Infrapolítica y ‘underground’

¿Es posible pensar sin estar atravesados por el poder? ¿En qué consiste hoy ser de izquierdas? ¿Cómo construir una política-otra de las sensibilidades que soporte alguna forma de trabajo colectivo? Estas son algunas de las preguntas que plantea el filósofo y académico chileno Sergio Rojas en su último libro El asco y el grito.

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Franco “Bifo” Berardi: Filosofía de lo inimaginable

“Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, se lee en La segunda venida, el último libro del filósofo italiano que, además de ser uno de los pensadores más inquietos de la izquierda europea, es uno de los pocos que ha seguido el “caso chileno”: “en Chile nació el ciclo neoliberal, en 1973, y en Chile empezó a morir con la revuelta de 2019 y el proceso constituyente”, decía un texto que hizo circular en mayo. Bifo, que lleva décadas imaginando un futuro negro pavimentado por un capitalismo depredador, se atreve a hacer un pronóstico esperanzador: un nuevo horizonte se puede abrir desde Chile al mundo.

Por Evelyn Erlij

Poco después de las elecciones contituyentes de mayo, Franco “Bifo” Berardi (Bolonia, 1949) envió un correo a sus conocidos hispanoparlantes para pedirles que difundieran una noticia: “estoy trabajando en el proyecto de una asamblea online organizada por el GRIP (Grupo de Investigación Intercontinental sobre la Pandemia) para reflexionar sobre los acontecimientos chilenos”. La idea era hacer circular una convocatoria para un encuentro internacional en vistas a pensar el nuevo horizonte que, desde el sur del mundo, se abre hacia todo el planeta. “La revuelta chilena y el modo como se viene construyendo un poder constituyente es una novedad, una invención política que la convierte en una emergente situación universal (…). Debemos hacer todo lo posible para que la información sobre Chile comience a circular, y también debemos entender que el proceso constituyente nos concierne a todos, porque es la última ventana abierta en el mundo antes de que la oscuridad sea total”.

El texto, que luego apareció en internet bajo el nombre “Tiempo de imaginar lo inimaginable”, tenía un tono reconociblemente bifeano: apocalíptico, radical; tan urgente como el que se esperaría de un sesentaiochista como él, que no dejó que el tiempo deslavara su discurso político. Como Paolo Virno, Silvia Federici o Antonio Negri, Berardi pertenece a la ola de pensadores marxistas nacidos entre las décadas de 1940 y 1950 que se desmarcaron de la corriente gramsciana del Partido Comunista italiano, y tal como explica McKenzie Wark —quien lo eligió en su lista de grandes intelectuales que están descifrando el siglo XXI—, una buena parte de su obra ha consistido en desentrañar el semiocapitalismo, ese capitalismo que “toma la mente, el lenguaje y la creatividad como sus herramientas principales para la producción de valor”.

—Necesitamos difundir globalmente el mensaje que viene de Chile. Este es un punto importante —dice el filósofo desde Bolonia, quien por décadas ha mirado hacia este rincón de América: Chile no es un lugar cualquiera, afirma, aquí empezó la contrarrevolución mundial en 1973—. Puedo asegurar que en Europa no se habla de Chile: la prensa, los intelectuales, los sindicatos, lo poco que queda de la izquierda, no han recibido el mensaje, no han entendido el sentido de la elección constituyente. Tenemos la obligación de hacer circular de inmediato la posibilidad que contiene el proceso constituyente por dos razones: antes que nada, para crear una red de solidaridad, y para denunciar amenazas y ataques contra la democracia en un país que ya conoció la violencia antidemocrática hace casi 50 años. Pero además porque el proceso chileno no es algo aislado, específico de ese país: es la única posibilidad que nos queda de romper el vínculo entre el fascismo y la agresividad capitalista y financiera.

Franco Berardi. Crédito: Julieta Colomer

Esta entrevista tiene lugar a raíz de la publicación de su ensayo La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, que acaba de publicar la editorial argentina Caja Negra, pero es imposible hablar sobre este y otros de sus libros sin pensar en lo que está pasando en este lado del mundo. Bifo lleva años advirtiendo lo peor: si no salimos de la barbarie del capitalismo —que a punta de aceleración, sobreexplotación y competitividad nos tiene al borde de la extinción—, el porvenir será negro. El autoritarismo, el racismo y la violencia de los últimos años son algunos de los síntomas de una enfermedad que parece terminal: “El colapso de la democracia ha sido preparado por cuarenta años de competencia neoliberal. Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, escribe en La segunda venida, un libro en el que, como en Después del futuro (2014), Fenomenología del fin (2017), Futurabilidad (2019) y El umbral (2020), vuelve a un ejercicio que lo obsesiona: especular cómo serán los tiempos venideros si no cambiamos el rumbo.

Adelantarse a lo inevitable es la primera tarea de los intelectuales, dice Berardi, pero no se trata de caer en una futurología simplona. Parafraseando a John Maynard Keynes, el filósofo explica que lo inevitable por lo general no sucede porque siempre prevalece lo impredecible, y hacia allá, dice, debe apuntar el trabajo intelectual. Basta con pensar en el coronavirus: lo lógico era que el neoliberalismo —y el mundo con él— explotara, pero llegó la pandemia y vino la implosión. Ese afán por imaginar lo inimaginable explica que sus textos suenen excesivos, pero en su último libro se defiende: a la luz de las revueltas mundiales de 2019, sus “premoniciones apocalípticas empezaron entonces a perder el tono irónico de algún profeta exaltado y se convirtieron en sentido común”, apunta.

Por esos días, Bifo se dedicó a escribir sobre lo que veía a través de las noticias: esas convulsiones que sacudieron el cuerpo planetario —desde Santiago, Hong Kong y Barcelona, hasta Quito, París y Beirut— llegaron cuando ya nadie lo esperaba, cuando la depresión y la impotencia, la soledad del individualismo y la humillación de la desigualdad tenían a medio mundo hundido en la derrota. En ese escenario, afirma, Chile se convirtió en el centro de la revuelta antineoliberal: aquí empezó el experimento de Chicago y aquí puede terminar.

—Lo que sucede en Chile tiene una importancia universal. Después de la revuelta caótica de 2019, después de la crisis pandémica y del debate que la acompañó, ahora el país se convierte en un laboratorio de la posibilidad contra la catastrófica probabilidad. Lo probable está claro: un enorme incremento de la desigualdad económica a nivel global, desempleo, frustración producida por la disciplina sanitaria, concentración del poder en las manos de corporaciones privadas que controlan logística, informática y biofarmacología. Pero lo probable no cancela lo posible: una redistribución de los recursos a través de una tasación del capital financiero y de los patrimonios; transformación frugal del consumo, organización comunitaria de la supervivencia, utilización del conocimiento técnico por la sociedad según su interés.

