a recibir mil euros mensuales. Para mí eso era increíble. Algunos amigos me decían que era una miseria, pero si yo estoy acostumbrado a solucionar mi economía solo: mil euros extra son increíbles, me da estabilidad. Todas esas cosas en Chile son imposibles para la gente que no nació con una herencia de familia.

Devolviéndote la pregunta de tu muestra ¿cómo describirías tu relación con Chile?

—A mí me gusta vivir en Suecia, no tengo ese bicho de algunos chilenos que dicen «oh, qué daría yo por venirme a vivir en Chile». Cuando vengo en el avión de viaje a Chile, vengo feliz, y cuando voy en el avión de vuelta a Suecia, voy feliz también. Creo que uno tiene que vivir en todos lados; si te sale una exposición en Shanghai, pues vives en Shanghai, para eso está el planeta. Pero si hablamos de patria, para mí el desierto es lo único que considero mi patria. Creo que uno pertenece a un paisaje más que a un país, y lo divertido es que ahora he terminado viviendo en el paisaje opuesto, un país con nieve y temperaturas que pasan de menos 45 a 12 grados.

Cada vez que viene a Chile, Juan Castillo vuelve a reunirse con los amigos artistas de antaño, pero también tiene una facilidad increíble para armar proyectos con las nuevas generaciones, a quienes suele invitar a su casa en Suecia, que se ha convertido en destino de residencias artísticas. “Yo pago la comida y el alojamiento y ellos se encargan de postular al fondo de ventanilla abierta para pagar los pasajes. Ha funcionado mucho y ha pasado un montón de gente, hace 15 años que lo hago”, cuenta.

Durante la revuelta social colaboraste con el colectivo Pésimo Servicio de Valparaíso, ¿cómo se dio ese trabajo?

Yo había llegado a Valparaíso para una exposición donde iba a participar también Enrique Ramírez, y cuando llego me dicen que no se puede hacer nada por la revuelta, pero que me quedara en el hotel si quería porque eso ya estaba pagado. Así que eso hice. Ser testigo del estallido fue super emocionante, claro que con las lacrimógenas me ahogaba, así que cuando comenzaban a salir las bombitas me devolvía al hotel. De repente me invitan a dar una conferencia en el Centex junto a este grupo que es Pésimo Servicio, cada uno habló de su trabajo y quedamos enganchados altiro. Almorzamos juntos y de eso salió el primer proyecto, que se hizo justo antes de la pandemia en marzo de 2020. Yo les ofrecí trabajar con un proyecto mío (Minimal barro 2006-2011), que consistía en proyectar una imagen en la parte trasera de un camión que se paseaba por el plan de Valparaíso. Ellos pusieron la imagen de la bandera chilena y los pacos desfilando abajo, y de sonido usamos el discurso que dio Piñera sobre que Chile estaba en guerra. Lo proyectamos de noche y terminamos en la Plaza Sotomayor cuando nos detuvieron por no tener permisos. Ahora algunos integrantes de Pésimo Servicio están esperando los resultados de un proyecto para ir a mi casa en Suecia, donde quieren trabajar con mi archivo. Va a ser muy bonito.

Obra de Geometría emocional (2021), Juan Castillo.

Fuiste parte y fundador del grupo CADA, que fue muy importante en la historia del arte de resistencia durante la dictadura. ¿Qué ha significado para tu carrera posterior?

—El CADA fue algo importante, pero también algo que ya pasó. A veces con la Lotty nos daba rabia porque siempre que nos llamaban era para preguntarnos por cosas del CADA, y sentíamos que eso ya había pasado hace tanto tiempo y que nadie nos preguntaba por lo que estábamos haciendo ahora. Con la Lotty éramos muy cercanos, fue muy fuerte cuando falleció. Habíamos hablado pocos días antes por teléfono y estaba bien, fue todo muy rápido y repentino. Con ella trabajé incluso antes del CADA. Hicimos varias acciones juntos, un viaje al norte, recuerdo, y una intervención con fotos a vagabundos que colgamos en los árboles del Parque Forestal y que luego exhibimos en una muestra que se hizo en la Iglesia de San Francisco por los derechos humanos, en 1978. Hace un par de años la Lotty encontró esas obras en su casa y se las vendimos a Pedro Montes, que tiene una colección importante con obras de esa época.

La verdad es que tanto el CADA como lo que aprendí en la escuela de Arquitectura de Ciudad Abierta son vertientes que yo respeto mucho en mi vida, porque ambas vieron la importancia del cruce interdisciplinario como elemento creativo.

Ahora vuelves con esta muestra que habla sobre las migraciones en tiempos en que en Chile se ha recrudecido el trato hacia los extranjeros. ¿Cuál es tu percepción de lo que está pasando?

—Para mí es una revoltura de estómago terrible. Hace solo dos años y tantos que fue el estallido, que parecía como el renacimiento de Chile, era increíble, y yo veía los muros, las calles, todo me parecía fantástico, era un estallido de creatividad que inundaba todo. Y ahora en la última votación no podía creer que la primera mayoría la tuviera un personaje como Kast. A mí me da un miedo terrible, sobre todo porque no me di cuenta de que eso podía pasar. Para mí fue muy fuerte que en el norte, que era como nuestra reserva de la lucha social chilena, haya también ganado un tipo como Parisi, no le encuentro explicación. Chile sigue en ebullición, pero no solo es Chile, es el planeta. Los movimientos ultraderechistas han agarrado fuerza en muchas partes del mundo. En Suecia también han aumentado los votos de la ultraderecha. El racismo y la discriminación dan mucha pena, porque la derecha usa el racismo como un elemento ficticio: si en realidad somos todos migrantes. Imagínate que este tipo ultraderechista habla contra los inmigrantes y es de origen alemán. Lo que pasa es que también hay países que son mirados en menos, en Europa pasa igual: allá nadie habla de la migración de Estados Unidos, sino de las migraciones de los países árabes y de Latinoamérica. Ojalá se dieran cuenta de que la cultura se ha hecho gracias a la migración, a la mezcla de ideas y culturas.

Eliana Furman, directora teatral: “En esta sociedad la madre que cuestiona su rol es vista como una mujer desagradecida”

La actriz, cofundadora de la compañía Teatro Club Social y discípula de Vivi Tellas —figura fundamental del teatro latinoamericano y fundadora del concepto de biodrama— vuelve al teatro con la obra (Puerperio), un proyecto colectivo que explora, a partir de una larga investigación y recopilación de casos reales, esa etapa silenciada que viven las mujeres después de dar a luz: el puerperio. A partir de ahí, aborda también el aborto, las miradas edulcoradas hacia la maternidad, la soledad de las madres y la violencia obstétrica.

Por Evelyn Erlij

En enero de 1892, la revista literaria estadounidense The New England Magazine publicó un cuento titulado “El tapiz amarillo”, sobre una mujer que, luego de dar a luz a su hijo, va cayendo poco a poco en un estado de locura. El texto, firmado por la escritora  Charlotte Perkins Gilman, describe la “cura de reposo” que un médico le impone a la joven madre para sanarla de su crisis nerviosa: vivir una vida lo más doméstica posible, confinarse, descansar y no tomar un lápiz o un pincel bajo ningún motivo, ya que la actividad intelectual estaba contraindicada. “Si un médico prestigioso, que además es tu marido, le asegura a amigos y parientes que lo que le pasa a su mujer no es en realidad nada grave, sólo una ínfima depresión nerviosa transitoria (tal vez una ligera propensión a la histeria), ¿qué se puede hacer? (…). Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, creo que un trabajo agradable e interesante me sentaría bien. Pero ¿qué puede hacer uno?”, se pregunta la protagonista.

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

“El tapiz amarillo” es un relato feroz que es considerado una de las primeras —o más explícitas— alusiones a la dureza del puerperio o posparto, un período emocional y físicamente turbulento que comienza con el nacimiento y puede terminar hasta dos años después, cuando el organismo de la madre vuelve a su estado original; un tramo de vida del que poco se habla a nivel social y que en las artes tampoco ha sido demasiado tratado. Hay excepciones, como algunos poemas desgarradores de Sylvia Plath, la novela No, mamá, no, de Verity Bargate, o el ensayo “Leche”, de Margarita García Robayo, en el que apunta: “yo escribo desde el puerperio y para las puérperas; las primerizas; las que dudan por default; las que se creen débiles, las que lo son; las que quisieron pero no alcanzó; las de la pregunta constante ¿por qué nadie me dijo?”.

Esa misma interrogante, junto a otros asuntos que afectan la forma en que una mujer vive esta etapa —desde la depresión posparto hasta la violencia obstétrica—, son los que la directora chilena Eliana Furman quiso abordar en la obra teatral (Puerperio), quien luego del embarazo de su primera hija, y en colaboración con un grupo de artistas escénicas, comenzó a investigar y a hacerse preguntas en torno a este tema.

“Se trata de un tramo crítico del cual nadie habla, que transforma para siempre la vida de la madre, dejando profundas cicatrices físicas y emocionales —explica el equipo al detallar los fundamentos de la obra, que estará en cartelera hasta el 28 de noviembre en Taller Siglo XX Yolanda Hurtado—. Creemos que el desconocimiento del puerperio en específico y de la experiencia de la maternidad como un todo, incluyendo su elección, es algo que perjudica significativamente a la sociedad y en especial a la mujer. En el desconocimiento social de los aspectos más sombríos de la maternidad, se aísla a las mujeres que lo viven. Así, muchas mujeres viven algunos de sus procesos de maternaje avergonzadas y en soledad”.

(Puerperio) es un montaje que, desde una visión crítica y feminista, cuestiona las miradas edulcoradas de la maternidad y pone sobre la mesa temas como el linaje femenino, el aborto, la decisión de ser madre y la violencia obstétrica, descrita por la OMS como “la violencia ejercida por profesionales de la salud hacia las mujeres embarazadas, en labor de parto y el puerperio”, y que en Chile afecta a una gran cantidad de mujeres. Según la primera “Encuesta nacional sobre violencia obstétrica” realizada por el Colectivo Contra la Violencia Ginecológica y Obstétrica, un 80% de las entrevistadas afirmó haber sido víctima de ella. 

