La doble crisis de legitimidad y la solidaridad como camino

Por Carlos Huneeus

La doble crisis de legitimidad que vive hoy el país tiene una larga historia que es necesario recordar, pero que se puso de relieve a partir del 18 de octubre cuando, seguido al salto masivo del torniquete que hicieron los secundarios como protesta por el alza del pasaje de Metro, la ciudadanía siguió manifestando su malestar por otros tantos problemas. Los altos costos de la educación, los servicios de salud y los medicamentos, las bajas pensiones que entregaban las AFP, los abusos de casas comerciales y la colusión de precios por parte de grandes empresas situadas en diversos sectores –farmacias, pollos, papel higiénico y pañales–, todos ellos de alto consumo masivo. 

Concentración histórica en Plaza Italia, post 18 de octubre de 2019. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Los manifestantes marcharon por las principales plazas y avenidas del país. No portaron banderas de los partidos de oposición y tampoco participaron en las movilizaciones de dirigentes o parlamentarios opositores, lo que ratifica el alejamiento de los partidos respecto de la ciudadanía, su debilidad y la baja confianza de esta en las instituciones y élites políticas. 

En tanto, el gobierno no supo responder ni encauzar estas demandas, a pesar de contar con todos los resortes institucionales para hacerlo. Tras la chispa inicial del llamado “estallido social”, en lugar de prevenir y evitar la violencia y el vandalismo previsibles se limitó a reaccionar después. El presidente Sebastián Piñera declaró el Estado de Emergencia y sacó a los militares a las calles por primera vez desde la dictadura. No abordó ni buscó aplacar las causas de fondo de las manifestaciones y declaró una “guerra” contra “un enemigo poderoso e implacable”, convencido, como también sus ministros y asesores más cercanos, de que el país retornaría a la normalidad en dos o tres meses. Después, Carabineros reprimió en forma indiscriminada, sin diferenciar entre manifestantes pacíficos y vándalos. Piñera, finalmente, se allanó a respaldar un acuerdo político que tiene como fin cambiar la Constitución de 1980 –considerada ilegítima al haberse instaurado en dictadura y hoy entendida como el freno institucional a las demandas de cambio– por una nueva Carta Magna que interprete los valores e intereses de todos los chilenos y no sólo los de quienes la concibieron hace 40 años. Debido a los efectos del Covid-19, el plebiscito para una nueva Constitución se postergó para el 25 de octubre de este año. La pandemia “rescató” a Piñera del estallido social, pero cayó al poco tiempo en otra crisis más profunda todavía, sanitaria, económica y social. En pocos meses, Chile ha pasado a ser uno de los países del mundo con mayor número de contagios y fallecidos por millón de habitantes debido a la pandemia.

La crisis de legitimidad política 

La caída de la participación electoral, el debilitamiento y fragmentación de los partidos y la baja confianza de los ciudadanos en las instituciones son reflejo de la crisis actual que vivimos. En ese contexto, el presidente, como institución y persona, tiene bastante responsabilidad. Piñera es débil porque fue elegido en segunda vuelta por una minoría del electorado (26,5% del padrón electoral, con una votación del 49,1% de este); tiene minoría además en las dos ramas del Congreso Nacional y una baja aprobación en las encuestas. Piñera no es un político que tenga las habilidades de quienes lo han precedido, a pesar de que hoy es presidente por segunda oportunidad (2010-2014 y 20182022) y antes fue senador (1990-1998). Es, más bien, un exitoso hombre de negocios del sector financiero –uno de los billonarios chilenos según la revista Forbes–, que actúa en política a partir de su experiencia en el sector privado y no como un hombre de Estado. 

Por otro lado, los mismos partidos se han debilitado como organización. Tienen hoy un número reducido de afiliados, la mayoría de ellos funcionarios públicos (gobierno central o municipal), y ha caído su capacidad de participar en el gobierno. Carecen de programas que convoquen a los electores y no cuentan con profesionales con credenciales y sin conflictos de interés para ocupar los puestos del Ejecutivo, un fenómeno que deteriora la calidad de la gestión pública y abre camino a malas prácticas, especialmente al clientelismo, el patronazgo y la corrupción. 

En 2014, el fiscal Carlos Gajardo develó el financiamiento ilegal de campañas y políticos al revisar la contabilidad del grupo económico Penta. La Fiscalía sumó a otras –como SQM y Corpesca, del grupo Angelini, uno de los tres principales del país– que favorecieron a numerosos candidatos, especialmente de derecha, y a los candidatos presidenciales de 2009 y 2013. Todo esto terminó por agravar la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones y la élite política. Este fenómeno de desconfianza se extiende a los tribunales de justicia, el Parlamento, la Iglesia Católica, Carabineros y el Ejército. Esto último es un hecho relativamente reciente, como consecuencia de los casos de corrupción (Pacogate y Milicogate), la violencia y las prácticas de obstrucción a la justicia en la región de La Araucanía y durante “el estallido social”. La violencia de Carabineros puso de relieve la fragilidad del Estado de derecho. La fuerza pública no respeta el orden jurídico, la vida y la integridad física de las personas, actúa con una amplia autonomía y desconoce su subordinación, lo que pone en tela de juicio al propio Estado, aunque por definición este tiene el monopolio de la fuerza legítima (Weber).