Luego del experimento neoliberal que estalló en Chile, ahora vendrá otro experimento inédito: reconstruir, a través de una nueva Constitución, el cuerpo social y político. ¿Cómo cree que debería ser ese experimento?

—No estamos hablando de fórmulas políticas del siglo pasado, cuando la potencia del conocimiento técnico estaba en las manos de una minoría social. Hoy, la potencia del conocimiento pertenece a una clase social de trabajadores cognitivos expropiados por las corporaciones tecnofinancieras. Tampoco estamos hablando de fórmulas políticas del pasado porque la catástrofe ecológica en curso nos obliga (y nos permite) a pensar en términos de lo concreto-útil, no en términos de acumulación y de crecimiento. Estamos hablando de una experimentación social que tiene que vincular la frugalidad de las expectativas y la reactivación de la afectividad social, el placer de vivir que el neoliberalismo ha sofocado bajo una competencia desencadenada, un individualismo agresivo y un agotamiento nervioso masivo.

Se decía que Chile era el país más estable de América Latina y, de repente, vino un caos que aún muchos no logran interpretar. ¿Qué lecciones se podrían sacar del caso chileno?

—Cuando la velocidad y la intensidad de la estimulación supera nuestra capacidad de elaboración consciente y emocional, reaccionamos con pánico, como organismos al borde del colapso. El caos es eso, la reacción de un cuerpo que ha llegado a un punto intolerable de sufrimiento. No podemos juzgarlo en términos morales o políticos, no podemos controlarlo con medidas legales. Lo que tenemos que hacer es entender el ritmo que contiene, entender los deseos que expresa. En Chile, una nueva generación de militantes políticos, sobre todo jóvenes sin experiencia de gobierno, ha sido capaz de interpretar el caos, de entender la sinrazón, y ahora está tratando de elaborar de manera compartida, democrática y realista las potencialidades que trae consigo. No será fácil, habrá errores. Y tendrán que enfrentar la reacción del sistema financiero internacional (que ya jugó un papel criminal en 1973) y la reacción de la casta militar.

El caos es la única alternativa al automatismo, a la asfixia de la vida cotidiana. ¿Qué hacer cuando explote el caos? Los que hacen guerra contra el caos serán derrotados porque el caos se alimenta de la guerra. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que recordar algunas palabras de Félix Guattari, cuando en su último libro habla de chaosmosis: en el caos está la búsqueda de una nueva osmosis, de una nueva relación armónica entre la potencia de la técnica y la potencia de la naturaleza. Esta búsqueda aparece hoy en la tarea de una asamblea constituyente compuesta por jóvenes, mujeres, intelectuales que no se definen como políticos, sino como “experimentadores sociales”, en una situación muy difícil pero a la vez completamente estimulante. No es la política como ejercicio arrogante de voluntad y manipulación la que puede ayudarnos. Es la sensibilidad, es el conocimiento, es la búsqueda pragmática de soluciones lo que permitirá a la mayoría de los chilenos gozar de las potencias técnicas y del placer de encontrarse en el espacio público.

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Franco Berardi dio varias vueltas por el mundo antes de volver a Italia, donde hoy es profesor de Historia social de los medios en la Academia de Brera, en Milán. En 1976, luego de cofundar la radio clandestina Alice, fue encarcelado y acusado de participar en el grupo terrorista Brigadas Rojas, cargo del que fue absuelto un mes después. Tras ser uno de los líderes de la protesta estudiantil boloñesa de 1977, partió al exilio, a París, donde conoció a Félix Guattari y Michel Foucault. Vivió en Nueva York y en California; publicó libros y ensayos en revistas de todo el mundo sobre esquizoanálisis, emociones, cyberpunk, arte y las formas en que la comunicación se convirtió en uno de los ejes del capitalismo posindustrial —fundado en el “cognitariado” y el “infotrabajo”—; hasta que en los 90 volvió a Bolonia, donde vive hoy.

La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis
Caja Negra Editora, 2021
112 páginas

Desde que empezó la pandemia, Bifo lleva una suerte de diario titulado Crónica de la psicodeflación, en la que ha analizado en tiempo real las transformaciones del mundo: “En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia”, apuntó en uno de esos textos, en los que plantea que la nueva consigna ultrasubversiva es resignarse: lo revolucionario hoy es esperar que el virus desinfle la burbuja de la aceleración. Mientras tanto, dice, el capitalismo resiste volviéndose cada vez más feroz e inhumano.

—La alianza entre neoliberalismo y fascismo domina el escenario global; la oposición entre nacionalismo y globalismo capitalista es una ilusión óptica que esconde la verdad de una alianza entre los actores que han destruido la vida de la mayor parte de la población mundial— alerta el filósofo, quien En La segunda venida denuncia también un apagón de la razón; una razón universal que ha humillado a los individuos y quienes hoy, a modo de venganza, recurren al discurso de la identidad y la raza. “Así se hizo la noche más oscura”, escribe, pero aclara que sus análisis, por más alarmantes que parezcan, van más allá del pesimismo o el optimismo:

—La sombra no pertenece a la mirada, pertenece al objeto de la mirada: este objeto es la sociedad humana después de siglos de capitalismo, colonialismo y violencia.  

Afirma que si bien los jóvenes están más informados, también están menos preparados para expresar opiniones críticas. La culpa, dice, sería de la reforma neoliberal al sistema educativo ocurrida tras la Declaración de Bolonia. ¿Qué piensa de dejar en manos de las nuevas generaciones este futuro que hay que reimaginar?

—Las generaciones nacidas al interior del mundo conectado, los nativos de internet educados por el neoliberalismo, han crecido en un clima de individualismo y de competencia que favoreció el dominio capitalista por décadas. Pero en la esfera íntima, afectiva de esta generación, algo está pasando. El pánico provocado por la aceleración y la depresión se difunde cada vez más en esta generación que aprendió más palabras de las máquinas que de la voz materna. Y en Chile, el efecto ha sido muy visible. El efecto es una nueva activación, una búsqueda de solidaridad afectiva y política. Esas palabras escritas en un muro de Santiago, “no es depresión, es capitalismo”, fueron leídas en todo el mundo como signo de una posible psicoterapia.

En La segunda venida escribe que “desde que Maquiavelo declaró que el poder político se basa en la sumisión violenta del lado femenino de la realidad, la historia moderna ha sido ante todo una permanente guerra masculina contra la feminidad”. ¿Cree que los movimientos feministas están redefiniendo las formas de hacer política?

