Mientras los sucesivos alzamientos territoriales les complican la vida a las industrias emblemáticas del Chile exportador, obligando a un debate sobre los costos sociales y ambientales del modelo, Rodrigo Márquez, coordinador del Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidades para el Desarrollo (PNUD), prepara junto a su equipo un nuevo informe que se pregunta por el potencial político de este fenómeno. Un exhaustivo trabajo de campo, apoyado por una amplia red de instituciones regionales, les está permitiendo identificar las limitaciones que enfrenta el “despertar de los territorios” para traducir su rebeldía en fuerza de cambio. Sin una explotación más intensiva de la imaginación y del diálogo, dice Márquez, será difícil destrabar la deteriorada relación entre la sociedad chilena y su modelo de desarrollo. Aquí adelanta algunas claves.
Por Daniel Hopenhayn | Fotografías: Felipe PoGa
Los conflictos territoriales y los desastres ambientales han puesto al Estado y a la industria en serios aprietos. ¿Dirías que estamos ante las paradojas del desarrollo o ante una crisis del modelo?
–Creo que esas grandes definiciones, si uno se las compra, condicionan la conversación antes de tiempo. Yo diría que estamos ante la necesidad de discutir a fondo sobre el modelo de desarrollo chileno. Discutirlo no implica cambiarlo, podemos dejarlo igual. Algunos dicen “para qué cambiar el modelo si somos el país con mayor desarrollo humano en América Latina”, según datos que se publicaron en marzo. Pero creo que, hasta acá, la discusión sobre el “modelo” se ha circunscrito a los derechos sociales –educación, pensiones, salud– y esa no es toda la conversación.
¿Qué falta?
–Preguntarnos cómo estamos produciendo la riqueza. Eso es clave no sólo porque la productividad del país se está estancando, sino porque discutir el modelo por partes no nos da la visión suficiente para imaginar nuevos caminos. Estamos quedando cojos en ese debate. Y al mismo tiempo, si vamos a hablar de las industrias extractivas instaladas en territorios, no hablemos sólo de los conflictos: pensemos cómo lo hacemos virtuoso para generar riqueza, beneficiar a las comunidades y asegurar la sustentabilidad ambiental.
Pero los conflictos son la evidencia de que este modelo de producción, desde el punto de vista socioambiental, ha operado con lógicas que ya no sirven.
–Pero entonces, ¿por qué lo reemplazamos? Hoy día, el mundo más asociado a los organismos multilaterales está embarcado en la Agenda 2030, con objetivos muy ambiciosos de desarrollo sustentable –que ya no es un tema “adicional”, sino central– y un enfoque potente en los derechos humanos. Y nosotros vamos a publicar este año un Informe de Desarrollo Humano que aspira a entender cómo la politización de la sociedad, que ya observamos en el Informe de 2015, se potencia en los territorios y genera cuestionamientos más profundos. Hay actores económicos que se están encontrando con un problema: el territorio ya no es un plano sobre el que pueden llegar y dibujar sus proyectos, ahora hay otros actores capaces de resistirse. El gerente de una gran empresa generadora de electricidad nos dijo: “Hace diez años mi empresa tenía cinco gerencias, cuatro técnicas y sólo una de comunicaciones. Ahora tenemos tres gerencias, de las cuales dos están totalmente dedicadas a las relaciones con la comunidad, y yo dedico el 90% de mi tiempo a eso”. Eso te revela que ahí, en los territorios mismos, se ha empezado a generar una suerte de bloqueo que podría tensionar un alto porcentaje del PIB. Y sabemos muy poco sobre cómo avanzar a una relación virtuosa. Los actores con poder terminan resolviendo sus problemas, pero con costos muy altos para lado y lado.
Suena bien decir que el país debe repensar su matriz productiva, pero llevamos un buen rato en eso y nunca damos el paso.
–Bueno, es un hecho que nos falta capacidad de pensar para el largo plazo. Las medidas que realmente pueden aportar a ese cambio van a requerir tiempo, y tiempo es lo que menos hemos tenido en la discusión pública reciente. Las promesas te las cobran mañana. Y construir tiempo implica mostrar también los costos de los procesos. Nadie quiere hacerse cargo de esos costos.
Porque invertir en ese desarrollo futuro implica resignar un poco de crecimiento para hoy.
–Por supuesto, es natural que así sea. Pero si tú me dices “los beneficios los vas a ver en diez años, confía”, es muy distinto si yo confío y te dejo actuar, ajustando mis planes a esa expectativa, que si no creo que ese beneficio vaya a llegar y no te doy respiro.
Pero para confiar, primero necesitas sentir que yo estoy pensando en un futuro para todos y no sólo para mí.