La crisis de legitimidad económica 

El país tiene un sistema económico de “mercado puro”, en la tipología de Linz y Stepan (1996), que impide el desarrollo de una democracia moderna y estable pues no provee los bienes públicos en salud, educación y vivienda, no combate los monopolios y no protege a los consumidores. Además, se estableció en dictadura, siguiendo un paradigma de neoliberalismo radical que desmanteló al Estado empresario con las privatizaciones, y al Estado de bienestar con la privatización del sistema de pensiones y la introducción de instrumentos de mercado en la educación y en la salud, entendidos como ámbitos de negocios. La función reguladora del Estado fue desconocida, abriendo espacio para decisiones abusivas y hasta delictivas, que pavimentaron el camino a la corrupción. Los gobiernos de la Concertación tomaron la decisión estratégica de optar más por la continuidad que por la reforma del sistema económico, sin revisar después esta decisión. Esto produjo un efecto de path dependence que se mantuvo y reforzó en los siguientes gobiernos de la coalición por los incentivos creados al favorecer el crecimiento económico y el fortalecimiento de la economía con control de los privados.

Esta decisión fue comprensible durante el primer gobierno democrático, de Patricio Aylwin (1990-1994), por las difíciles condiciones políticas imperantes, con la presencia de Augusto Pinochet en la arena política como comandante en jefe del Ejército, sus principales colaboradores en el Congreso elegidos o como senadores designados, y sin tener mayoría en la cámara alta. Sin embargo, esta ausencia de reformas estructurales del modelo de “mercado puro” no se justificó en el segundo gobierno democrático de Eduardo Frei Ruiz-Tagle (19942000) y menos aún cuando la izquierda volvió a La Moneda con Ricardo Lagos (2000-2006), el primer presidente socialista después de Salvador Allende. No se impulsaron cambios institucionales al sistema económico guiados por otro paradigma –la economía mixta o una economía social de mercado, como la de Alemania–, sino que se hicieron reformas parciales que no alteraron su arquitectura institucional.

“Los gobiernos de la Concertación tomaron la decisión estratégica de optar más por la continuidad que por la reforma del sistema económico, sin revisar después esta decisión. Esto produjo un efecto de path dependence que se mantuvo y reforzó en los siguientes gobiernos de la coalición por los incentivos creados al favorecer el crecimiento económico y el fortalecimiento de la economía con control de los privados”.

Reformar el sistema de pensiones para recuperar la legitimidad 

La solidaridad es un valor indispensable para enfrentar los desafíos del planeta, como el cambio climático y la protección del medio ambiente. Más aún, para abordar la pandemia del Covid-19. Más allá de los graves errores cometidos por el presidente Piñera y el ex ministro de Salud Jaime Mañalich, las instrucciones de la autoridad sanitaria a la ciudadanía no han conseguido sus objetivos porque chocaron con el individualismo que prevalece en la sociedad, el cual es reforzado por las AFP, un sistema que nació en los 80 y que se basa en las cotizaciones individuales del trabajador para reunir fondos que financien su jubilación. Los empresarios no aportan a la pensión, a diferencia de muchos otros países. 

Se apoya en supuestos teóricos que nunca ocurrieron: salarios dignos y un mercado laboral que incentive la estabilidad del empleo de los trabajadores. El cambio del sistema de pensiones es urgente y necesario para que los trabajadores tengan una expectativa de jubilaciones dignas, ya que, además, el carácter individualista de las AFP responde a un argumento ideológico: en la sociedad hay individuos, no comunidades. Cada uno labra su propio futuro. Este fundamento contradice un componente central de la democracia, que es la existencia de adhesiones y vínculos sociales entre organizaciones, grupos y estratos sociales que dan cohesión a la sociedad y son un pilar primordial de la democracia: estas relaciones existen en una comunidad cuando predominan valores de solidaridad y cooperación. 

Debe llevarse a cabo con otro paradigma, en torno a la solidaridad y no al individualismo, con un papel activo del Estado, que no debe subvencionar a las AFP con los recursos de todos los chilenos. La solidaridad permitiría resolver la crisis del sistema de pensiones y constituye un pilar fundamental para enfrentar la doble crisis de legitimidad a través de cambios en el sistema económico que instauren otro paradigma, y transformaciones institucionales que faciliten llegar a una democracia soberana, con gobiernos que enfrenten las limitaciones y carencias del sistema económico, entre las cuales destaca la desigualdad.

Raúl Zurita: “No nos vamos a morir sólo de biología; las mentiras del sistema van a ser nuestra muerte también”

Por más de 40 años, el poeta y Premio Nacional de Literatura ha usado la palabra como arma de lucha contra la opresión y el dolor, y hoy los poemas que trazó en el cielo en 1982, al igual que sus acciones junto al CADA, vuelven a estar vigentes. “La lucha por el lenguaje sigue siendo fundamental”, dice.