—Esta es una pregunta compleja que necesita una respuesta compleja. Yo no creo que haya “un” feminismo. Hoy hay muchos, y no todos son igual de interesantes desde el punto de vista cultural y evolutivo. Hay unfeminismo institucional que se identifica con una presunta cara democrática del poder, el feminismo que exige la verdad y se la pide a la ley: el feminismo del #metoo. Este feminismo ha jugado y juega un papel útil en la denuncia de la violencia masculina, pero no cuestiona el orden antropológico moderno y patriarcal de manera profunda. También existe un feminismo de la solidaridad social que desarrolla una función esencial en la emergencia de nuevos movimientos. Pero el que más me interesa es un feminismo de tipo evolutivo y posthumano, que se encuentra en los ensayos de Luisa Muraro, por un lado, y de Donna Haraway, por el otro. El feminismo evolutivo cuestiona el orden capitalista y patriarcal desde un punto de vista que no es político, es antropológico. Este feminismo está a la altura del horizonte de la extinción, algo que se está develando cada vez más. La extinción de la civilización humana es un fenómeno ambiguo en el cual podemos ver una amenaza espantosa, pero también una línea de escape, una posibilidad.

Cuando se dice que el futuro de la política está en el feminismo, generalmente se trata de una afirmación hipócrita: cooptar a las mujeres en la gestión del poder, valorar la agresividad de las mujeres, las ganas de vencer en la competencia. Mostrar que las mujeres pueden ser como los hombres, más productivas, más cínicas. El feminismo que me interesa no está dispuesto a compartir el poder con los explotadores.

Hoy, en Chile, hay un precandidato presidencial comunista, Daniel Jadue, con posibilidades de ganar. En su libro dice que el futuro estaría en la “segunda venida del comunismo”, pero aclara que no lo entiende en su sentido ideológico. ¿Cómo se debería repensar el viejo comunismo para adaptarse al mundo de hoy?

—El comunismo histórico ha sido una forma del poder autoritario y patriarcal. Pero en todos los momentos de la historia moderna, los comunistas han sido las personas más conscientes y más solidarias. Por eso estoy orgulloso de ser comunista, aunque no me identifico en nada con la experiencia histórica del comunismo del siglo XX. A los 15 años me afilié al Partido Comunista italiano, pero a los 17 me expulsaron, acusándome de tendencias anarquistas. Creo que necesitamos un nuevo concepto: igualdad, frugalidad y amistad son palabras que definen un horizonte más allá del capitalismo del patriarcado y del consumismo. Hoy necesitamos un comunismo cognitivo, de los trabajadores del conocimiento, de los innovadores técnicos. Un comunismo que haga posible la colaboración del ingeniero y del poeta. Necesitamos liberarnos del miedo a la innovación. Es más, tenemos que sustraerla de las manos de los propietarios. Necesitamos un comunismo que no se proponga defender la composición técnica y social del trabajo, sino reducir el tiempo de trabajo, liberar a la sociedad de la obligación salarial. La actividad liberadora y útil tiene que ser tomar el tiempo del trabajo asalariado, del trabajo abstracto, sin relación con el placer del conocimiento.

Ha habido otros momentos históricos en que se ha tenido la sensación de algo parecido al apocalipsis. A pesar del tono sombrío de sus predicciones, en sus libros vuelve una y otra vez al tema del futuro, como si hubiese algo de esperanza.

—No es la primera vez en la historia humana que se enfrenta una perspectiva de extinción. Los pueblos que vivían en el continente que hoy llamamos América Latina han conocido el fin del mundo, porque “fin del mundo” significa que la experiencia cotidiana ha perdido su sentido y que las palabras que conocimos dejan de significar algo. Así es como el antropólogo Ernesto de Martino define el fin del mundo: como una ruptura de la relación entre lenguaje y mundo. Sobre esto, además, puedo decir que nos encontramos al borde de un fin del mundo. La devastación ecológica y psíquica es inherente a la explotación capitalista. No se trata de ser pesimista u optimista: se trata de reconocer que, si no salimos del cadáver del capitalismo, la supervivencia física y psíquica de los humanos se hace cada vez más azarosa.

La pandemia ha acelerado y expandido la conciencia de este peligro. Pero no ha proporcionado una visión política que nos permita salir del capitalismo, que no es un organismo viviente, sino un cadáver que se alimenta de la repetición obsesiva del acto de extracción de las energías de los seres vivientes. Lo que vemos hoy, un año y medio después del comienzo de la pandemia, es un incremento espantoso de la desigualdad, de la explotación, de la concentración de capital y de poder. La extinción de la civilización humana (y del género humano como entidad biológica) se vuelve cada vez más probable. Pero la posibilidad de salir del cadáver del capitalismo no desaparece. Hoy la encontramos en Chile.

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Foto gentileza de Julieta Colomer 

Martín Hopenhayn: “La academia convirtió en un gesto propio no abrir vasos comunicantes con la política”

Con Multitudes personales (Ediciones UDP) recientemente publicado bajo el brazo, el intelectual, filósofo y escritor chileno-argentino, que durante años trabajó como investigador de temas sociales en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), se aventura con un análisis del Chile que hemos construido y habla del rol de su generación frente a los cambios que vienen: “tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir”.

Por Jennifer Abate C.

En un texto que publicó en la revista Nexos en octubre del año pasado, decía que su respuesta más honesta frente a la pregunta por el desenlace del movimiento social era: no tengo la menor idea. Casi un año después, ¿tiene más luces sobre lo que ocurrirá con la movilización que comenzó el año pasado y que fue detenida por la pandemia?

Yo creo que hoy es tanto o más enigmático en la medida en que la pandemia fue sofocada no por una razón política. No tuvo un desenlace, no tuvo una resolución, lo único que hay en el horizonte es el plebiscito que se viene. El estallido, para mí, es una revuelta, no una revolución, la revolución termina con un asalto al poder y la revuelta termina en una especie de desplazamiento del eje del centro, es decir, lo que era en algún momento considerado como statu quo, se corrió a la izquierda. El eje se corrió primero en algunas concesiones en términos de política, después, sobre todo, en la iniciativa de convocar a un plebiscito para trabajar en una nueva Constitución.

El filósofo y escritor Martín Hopenhayn.