En la primera etapa de investigación, la directora recolectó testimonios de más de cien mujeres y trabajó ese material junto al colectivo (Puerperio) siguiendo los métodos del biodrama, corriente teatral centrada en la exploración de la vida de personas reales —no actores—, a partir de lo que se construyen piezas biográfico-documentales. Furman viene recorriendo este camino desde hace varios años: luego de egresar de la Universidad de Chile y especializarse en dirección teatral con la argentina Vivi Tellas —creadora del concepto de biodrama—, fundó junto a María Luisa Vergara el colectivo Teatro Club Social, con el que trabajaron temas como la inmigración (40 mil kms), la vida de los adultos mayores (Club social) y la realidad carcelaria (Belleza) junto a actores no profesionales.

“En términos de lenguaje teatral, en (Puerperio) utilizamos las técnicas del biodrama y del teatro documental. El guion dramático se basó en las biografías de las artistas escénicas que están en la obra, en una mixtura que incluye algunos testimonios de otras mujeres entrevistadas y material de archivo como fotografías, partes médicos y videos”, explica la directora.  

No se habla lo suficiente de lo oscuro y solitario que puede ser el puerperio, y es extraño y desconcertante tomar conciencia de que media humanidad ha pasado por eso. ¿Por qué ahora estamos hablando de esto? Y en particular en tu caso, ¿por qué decides embarcarte en este tema?

—No sé si ahora estamos realmente hablando del tema. Sí creo que ha habido un avance en algunos aspectos del cuidado de la gestación, del parto y del posparto en las discusiones socioculturales, pero todavía hay mucho desconocimiento del puerperio. De hecho, cuando empecé con la investigación, noté muchas veces que las personas ni siquiera conocían la palabra. Personalmente decido embarcarme en este tema cuando llegó mi puerperio, esa grieta profunda que vivimos las mujeres al convertirnos en madres. Ese desconocimiento total de lo que vino después del parto me hizo pensar en la profunda necesidad de visibilizar la temática. 

En (Puerperio) se presentan diversas experiencias de maternidad. ¿Cómo dirías que se conectan entre ellas? ¿Con qué te encontraste cuando investigaste sobre el tema, qué fue lo que más te sorprendió?

—Creo que las experiencias de maternidad se conectan entre todas. Ya sea en mayor o menor medida, la locura, las fantasías del puerperio y la ambivalencia con la que se enfrenta el mismo proceso de maternar, fueron experiencias que identifiqué en gran parte de las mujeres que participaron de la investigación y compartieron sus testimonios. De todos los relatos que recopilé, lo que más me sorprendió es la soledad que hemos vivido todas las mujeres en el proceso del puerperio. Esa soledad profunda que a veces, en circunstancias extremas, puede desencadenar serios episodios de psicosis puerperal en los que podemos ver casos como el de  una madre que llegó a imaginar incluso que ahogó a su hija mientras mamaba, que es un testimonio real que mostramos dentro del montaje. Obviamente la mayoría de los puerperios no llegan a psicosis, pero si este momento de la vida estuviera cuidado, contenido y abrazado, probablemente sería menos duro.

Además de tu experiencia y los testimonios que recolectaste a lo largo de todos estos años, ¿qué referencias literarias o teatrales leíste o viste para este montaje?  

—Un libro que me marcó mucho es El nudo materno, de la escritora estadounidense Jane Lazarre. Es un texto autobiográfico escrito en los años 70 que ahonda precisamente en la ambivalencia de la maternidad, en sus luces y sombras. Leerlo fue muy inspirador porque vi reflejada mi historia y la de tantas mujeres que apoyaron el proyecto. En el ámbito teatral, me inspiró el trabajo de la compañía alemana Rimini Protokoll, específicamente la utilización que hacen de las pantallas y la forma en que estos elementos tecnológicos dialogan con el elenco. Sin duda esto fue un referente al momento de resolver, por ejemplo, cómo llevar a escena el testimonio de las madres de las actrices, algo crucial dentro del montaje.  

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

Con el embarazo, una toma conciencia de que no se trata solo de una, sino de una historia familiar, de una suerte de cordón umbilical que nos conecta con el pasado. ¿Hasta qué punto la reflexión de una como madre es la reflexión de una como hija? Te lo pregunto por ese momento de la obra en que se dice: “Cuando me entra el miedo / Pienso en las mujeres que hicieron esto antes que yo”.

—Cuando fui madre surgió con fuerza el relato histórico de mi propio linaje femenino. Como bien dices, apareció ese cordón umbilical que nos conecta. En lo personal, llegado el momento del parto traje a mi memoria a todas esas mujeres que me precedieron y entregaron la fortaleza que define a esta nueva persona en la que me convertí al ser madre. Creo que más allá de la relación que las mujeres tengamos con nuestras madres, en oposición o en imitación, su relato emerge con fuerza cuando vives la maternidad. Entonces creo que la carga histórica que nos determina como hijas, nos determina también como madres, que las vivencias se funden cuando pasas de ser mujer-hija a ser mujer-madre.

Quizás lo más extremo de la maternidad llega cuando nace el hijo y empieza esa montaña rusa en la que no hay tiempo ni de pensar. Muchas mujeres empiezan a escribir ahí para parar, para tratar de entender la vorágine que las arrastra. ¿Cambió en algo la maternidad la forma en que te acercas a los procesos creativos?

—Sí, la maternidad fue crucial en mis procesos creativos en todos los aspectos. Esa vorágine trajo cuestionamientos profundos de cómo se vive el hecho de maternar, de qué pasa con la mujer que era y la que soy, del quiebre emocional y psíquico tan hondo que se produce al parir. De hecho, desde que me convertí en madre todos los nuevos proyectos que vinieron están ligados a la temática. Hoy estamos pensando en dos montajes que hablarán de otros aspectos de la maternidad, siempre obviamente tratando de abarcar su lado más oscuro y menos visibilizado.

Hay un silencio en torno a la dureza de la maternidad. No se oyen mucho las quejas de las madres, o no se oyen con la fuerza suficiente: la madre que se queja es una potencial “mala madre”. ¿Crees que las artes están abriendo un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?  

—Es que en esta sociedad que romantiza la maternidad hasta lugares insoportables, la madre que cuestiona su rol y que expresa su sufrimiento y dolor, es criticada y se le mira como una mujer desagradecida, que, teniendo lo más maravilloso del mundo, se queja. Y ese dolor, esa dureza, también es parte de la maternidad y en la medida que se normalice se vivirá con menos culpa y vergüenza. Y sí, creo que el arte nos permite reconfigurar la vida, que abre un lugar sensible y libre para cuestionar aquello acerca de lo que en el espacio cotidiano evitamos hablar, que tiene la capacidad de hacernos reflexionar e inspirar nuevas ideas sobre el mundo y sobre nuestro propio ser.

*

(Puerperio)
De Eliana Furman y Colectivo (Puerperio)
Funciones presenciales y por streaming hasta el domingo 28 de noviembre en el Taller Siglo XX Yolanda Hurtado.
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60 años de la Cineteca Universidad de Chile: los actuales desafíos de la memoria

«La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile —señala su coordinador, Luis Horta— es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años». Primero desdeñado, luego reprimido y más tarde mercantilizado, el cine nacional no la tenido fácil a la hora de ganar reconocimiento como un patrimonio que «relata nuestras penas, alegrías y dolores». La Cineteca se ha dedicado a la conservación de ese patrimonio. Y ahora, en su sexagésimo aniversario, dice Horta, afronta nuevos desafíos: la valoración del cine desde las comunidades, la promoción del pensamiento crítico para la apreciación de su sentido y la defensa del acto sensible de ver cine.

Por Luis Horta C.

En un contexto en que se deprecian las humanidades en favor de la tecnocracia, en que el conocimiento es desplazado por la información y en que el pensamiento crítico queda fuera de lugar, resulta ilustrativo abordar el caso de una institución que representa los devenires del campo cultural en los últimos sesenta años del país. La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile, fundada en el año 1961, ilustra cómo se ha transformado el Estado y las instituciones chilenas en la segunda mitad del siglo XX, proponiendo preguntas respecto a qué tipo de rol ha representado la educación artística y patrimonial en los devenires de nuestras estructuras sociales. Blandiéndonos de una conmemoración que, más allá de la fecha onomástica, significa dar cauce en el mundo actual a la conservación y promoción de las artes audiovisuales, propondremos una lectura panorámica para abordar estas ideas.

La Cineteca Universidad de Chile celebra su sexagésimo aniversario con la liberación de 400 películas este lunes 29 de noviembre.

Antiguamente, se consideraba que el cine era únicamente una entretención de fin de semana, cuyo gusto popular lo hacía ser visto peyorativamente por las clases acomodadas. Por tanto, no existía la noción de conservar el cine, debido a su naturaleza efímera situada únicamente en torno a sus posibilidades comerciales. Será a mediados de los años cincuenta cuando una nueva generación comenzará a entender las cualidades artísticas, estéticas e históricas del cine, conformando primero el Cine Club Universitario, que proyectaba semanalmente películas consideradas de valor artístico, sumando cine-foros que promovían la autoeducación. Del Cine Club surgirá la Cineteca de la Universidad de Chile, instituyendo el primer centro del país dedicado a la conservación y preservación audiovisual. Esto implicó subvertir las caracterizaciones sobre el rol que ocupan las imágenes en movimiento en las sociedades modernas, situándolas como un vehículo propulsor de contenidos educativos, ideas que operan masivamente en el campo de lo sensible. Pedro Chaskel, su primer director, encabezará el trabajo de reunir un acopio de películas que quedaría a disposición de quien quisiera consultarlas, además de emprender la tarea de albergar películas nacionales para su resguardo. Así, la creación de la Cineteca irá de la mano con el cambio de estatus que adquieren las artes nacionales desde mediados del siglo XX, expresado en la fundación del Teatro Nacional Chileno, el Ballet Nacional o el Museo de Arte Popular Americano, los cuales repensaron la institucionalidad mediante una apertura a nuevas materialidades y a las demandas de la comunidad. 