Por Denisse Espinoza A.

A sus 23 años, la vida de Raúl Zurita Canessa cambiaría para siempre. Era joven, pero ya tenía dos hijos con la artista Victoria Martínez —hermana del poeta Juan Luis Martínez—, cursaba el sexto año de Ingeniería Civil en la U. Técnico Federico Santa María y también escribía poemas que publicaba de forma fragmentada en distintas revistas literarias. Como militante comunista, el día anterior al golpe de 1973 había ido a una protesta; el 11 mismo lo llevaron preso, terminaría en el carguero Maipo junto a otros 800 detenidos. Fueron días de angustia, pero Zurita sobrevivió. No se quedó en Valparaíso, regresó a Santiago, a la casa de su madre, la italiana Ana Canessa Pessolo, y allí se fue reconstruyendo. 

El poeta y Premio Nacional de Literatura 2000, Raúl Zurita. Crédito de foto: Pepe Torres.

“Encerrado en ese barco tuve la sensación de que esa era toda la realidad, de que nunca hubo un mundo antes, de que todo había sido sólo ilusiones y de que lo único real es que te estaban matando a patadas. En ese momento me di cuenta de que la poesía era demasiado importante para mí, de que a través de la palabra y los poemas era la única forma en que podía combatir mi propia desesperación y la desesperación colectiva”, dice hoy el poeta, ganador del Premio Nacional de Literatura 2000 y del Premio Iberoamericano de Literatura Pablo Neruda 2016. 

Zurita pasa estos días recluido en su casa junto a su pareja, la escritora Paulina Wendt, y por videollamada contesta esta entrevista. De esos días ya lejanos de dictadura mantiene la convicción de que la palabra es un arma poderosa de denuncia y lucha contra la opresión, como la frase que escribió en el desierto de Atacama y que aún persiste: “Ni pena ni miedo”, con la que titula su último volumen de poesía y aproximaciones críticas a su obra que acaba de arribar a librerías italianas. A sus 70 años, el poeta confirma su relevancia internacional: el diario El País lo situó recientemente en una lista de favoritos para el Nobel entre autores de habla hispana como el español Javier Marías, el cubano Leonardo Padura y el colombiano Fernando Vallejos; y por estos días se preparaba para dictar un taller de poesía virtual en el Instituto Cervantes de Madrid. Y sigue escribiendo, recuperado de dos cirugías donde literalmente le abrieron el cerebro y el corazón. “El 2019 fue mi año operático”, dice entre risas y casi sin rastro de los temblores del párkinson que padece hace más de 20 años.

—¿Cómo se siente hoy después de lo vivido en 2019 y ahora enfrentando la crisis sanitaria que nos obliga a estar encerrados?

La estoy soportando bien, con mi mujer, y al solamente decir eso ya te hace ver tu situación de privilegio. Tú miras el mundo y es un horror la situación, la incertidumbre, las muertes. Estoy en cuarentena desde el 2 de marzo, llegué justo de Italia en esa fecha y decidimos con mi mujer encerrarnos y lo podemos hacer, ¿te fijas? Y esa situación no deja de tener algo de avergonzante. Encerrarse hoy es un privilegio y un lujo sobre la condición de tantos y tantas que no pueden hacerlo. Es tan tonto sentir culpa por algo que va más allá de ti, pero igual la sientes, no me siento bien en esta situación.

—En 2019 se sometió a una intervención al cerebro para disminuir los síntomas del párkinson. ¿Cómo vivió ese proceso? 

Fue duro, acá hay tanta gente que tiene lo mismo que yo y que podría acceder, pero es imposible porque en Chile es carísima, y como comenzó hace poco, no tienen la misma experticia para hacerla. En Italia está dentro del sistema público y vienen haciendo esta operación desde los 90, totalmente gratis. La operación fue de siete horas a cerebro abierto y quedé muy bien, porque ya con el párkinson prácticamente no podía caminar, cruzar las puertas solo, muchas cosas. Pero dos meses después, ya en Chile, tuve una operación a corazón abierto que duró nueve horas y ¡qué diablos!, aquí estamos. Estoy bien, por lo menos ahora, y eso ya es un milagro porque el párkinson es una enfermedad que no tiene cura y por debajo continúa su avance, pero eso de estar bien hay que decirlo muy despacio, porque si no, los dioses te escuchan y te castigan por tu arrogancia.

—¿No sintió miedo? 

No, fíjate, más miedo tengo ahora y no por la muerte, porque es tonto temerle a lo inevitable, es casi una trivialidad decirlo, sabemos que el destino final es la muerte para todos, pero es impresionante cómo hoy lo que se presenta de golpe es una muerte sin ilusión. Hoy la muerte es completamente en silencio, es una muerte aislada, sin un beso final; una muerte sin una mano que tome la tuya es algo muy triste. Uno se da cuenta de que morirse incluso es algo que puede hacerte ilusión, morirse de una determinada manera, y peor que la muerte es la soledad, la soledad infinita. Ese es un golpe a la humanidad.