Se trata de un sentido común compuesto, por un lado, de una visión crítica respecto de los gobiernos de la Concertación, es decir, de los gobiernos de la democracia, del programa que se desarrolló y del modelo de país que se planteó. Creo que se generalizó una cierta homologación entre neoliberalismo a secas y lo que ha sido Chile en los últimos 30 años. Es curioso; yo no estoy de acuerdo con esa homologación, por lo menos de manera total, es decir, esta especie de indiferenciación entre los Chicago Boys y el modelo “progresista”.

Se refiere a la frase “no son 30 pesos, son 30 años”.

Claro, en las marchas se notaba esa visión. Por otro lado, creo que hay dimensiones que tienen mucho que ver con el poder en la vida cotidiana, que ya estaban puestas sobre el tapete en las movilizaciones sobre abuso de género en el año anterior, en 2018, que al estallido llegaron en la última parte, sobre todo con Lastesis y todo lo que significó. Creo que el tipo de cuestionamiento que se planteó en 2018 era muy profundo y tiene bastante que ver con el estallido social, es decir, con perderle temor a asumir posiciones más radicales frente a un tema. También se conjugan o convergen temas que tienen que ver, por un lado, con los viejos temas sociales, distributivos, con una clara conciencia de que los indicadores del triunfo, los indicadores del oasis chileno del cual habló el presidente pocos días antes, no representan la realidad de la gente o la gente no se siente para nada representada en esos indicadores. Lo que ocurría por debajo de todo eso era una sensación muy grande de vulnerabilidad y de vulnerabilidades cruzadas, vulnerabilidad en el campo de la salud, en el campo de la seguridad social y las pensiones, la sensación de una ciudadanía de primera, segunda y tercera clase según el tipo de educación al cual accedías, el tipo de trato que tenías en el trabajo, el tipo de redes, de relaciones que te permitían aprovechar tu capital humano en retornos laborales.

Es interesante el correlato que hace con el movimiento feminista de 2018, cuando, como durante el estallido, llamaba la atención la inexistencia de un liderazgo tradicional. ¿Cree que están emergiendo nuevas formas de movilización?  

El movimiento feminista rebasaba cualquier tipo de lógica partidaria, era rizomático, aparecía por todos lados. Creo que ahí se marcó un precedente superfuerte, mucho más todavía de lo que se podía haber marcado en la Revolución de los Pingüinos el 2006 o la de los universitarios el 2011 o la protesta contra las represas el 2012. Ahí había algunos liderazgos, pero en esta idea no hay liderazgo, hay una especie de espontaneísmo de las masas, como se decía antes. Ahora, no digo que el 2018 sea la causa del 2019, a lo mejor ya el movimiento del 2018 estaba dentro de una forma de funcionar que estaba arrastrándose, que explota ahí.

Usted ha descrito una disconformidad que viene de muchos lugares. Hoy estamos a punto de enfrentar un plebiscito. ¿Cree que un potencial cambio en la Constitución ayudaría a subsanar esas disconformidades o de todas maneras hay que conducir otro tipo de procesos sociales que ayuden a aliviar la sensación de desigualdad creciente?

Creo que no sería malo que la nueva Constitución lograra tener esa nueva fuerza para nuclear todas las energías, las energías críticas, emancipatorias, contra la desigualdad, porque habría, de alguna manera, algún tipo de encuentro entre la lógica de la revuelta y la reflexividad compartida, una especie de proceso deliberativo a nivel nacional. Si los procesos deliberativos se mantienen divorciados de los procesos de movilización, yo no sé hacia dónde se llegaría, es como una especie de toparse con un callejón sin salida. No digo que el proceso de la Constitución desmovilice a la sociedad, yo no sé cuánto tiempo puede permanecer una sociedad movilizada como lo estuvo durante cuatro meses, pero de alguna manera debiera vincularse la movilización social con la deliberación pluralista, por llamarla de alguna manera, una deliberación abierta, ampliada.

En medio de la pandemia, diferentes teóricos y teóricas han postulado alternativas de cambio de nuestra vida social después de la pandemia. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que estamos en condiciones de anticipar si la pandemia va a producir cambios permanentes en nuestra manera de relacionarnos socialmente?

Yo creo que la pandemia ha traído una especie de desfile de proyecciones utópicas y distópicas muy interesante, porque se han ido modificando a medida que la pandemia y las medidas de confinamiento duran más. Al principio apareció una especie no de euforia, porque no podemos hablar de euforia ante una pandemia, pero una expectativa de que íbamos a encaminarnos hacia una ética de la frugalidad; la pandemia era la señal que la naturaleza le daba al capitalismo, a la modernidad y a la globalidad, de que no podíamos seguir con esta forma de producir, consumir y de habitar, y que por lo tanto se venía un cambio paradigmático. Y también apareció la expectativa utópica de la emergencia del rol social del Estado, sobre todo en América Latina. La gente pensó: “este es el fin del capitalismo financiero”. Creo que ahora hay un momento de incertidumbre en este juego de naipes de utopías y de distopías dinámicas que se han dado a lo largo de los últimos meses. Uno de los grandes problemas, que es mas simbólico, tiene que ver con la crisis política durante el estallido y la pérdida profunda de apoyo, aprobación y legitimidad prácticamente en casi toda la clase política y el sistema. ¿Cuál va a ser la voz desde la política que invite, convoque, a la sociedad a estar juntos para enfrentar esta situación crítica?

¿Cuál es su respuesta frente a esa pregunta?

El problema es que no hay voz. Las dos personas que apuntan más fuerte en las encuestas son Lavín y Jadue, y no creo que ninguno de los dos pueda hacer esa convocatoria, salvo que se junten, pero no lo creo. Tiene que haber una voz que convoque, creo que la voz tiene que convocar a unirnos en un cierto sacrificio, que es lo que ocurre durante las guerras. Roosevelt tuvo la capacidad de hacerlo durante la guerra; de alguna manera se desgastó, pero Fernández en la Argentina lo pudo hacer, una voz convocante. Pero la voz convocante tiene que ser, a la vez que una invitación al sacrificio, muy clara también en una invitación a distribuir los sacrificios según las capacidades, el lugar que ocupa cada uno en la sociedad. Si uno invita al sacrificio, y al mismo tiempo vamos a discutir en serio el impuesto a los superricos, tiene más sentido, pero invitar así, de manera vacía, a que todos nos sacrifiquemos sin hacer distinciones, sabiendo que hay personas que quedaron muy mal paradas, no tiene ningún sentido.

Multitudes personales

En su libro (una compilación de ensayos, crónicas y aforismos publicados a lo largo de su vida) habla de la generación del 55, su generación. ¿Cuál cree que es su rol a la hora de pensar y actuar frente a los cambios propuestos desde el estallido social y hoy por el plebiscito constitucional?