Prontamente la sede de la Cineteca se convirtió en un epicentro. Su ubicación central en calle Amunátegui número 73 albergaba un acopio de películas de libre acceso, una biblioteca, un archivo de afiches, fotografías y guiones, además de una sala de cine. Las exhibiciones eran frecuentes y masivas, acompañadas de cine-foros dirigidos por el profesor Kerry Oñate, además de la implementación de un modelo de cine móvil con proyecciones en zonas rurales, cordones industriales o poblaciones, lugares en los que no había salas de cine. La Cineteca fue visitada por los más importantes autores e intelectuales del periodo, entre ellos Roberto Rosselini, Henri Langlois, Joris Ivens o Chris Marker, quienes se acercaban a conocer la riqueza de un archivo que albergaba valiosas obras del nuevo cine chileno y latinoamericano: Raúl Ruiz, Jorge Sanjinés, Raymundo Gleyzer o Santiago Álvarez. En la sala de cine se firma el histórico texto “Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular”, firmado por un grupo de creadores que adscribía a las transformaciones sociales proyectadas por Salvador Allende en 1970, lo que da cuenta de la relevancia de este espacio dentro de la historia cultural contemporánea.

Tras el golpe de Estado se produce uno de los mayores daños al patrimonio audiovisual chileno que registre la historia. Los allanamientos realizados por civiles y militares forzaron a esconder películas que podían representar una visualidad que buscaban proscribir y borrar del imaginario colectivo. El despido de funcionarios por razones arbitrarias no impidió que se continuaran desarrollando actividades contraculturales, hasta que en 1976 se produce la clausura definitiva del departamento, provocando con ello que colecciones documentales y cinematográficas quedaran en el abandono. Los equipos técnicos como cámaras, proyectores o grabadores de sonido, fueron saqueados y, en algunos casos, destruidos. La sala de cine fue clausurada definitivamente y la Cineteca despojada de su edificio, el cual fue privatizado.

Afiche de El Húsar de la muerte (1925).

Nunca antes había ocurrido en el país que el Estado propiciara que parte importante de nuestro patrimonio fuese saqueado y desmantelado. Esa sería solo una de las varias etapas que acompañarían la reconfiguración cultural que se implementaría en el país, ya que la eficacia de las políticas del autoritarismo chileno, en cuanto a desmantelar el aparato institucional público, dejará fuera de ejercicio a la Cineteca de la Universidad de Chile por más de treinta años, sin medidas reparatorias incluso en el periodo de la postdictadura. Mediante un proceso de desmemoria e invisibilización de la labor realizada por las instituciones públicas en el periodo previo al golpe, se construyó un relato refundacional que resultaba oportuno para la instalación del modelo neoliberal, refundando desde cero la institucionalidad y convirtiendo a los públicos en consumidores de imágenes. Al desarticular este tejido social, se produce un retroceso de casi 100 años, donde el público vuelve a convertirse en un sujeto pasivo frente a la oferta cinematográfica que ofrece el mercado y, por tanto, el cine histórico pasa a medirse —al igual que cualquier pieza audiovisual— por sus posibilidades de producir capital y no por sus cualidades patrimoniales.

Sin embargo, las películas, sus públicos, sus recuerdos y sus experiencias, quedaban aún circulando en el inconsciente colectivo. Será a partir de la gestión realizada por un equipo de profesores de la naciente carrera de Cine y TV —perteneciente al Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile— que en 2007 se inicia un proceso de recuperación de la colección fílmica de la Cineteca, la cual se encontraba en poder de privados. La sorpresa fue enorme, ya que aún se conservaban originales de Raúl Ruiz, Pedro Sienna, Pedro Chaskel y gran parte del cine político de los años 60 y 70. A partir de este momento se emprende un plan de acción enfocado en dos frentes que buscaba la recuperación de este fondo audiovisual, lo cual implicaba la búsqueda de recursos que permitiesen la restauración de los materiales originales y su paso a soportes digitales contemporáneos. Esto deriva en un trabajo de educación donde las obras sean puestas en valor y se genere un acercamiento crítico mediante el modelo horizontal del cineclubismo.

Afiche de El chacal de Nahueltoro (1969).

Lo anterior plantea que los problemas y desafíos del patrimonio audiovisual chileno actualmente son muy distintos a los de los años 60. Primeramente, en plena revolución digital, es necesario buscar estrategias de valorización de nuestro patrimonio a partir del contacto directo con las comunidades, lo cual implica que una Cineteca del siglo XXI no puede ser únicamente un acopio de materiales audiovisuales, sino una institución capaz de producir sentido a partir de la promoción del pensamiento crítico y el disenso fundamentado, lo cual puede generarse a partir de las dinámicas de la discusión que de forma privilegiada otorga una exhibición cinematográfica. En segundo término, existe la imperiosa necesidad de resguardar la experiencia sensible del acto de ver cine, lo cual adquiere mayor relevancia en este momento en que la pandemia del covid-19 ha implicado el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales. Luego, resulta importante volver a colocar en un lugar de importancia la conservación de materiales fílmicos producidos tanto ayer como en la actualidad, ya que el irreflexivo consumo de contenidos audiovisuales o la producción de nuevas obras a partir de materiales de archivo hace depreciar en el imaginario de los financistas este tipo de prácticas que garantizará que las futuras generaciones puedan acceder a los contenidos audiovisuales en las mismas condiciones con que fueron creados.

La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años. Y cuando hablamos de cine, estamos hablando de una huella del tiempo albergada en una materialidad, una mirada subjetiva que habla de la naturaleza humana. Así, cuando señalamos la importancia de conservar el patrimonio audiovisual, estamos proponiendo conservar las sensibilidades de una época que han quedado plasmadas en un soporte que relata nuestras penas, alegrías y dolores.

Andrés Aylwin: Yo no soy un Quijote

En el libro Yo no soy un Quijote. El legado vivo de Andrés Aylwin Azócar, su nieto, el periodista Matías Rivas Aylwin, relata las horas más importantes de la vida política del exdiputado y defensor de derechos humanos durante tres épocas: la dictadura militar, la transición a la democracia y su retiro de la vida pública en 1998. En esta biografía, publicada por Catalonia, el autor se propone buscar la huella señera que dejara su abuelo, sin soslayar los desencuentros que tuvo con las élites dirigentes de la transición que contribuyó a abrir. Este extracto ilustra algunos de los primeros obstáculos que Andrés Aylwin debió sortear para defender los derechos humanos recién iniciada la dictadura.

Por Matías Rivas Aylwin

El callejón de las viudas

Entre 1973 y 1976 Andrés Aylwin alcanzó a conocer a plenitud el drama de los detenidos desaparecidos. A muchos los ubicaba por su trabajo como parlamentario en las zonas de Paine, San Bernardo y San Antonio. “Yo estuve seis meses detenido entre campo de prisioneros de Tejas Verdes y la cárcel de San Antonio —recordaría Joel Muñoz—. Allí nos fue a ver Andrés. Recuerdo su entereza y atrevimiento. Ingresó con su figura alta y desgarbada, cara triangular, demostrando dolor empático al igual que Cristo y cual Quijote con su lanza invisible a defender a sus compañeros y camaradas”.

A otros no los conocía en absoluto, como bien lo señalaría la periodista Patricia Verdugo: “Los afectados no eran ni sus amigos ni sus compañeros de partido político. Por el contrario, se trataba de personas en su mayor parte desconocidas para él y que, políticamente, habían sido sus adversarios”.

Cuando detectó esta realidad fue a informar al expresidente Eduardo Frei Montalva de los horrores que se estaban viviendo. Creía que al ser una figura destacada del partido debía estar al tanto de los múltiples crímenes que impunemente se cometían en las zonas rurales; pero se llevó una sorpresa. Así lo recordaría más tarde:

La verdad es que después de algunas experiencias dejé de informarlo porque no me parecía pertinente. Como era un político importante yo creía que debía informarlo, pero luego yo veía que él tenía una actitud de no asumir el cargo, de creer que era una exageración mía. Él pensaba que yo actuaba muy impresionado por algunas cosas que había visto, pero que no tenía una visión objetiva de lo que era el comunismo, de lo grave que era, y de lo que a su vez el comunismo estaba haciendo en Chile. Entonces, él, al principio al menos, cuando le relaté asuntos de San Antonio puso una cara como diciendo “no lo veo muy claro”. Después le empecé a relatar las cosas que vi en la Maestranza de los Ferrocarriles en San Bernardo, la situación de Paine, y a mí no me vengan a decir que no los habían detenido. Supe que alguna vez le dijo a un amigo íntimo que yo debería ver a un médico. Él creía que las cosas que yo contaba eran cosas imaginarias, que yo estaba fuera de la realidad.

En los meses posteriores al Golpe el apoyo que encontró en su sector político fue escaso. Él relataba que once ferroviarios habían sido fusilados en el cerro Chena y que otros tantos habían sido arrestados y hechos desaparecer en Paine, pero le decían que hablaba de un mundo irreal. Relataba que a los conscriptos se les transmitía la idea de que era “lícito” hacer lo que quisieran, ya que pronto se dictaría una ley de amnistía. Pero no le creían.

Andrés Aylwin Azócar. Su biografía, escrita por Matías Rivas Aylwin, será lanzada el 24 de noviembre en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Foto: Biblioteca del Congreso Nacional.

No obstante, otros sí lo escucharon con atención, entre ellos el abogado Roberto Garretón, que por entonces tenía un buen pasar profesional en una empresa de agua potable. Ambos se encontraron, poco después del 11 de septiembre, en el centro de Santiago, y Roberto no dudó en hacerle una pregunta crucial a su amigo:

—¿Qué se puede hacer para defender a los que están siendo encarcelados y perseguidos?

La respuesta de Andrés no la olvidaría nunca:

—Los políticos no podemos hacer nada, porque somos unos fracasados.

En octubre de 1973 se volvieron a encontrar, esta vez en tribunales, donde Andrés acudía constantemente a presentar recursos de amparo. Apenas vio a Roberto, se acercó y le dijo:

—Lo que tú buscabas ya existe, se formó un grupo de abogados que vamos a defender a los prisioneros y a los perseguidos, y estamos buscando abogados que asuman esta tarea.