—La pandemia ha dejado al descubierto la soledad que padecen muchos y también otras desigualdades que se venían agudizando con el estallido social. ¿Qué reflexiones ha tenido usted en este periodo? 

Con el virus surge todo, es la pudrición de un sistema económico que es una vergüenza, no hay palabra para graficarlo, es inconcebible y siempre lo fue. Primero fue la protesta social, pero ahora con el Coronavirus se nos muestra su dimensión más cruda, porque el virus real es la sociedad que hemos construido. Una buena sociedad, con una buena educación, con un sistema igualitario, se defiende, pero acá no tenemos casi ningún arma para defendernos, al contrario, la pobreza emerge. Era tan obvio que iba a suceder, porque acá la clase media es una clase que le haces cualquier cosa y son pobres de inmediato. Entonces, que Mañalich haya dicho que descubrió la pobreza da un poco de risa. Lo del hambre es terrible y tiene también una parte tragicómica, cuando se preocupan de borrar la palabra hambre que proyectó Delight Lab en el edificio Telefónica, como si lo importante fuera la palabra y no el hecho del hambre misma, entonces borran la palabra como si con eso borraran lo que está pasando. En estos tiempos se revela lo peor de la injusticia, pero también se revela lo mejor, que es la solidaridad, hay seres humanos que son maravillosos, me sumo a los aplausos a todos esos trabajadores de la salud profundos y solidarios, a quienes están organizando ollas comunes, es conmovedor.

«Ni pena ni miedo»: el geoglifo con el verso de Zurita realizado en el desierto de Atacama en 1993.  Crédito de foto: Guy Wenborne.

Entre 1979 y 1985, Raúl Zurita fue parte del CADA, el Colectivo Acciones de Arte que junto a la escritora y su entonces pareja Diamela Eltit, los artistas Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, y el sociólogo Fernando Balcells, desplegó una serie de intervenciones poéticas urbanas para contrarrestar el horror de la dictadura. Una de ellas fue Para no morir de hambre en el arte, en octubre de 1979, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; publicaron un texto poético en una de las páginas de la revista Hoy y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “Cuando el hambre o el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. 

Ese mismo año, Zurita publicó Purgatorio, su primer libro y suerte de manifiesto artístico donde invoca la poesía como proyecto de arte y vida. Tres años después, el 2 de junio de 1982, consiguió que cinco aviones escribieran con humo blanco sobre el cielo del barrio Queens, en Nueva York, 15 versos de su poema La vida nueva, acción que fue registrada en video por el artista Juan Downey. “Mi Dios es hambre/ Mi Dios es nieve/ Mi Dios es pampa/ Mi Dios es no/ Mi Dios es desengaño/ Mi Dios es carroña/ Mi Dios es paraíso”.

—Hay una lucidez y una vigencia inusitada en su trabajo y en el del CADA. ¿Cómo percibe hoy esas obras? 

Pertenecer al CADA para mí fue como escribir un poema de distinta manera, un poema colectivo. Fuimos cinco personas que nos lanzamos con todo. No fue más que eso y no fue menos que eso. Sin embargo, hay una discusión sobre cuándo termina el CADA. Para mí termina en 1983, cuando comenzaron las grandes protestas masivas. La última acción del CADA fue la de los rayados que cubrieron todas las paredes de Chile con la consigna No +, que culminó con el triunfo del No en el plebiscito. Las niñas después quisieron hacer otra cosa y la hicieron, se llamó Viudas, pero fue una cosa mínima comparado con las otras acciones, fue sólo gráfica, ya se había perdido todo el espíritu y la fuerza, pero si ellas quieren ponerle a eso CADA, que se lo pongan, en realidad importa bien poco. Terminé un libro sobre el CADA, un perfil que está cruzado por la biografía. Siento que es algo de una gran belleza, pero de una belleza extrema, dura y fuerte. Su tema final es la muerte y la resurrección del amor. Se llama Tú que fuiste desmembrado. Como dijo Jorge González, es una tristeza que sigan vigentes esas obras, canciones y poemas. El gran poema debiera ser aquel que nunca se ha escrito, que este hubiese sido un país sin desaparecidos.

—Pero también son esos poemas y esas canciones las que nos ayudan a luchar contra el terror. ¿De qué forma la palabra y el lenguaje nos pueden seguir salvando?