Una generación no significa que todos los que nacieron el 55 estén más o menos cortados por una sensibilidad homogénea, ese texto lo publiqué en la revista Apsi el año 86, cuando yo tenía 31 años, y produjo mucha identificación en pares. La del 55 es la generación de la Reforma Universitaria del año 67, la que después ocupó puestos de poder durante la Concertación. Es una generación que se perdió la fiesta [de las revoluciones en el continente] y que, al perdérsela, la mitificó también; es decir, el vacío de una fiesta a la que llegó tarde lo compensó llenando ese vacío con lírica y épica que ninguno vivió del todo. ¿Qué es lo que yo creo que pasa ahora con esta generación? En términos de propuestas, yo creo que no es fácil, o sea, terminó siendo muy heterogénea esa generación, la misma gente que formó parte de una sensibilidad más o menos convergente en los años setenta u ochenta, en los años noventa empezó a abrirse en distintas ramas: gente que se dedicó a hacer plata de frentón, gente que se metió en la política con vocación, gente que se metió en la política como gran bolsa de trabajo bien remunerada, gente que se cuadró con el “progresismo” de manera muy fuerte y con poca apertura, gente que se mantuvo en una especie de izquierda incondicional e hizo de su propia condición de outsider una bandera, un motivo de autoreivindicación. Creo que es una generación que tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir, tiene que ver cuál es el valor de la experiencia, cuál es el valor de haber transitado por distintas perspectivas, qué se puede aportar. Tiene que ser servicial.

Multitudes personales. Ensayos, crónicas y aforismos (2020), Martín Hopenhayn, Ediciones UDP.

—Es relevante eso, pues si bien hay una necesidad de revitalizar la política, cambios profundos como los que exige la sociedad no van a ser construidos solamente por personas jóvenes o muy jóvenes.

Sí, ahí hay aspectos frente a los que a la generación mía le cuesta mucho tomar posiciones, y a mí también. Por ejemplo, ahora que se ha dado lo que se llama “las políticas de cancelación”, esta especie de, a como dé lugar, llegar a lo políticamente correcto. A mí me cuesta mucho pronunciarme frente a eso, me cuesta mucho. Mi corazón, mi adhesión espontánea, y yo creo que además a conciencia, porque me tocó vivir la dictadura, es el sentido común del pluralismo. O sea, renunciar al pluralismo ideológico, al pluralismo en valores, ya es imposible.

La reflexión académica y la investigación habían encendido muchas alertas sobre el malestar en Chile. Usted lleva años en eso, el informe del PNUD de 2017 hablaba sobre las tensiones sociales. ¿No es un poquito decepcionante que las decisiones en materia de políticas públicas estén tan divorciadas de lo que propone el mundo de la investigación y la reflexión crítica?

Sí, pero creo que hay responsabilidad en ambos lados. Es un desperdicio total, es decir, pienso en países europeos y en Estados Unidos, donde hay mucho más flujo entre estos mundos. Yo creo que hay una responsabilidad, por un lado, claramente desde la política, por regirse mucho más por ritmos electorales y por programas para captar audiencias. Hay una especie de anquilosamiento de la clase política, de pérdida de apertura, de estar como enfrascados en una especie de Club de La Unión de la política, pensando que lo real es lo que se conversa entre ellos. Desde el lado de la academia, sí ha habido algunos esfuerzos, pero desde la academia se convirtió en un gesto propio, casi un gesto de epistemología política, no abrir vasos comunicantes con la política, una especie de purismo en el cual podría haber casi un efecto de contaminación. La academia también ha tenido sus propias reglas del juego, que son las reglas del paper, las reglas de las becas, las reglas de los rankings, que son las reglas, sobre todo, de la investigación.

¿Hay alguna posibilidad de reencontrar esos mundos hoy?

Yo creo que sí. Hay algunos referentes académicos, pero son muy pocos, o sea, no sé, en sociología, Carlos Ruiz, Tomás Moulian ya no lo es como lo fue en su momento, por un tema de generaciones, y puede haber dos más, tres más, pero son muy pocos. Además, son como islotes, porque incluso dentro del mundo académico hay mucha atomización, es decir, los profesores están cada uno cuidando su parcela, su tienda.

Sylvia Eyzaguirre: “Me parece que el rol que pueda cumplir una Nueva Constitución es más simbólico”

La actual investigadora en temas de educación del Centro de Estudios Públicos (CEP) y Doctora en Filosofía reflexiona sobre las consecuencias del estallido social, el plebiscito de octubre y la educación escolar durante la pandemia del Covid-19. “La vuelta al colegio debiera ser lo antes posible, en la medida en que las condiciones sanitarias lo permitan”, considera.

Por Javier García Bustos

“Por las mañanas somos profesoras y por las tardes hay que hacer el aseo”, cuenta Sylvia Eyzaguirre sobre sus días de cuarentena por el Coronavirus, dando cuenta también de la manera en que la pandemia ha cambiado la rutina. Licenciada en Filosofía en la Universidad de Chile, Doctora en Filosofía por la Universidad Albert-Ludwig de Friburgo, Alemania, Sylvia Eyzaguirre fue asesora del ministerio de Educación y desde 2014 es investigadora en temas de educación del Centro de Estudios Públicos (CEP), además de columnista del diario La Tercera. “Hemos tenido la facilidad de trabajar a distancia. En ese sentido, no hemos visto interrumpido nuestro trabajo, sino que hemos cambiado el lugar de trabajo”, señala a Palabra Pública la académica sobre su labor en el CEP, quien acá se refiere a varios temas, como la educación online, la necesidad o no de una nueva Constitución, la desigualdad social y cómo ha funcionado en este tiempo la clase política.

Licenciada en Filosofía en la Universidad de Chile e integrante del Centro de Estudios Públicos, Sylvia Eyzaguirre.

—¿Cómo ha enfrentado el CEP los nuevos desafíos ante la crisis sanitaria del Coronavirus? 

Sin duda, las condiciones son diferentes, porque muchos de nosotros tenemos que hacernos cargo de nuestros hijos: por las mañanas somos profesoras y por las tardes hay que hacer el aseo y hay que lidiar con los quehaceres de la casa, y junto con ello hay que cumplir con la jornada laboral. Pero claro, el CEP nos ha entregado las facilidades para poder hacerlo. Claramente, la productividad no es la misma, pero poco a poco agarramos el ritmo. Ahora hay un antecedente: con el estallido social ya tuvimos que cambiar nuestras agendas para hacernos cargo de los acontecimientos que estaban ocurriendo en el país y ahora sucede lo mismo con el Covid-19.

—Y ante las circunstancias, ¿cómo se proyecta el CEP? 