–Ese es el gran punto. Hemos visto que en el sentido común de las personas hay una diferencia entre el “futuro” como algo que yo construyo y el “cambio” como algo que pasa. No todo cambio es futuro. Le preguntábamos a la gente: “¿Usted cree que las cosas van a cambiar?”. “Obvio que van a cambiar, siempre me las están cambiando”. “Me las están cambiando” es un giro lingüístico que la gente no usa en vano, “me cambiaron el transporte público y me tuve que adaptar, me cambiaron el sistema de pensiones, el de salud, me cambian todos los días las cosas”. Cuando se producen esos conflictos en los territorios, las comunidades alegan que alguien vino y transformó las cosas sin preguntarle a nadie. Bueno, ¿cómo hacemos para construir decisiones más colectivas que sean sentidas como propias, que construyan “futuro” y no solo “cambio”?
¿Cómo hacemos?
–No parece haber otro camino que imaginar nuevos espacios de deliberación política. Y claro, ahí te vas a topar con muchas cortapisas: concentración del poder, regulaciones institucionales, falta de tiempo, imaginarios en conflicto. Hoy la concentración del poder afecta incluso a la innovación privada. Tenemos mercados muy concentrados y aquellos que deciden emprender se ven obstruidos por grandes grupos que no tienen ningún interés en que eso cambie. Hay mucha energía de transformación productiva en actores de menor tamaño que está taponeada por los de mayor poder.
Y además de desconcentrar poder, ¿crees que necesitamos volver a tener una política industrial?
–Bueno, muchos están planteando eso, y otros se oponen porque sería meterle mano al mercado. Yo no creo en las recetas únicas, a distintos países les han funcionado distintas recetas. Pero ni los países más capitalistas del mundo han hecho sus apuestas de desarrollo sin algún tipo de política industrial, y eso hay que tenerlo claro: el mercado no se va a autorregular en esa dirección. O lo hará en muchos años, con ya mucho perjuicio ambiental y social. No quiero ser tremendista porque los fenómenos sociales suelen radicalizarse menos de lo que uno supone, pero si queremos, por último, velar por la sustentabilidad ambiental, entendamos que esto no va a cambiar solo.
Los incendios forestales reinstalaron con fuerza este debate.
–Es que el territorio es como el agua para los peces: lo vemos cuando alguna disrupción nos recuerda que estamos en un lugar, que somos distintos actores compartiendo un territorio y lo que uno hace repercute en el otro. Por lo mismo, gestionar la recuperación después de la emergencia es una buena oportunidad para pensar el desarrollo y quizás construir algo diferente, con una orientación compartida al menos por la mayoría.
Vuelven a aparecer las personas en el mapa.
–¡Claro, si esto les tiene que servir a las personas! El enfoque de desarrollo humano no es contra el crecimiento económico, al contrario, pero intenta vincularlo a que las comunidades tengan mejores opciones de vida y, sobre todo, sean más constructoras de su propio futuro. De los datos que hemos recogido se desprende, exagerando un poco la interpretación, que hoy la gente diría: “Chile país desarrollado, ¿y a mí qué me importa? Yo no voy a conseguir algo mejor de ese desarrollo”. Por eso es tan relevante, justamente para resignificar la política institucional, generar estos espacios de discusión más amplios que el institucional.
Para revertir esa desafección por lo público.
–Hoy tenemos un problema serio: la gente ya no ve a la sociedad sino para lo malo. Ve un tremendo progreso en sus vidas personales, pero le preguntas por el país y todo es queja, todo está pésimo. Y eso ocurre porque la gente siente que ha construido su proyecto personal y familiar –que en Chile son la misma cosa– rascándose con sus propias uñas, asumiendo una serie de costos y dolores de los cuales culpan a los poderosos. No les falta razón, porque los abusos de poder han quedado a la vista y la desigualdad es una materia pendiente del desarrollo chileno. Pero al preguntarles “¿quién te ha ayudado?”, la respuesta es “nadie”. Hay una frase muy potente que salió en los grupos de discusión. Una persona dijo: “Oye, aquí todo lo que yo tengo lo he logrado por mí mismo, yo solito me conseguí el subsidio”. ¡El subsidio es la sociedad que decidió apoyar a cierta gente! A ese acople entre lo individual y lo colectivo falta darle sentido, entender que esas dos dimensiones no pueden sino ir juntas.
Y eso pasa porque las decisiones vuelvan a tener legitimidad, ¿no?
–Yo creo que el mayor desafío está ahí. En crear las condiciones para esa conversación y que ojalá sea propositiva, no sólo de resistencia. Hemos observado que las comunidades tienen mucha más capacidad para oponerse, pero todavía les falta pasar de la resistencia al proyecto, a la visión de futuro. Con el destape de los abusos, el malestar en Chile mutó desde un carácter más retraído –“me endeudé por comprar puras leseras”– a uno más activo: “oye, esto es un sistema diseñado por esos villanos para endeudarnos”. Agrégale redes sociales, ¿no? Gente de las mineras nos decía: “Ahora con que alguien publique desde su teléfono algún conflicto que hay arriba en la mina, pueden paralizar todo”. Pero de plantar cara a decir “ok, discutamos esto como comunidad y tomemos decisiones”, queda una brecha importante. Lo que estamos encontrando, dicho muy por encima, es que ese entusiasmo inicial de que lo territorial iba a fundar un nuevo sujeto político comprometido, o una deliberación colectiva más profunda… no es tan evidente que así suceda.