En la dictadura, el significado de la palabra era el que querían imponernos los militares, que era cantar la gloria del triunfo marcial, las marchas militares, todo el lenguaje fascista con el que querían destruir el lenguaje de Chile, el lenguaje que habían construido todos sus poetas a través de Violeta Parra y Víctor Jara, de Neruda, de Mistral. Entonces la lucha era por el significado de la palabra, por preservar los grandes significados, por preservar frases como las de Allende, “se abrirán las grandes alamedas”, y hacer que cruzaran a este tiempo, porque si perdíamos esa pelea por los significados, habría sido una derrota total. Fíjate en esta publicidad, “Metrogas, calor humano, calor natural”, ese no es ni calor humano ni es natural, entonces hoy tenemos que ninguna palabra dice lo que dice, ninguna frase nombra lo que nombra, ninguna imagen muestra lo que muestra. Es el idioma del capitalismo que se caracteriza por arrancarle a las palabras el sustento de lo real para tener un mundo ilusorio que promete la felicidad, pero es una felicidad oscura. Revertir eso debe ser un trabajo profundo de los artistas del mundo, de los poetas, del pueblo, es el poder creativo. La lucha por el lenguaje sigue siendo fundamental, pero es una lucha al borde del abismo. Está claro que no nos vamos a morir sólo de biología, todas las mentiras del sistema van a ser parte de nuestra muerte también. 

Zurita partió su aventura poética siendo un seguidor de los Evangelios, los que aún admira: hoy se declara un “cristiano ateo”. También sigue comprometido con el Partido Comunista, del que se apartó brevemente en los 2000 cuando decidió apoyar la candidatura de Ricardo Lagos. “Lo apoyé con todo porque estuvo a punto de ganar Lavín, entonces me parece bastante obvio dónde debía estar. Nunca estuve alejado del PC, es un partido que yo respeto mucho y donde está la gente que quiero, es un partido que jamás ha estado en ninguna asonada militar ni golpista, que ha sido traicionado, pero que jamás ha traicionado, que apoyó a Salvador Allende hasta el último segundo y que luchó con heroísmo contra la dictadura. Es el partido más castigado, cuyos militantes no necesitan alardear ni vestirse de revolucionarios porque son revolucionarios. Mi militancia es libre y va con todas mis discrepancias”, dice.

—¿Usted piensa que el arte debe ser político?

Yo creo que el arte es mucho más que político. El arte es político, pero también es un arte de amor, un arte del espacio íntimo. Un poema político tiene que ser también un poema de amor, un poema social, un poema laico. A mí, personalmente, me interesa un arte situado en el mundo y me interesan los poetas que hablan de este mundo y no que especulan en fantasmagorías que quizás no existen en ninguna parte de esta tierra.

—¿Cree que los artistas deban crear en torno a lo que se está viviendo hoy? 

Es inevitable escribir y crear, pero nosotros no somos periodistas, no somos reporteros. No necesariamente vas a hablar de la pandemia, porque la memoria es una cosa muy extraña, la memoria a veces te actualiza de cosas mínimas, insignificantes, pero las actualiza en ti, como cuando te despiertas una noche y te acuerdas de algo que pensabas que habías olvidado y eso te sobresalta. Hace poco murió Paulo de Jolly, un poeta maravilloso, solitario e increíble que escribió poemas dedicados al rey Luis XIV y vivía pegado en el siglo XVII, era un tipo excéntrico, su presente era otro y nadie podría culparlo por eso. La poesía, de alguna forma, se arranca del tiempo para mostrar todos los tiempos, el presente y el pasado. Si una imagen es profunda, será profunda para la humanidad entera y no solamente para ti.

—Son tiempos difíciles para los artistas también. ¿Le parece que el gobierno o el Estado debería comprometerse más con la cultura en estos tiempos de crisis?

Desconfío totalmente de la ayuda de este Estado al arte y la cultura, no creo que estén en condiciones ni sepan cómo hacerlo. ¡Qué va a apoyar Piñera la cultura si no es lo que le importa! Para Piñera, la cultura es otro de sus enemigos. Entiendo profundamente qué es la pobreza, la entiendo porque la padecí y la viví, sé lo que es no tener absolutamente ningún apoyo ni ninguna ayuda, pero por eso mismo sé que no dependemos de eso. Un artista o es más fuerte que sus circunstancias o no es un artista, pero si lo es, hará las cosas igual, con financiamiento o sin financiamiento.

Brasil y Covid-19: un estudio de caso sobre necropolítica

Por Arthur Chioro*

La ciencia viene produciendo conocimiento respecto a la pandemia de Covid-19 a una velocidad increíble. Nuestros sistemas de vigilancia y asistencia sanitaria, particularmente los servicios de cuidados intensivos, están siendo puestos a prueba. Nunca la salud y sus trabajadores tuvieron tanta visibilidad. En medio de la crisis, parece que la sociedad finalmente logró reconocer cuán imprescindibles son y cuánto deben ser valorados. 

Aún más, en esta emergencia sanitaria de escala global se percibe cómo han sido las medidas “no farmacológicas”, como el cuidado de la higiene, uso de mascarillas, cuarentena y aislamiento social, las que han demostrado impactos más significativos sobre el Covid-19. Esto, por sí solo, nos permitiría reflexionar sobre el real alcance de las tecnologías duras y del modelo biomédico (centrado en el médico, en procedimientos y en el hospital) y sobre cómo hemos despreciado condiciones de vida y de trabajo, desigualdad social, modos de vivir y usufructuar de la naturaleza a la hora de comprender los determinantes del proceso salud-enfermedad. 