Para nosotros, en momentos como estos, el CEP cobra más relevancia. Somos un centro que busca reflexionar sobre los problemas del país y dar soluciones rigurosas y enfrentar los desafíos. Es así como desde la contingencia se muestra la importancia que tienen estos centros de estudios. Y, gracias a la libertad que tenemos los investigadores, frente a los nuevos desafíos, nos adaptamos. Desde la casa, igualmente, tenemos acceso a las bases de datos, en mi caso el ministerio de Educación me sigue suministrando datos. Quizás uno produce menos por tener que hacerse cargo de otras labores, pero no ha afectado la función del CEP.

—En el Congreso se tramitó el Ingreso Familiar de Emergencia. Días antes usted señaló que resultaba lamentable que en Chile, “un país de sólo 18 millones de habitantes, las fuerzas políticas no puedan ponerse de acuerdo para enfrentar la crisis económica”. ¿Las decisiones importantes se están tomando muy tarde? 

En su minuto tuvimos un acuerdo de la clase política para enfrentar el estallido social y ahora, con esta crisis sanitaria de nivel mundial, nuevamente la clase política, y sobre todo la vieja política, logró ponerse de acuerdo. Pero esa es la mitad del vaso lleno. La mitad del vaso vacío es que se demoraron demasiado, hubo mucho desgaste y se han logrado contener ciertas iniciativas populistas que hay en el Congreso, que están constantemente amenazando y que vienen tanto de la coalición de gobierno como de la oposición. Y más allá de los resultados, el costo es muy alto, según la percepción ciudadana, en un escenario en que hay mucho en juego, sobre todo la vida de las personas.

—La pandemia del Coronavirus terminó de demostrar la desigualdad en la que viven los ciudadanos. Muchos creen que una nueva Constitución ayudaría a resolver los problemas de inequidad. ¿Es fundamental una nueva Constitución? 

Me parece que el rol que pueda cumplir una nueva Constitución es más simbólico y, en ese sentido, puede ser muy importante. Si la ciudadanía así lo decide en el plebiscito de octubre, elaborar una nueva Constitución, que es el marco de entendimiento en el cual va a funcionar la política en Chile, puede ser muy bueno para el país. Pero no creo que ese ejercicio vaya a reducir la desigualdad, no creo que mejore la productividad económica del país ni el funcionamiento de los hospitales ni la calidad de la educación. Ahora, el ejercicio de rayar nuevamente la cancha puede ser un ejercicio sanador para el país. Para ello tiene que haber buena fe y generosidad y eso, a veces, no se observa en la clase política.

—¿Urge en Chile un “nuevo pacto social”? 

Viendo las demandas de la ciudadanía, me parece que la respuesta es política y no constitucional. Creo que si queremos avanzar hacia una socialdemocracia con niveles mínimos más altos de bienestar para toda la ciudadanía, eso es una decisión política que se define en las elecciones con las fuerzas políticas que nos representan. Y creo que eso no está en la Constitución, donde sí están los límites del Estado, qué rol cumplen las instituciones, cómo se resguardan los derechos de los ciudadanos, pero lo que tiene que ver con demandas sociales, eso es política. Entonces urge un nuevo pacto social, sí, pero ese es rol de la política. Y el problema es que hay muy poca adhesión de la ciudadanía a las instituciones políticas que nos representan. Ese es el principal desafío de Chile: fortalecer las instituciones políticas

—Desde el desarrollo de la pandemia, ¿cómo ha visto el tema de la educación a distancia? 

Tengo algunas cifras de encuestas que no son 100% representativas y en base a las encuestas que están circulando puedo decir que es preocupante ver lo difícil que ha sido para Chile subirse a este carro de la educación a distancia. Muchas familias no tienen las condiciones físicas en el hogar para estudiar y menos los equipos de acceso a Internet para conectarse a las clases. A veces, los más pequeños no tienen un adulto que los pueda guiar, hay mucha desigualdad con respecto al capital humano. Siempre resaltamos lo desigual que es nuestra educación, pero ahora, con la suspensión de las clases presenciales, hemos observado el tremendo rol que cumplen las escuelas en intentar igualar las oportunidades. Sin duda, siguen existiendo enormes diferencias. Hoy, la mitad de los profesores te dicen que creen que sus alumnos no están aprendiendo, que sólo un 16% ha logrado hacer clases online y que la mayoría, o sea, el 84%, lo que ha hecho es mandar a las casas guías y ejercicios.

—¿Cómo y cuándo debería ser un retorno seguro a clases o deberíamos olvidarnos de este año escolar presencial?

Es muy perjudicial que los niños no puedan ir al colegio, no sólo desde el punto de vista del aprendizaje. La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) sacó recientemente un paper en relación a los riesgos que significa tener las escuelas cerradas. Primer riesgo: desnutrición. En Chile, un millón 600 mil niños reciben dos comidas al día en la escuela. Hoy, el Ministerio de Educación ha hecho un tremendo esfuerzo para entregar a las familias, semanalmente, cajas de alimentos. Pero es muy probable que esos alimentos, pensados para un solo niño, sean compartidos por todo el grupo familiar producto de la crisis económica. Un segundo tema tiene que ver con maltrato y abuso. El hacinamiento en Chile es bajo, cerca de un 18% de los niños viven en esta condición, pero lo más probable es que con el encierro el maltrato y los abusos sexuales aumenten. Por lo tanto, hay niños que lo están pasando muy mal y es muy difícil para el Estado poder detectar cuáles son los niños que están en riesgo. Un tercer tema son las enfermedades mentales y, según evidencia científica, están aumentando más que en un año normal. Ante este panorama considero que la vuelta al colegio debiera ser lo antes posible, en la medida en que las condiciones sanitarias lo permitan. Tal vez dividiendo los cursos por la mitad, alternando jornadas, pero es fundamental el reingreso lo antes posible, especialmente en los sectores más vulnerables.

“Es preocupante ver lo difícil que ha sido para Chile subirse a este carro de la educación a distancia. Muchas familias no tienen las condiciones físicas en el hogar para estudiar y menos los equipos de acceso a Internet. A veces, los más pequeños no tienen un adulto que los pueda guiar, hay mucha desigualdad con respecto al capital humano”

El poder del Estado 

Desde el inicio del Coronavirus se han multiplicado, en la prensa mundial, las opiniones de diferentes filósofos e historiadores ante la incertidumbre por lo que vendrá. Por ejemplo, declaraciones de Yuval Noah Harari (De animales a dioses), del surcoreano Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) y hasta del polémico Slavoj Žižek, quien publicó hace algunas semanas el libro Pandemia. 