Tras una pausa, le agregó una frase que daba cuenta de la dramática realidad del país:

—Obviamente, tienen que ser abogados de la DC o de derecha, porque los abogados de izquierda están entre los buscados o los sospechosos del nuevo orden de la dictadura.

Ese día, cuando Garretón llegó a su oficina, ya tenía un llamado que pedía respuesta, y era del influyente abogado Antonio Raveau, quien había sido ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. Era Andrés quien había hecho el nexo.

Garretón lo llamó y Raveau le dijo que se había constituido el Comité Pro Paz y le preguntó si quería integrarse.

—Sí —respondió Garretón.

—¿Cuándo? —inquirió Raveau.

—Ahora mismo.

Muchas escenas marcaron a Andrés durante esos años. En 1973, vio con sus ojos el sufrimiento de Marcela Bacciarini, una niña que fue sometida a un consejo de guerra por haber leído propaganda de un movimiento de la Unidad Popular en una radioemisora local, previo al 11 de septiembre. “Difícilmente podré olvidarla: su padre asesinado semanas antes por la ‘ley de la fuga’; ella, ahora, frente a seis uniformados impecablemente vestidos, demacrada, ultrajada, destruida física y psíquicamente, tiritando casi hasta desplomarse”, escribirá en los años noventa.

En octubre del mismo año acompañó a la abogada Carmen Hertz en la búsqueda del cuerpo de su esposo, el periodista Carlos Berger, quien había sido asesinado por la Caravana de la Muerte en Calama.

Fueron a la embajada de Suecia, donde conversaron con el embajador Harald Edelstam, luego visitaron la Cruz Roja, el Colegio de Abogados y finalmente acudieron a la casa de Patricio Aylwin, quien se encontraba en cama, aquejado por una gripe.

Andrés hizo una síntesis del caso:

—Patricio, se trata de un joven de 30 años que fue ejecutado no obstante haber sido condenado por un consejo de guerra a 60 días de prisión. No han devuelto el cuerpo. Nosotros solo queremos recuperar el cuerpo.

Pero ninguna gestión dio resultado: el cuerpo de Berger ya había sido enterrado en una fosa clandestina.

Vivencias como aquellas se repetían con frecuencia, y él, que estaba al tanto de la existencia de cárceles secretas dirigidas, implementadas y financiadas por el Estado y sus agentes (algunas ubicadas a dos cuadras de La Moneda), donde se practicaban torturas, violaciones y asesinatos; que estaba en permanente contacto con las personas que vivían en los focos de represión; que había visto huesos quebrados, hombres y mujeres deshechos y traumatizados por las torturas; que había sentido la soledad y la indefensión de las víctimas; que había escuchado acerca de los supuestos suicidios y asesinatos justificados en la “ley de la fuga”; que había conocido a viudas que no sabían si eran viudas, huérfanos que desconocían si eran huérfanos y novias “atadas para siempre a una sombra”; él, con todo eso sobre sus hombros, tenía un objetivo en mente: ayudar con diligencia a cada hombre y mujer que se lo solicitara, como un médico que atiende sin distinguir el origen del paciente.

Mercedes Peñaloza, la mujer más afectada por el crimen colectivo que azotó a la zona de Paine después del 11 de septiembre, tocó la puerta de su modesta oficina ubicada en Huérfanos con Bandera y le dijo que seis miembros de su familia habían desaparecido luego de haber sido arrestados por uniformados camuflados, pintados e irreconocibles. Andrés, de inmediato, interpuso los correspondientes recursos de amparo. Pero el asunto no terminó ahí. Al momento de alegarlos ante la Corte Suprema, en días en que nadie se atrevía a levantar la voz, cuando tres o cuatro personas en la calle eran sospechosas sin razones aparentes, la señora Mercedes llegó a las siete de la mañana al Palacio de Tribunales en Santiago acompañada de cuarenta personas, quienes con su presencia hacían llegar hasta allí —el corazón formal de la institucionalidad jurídica de Chile— el profundo dolor del pueblo rural. “Siempre he pensado que después del golpe militar fue aquella la primera expresión pública de dignidad y dolor de un pueblo aplastado por el terrorismo de Estado —escribirá Andrés—. Lo que ellas vivían era peor que la muerte misma”.

El resultado de su alegato —en el que no pudo contener las lágrimas— fue decepcionante. La Corte Suprema argumentó que si el gobierno negaba los arrestos ellos no podían ordenar una investigación por un juez del crimen y tampoco designar a un ministro en visita. Pero lo más inquietante vino después del alegato, cuando el presidente de la sala, Israel Bórquez, se dirigió a él y en tono de reproche le preguntó:

—¿Para qué interpone usted un recurso de amparo, si usted sabe que todas estas personas están muertas?

La frase quedaría para siempre grabada en su memoria. Él, sin disimular su impresión, tuvo la fuerza para contestar:

—Presidente, si ustedes piensan que se está matando gente inocente, lo que deben hacer es designar a un ministro en visita para que investigue el crimen que se está cometiendo.

La audiencia terminó abruptamente, dejando la sensación de que la Corte Suprema estaba comprometida con las violaciones a los derechos humanos.

Andrés, mudo, tomó su tiempo para retirarse de la sala. Necesitaba reflexionar sobre qué diría a las personas que estaban allí afuera, esperando, sufriendo, con la esperanza de que el alegato los condujera a sus familiares y a la justicia.

Emocionado y desconcertado, pensó que no podía decirles lo que había escuchado, porque era demasiado cruel para esas madres e hijas escuchar que sus parientes habían sido asesinados y que la Corte Suprema tenía no solo pleno conocimiento de ello, sino que además ni siquiera manifestaba voluntad para impedir que los crímenes siguieran ocurriendo.

Yo no soy un Quijote. El legado vivo de Andrés Aylwin Azócar
Matías Rivas Aylwin
Catalonia
188 páginas

Luego de una traumática despedida, en la que las mujeres lloraban a gritos, Andrés se retiró de la Corte convencido de que su rol no terminaba en los tribunales. “Siempre andaba con nosotros, él venía a las reuniones, nos entregó una ayuda humana —recordaría Ana Álvarez, esposa de Mario Muñoz Peñaloza, detenido desaparecido en Paine en octubre de 1973—. Él siempre nos trataba de levantar el ánimo, nos conversaba mucho, nos decía que todo esto iba a pasar, que teníamos que tener fe, que teníamos que tener confianza”. Y luego añade: “Se preocupaba de todo: que nos dieran las colaciones, los pasajes; que nos dieran ayuda en ropa en la Vicaría. Nunca se olvidó de nosotros”.

Ana María Cifuentes, víctima de la represión y testigo del dolor de las familias afectadas por las desapariciones en Paine, recordaría:

Don Andrés llegaba donde las personas y se acercaba a ellas y las abrazaba, mientras la señora Mónica lo miraba con su carita finita, delgadita, porque ella era su chofer, él no conducía. En Paine, en lo que se conocería como el “callejón de las viudas”, los mataron a todos, y esas mujeres del callejón lo adoraban; él siempre les dio una palabra de aliento y de esperanza, eso que nadie se atrevía a dar porque la gente no se atrevía a hablar, porque si te pillaban hablando…

Había mucho temor, la gente paraba la oreja para acusarte. Pero él no tenía miedo. Él iba a las personas, las personas no llegaban a él. Él iba donde había necesidad de afecto, de esperanza, de lucha; en poder lograr la democracia y encontrar justicia dentro de tanta injusticia. Lo que sucedía era inexplicable, ¿cómo se le podía quitar la vida a una persona por pensar diferente?

Lo que él entregaba a las personas que estaban sufriendo, que sufrían persecuciones, él lo entregaba con una, no sé cómo explicarlo, era algo tan interno suyo; él sufría tanto como ellos, don Andrés y la señora Mónica sufrían el dolor de las otras personas, les quitaba el sueño y el apetito.

Él y la señora Mónica fueron grandes referentes en lo humano y lo cristiano, me enseñaron lo que significa que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Ellos no mostraban lo que hacían, sino que de repente llegaba la gente y los abrazaban y les daban las gracias, ¡y nadie sabía por qué!

Él no entregaba nada material: entregaba ese apoyo, ese apretón de manos, ese abrazo, esa capacidad de escuchar, cosa que se ha perdido; el escucharnos unos a los otros se ha perdido. Él entregaba esperanza, aliento, fuerza, energía. Decía que lo íbamos a lograr, justicia va a llegar algún día, decía.

En los meses más oscuros después del Golpe, Andrés se convenció de que nunca más, sin importar la circunstancia, creería absolutamente nada a los representantes de la dictadura, palabra que para él se transformó en sinónimo de mentira. “Ni las supuestas fugas, ni la negación de los arrestos, ni sus informaciones siempre llenas de embustes —escribiría años después—. Esa fue la brújula que me señaló el camino por muchos años y que, día a día, me llevaría al encuentro de nuevas verdades. Dramáticas y crueles verdades que estaban al lado nuestro, junto a nosotros, al alcance de cualquier persona predispuesta a escuchar las voces del dolor”.

Punzante y pensante

«Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus ‘dapsin dipsin, dupsin dapsin’, ‘jamásmente’, ‘nuncamásmente’ u otras ‘pequeñas rasmilladuras del lenguaje’, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante», escribe el escritor Yanko Gonzalez en esta reseña del libro La palabra escondida, de Claudia Donoso, publicado por Ediciones UDP.

Por Yanko González

“¿Cuál es tu definición de un pelmazo?” le pregunta la periodista y escritora Claudia Donoso a la poeta Stella Díaz Varín (1926-2006). Enfática y acentuada -como lo fue en su vida, pero no en su obra, caracterizada por un lenguaje incorpóreo y subterráneo-, Stella le responde: “un pelmazo es un sujeto que te quita la soledad y no te da compañía”. A caballo entre la biografía dialógica, las memorias y las constantes agudezas del temple y la imaginación, esta plática acompañada y extendida durante siete años —casi siempre acaecida en la cocina de Stella o de Donoso y guarnecida de condumios y vinos diversos—, es uno de los pocos registros contundentes y de alta fidelidad que han capturado la melopea, la cultura literaria, política, epocal y, sobre todo, el singular talante, la gracia y el genio reflexivo de Stella Díaz. Sobra decirlo: ella es, sin dudarlo, una de las voces más relevantes de la poesía del siglo XX chileno, aunque algo ensombrecida por la caricatura y los flecos superficiales de la anécdota: “la poeta que le pegó a Enrique Lafourcade”, “la amante de Alejandro Jodorowsky”, la “musa” del poema “La víbora” de Nicanor Parra y otras naderías que la farándula literaria antepuso a sus rutilantes libros, como Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) o Los dones previsibles (1992).