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro

Mirando a Brasil, se comprueba que el país se aproxima, de manera acelerada y preocupante, a una situación desastrosa, debido a que se conjugan tres dimensiones críticas: a) los graves errores en el enfrentamiento sanitario de la pandemia; b) la inefectividad parcial o total de los programas de apoyo financiero a las poblaciones vulnerables, empresas y entes administrativos (municipios y estados); y c) el sabotaje explícito del gobierno federal, y en particular del presidente de la República, a las iniciativas de combate a la pandemia. 

Pasados más de 90 días desde la notificación de los primeros casos, el cuadro epidemiológico del Covid-19 en Brasil aún es de ascenso explosivo. El país ocupa el segundo lugar en números absolutos de casos y decesos, concentrando más del 20% de las nuevas notificaciones efectuadas en el mundo en las dos últimas semanas, a pesar de contar con apenas el 2,7% de la población mundial. 

Hasta el 17 de junio había 960.309 casos confirmados, 46.665 fallecidos, con letalidad del 4,9% y coeficiente de mortalidad de 22,1 / 100 mil habitantes. 

El análisis comparado de coeficientes de incidencia indica que Brasil (519,2), en el contexto de América Latina, está apenas por detrás de Chile (965,2), Perú (731,1) y Panamá (524) en relación al número de casos por cada 100 mil habitantes. Esos datos todavía esconden la enorme subnotificación que ocurre en Brasil, donde sólo los casos graves son sometidos a diagnóstico virológico. Los estudios de seroprevalencia indican que nueve brasileños están infectados por cada caso notificado, lo que permite estimar que más de nueve millones de brasileños ya fueron infectados por el nuevo Coronavirus (Fuente: Worldometers, accedido el 17 de junio de 2020).

La subnotificación puede ser confirmada por el análisis comparativo del número de exámenes realizados por millón de habitantes: EE.UU.: 70.302; UK: 104.930; España: 103.232; Italia: 78.945; Chile: 46.372; Perú: 43.028; Uruguay: 156.872, mientras que en Brasil se habían realizado apenas 8.044 exámenes. 

Las proyecciones indican que la cumbre de la curva de contagios podría llegar a mediados de julio, pero en función del comportamiento asincrónico de la enfermedad en distintas regiones del país, las variaciones regionales podrían alargar la incidencia de casos por un tiempo aún indeterminado. 

Un estudio realizado por el Imperial College (UK) en marzo evaluó posibles escenarios para el futuro de la epidemia en Brasil. El más grave, sin aislamiento social, estimaba la cifra de 1,1 millón de fallecidos. El menos comprometedor, con aislamiento social precoz, auguraba 44 mil decesos, número ya sobrepasado el 15 de junio y que debería llegar, según nuevas proyecciones, a un techo superior a las 120 mil muertes. 

“Para entender por qué Brasil se tornó el nuevo epicentro de la pandemia es necesario comprender la crisis política producida por un presidente de extrema derecha, negacionista y anticiencia que, instaurando una suerte de ‘terraplanismo epidemiológico’, viene provocando un verdadero genocidio en nuestro país”.

La respuesta sanitaria ha sido un terrible fracaso. La red de atención primaria se ha comportado como un sujeto ausente, a pesar de que 80% de los casos sean asintomáticos o leves, lo que implica que, por lo tanto, deben ser seguidos en las propias comunidades, con la orientación de aislamiento y búsqueda de contactos infectados. La oferta de exámenes de biología molecular (RT-PCR) ha sido mucho menor a la necesaria y la red de laboratorios de salud pública, semiautomatizada y precarizada, sufre por el desfinanciamiento. El tiempo transcurrido hasta la aparición de casos autóctonos no fue utilizado para la adquisición de equipamiento de protección individual, mascarillas, kits de diagnóstico, medicamentos, insumos, respiradores o para la ampliación del número de camas UCI. 

El presidente de la República se situó como el principal opositor a las directrices del Ministerio de Salud que recomendaban el aislamiento social. Se estableció una disputa política con alcaldes y gobernadores respecto de la adopción de tales medidas, que jamás llegaron a ser debidamente cumplidas. El Sistema Nacional de Salud (SUS), históricamente subfinanciado y desde el golpe de 2016 desfinanciado por el Nuevo Régimen Fiscal que impuso el congelamiento de gastos públicos por 20 años, se encontraba en una situación profundamente incompetente y aún así, gracias a su simple existencia, miles de vidas se pudieron salvar. Aparte de eso, es sabido que sin un soporte financiero efectivo, que asegure las condiciones de sobrevivencia a las personas y empresas o que la administración intermedia mantenga servicios públicos funcionando, es imposible sostener políticas de aislamiento social, única medida eficaz para el control, mitigación y contención de la pandemia. El gobierno federal dispuso hasta ahora US$ 77,67 mil millones para enfrentar la crisis, pero apenas US$ 28,89 de ellos fueron efectivamente liberados (37,3%). En el área de la salud, de US$ 7,48 mil millones presupuestados para enfrentar el Covid-19, apenas US$ 2,52 fueron gastados. Brasil se sumerge, por lo tanto, en dirección a un caos social. 