—¿Qué reflexiones realizadas en estos tiempos le hacen más sentido? Žižek dijo que el Coronavirus es “el golpe definitivo contra el capitalismo” mientras que Byung-Chul Han señaló que, después de la pandemia, “sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente” …

Son reflexiones a partir del contexto, pero creo que se cae mucho en la opinología. Parecen opiniones sobre el futuro y parecen querer predecirlo. En todo caso, es interesante que ambos destacados pensadores contemporáneos tengan visiones totalmente distintas. Es curioso cómo la pandemia incentiva dos aspectos que son parte de la naturaleza humana y donde se produce una cierta tensión. Por una parte, la forma de protegernos de la pandemia es el aislamiento social, y uno sentiría que eso es como un egoísmo, pero al mismo tiempo ese aislamiento genera solidaridad con los otros. En ese sentido, el egoísmo, relacionarlo con el capitalismo, tiene sentido. Y, por otro lado, la crisis económica que está generando la pandemia despierta el espíritu solidario, se relaciona con el vivir en comunidad, porque no podemos vivir eternamente aislados.

—La filósofa Judith Butler señaló que “el aislamiento, en parte, es una estrategia de control estatal, que expande el poder del Estado”. ¿Cómo ve este asunto? 

Con esta situación que vivimos una se da cuenta de la función real que cumple el Estado. El tema es concreto: proteger la vida de los ciudadanos. En estas circunstancias ves el poder que le estamos entregando nosotros, voluntariamente, a este Estado sumamente poderoso que oprime nuestras libertades individuales, y que nosotros renunciamos a ciertas libertades individuales en pos de un bien común que implica la vida. Esa tensión, que en la normalidad está tan sumergida y tan poco visible, ha salido a la luz de una forma brutal. Es una situación límite donde se demuestra el carácter del Estado y la amenaza y el beneficio que puede ser para nosotros.

—¿Cree que la tecnología ha sido el instrumento que ha triunfado en esta crisis sanitaria? 

De todas maneras. Sería interesante poder estimar, y este es un trabajo para los economistas, cuánto hubiese caído el producto del país si no hubiésemos tenido tecnología. El hecho de que muchas empresas puedan hacer teletrabajo, que muchos trámites que involucran al Estado los puedas realizar vía online o la misma banca electrónica demuestran que Chile, comparado a otros países de la región, en ese sentido, es muy avanzado. Por supuesto, hay muchas áreas donde podríamos avanzar mucho más, como en telemedicina. Obvio que una cirugía no la puedes hacer a distancia, pero varias labores de la medicina podrías hacerlas a distancia. En Chile esto está comenzando y es también una forma de optimizar y focalizar mejor los recursos del Estado.

—Usted firmó una carta en apoyo a Cristián Warnken. ¿Qué opina de las críticas en redes sociales y sobre la figura del intelectual hoy en Chile? 

Creo que las redes sociales se han convertido en una cacería de brujas, en un circo romano donde, a veces, se cree que ese es el reflejo de la realidad, pero Twitter no representa la opinión de la mayoría de las personas. Ahora, el nivel de agresividad que hay en la política, ver cómo se tratan nuestros políticos, es espeluznante. Y luego ves cómo nos estamos tratando en las redes sociales, los foros de discusión, te das cuenta de que hemos perdido algo que es el fundamento de la democracia, que es considerar al otro un igual a ti. Y que ese otro, por más liberal, machista o feminista que sea, merece respeto. Incluso da la impresión de que hay sectores que se alegran con la desgracia del otro. Por ejemplo, con el caso del ex ministro Jaime Mañalich, como que ojalá fracase para hacerlo bolsa. Pero si él fracasa, lo hace todo el país. Ahora, agradezco el rol que han tenido intelectuales de confrontar a esa manada que no piensa y que sólo pide sangre. Y también hay que entender que lo que pasa en El Mercurio, La Tercera y Twitter no es lo que pasa en Chile, eso le ocurre a una élite muy reducida.

—También están las columnas de Carlos Peña, ¿no? En el último número de la revista del CEP, a partir del estallido social, Peña se pregunta: “¿Por qué una sociedad que ha disminuido la desigualdad experimenta, sin embargo, una vivencia de la desigualdad cada vez más aguda?” 

Si miras el crecimiento económico y la desigualdad económica en Chile en los últimos 20 años, distintos economistas observan cómo se ha reducido la brecha de desigualdad económica y la desigualdad material, y ese fenómeno es muy peculiar. En otros países las brechas han aumentado. En Chile disminuye, pero cuando uno ve las encuestas, la percepción es de mucha más rabia en cuanto a la desigualdad. Esto puede ser debido a las expectativas que genera el progreso, o sea, que junto al progreso material debería ocurrir el progreso social, un trato igualitario, pero a pesar de lo que yo he conseguido, la sociedad me sigue tratando igual que antes. Entonces, significa que la desigualdad de clase no se ha reducido y eso genera rabia y frustración. Chile creció en los años 90, pero ese crecimiento se ha ido estancando en los últimos 15 años.

Filosofía en emergencia: sólo un punto de partida

Desde que se produjera la expansión del virus Covid-19 a nivel planetario, las reflexiones filosóficas en torno a sus alcances sociales y políticos no tardaron en llegar. Pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, el coreano Byung-Chul Han o la estadounidense Judith Butler han dado ya sus primeras impresiones acerca de la pandemia. Sin embargo, la Doctora en Filosofía Política de la U. de Chile, María José López, insta a mirar con cautela estas deliberaciones.

Por María José López Merino

El asombro por lo ocurrido con esta crisis sanitaria mundial ha sido casi tan enorme como el universo de reflexiones y tesis acerca de su significado, causas, consecuencias. Reflexiones que han poblado los diarios y los medios digitales, que, sumadas a un tiempo nacido del encierro en el que hemos tenido días para leer estas ideas, han amplificado su efecto. Pienso, modestamente, que antes de las tesis y los diagnósticos un poco acalorados que declaran desde la muerte de la China comunista hasta la muerte del capitalismo o la llegada de un nuevo holocausto del siglo XXI, es necesario recordar eso que decía Hannah Arendt: la compresión previa, que busca domesticar el acontecimiento histórico nuevo, no es nunca toda la comprensión, sino sólo el punto de partida.

La académica y doctora en Filosofía Política, María José López. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

En el caso de los filósofos y pensadores de la cultura, hay esfuerzos disímiles que vale la pena mirar. Algunos de ellos se reúnen en Sopa de Wuhan (2020), compilación en la que encuentran lugar algunas impresiones, de distinta densidad y alcance, de autores como Slavoj Žižek, Byung Chul-Han,  Judith Butler y David Harvey, entre otros.