Cuenta Stella que Neruda le decía la “coloricus, cangregius serenensis, que en estado salvaje ataca al hombre”. Un mote, acaso, más defensivo que socarrón para quien mantuvo una relación querellante y rupturista en el campo literario por su condición minoritaria de mujer, intelectual, política y respondona, tanto con su propia generación, la del 50, como con las precedentes. “No naces individuo” -dirá en este libro de conversaciones- “sino que te conviertes en uno en la medida que piensas con libertad, a partir de ti mismo y no de los demás… Pero sucede que da miedo y la gente busca subterfugios, porque decidir ser lo que eres sin agachar el moño, es una opción que tiene riesgos… Pero bueno, de eso se trata”. Y de eso se trató toda su vida: no vivió ni escribió para quedar intacta, sino para ser lo que no hay que ser en el momento en el que se debe ser. Por eso, ante ella, muchos se acobardaban. Se permitió salir de las limitaciones y seguridades del yo hacia lo desconocido.

La palabra escondida. Conversaciones con Stella Díaz Varín
Claudia Donoso
Ediciones UDP, 2021
156 páginas

La palabra escondida recupera a esa Stella y otras, menos escuchadas por sus lectores, por sus admiradores o por quienes le temieron u omitieron. A través de una conversación ancha, de sutil vocación biográfica, el libro viaja al entorno y al interno de Stella casi sin rumbo fijo, orientado nada más que por el flujo de la compañía y la honestidad, a veces fulminante, pero siempre honda e hilvanada por la amistad que Díaz Varín le prodiga a Donoso a través del tiempo narrativo y el real. Se viaja por su infancia, la cercanía con la naturaleza y la muerte prematura de su padre, su llegada a Santiago desde La Serena, su formación intelectual y compromiso político -casi obliterado por los críticos-, su duros trances familiares y afectivos y, cómo no, la sociabilidad literaria que modulará su decir y su actuar de la mano de sus juntas noctámbulas y bohemias, como la de Jorge Teillier, Enrique Lihn o la del mítico poeta Teófilo Cid (“éramos exquisitos, teatrales y producidos” dice la poeta, “dandis de la noche, para nosotros no había nada peor que la vulgaridad”). En el recorrido, Claudia Donoso dispone a la poeta donde mejor se pliega y despliega, que no es tanto lo histórico o episódico -que lo hay y remece-, sino la vida propia y la de otros apostillada por sus juicios rotundos, sagaces y cavilantes. He ahí un acierto de la propiciadora de este diálogo, pues decide hacer una forma más sensata de biografía conversada: la que no se ocupa tanto de los acontecimientos, sino de los pensamientos enquistados en la vida. Y de esa materia, este libro está delicadamente colmado. En cada página se agazapa una reflexión fresca, inesperada, radiante, que esboza una poética y una enfática, una filia y una fobia que busca precisar su brava discordia con el mundo. Los artistas no son material transmisor -aventura en una de sus réplicas- “yo no soy eso, yo soy la fuente. Pequeñísima, pero soy la fuente”.

Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus “dapsin dipsin, dupsin dapsin”, “jamásmente”, “nuncamásmente” u otras “pequeñas rasmilladuras del lenguaje”, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante. Aquella palabra que nunca renunció a encontrar desde sus primeros hasta sus últimos poemas: “Una sola será mi lucha// Y mi triunfo;// Encontrar la palabra escondida// aquella vez de nuestro pacto secreto// a pocos días de terminar la infancia. /Debes recodar donde la guardaste”.

Por años Claudia Donoso fue una verdadera compañía que supo, como pocos, mostrar esa palabra y esa vida excepcional, vivida y viviéndose. Nos introdujo en aquella cocina encendida pero también la apagada y más oculta que Stella llevaba en el pecho, la menos dicha. Para varios, como Wilde, los biógrafos —y las escrituras que se entrometen con las existencias literarias ajenas— son ladrones de cadáveres: a unos les toca el polvo y a otros las cenizas, pero el alma les queda siempre fuera de su alcance. La palabra escondida está en las antípodas de las cenizas o la borra, puesto que nos obsequia una vasta porción del alma de la irremplazable Stella Díaz Varín.


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Sylvia Palacios Whitman: una pionera chilena de la performance

La artista (Osorno, 1941), que comenzó su carrera en los años 60 tras radicarse en Nueva York, presenta por primera vez su trabajo en Chile. Sus acciones que deslumbraron a fines de los 70 fueron redescubiertas hace cinco años y devueltas a la vida en lugares tan importantes como la Tate, de Londres, y el Kunsthalle, de Viena. Una obra efímera, simple y compleja en partes iguales, que aterriza —bajo la curatoría de Jennifer McColl— hasta el 5 de enero en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos y que la tendrá a ella misma en diciembre protagonizando algunas de sus piezas más emblemáticas. “Nunca imaginé, nunca pensé, que en Chile tendrían interés por mis cosas”, dice al teléfono la artista.

Por Denisse Espinoza

“¿Es danza minimalista? ¿Arte surrealista? ¿Ni arte ni danza? ¿A quién le importa cómo lo llamas? Prefiero que la experimentación artística me provoque reflexiones en lugar de saber su nombre”, escribía en 1979 Barbara Newman en su artículo para The Wisdoms Child New York Guide sobre Sylvia Palacios Whitman, la chilena que por esos días presentaba sus acciones nada menos que en el Museo Guggenheim de Nueva York, atrayendo reacciones positivas de la crítica de arte que la convertirían en una promesa local.

Cuatro décadas después de su origen, las mismas preguntas y respuestas sirven para enfrentarse a esas obras reproducidas por primera vez en suelo chileno. El pasado 14 y 15 de octubre se inauguró, en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, la muestra Alrededor del borde, que incluyó el desarrollo de cuatro performances de Palacios Whitman con la participación de artistas locales y que a fines de diciembre la tendrán a ella misma, hoy de 80 años, reproduciendo otras piezas inéditas. Para quienes estén sobre acostumbrados a buscar un discurso ya sea político, filosófico o ecológico, que precede la obra de arte, no encontrarán sentido a las escenas de Palacios Whitman.

Cup and tail (Sylvia Palacios Whitman, 1977-2019). Foto: Irving Villegas.

Su trabajo apela más bien a lo sensorial, a las lógicas (o no lógicas) de los sueños, al absurdo de la conciencia y a la simpleza de lo material. La clave es dejarse llevar por aquellas imágenes oníricas que nos regala la artista: una mujer que brinca cada vez más alto para caer con gracia sobre bloques que se van acumulando bajo sus pies; un hombre que hace equilibrio de pie sobre una tabla apoyada solo de los extremos, y que carga en cada mano dos baldes que de a poco se van llenando con más peso; u otra mujer que va adoptando las poses de un árbol danzante, como si fuesen un espejo, la una del otro.

La obra de Palacios Whitman cobró notoriedad a fines de los 70 cuando se presentó en el Museo Guggenheim de Nueva York, época en que aún la teoría del arte performático no definía sus preceptos, y su trabajo deambulaba espontánea y experimentalmente entre la danza, el teatro y las artes visuales. Por esos años, además, trabó amistad y colaboró con la prestigiosa coreógrafa Trisha Brown, quien intentó reclutarla en su compañía, recibiendo una contundente negativa. “Yo trabajé con ella y con un montón de otras bailarinas, entonces ella me ofreció hacer un montón de cosas, pero yo no quería ni me interesaba bailar, yo quería hacer otras cosas, mis locuras, y ella entendió perfectamente”, cuenta la octogenaria artista por teléfono desde Nueva York.

Su historia en el arte se remonta a los 12 años cuando en la ciudad de Osorno decidió que se convertiría en artista. Tuvo un breve paso por la Escuela de Bellas Artes en Santiago, donde conoció al que sería su marido, el también artista Enrique Castro-Cid (1936-1992), con quien emigró a Estados Unidos. A fines de los 60, ya instalada en Nueva York, participó en las obras de Robert Whitman, con quien se casó en 1968 y sigue unida hasta hoy. En 1985, una tragedia familiar —de la que prefiere no entrar en detalles— la alejó de la performance en espacios públicos. Fue entonces que cambió los espacios conquistados, aquellos en los que había sido aplaudida como el Idea Warehouse, el loft de Trisha Brown, el Whitney Museum of American Art, o el Moderna Museet de Estocolmo, y se retiró al campo, donde, sin embargo, no dejó de producir obra: pinturas y dibujos que nunca exhibió hasta ahora.

¿Qué recuerdas de la escena artística chilena de los 60 y qué sientes al volver recién ahora a exhibir en tu país?

—Yo me fui en 1959 y nunca más volví a Chile. Es decir, sí, regresaba cada seis años a ver a mis padres, pero ni siquiera paraba en Santiago, llegaba al aeropuerto y me tomaba otro avión directo al sur. La verdad es que nunca me imaginé, nunca pensé que en Chile tendrían interés en mis cosas y aún no sé qué pensar sobre cómo serán recibidas allá. Ni siquiera estudié un año completo en la escuela de Bellas Artes cuando decidimos venirnos a Estados Unidos. Por supuesto que conocí a artistas que respetaba mucho, incluido al que sería mi esposo, pero la verdad es que fue en Estados Unidos que desarrollé mi trabajo.Fue muy fácil para mí insertarme, como que Nueva York me abrazó, me sentí estupendo. Siempre me preguntan dónde estudié, pero la verdad es que nunca lo hice, nunca estudié arte, ni en Santiago, ni aquí ni en ninguna parte. Me relacioné siempre más con la escena americana y luego me casé con un gringo y me metí en la cosa gringa gringa. Cuando llegué nadie me preguntó si era artista o de dónde era, a nadie le interesaba eso. El único estudio que yo hago es lo que viene de mi cabeza, me levanto en la mañana con ideas locas y las hago, el arte viene con mi personalidad, soy yo misma, es así como nací.