El Covid-19 no es democrático. Distinto a lo que se observó en el hemisferio norte, los países de ingresos bajos y medios, como marca la realidad en América Latina, además de los desafíos sanitarios tienen que lidiar con el impacto de la pandemia sobre las poblaciones vulnerables. Es el caso de Brasil, con más de 13 millones de personas viviendo en la miseria de las favelas y conventillos o en situación de calle, sin condiciones para protegerse de la transmisión de la enfermedad o de cumplir el aislamiento social. 

Dicho drama se manifiesta, además, en la exposición desigual a la enfermedad de la población carcelaria (700 mil) y de los pueblos indígenas (912 mil) descendientes de los antiguos quilombos y que viven en asentamientos rurales extremadamente precarios y sin ninguna ayuda gubernamental. El nuevo Coronavirus, que penetró al país por medio de las clases adineradas de los grandes centros urbanos, vive ahora un intenso proceso de “periferización” y de flujo al interior; los que están muriendo, fundamentalmente, son los pobres. 

Para entender por qué Brasil se tornó el nuevo epicentro de la pandemia es necesario comprender la crisis política producida por un presidente de extrema derecha, negacionista y anticiencia que, instaurando una suerte de “terraplanismo epidemiológico”, viene provocando un verdadero genocidio en nuestro país. Además de negar la existencia del Covid-19, Bolsonaro destituyó en dos ocasiones a su ministro de Salud, en plena pandemia, hasta que, con la militarización del ministerio, encontró un general interino capaz de cumplir las más controvertidas decisiones: imponer un protocolo para uso profiláctico y terapéutico de medicamentos sin evidencias científicas; alterar el sistema de divulgación de informaciones epidemiológicas; interrumpir la participación del gobierno brasileño en la OMS y otros espacios multilaterales; retener recursos destinados a los estados y municipios para combatir el Covid-19; secuestrar respiradores y otros insumos adquiridos por otros niveles de la administración. 

El gobierno federal se deslindó de sus responsabilidades en la coordinación nacional del enfrentamiento de la pandemia, un hecho sumamente delicado cuando se considera que Brasil tiene una dimensión continental; se trata de un país sobrepoblado cuya estructura político-administrativa atribuye responsabilidades y exige la colaboración entre sus 5.570 municipios, 26 estados, el distrito federal y el gobierno federal. 

Lo más grave, sin embargo, es la postura de escarnio de Bolsonaro y la total falta de empatía para con las familias de los muertos por la pandemia. El presidente trata al Covid-19, desde su inicio, como un mero “resfriado o gripecita”. Incumple cotidianamente las medidas de aislamiento y promueve aglomeraciones con sus aficionados sin siquiera utilizar mascarillas. Utiliza las redes sociales –en una táctica que le es constitutiva– para diseminar fake news que ponen en entredicho el conjunto de esfuerzos emprendidos por las autoridades sanitarias. Llegó incluso a instigar a sus seguidores a invadir hospitales para que comprobaran que estaban vacíos y que los datos de casos y fallecidos presentados por alcaldes, gobernadores y secretarios de salud eran falsos, hecho rápidamente atendido por los fanáticos que le dan sustento. Al ser cuestionado por la prensa sobre los miles de decesos, respondió: “¿Y qué?”, lo que originó una dura editorial en la revista The Lancet. 

Para quien aún trata de entender lo que es la necropolítica, concepto desarrollado por el filósofo camerunés Achille Mbembe, que cuestiona los límites de la soberanía cuando el Estado escoge quién debe vivir y quién debe morir, cuando niega la humanidad del otro y cuando cualquier violencia se torna posible, desde agresiones hasta la muerte, invito a tomar como caso de estudio a Brasil, las conductas del gobierno de Bolsonaro –y de él mismo– en relación a la pandemia de Covid-19.

*Traducción de Jonás Chnaiderman, académico de la Facultad de Medicina de la U. de Chile.

Crónica inconclusa sobre periodismo y libertad de expresión en pandemia

Por Faride Zerán




La censura, la intolerancia hacia ideas distintas o el intento de acallar los disensos son lacras que siempre rondan distintos momentos de nuestra historia, más en contextos de crisis, cuando lo primero que se intenta silenciar son las voces críticas que contravienen los discursos oficiales. Un ejemplo de ello fue la censura y amenazas a los hermanos Andrea y Octavio Gana, del colectivo Delight Lab, quienes denunciaron, a fines de mayo, actos de amedrentamiento provenientes de civiles a bordo de vehículos sin patente y escoltados por carabineros y miembros de la PDI cuando proyectaban en el frontis del edificio de Telefónica, en el corazón de Santiago, Plaza Italia/Dignidad, palabras como hambre o humanidad. Esta acción de arte transcurría en momentos en que en algunas comunas populares de Santiago surgían las primeras ollas comunes. 