Territorio como oportunidad
Aún a falta de ese paso, ¿podemos decir que los movimientos territoriales han puesto sobre la mesa prioridades distintas para el desarrollo?
–Por lo menos como aspiración, sí. Y si distintos territorios en distintos conflictos llegan a eso, es porque acá hay una demanda. Pero esa demanda no se especifica mucho más y, en la práctica, los conflictos han tendido a disolverse con medidas de redistribución que no alteraron en nada el modelo de desarrollo. Aysén 2012 fue muy potente, salió mucho eslogan, grandes ideas, y no sé cuánto se ha tocado del modelo de desarrollo, porque luego pasaron otras cosas y reaparecieron las asimetrías.
Y porque las mismas comunidades se dividen ante la decisión de sacrificar rentabilidad inmediata. Lo vimos en Freirina, en Caimanes…
–¿Y cómo dirimes eso? ¿Quiénes tienen derecho a deliberar? ¿Sólo los que viven ahí? ¿Y los que no viven ahí pero les importa lo que ahí pasa? No es tan simple. Que las comunidades se hagan cargo de sus desafíos implica que logren deliberar entre actores diversos. Cuando digo “comunidades” hablo de las organizaciones sociales pero también de los empresarios, los servicios públicos, las comunidades indígenas, las iglesias. El territorio es una oportunidad, justamente, porque te obliga a mirar todo lo que hay ahí, a no ignorar al otro.
Al menos ha surgido un cierto orgullo identitario. Hay provincias que se quieren separar de la región.
–¿Te has fijado que nadie pide agregarse, integrarse? Hay movimientos por generar nuevas comunas, nuevas regiones, pero nadie dice “queremos hacer de estas dos comunas una sola”. Eso también dice algo. Y es fundamental distinguir que las escalas para cada demanda son muy variables, en algunos casos es estrictamente comunal y en otros puede ser hasta provincial. Ahora, de nuevo, ¿cuánto rinde ese orgullo de pertenencia como disposición a la acción? ¿O será que a veces se limita a la chapita en el refrigerador o al sticker en el auto? “Yo soy de allá… pero lo siento, gano mejor acá”. Yo no desestimo ese orgullo, estás hablando con un porteño. El punto es si activa más que sentimientos individuales.
¿Crees que eso está limitando la capacidad de imaginarse el territorio de otra manera?
–Me estás obligando a decir cosas del informe que estamos haciendo… Pero sí, en muchos casos hemos detectado la falta de un “nosotros” que genere la necesidad de conversar y aunar visiones. En Antofagasta, por ejemplo, muchos te dicen “aquí no somos todos mineros, y los que son, no son de acá”. Tengo una frase, pero me la vas a matar para el informe…
No la pongo destacada, va a pasar piola.
–Ya, no importa… En Antofagasta le preguntamos a un grupo: “Si yo digo ‘nosotros los antofagastinos’, ¿en qué piensan ustedes?”. Y un cabro joven dice: “No sé, es primera vez que escucho esa expresión”. O sea, no existe un nosotros, por lo tanto las conversaciones no se conectan. Y otro factor de inhibición es que existe una autoimagen como de poca potencia. Uno va a los territorios y les pregunta a ciertos líderes cómo está la región. Y siempre aflora el discurso de todo lo que está mal y lo que falta por hacer. Pero si escarbas un poco más, empiezan a aparecer las cosas potentes, innovadoras, de nivel mundial. Pero eso no sale altiro, lo que predomina es esa impotencia, el “no poder hacer”. Me va a matar el equipo por contarte esto, pero también en Antofagasta un cabro muy joven, con ese ímpetu de cualquier dirigente estudiantil, partió diciendo: “Acá lo que hay que hacer es la revolución y por eso yo creo que ta, ta, ta…”. Pero de a poco se empieza a desinflar, a desinflar, y diez minutos después termina diciendo: “Y por eso es que no se puede hacer nada”. ¿Te das cuenta? ¡Cómo tanto! Se reconoce la necesidad de una conversación intensa, pero con una sensación de “no va a resultar”. ¿Y quiénes siguen decidiendo por los territorios? Otros que quizás ni conocen los efectos que generan ahí.
Y por el otro lado, a veces las comunidades toman decisiones muy decepcionantes para los amantes de la autonomía local. Ocurrió con el plebiscito sobre el mall de Castro.
–Así es. Y con qué derecho te vas a oponer a esa decisión de los chilotes. Si hay una conclusión que adelantar, es que esto es mucho más complejo que “Santiago versus el resto”. Todo el tiempo aparecen paradojas, “yo pensé que queríamos lo mismo, pero resulta que no queremos lo mismo”. Y con este informe, nosotros quisiéramos interpelar a los actores a reconocerse entre sí y tener estas conversaciones. Creo que pueden hacer mucho más con lo mismo, pero desde un impulso propio, no sólo reactivo. Ahora, otra gran pregunta es si existen los medios de comunicación locales o regionales que sirvan de caja de resonancia para ese diálogo. Pero ya que me hiciste tantas preguntas, esa te la dejo a ti como representante del gremio.