Foto de Green hands, en muestra Alrededor del borde (Centro Nacional de Arte Cerrillos, 2021).

¿Cómo fue que se inició el interés desde Chile de exhibir tu obra?

—Fue a partir de un sobrino mío que vino de visita a verme a mí y a Bob hace como ocho años atrás, y él sabía que mi marido era muy famoso como artista, pero de pronto me vio a mí con mis manos verdes gigantes en carteles en todas las calles de Nueva York, porque justo el Whitney Museum iba a mostrar mis cosas y me dijo ‘oye pero si esta eres tú, pero cómo en Chile no saben nada de ti, si tú eres tan conocida acá’, pero claro, ni mi familia sabía. Entonces él contactó a Jennifer McColl, pasaron unos años después y ambos vinieron a verme y me ayudaron mucho con una muestra que tuve en la Tate e inmediatamente vino esta otra muestra en el Brooklyn Museum, de mujeres latinoamericanas, y Jennifer escribió un libro sobre mi obra que se llama Pequeñas máquinas de conciencias, la obra de Sylvia Palacios Whitman y ahí cuenta todo lo que he hecho y lo que no he hecho. Fue ella quien insistió en llevar mi obra a Chile y quien está haciendo todas estas cosas increíbles, cosas que yo le voy mostrando a la gente que conozco en Europa y de las que también se asombran.

Efectivamente, la obra de Sylvia revivió con fuerza en 2013, cuando el Whitney Museum que ya había exhibido su trabajo en los 70 realizó la exposición Rituals of Rented Island: Object Theatre, Loft Performance, and the New Psychodrama – Manhattan, 1970-1980. New York, donde le pidió que recreara su performance Green Hands (una de sus imágenes más icónicas y que fue también recordada en la muestra Radical Women: Latin American Art, 1960–1985), en la que circulaba con unas manos gigantes de papel verde y Cup an tail, en la que entra en escena con una cola de zorro y una taza humeante en su mano.

Ambas piezas de 1977 fueron exhibidas en la muestra Passing Through en Sonnabend Gallery y volverán a ser reproducidas en Chile por Sylvia, además de otras nuevas ideas que hará en colaboración con la bailarina Josefina Camus, con quien ya trabajó para la Tate Gallery.

En Green hands, Sylvia hace uso —como explica McColl— de la exacerbación de la escala descontextualizando su propio cuerpo en una operación que convierte “una pieza performática simple, en una ilusión onírica y poética”. Mientras que en Cup and tail emplea otro de sus trucos favoritos: “lo inesperado —dice la curadora—, una especie de dislocación temporal y espacial que desplaza cualquier sentido o sensatez que uno pudiera querer agregar, como valor, a su obra”.

Parte del concierto Performance Evening [Jornada de Performance], Idea Warehouse, Nueva York.
Fotografía de autoría desconocida.

Háblame de las obras que vas a presentar en diciembre en Chile. ¿Qué representan para ti?

—Las manos verdes las hice en los 70 solo una vez y nunca más las mostré. Y ahora, cuando volví a exhibir en el Whitney, me pidieron las manos, todos estaban esperando esas manos, y a mí la verdad es que no se me había ocurrido hacerlas de nuevo, las usé en una sola exhibición y luego nunca más. Para mí representan una extensión de mi cuerpo. Estoy segura de que a ti te pasa igual, cuando deseas mucho algo y quieres abrazarlo, quieres tocar algo que en ese momento es inalcanzable, entonces se te alargan las manos, las piernas, todo. Es el deseo de llegar más lejos, de poder tocar cosas, es lo que yo siento cuando me pongo mis manos verdes, me siento empoderada. Lo de la taza es otra cosa, es que si tú miras cuando yo empiezo a caminar la taza tiene un humo blanco que sube y viene en dirección hacia mí, y si la ves de lado sigue la trayectoria transformándose en cola. Entonces es como si el humo pasara a través de mi cuerpo. Para mí el humor es lo más importante. Es acostarme y levantarme con buen humor. Todos los días me entretengo en algo sola o acompañada, siempre estoy matándome de la risa. Incluso cuando me retiré del arte, yo seguí haciendo mis locuras acá en el campo. Cuando venían de visita mis amigos de Nueva York les mostraba mis cosas y de a poco me empezaron a llamar de los museos y las galerías, todos querían ver mis antiguas cosas, pero también las nuevas.

En marzo de 2020, su obra se presentó por primera vez en el Kunsthalle de Viena, donde no solo recreó algunas de sus performances icónicas sino que mostró los dibujos y pinturas en los que ha estado trabajando durante los últimos años, en la performance que tituló Visit to the Monkey and Other Childhood Stories (La visita del mono y otras historias de infancia), un ejercicio de memoria en el que, a partir de dibujos ilustrativos que son proyectados en las paredes, ella va relatando las escenas relativas a su infancia en Chile durante los años 40, algo que verdaderamente logró capturar la atención del público europeo y neoyorquino donde ya lo había presentado en 2019.

La muestra en Cerrillos, por cierto, recoge unos dibujos distintos, más bien los bocetos con los que Sylvia planeaba sus performances en los 60 y 70 y que guardó durante todo este tiempo, sin nunca tener la intención de exhibirlos. Ellos —junto a fotografías de la época y registros en video— serán la compañía de quienes visiten el espacio hasta que las performances vuelvan a presentarse con la artista en diciembre.

“Tengo estas libretas donde yo iba escribiendo todo lo que iba a hacer, son unas notas que tenía escondidas y que ahora dicen que son super valiosas, pero yo no sé bien por qué. No le tengo mucha valoración a esas cosas. A mí me encanta hacerlas y poder mostrarlas, pero esa cosa de tratarlos como piezas de museo no lo entiendo bien. Jamás he dejado de dibujar, de pintar y de crear. Ahora todos me llaman, me publican y quieren que vaya a todas partes a mostrar estas cosas, pero eso es algo que sucede fuera de mí, algo que está pasando como una película, pero la verdad es que yo sigo siendo la misma tontona de siempre que está haciendo estas cosas más raras que no sé qué”, confiesa.

Nuestra retina travesti. Sobre las fotografías de Paz Errázuriz

En su libro Emancipar la lágrima. Ensayos transdisciplinarios sobre arte, ciencia y activismos de disidencia sexual (Trío Editorial), Jorge Díaz despliega un ejercicio de memoria reciente de una cultura pública de disidencia sexual. En un total de 12 ensayos, Díaz aborda la escritura disidente sexual, la biología feminista y la memoria de producciones artísticas y activistas sexo/disidentes. En este extracto, el autor reflexiona sobre «la importancia de las fotografías de Paz Errázuriz para el activismo de disidencia sexual, lo improntado que están ellas en nuestros imaginarios y la importancia que tiene para nosotrxs rescatarlas hoy».

Por Jorge Díaz

PRECEPTOS

Lo que vemos es una convención aprendida gracias a una conexión entre el lenguaje escrito y su correlato visual. La percepción visual es la organización de una interpretación lingüística que hacemos en nuestro cerebro dependiendo de la luz que ingresa por nuestros ojos. Vemos luz o, mejor dicho, vemos cómo la sombra da forma a esa luz hasta transformarla en imágenes. Lo que vemos, lo que creemos ver, es la interpretación de una convención porque esa información no se elabora solo en nuestros ojos, sino que principalmente en el cerebro, porque los ciegos, a pesar de tener problemas en sus ojos, también ven. Digo convención porque existen casos de personas que nunca han visto y que luego que se les ha operado con el fin de corregir sus problemas de visión, cuando sus células nerviosas son excitadas por la luz, una vez que pueden mirar los objetos, no los reconocen porque las palabras que tenían asociadas a ciertos objetos no les hacen sentido. A pesar de tener un sistema visual funcionando, no ven, porque las imágenes no son solo biología, sino que también memoria. Existe una capa nerviosa en nuestros ojos que se llama retina y que es la que recibe la luz y la transforma en los estímulos bio-químicos que generan una imagen en el cerebro. Por decirlo de alguna manera, la retina es muy parecida a una tela blanca donde se proyectan las imágenes. En un sector de la retina que se llama fóvea, hay una alta densidad de células nerviosas donde se producen las imágenes que los estudiosos de la visualidad llaman “Precepto”. Un precepto es una convención, una tradición, una ecuación que resulta de la memoria entre lo que nombramos y lo que miramos construyéndose una imagen en el cerebro, que es el lugar donde la subjetividad, la historia, la cultura y la vida de cada uno esculpe las redes neuronales. Nadie puede decirle a otra cuanta rojez tiene el rojo que cada uno ve. Todo dependerá de la vida que vivió, de los colores que conoce, de los sufrimientos, alegrías o políticas que le recuerdan tal color o forma. Pero algo pasa en ese “precepto” para las que tenemos la mirada torcida, para las que nacimos con el deseo desajustado de la heterosexualidad obligatoria, para las que vemos raro, para la generación de activistas, escritoras, artistas, mujeres e intelectuales de disidencia sexual desde la que provengo.

Emancipar la lágrima. Ensayos transdisciplinarios sobre arte, ciencia y activismos de disidencia sexual
Jorge Díaz
Trío Editorial
302 páginas

Tenemos un precepto extraño que nos hace vincular la sexualidad de nuestro país con ciertas imágenes de la fotógrafa Paz Errázuriz, incansable artista de ojo inclinado que desde los años de la dictadura militar trabaja por entregarnos el álbum familiar de un Chile que ha vivido en las sombras de la historia oficial, pero que esta fotógrafa ha sabido iluminar con su cámara hasta generarnos un precepto travesti en nuestra retina social. Cuando pensamos en sexualidades y en patrimonios, cuando generamos algunas imágenes en nuestro cerebro no podemos sino ver a las travestis que nos entregó Paz Errázuriz en su libro La manzana de Adán, publicado el año 1990 y que recoge el trabajo de cinco años que junto a la escritora Claudia Donoso realizaron por dos prostíbulos entre Santiago y Talca. La Evelyn, la Macarena, la Coral, la Pilar, la Nirka, la Susuki y la Leyla, todas ellas las travestis prostitutos que quedarán por siempre en la historia visual de nuestra nación y que son el precepto con el que crecimos.  Es por eso que me gustaría abordar la importancia de las fotografías de Paz Errázuriz para el activismo de disidencia sexual, lo improntado que están ellas en nuestros imaginarios y la importancia que tiene para nosotrxs rescatarlas hoy, cuando se hizo un poco de justicia y Paz[1] es Premio Nacional. 