Me impresiona el libro por la prontitud de las tesis, la seguridad de los diagnósticos, la radicalidad de las lecturas y conclusiones que sacan. No me siento muy cercana a esta filosofía comentarista inmediata de la actualidad. Cuando la filosofía observa de reojo, con una mirada más lenta que le da cierta desactualidad, encuentra su mayor realismo. 

En esta premura del diagnóstico, el artículo más impresionante es el de Giorgio Agamben, bastante comentado por lo demás, en el que pone en duda la existencia de una real epidemia de proporciones anormales en Italia, y propone la tesis de que para los gobiernos mundiales, “habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas (las restricciones a la libertad y las formas de control) más allá de todos los límites”. Este parece un ejemplo paradigmático de lo que Arendt llamó alguna vez el exceso de teoría, que está en la base de cualquier ideología. Allí donde la realidad no coincide con el marco de ideas previas con las que se la quiere leer –en este caso, “biopolítica”–, es la realidad la que se modifica o se relee para hacerla coincidir, incluso al precio de falsearla.

Otro lugar común que confunde, que viene más bien de la política que de la filosofía, es la metáfora de la guerra. Como dijo Humberto Maturana (La Tercera, 10, 4, 2020) hace pocos días, aquí no hay ninguna guerra contra un virus, porque el virus no es un enemigo ni una entidad inteligente que combatir, de hecho, hay dudas de que esté vivo. Más bien hay un acontecimiento que no pudimos prever y que nos revela una forma de vida y de organización social que sin duda nos pone en peligro.

El filósofo Slajov Žižek afirmó que el Coronavirus es un ataque mortal al capitalismo.

Otra forma de apresuramiento distinta es la que asume Žižek, el filósofo esloveno. Con una grandilocuencia que no es nueva en él, afirma que el Coronavirus es algo así como el ataque mortal al sistema capitalista. Ya nos gustaría a muchos que un virus pudiera hacer algo así. Lo que más bien ha mostrado esta pandemia es la crudeza de un sistema de libre mercado radical, en el que producto de la especulación suben los precios, se despiden masivamente a trabajadores sin respeto por sus derechos laborales, los insumos de salud se vuelven un nuevo campo de ganancias para quienes aprovechan la oportunidad y la salud privada sigue abrazando un negocio lucrativo mientras la salud pública, con enormes dificultades e inequidades, asume gran parte del peso de esta crisis. Llama luego Žižek, con su acostumbrado entusiasmo, a un nuevo comunismo global que reordene el campo de la economía. 

El problema es que nuestras legítimas aspiraciones de transformación emancipadora pueden impedir que veamos la realidad sobre todo, que olvidemos algo que Chul Han advierte a mi juicio con mucho tino en el artículo que incluye en el mismo libro: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Es más, aclara, ojalá luego del virus venga la revolución humana, una que tenemos que hacer nosotros. 

Está claro que la pandemia hace reflotar idearios políticos y morales que en las últimas décadas se han visto fuertemente cuestionados por el avance de un capitalismo neoliberal sin contrapeso, especialmente en nuestro país. En este sentido, ideas como la necesidad de una salud pública, de un Estado fuerte, de unas regulaciones globales a los intereses privados, vuelven a adquirir una vigencia normativa importante. En esta misma línea, se pregunta el artículo de Butler:

El coreano Byung-Chul Han aseguró que ningún virus era capaz de hacer una revolución.

“¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado el que debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado?”. 

Así como Butler, impactados por esta crisis, hoy nos vemos en la necesidad de formular la pregunta por la validez de la desigual seguridad que viven los ciudadanos, cuestión que redunda en la recuperación de la discusión sobre los derechos sociales y la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de proteger, pero también de escuchar a sus ciudadanos. 

Estas tremendas desigualdades hoy determinan a quién se va a diagnosticar, tratar a tiempo y adecuadamente, y a quién no, y se expresan en diferencias entre países (Ecuador y Alemania, por ejemplo) y en otras al interior de cada nación.  Concretamente: ¿qué pasará en Chile cuando las camas de cuidados intensivos o los medios para soporte vital no den abasto? Es lo mismo que se preguntan insistentemente distintos expertos. 

“Un aspecto positivo es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible”. 

En este sentido, si bien la pandemia no derroca ningún sistema económico ni político por sí misma, sí pone en evidencia la radiografía de la desigualdad planetaria. En su alcance político, este desnudamiento de una realidad que ya estaba antes del virus puede despertar conciencias y aunar deseos de una ciudadanía planetaria, lo que Butler llama “un deseo colectivo de igualdad radical”.

En la misma línea, del carácter revelador y no transformador de esta pandemia, se instala Harvey, quien considera que todas las formas de discriminación, “maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, se hacen evidentes con estas crisis. En este sentido “el Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza”.

Un aspecto positivo, sin embargo, es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible. 

Pero esta revalorización de la ciencia no deja de hacer evidente que la crisis no se supera sólo con ciencia, con tecnología y saber de punta. Es evidente que la manera en que la superaremos tiene que ver sobre todo con la acción políticas de los Estados y, más incluso, de la asociación de los Estados para instaurar soluciones que sean razonables y justas. En esto me quedo con las palabras de Markus Gabriel, también en la Sopa de Wuhan: “Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar”. 

Judith Butler, quien estuvo en julio pasado invitada por la U.de Chile, dice que frente a la crisis del virus, se podría despertar una conciencia y un «deseo colectivo de igualdad radical». Crédito de foto: Felipe Poga.

Es interesante ver resurgir la vieja idea del cosmopolitismo ahora sobre bases nuevas: las de una democracia global y con justicia real para todos (como diría Van Parijis), que no nacerá espontáneamente. Serán necesarias la organización ciudadana y la activación de ese mundo en común, que presione a los gobiernos y a las organizaciones mundiales para la obtención de cambios reales. Volviendo a Butler y Harvey, hay un proyecto político y económico de transformación que deberíamos construir en conjunto. Para ello se requieren gobiernos con altura de miras, pero también ciudadanos con voluntad y con capacidad de acción política para impulsar los cambios que garanticen mayores niveles de justicia para nuestras democracias. 

La filosofía puede ayudar en esto a la hora de repensar y reexaminar nuestras formas de vida, las injusticias en las que vivimos y naturalizamos. Hay mucho que pensar y mucho que construir políticamente después de esta crisis para reconducir nuestro proyecto político hacia una democracia verdadera en la que todos tengamos espacio.