TIEMPOS TORCIDOS

“Nos pegan por bonitas, nos pegan por feas, porque te pintas o porque no te pintas…. a la Nirka le pegan porque tiene busto y le querían cortar el pezón. Con tijeras le cortaron las pestañas”

Pilar, La manzana de Adán.

¿Qué pasa con los afectos y las emociones cuando volvemos a un pasado que nos implica? ¿Qué vibraciones corporales, qué ataduras viscerales o qué identificaciones somáticas nos vuelven cada vez que miramos las fotografías de Paz, realizadas en un tiempo de torturas, asesinatos y vejaciones a todo aquel ciudadano que se escapara de la norma política y social impuesta por la fascista dictadura de Pinochet?  Partamos por decir que el nudo entre lo que ocurre en el presente y los actores del pasado (las travestis arrasadas por la represión y el sida en este caso) tienen como eje central a las discusiones que, desde la escritura comprometida de un activismo de disidencia sexual, llaman a hacer un giro afectivo al recuperar una dimensión obliterada (las emociones del presente) por quienes estudian el pasado. Ante estos saltos temporales entre el pasado de la represión dictatorial y el presente de un neoliberalismo desmemoriado, no nos queda más que mirar hacia atrás para buscar en esos contextos las formas comunes de sobrevivencia donde el trabajo de Paz Errázuriz puso siempre el ojo. Son todas estas disidencias sexuales y corporales las que buscan no solo ser estudiadas y reivindicadas en un tiempo presente, sino que, sobre todo, buscan ser abrazadas por una comunidad contemporánea que en sus letras, imágenes y producciones hagan justicia a una memoria de discriminaciones y violencias. Es por esto que la importancia de volver a ver una y otra vez estas fotografías de Paz Errázuriz radica en que nos permite trabajar sobre un material que generosamente ella organizó en tiempos difíciles para que artistas, escritores y activistas del hoy vuelvan a plantear la discusión que lo que entendemos por tiempo o temporalidad es también un precepto generado desde una crononormatividad heterosexual y conservadora. De ahí que la discusión sobre el tiempo nos hace pensar también que los avances en las materias de política sexual (ley antidiscriminación, unión civil entre parejas del mismo sexo, legislación del aborto, penalización de femicidios y transfeminicidios) pueden ser siempre fácilmente desechados, alterados o de plano silenciados. Estas imágenes nos sirven como advertencia y recordatorio de que no siempre todo va mejor. Porque para las comunidades de disidentes sexuales que no creen en el futuro reproductivo como un mejor lugar para habitar, para quienes imaginan otros tipos de filiaciones y relaciones de afectividad, para los que el sexo no es solo una práctica sino que también un lugar desde el que producir resistencias, acercarnos al trabajo de Paz Errázuriz nos vuelve a confirmar que el tiempo es una ficción a ser desorganizada y que la potencia de las mujeres que han luchado en la historia por mostrar los desajustes del binarismo sexual son nuestro patrimonio sexual.

Con respecto al tiempo y a los contextos de recepción de las obras, Paz misma lo reflexiona en una entrevista con la teórica Rita Ferrer al decir que “hay dos momentos: el de la autora que propone su poética fotográfica y el momento de la sociedad, que no la puede recibir en ese minuto, pero sí veinte años después. Es un trabajo que nace con un sello para ser mirado más adelante[2]. En estas tramas del tiempo torcido, de una historia de genealogías travestis, la teórica del arte feminista, Andrea Giunta nos recuerda en su libro Feminismo y arte latinoamericano: Historias de artistas que emanciparon el cuerpo (Siglo XXI, editores, 2018) un dato que me parece fundamental rescatar: mientras Michael Foucault en el año 1984 publicaba su mítico primer volumen de la “historia de la sexualidad”, uno de los más importantes libros que marcarían por siempre la teoría crítica, los estudios queer, del género y la sexualidad al enfocarse en los desadaptados a las estructuras del poder de siglos pasados, Paz Errázuriz, contemporánea de Foucault, pero en esta otra orilla al sur del mundo, viajaba, en los mismos años, entre Santiago y Talca retratando a las travestis de la La manzana de Adán, encarnando en el presente de esa época, la visualidad castigada que el escritor francés escarbaba en los archivos del pasado.

El trabajo de Paz Errázuriz se adelantó para evidenciar que el sexo es una construcción cultural que burla a la biología esencialista de hombres y mujeres. No necesitó buscar en el pasado sino mirar su presente para construir una teoría encarnada en imágenes y fotografías que “veinte años después” son rescatadas y celebradas.

Al mismo tiempo pienso en un “marica viajero” como Néstor Perlongher, quien en el año 1980, cercano al período de trabajo de La manzana de Adán describe la situación de la homosexualidad en Chile así: “El efecto de hipocresía parece teñir también las relaciones homosexuales, menos las locas desatadas, todos se desesperan por aparentar “normalidad” porque “nadie lo sepa”…. Correlativamente, las locas de clase media tienden a ocupar con prolija dignidad, el rol de “señoras burguesas” y los “machitos” suelen complacerles en colocarlas en el lugar del lujo, del derroche… las maricas pobres se inclinan con frecuencia el travestismo disputando con las putas el favor de los lúmpenes y marineros del barrio chino, en el puerto del Valparaíso; allí burdeles “mixtos” como la casa amarilla prestan sus cuartos para la práctica de las más exóticas variantes”[3]

Es necesario siempre recordar que la figura del travestismo, con todas sus excentricidades y amaneramientos, ha sido clave para pensar y ejercer la libertad sexual en contextos de represión política. Para las prácticas artísticas y ciertas políticas feministas, esta estética representó una resistencia al modelo consensual de los acuerdos que pactó esta democracia neoliberal que tenemos luego de la dictadura. Porque sus juegos de roles, sus plasticidades de género y sus arabescos nocturnos burlaban y, aún lo hacen, una vida que se divide en un binario sexual, mezquino y asfixiante. Siempre me ha intrigado las mujeres que como Paz Errázuriz trabajan y exploran este espacio del travestismo como una falsa copia que, desde este territorio al sur del mundo, hace muecas de desprecio a un primer mundo que ostenta de originales generando una teoría del deseo sudamericana.

LAS MÚTIPLES MANERAS DE ENTENDER UNA ENFERMEDAD

Estudié biología y de adolescente trabajé como archivador en la hemeroteca de la Facultad de Medicina de la Universidad Católica para poder ganar dinero y costearme las salidas al teatro, a las fiestas, a los moteles donde podía tener sexo fuera de casa y al alcohol. Aún el boom de las revistas electrónicas no era totalizante y yo ordenaba revistas por año, por número y por edición. Las personas iban en búsqueda de artículos específicos y yo tenía que encontrárselos y fotocopiarlos para que los leyeran. Eran bellas esas revistas, sobre todo las relacionadas al mundo de la fisiología vegetal, recuerdo a la arabidopsis thaliana, una planta que es el modelo básico del estudio de la genética vegetal: se tiene su genoma completamente secuenciado y se pueden ver cambios o mutaciones sitio dirigidas en su estructura de manera rápida por su ciclo de vida y morfología.

La hemeroteca de la luminosa y fastuosa Facultad de Medicina, donde pasaba horas y horas (el pago se efectuaba dependiendo de las horas de trabajo que pudiera hacer) estaba conectada con la biblioteca donde había solo un estante pequeño con libros de literatura y humanidades. Ahí leí por primera vez El infarto del alma de Paz Errázuriz y la escritora Diamela Eltit. Un libro sobre el amor loco, sobre el dolor en un psiquiátrico de Santiago. Sobre la enfermedad y las parejas que posaron frente al honesto ojo de Paz y cuyas neurosis trabaja en un experimental ensayo, entre ficción, poesía y crónica, Diamela Eltit. Fue tal mi fascinación con esa unión entre imagen y palabra que fotocopié el libro. Uno de mis primeros libros fotocopiados fue uno de fotografía. Poder darme cuenta que había otra manera de comprender la enfermedad, de narrarla y describirla, de ingresar en ella desde la imagen y la ficción, todo esto en una Facultad de Medicina como escenografía, un lugar que por lo general no considera los conocimientos de extramuros como válidos en el proceso de construcción de una patología, me permitió entender que no existe una sola manera de comprender el mundo, porque lo que entendemos por realidad es una compleja trama de discursos y puestas en práctica, jerarquías, ficciones universalizantes. Hay muchas maneras de entender la enfermedad, de adentrarse en ella para conocerla y describirla. Para hacer cambios a cómo se entienden en el presente. Fue desde ese momento de adolescencia que su trabajo marcó pauta para mi quehacer como científico y como activista. Es importante darle el valor patrimonial que tiene el trabajo de Paz como una etnografía trans que se inmiscuye en distintos lugares, saberes y geografías temporales porque sus fotografías nos interpelan a movernos entre las disciplinas, para cruzar fronteras genéricas, sexuales, estéticas y escriturales, para no sentirse seguros sino que siempre en búsqueda de espacios donde las enfermedades,  la clase, la raza y la etnia se nos presente como potentes dispositivos culturales para que, desde distintas épocas, se establezcan disidencias a la injusta imaginería consensuada que llamamos realidad. Una realidad que vemos gracias a la retina social que nos formó Paz Errázuriz.


[1] El año 2017 Paz Errázuriz recibió el Premio Nacional de Artes, siendo la primera que vez en la historia que se reconoce a una mujer fotógrafa.

[2] La manzana de Adán. Paz Errázuriz y Claudia Donoso. Fundación AMA, 2014.

[3] Los devenires minoritarios. Néstor Perlongher. Diaclasa, 2016.

Canto a sí mismo

«Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper?», escribe Lorena Amaro en esta crítica a Los hombres que no fui, la última novela de Pablo Simonetti, editada por Alfaguara.

Por Lorena Amaro

Los hombres que no fui se titula la última entrega del novelista Pablo Simonetti. Su protagonista, Guillermo Sivori, es un escritor e ingeniero de familia acomodada, quien cuenta en primera persona su recorrido por el que fuera su antiguo departamento en el barrio Lastarria, en el lapso de una subasta de antigüedades. En esta escena aparentemente nostálgica –que se desarrolla ni más ni menos que el viernes del estallido social, 18 de octubre de 2019— se va encontrando con distintos personajes de su pasado, que también han asistido a la subasta, o que aparecen en el recuerdo, rememorados a través de objetos y espacios. Cada capítulo lleva por título un nombre y es en sí una evocación: “Carmen”, “Cristóbal”, “Julián”, “Luisa”, entre otros, una forma de organizar el texto bastante calculada, esquemática. También lo es el modo en que se presenta el tema de la revuelta: las pistas sobre aquel día se encuentran desde la primera página y se van completando gradual (y previsiblemente) hasta un desenlace final –único momento en que se desmarca del registro realista— en que el fragor del levantamiento acaba impactando y, a ojos del narrador, destruyendo, ese “mundo de bellas formas, tiránicas e infructuosas, de reglas inculcadas que podían llegar a ser mortales” de la élite chilena, que se ha encargado de presentarnos con todas sus mañas, rigidez e hipocresía.

El retrato de este grupo de privilegio —al que Simonetti le ha consagrado ya varios libros— busca ser balzaciano. En un par de oportunidades, su personaje reflexiona, de hecho, sobre el realismo como matriz estética e ideológica; en dos de estos pasajes metanarrativos, Simonetti caracteriza a Sivori como tallerista de Gonzalo Contreras y el vínculo se remarca en una escena en que el narrador recuerda a Contreras y Bolaño discutiendo sobre el realismo de Stendhal; el autor de Los detectives salvajes “defendía la idea de que ese estilo que tantos escritores de los noventa reclamaban como suyo no era el de Stendhal. El del francés era más sucio, menos apasionado por la verosimilitud, incluso más melodramático que cualquiera de los cultores del realismo en boga”. Sivori no plantea su posición sobre esta breve polémica (en que Bolaño parece estar poniendo toda la distancia posible, él mismo, con la “nueva narrativa” de sus coetáneos), pero, finalmente, es discípulo de Contreras. Bajo el título “Yael”, Sivori repasa su relación con esta amiga y escritora que, como él, debió vivir las humillaciones del maestro (“Contreras no la valoraba cuando comentaba sus textos”). Es interesante que, pese a que los dos advierten la homofobia, misoginia e incluso la misantropía de este autor (“Yo creo que no le gusta ningún escritor vivo. Chileno, ninguno”), recorren de su mano el camino del debut literario e incluso lo admiran. Sivori profesa la conservadora, aristocrática idea de que “el bridge, como la literatura, se aprende sobre todo a través de linajes de maestros” y Yael reconoce que Contreras es “súper buen profesor y escribe precioso”. El tiempo les permitirá profundizar en esta experiencia de discriminación sufrida por ambos, él como homosexual y ella como mujer: “Según [Contreras], al escribir sobre una minoría tan pequeña, me estaba restando de la necesaria universalidad del arte. Pero resultaba ser un argumento tramposo, porque sus historias, que yo leía con placer y que trataban principalmente de hombres heterosexuales, profesionales, escépticos, de mediana edad, de clase alta, entregados al análisis intelectual de las inclemencias de sus relaciones amorosas, no eran, en ese sentido, precisamente universales”. Lo que no considera Sivori es que la literatura es algo más que sus temas, y en su discurso siguen estando impresas las huellas del taller: Yael lo lee y ayuda con sus comentarios y él cree “hacer lo mismo por ella, y tal como ella dice, soy un astro de la verosimilitud”.

Audre Lorde planteaba, a fines de los 70, que “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. Sivori se encuentra atrapado en el realismo, las prácticas y los enfoques sociales de la clase a la que pertenece. Y eso hace de su crítica a Contreras y la casta un alegato ingenuo. Sivori (¿Simonetti?) cree que él y su amiga han sido perseguidos como escritores por causa del “desprecio que sienten las élites literarias por lo femenino y lo popular, para qué decir por una forma gay de ver el mundo. Es fácil tildarnos de cursis, de siúticos, de melodramáticos, calificativos con ese resabio machista que no comprende una estética que no nazca de su forma de ver el mundo ni de su sentido del poder”. Aquí no solo la victimización —recurrente en la novela— parece desmesurada; también lo es confundir lo “popular” con lo masivo, sobre todo porque el narrador se regodea, en su registro pretendidamente crítico, en describir opalinas, muebles Napoleón III y biombos de Coromandel que no parecen nada populares. El argumento sobre el melodrama y la cursilería resulta también bastante pobre: escrituras como las de Pedro Lemebel o Manuel Puig, realmente exageradas en el uso de estos recursos, han sido muy reconocidas por esa “élite literaria” que rechaza (y probablemente siga rechazando) a Sivori, que confunde la literatura con la narración transparente e identificatoria de una experiencia, sin ver que las disidencias sexuales han urdido, a lo largo de décadas, sus propias e interesantes estéticas, lenguajes y aproximaciones a lo que llamamos con demasiada ligereza la “realidad”. Tal vez a Simonetti le ocurre lo mismo que a Sivori y cree que está proponiendo algo nuevo cuando se trata solo del realismo aprendido de su maestro heterosexual y retrógrado.

Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper? ¿Dónde aloja allí el riesgo, la búsqueda, la crítica del canon literario? Es interesante pensar que la “nueva narrativa” de los 90, de la que formó parte la literatura mediocre de Contreras, tenga por vástagos no a Guillermo Sivori y Yael, sino a dos súper ventas de la vida real: Simonetti y Carla Guelfenbein, quienes fueron sus alumnos. Esto no habla tanto del proyecto de Simonetti como del sobrevalorado ejercicio literario que hizo el propio Contreras, avalado, entre otros, por el diario El Mercurio. Y explica, en parte, lo que Sivori tal vez intuya, cuando recuerda la discusión de Bolaño y su maestro. El problema no es que su escritura venda mucho o sea “sentimental”, sino que su propuesta estética —su sintaxis— es anémica, modesta, precaria, porque antes de él hubo otros, como José Donoso, Cristián Huneeus o Mauricio Wacquez, que exploraron el mundo de la oligarquía con lenguajes, excesos, imágenes que se desmarcaban del repertorio habitual de la novela elitista, además de explorar desde ahí las disidencias sexuales y la “traición a la clase”, con la que fueron mucho más duros que Sivori.

Las últimas páginas de la novela lo muestran frente a la desaparición del mundo que lo despreció y lo hizo sufrir; él celebra lo que cree es el fin de ese mundo por causa del estallido y su propia revancha: “En una esquina de mi corazón, un instinto vengativo se dio por satisfecho”. La “venganza” que describe, sin embargo, es tan ingenua como su crítica social. Primero, porque ese mundo que aparentemente se desmorona ante sus ojos sigue estando allí: en Chile, desde 2019 a la fecha, no se ha tocado materialmente, aún, la estructura de privilegios de una élite. Luego, también, porque el estallido que describe Sivori es visto con los ojos de alguien muy encerrado en su propia historia y poco tiene que ver con el mundo. Poco tiene que ver con el estallido mismo, que está puesto allí a modo de metáfora, como ese departamento en el corazón de Santiago, en uno de los edificios más lujosos del barrio Lastarria.

Los hombres que no fui
Pablo Simonetti
Alfaguara
196 páginas

Sivori no intenta comprender, porque está demasiado ocupado en felicitarse, en contar su sobrevivencia de expulsado del paraíso, en preguntarse “qué forma habría adquirido mi vida de haber sido heterosexual. ¿Habría sido un hombre conservador como la mayoría de mis compañeros de universidad y mis hermanos? Lo creía difícil”. Y no para de maravillarse al tiempo que victimizarse: “Voté por el No en el plebiscito de los ochenta, cuando aún no tenía conciencia política de mi homosexualidad. (…) De haber respetado las reglas, sin duda habría ascendido más rápido en mi trabajo como ingeniero y también habría entrado en el radar de la política. Pero cuando salí del clóset, todas esas formas de poder me fueron vedadas”. ¿Fue votar por el No en 1988 un acto de radicalismo político, cuando hasta Sebastián Piñera se jacta de lo mismo? La verdad es que cuesta leer estos mundos narcisistas de la literatura chilena actual, en que los protagonistas, por alguna razón que tal vez pudiéramos achacarle al salvaje experimento neoliberal en que hemos vivido, disimulan mal su canto a sí mismos: “¿Cómo te salvaste?”, le pregunta Yael a Sivori, admirada de la resistencia de su amigo al conservadurismo. “No sé, ¿con terapia?”, le responde él, para recibir esta frase de vuelta: “Yo creo que te salvaste porque eres un huevón muy potente (…) Harto tuviste que superar y harto que has logrado”.

¿Por qué esta dificultad para salir del yo y de la autocomplacencia? ¿Qué hay, por ejemplo, de los anhelos colectivos que ese mismo día en que transcurre la novela comenzaban a manifestarse en las calles, cerca, pero a mucha distancia del narrador, lejos del mundo oligárquico y encorsetado que él describe con más fruición y nostalgia que dureza? En esta misma línea, que el narrador se presente a sí mismo y su expareja como “dos hombres malcriados” y consentidos por Luisa, la empleada puertas adentro, revela las limitaciones ya no de Sivori, sino de Simonetti, experimentado escritor de novelas que parece no ver que su lenguaje —“malcriados”, o sea niños traviesos, y no “privilegiados”— reproduce las formas elitistas de comprender el mundo de las que pretende distanciarse.

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