Iluminar la faz oculta de la crisis sanitaria, el desempleo y la miseria de miles de familias chilenas, al parecer no resultaba tolerable. 

El colectivo Delight Lab proyectando en el edifico Telefónica.

El país que emergía en los tres primeros meses de la pandemia, con un entonces ministro de Salud que hacía gala de mutismo frente a preguntas “incómodas” de periodistas que lo interpelaban sobre las cifras de muertes, infectados, capacidad hospitalaria crítica y otros temas de alto interés público, reflejaba este clima que fue ampliamente documentado en un informe del Observatorio del Derecho a la Comunicación dado a conocer a inicios de junio, donde se consignaban, además, agresiones a la prensa, detenciones de periodistas, despidos arbitrarios de profesionales de la prensa en diversos medios de comunicación y hostigamiento a periodistas, entre otros hechos.

En un debate sobre la situación de la libertad de expresión en el contexto de la pandemia por Covid-19, organizado por la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile a inicios de junio, que contó con la participación de periodistas, académicos y del relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, este llamó a respetar el rol de la prensa pues, señaló, en el escenario actual de crisis, los medios de comunicación tradicionales, alternativos, comunitarios y también los digitales son indispensables para mantener informada a la población sobre la situación de sus respectivos países y el resto del mundo. 

La recomendación de la CIDH apuntaba entonces a que no había ninguna razón para suspender de manera general las garantías para el ejercicio y el acceso a la información pública, por el contrario, “es cuando más se necesita el cumplimiento con la obligación de transparencia activa, sobre todo en los temas de pandemia, en los temas vinculados a la salud, pero también a los aspectos económicos y los derechos de la población. En ese sentido, los gobiernos tenían que actuar con mayor transparencia incluso que en situación de normalidad”, dijo Lanza. 

Todo lo anterior nos remite a las palabras de la canciller Angela Merkel, el 16 de mayo último, cuando en su mensaje dedicado al 75 aniversario de la prensa libre surgida tras la caída del nazismo defendió el rol crítico del periodismo y señaló que “los periodistas deben poder confrontar a un gobierno y a todos los actores políticos con una perspectiva crítica”, pues “una democracia necesita hechos e información. Cada día aprendemos algo, sobre todo de la ciencia, que nos proporciona nuevos conocimientos. Es absolutamente importante que los entendamos y para eso tenemos la oferta mediática, tanto de los medios públicos como privados, analógicos y digitales”. Sin embargo, en un primer balance sobre periodismo, libertad de expresión y pandemia, las autoridades de gobierno de nuestro país, especialmente las sanitarias, estaban en las antípodas del llamado de Merkel durante los primeros meses del impacto de la pandemia en Chile.

Con el aumento alarmante de contagiados por Covid-19 a inicios de mayo, con el virus emigrando de las comunas del sector oriente de Santiago a las comunas más pobres y con mayores índices de hacinamiento, y en momentos en que el gobierno hacía el llamado a la

“nueva normalidad”, la ausencia de información transparente incrementaba no sólo la preocupación de la comunidad científica, sino la molestia de la opinión pública y, por supuesto, de buena parte de los medios de comunicación. 

“Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia”.

En esos primeros meses, el dilema entre “la economía o la vida” parecía estar resuelto en favor de la primera, y las dudas sobre la transparencia de los datos y cifras que conducían a la toma de decisiones en materia sanitaria, decisiones que dejaban fuera al Colegio Médico, a la comunidad científica y académica, y al sentido común de una opinión pública que interpelaba la opacidad en el manejo de la crisis, se convirtieron en una constante. 

En esa línea, desde los inicios de la pandemia, el Consejo para la Transparencia venía realizando una serie de recomendaciones a los organismos públicos y advertía en sus informes las persistentes brechas respecto de la transparencia y acceso a estadísticas desagregadas que permitían entender mejor el comportamiento de la enfermedad. 

Esta demanda resultaba aún más compleja en medio de un clima de censura e intolerancia a la crítica, en el que las fuentes oficiales circulaban de manera hegemónica, no sólo abusando de las cadenas informativas ante una audiencia ávida de información, sino también ostentando una hegemonía informativa escandalosa, fortalecida por prácticas de conferencias de prensa sin preguntas, como se denuncia en los informes sobre pluralismo y libertad de expresión. Así, se pretendía transformar el ejercicio periodístico en un acto de relaciones públicas, lo que contribuía tanto a la desinformación ciudadana como al creciente descrédito de la información oficial. 

Un descrédito que se transformó en sospecha, por ejemplo, ante la opacidad informativa frente a la repentina ausencia de voces críticas destacadas, como la de la Premio Nacional de Periodismo, Mónica González, en el panel de Mesa Central de Canal 13. O ante el intento por relativizar las mediciones de contagios y muertes por Covid-19 entregadas a través de redes sociales por la periodista Alejandra Matus, quien advirtió sobre errores en las cifras oficiales, cuestión que luego fue ampliamente reconocida. Estas informaciones, dadas a conocer a través de Twitter, junto al reportaje de Ciper que denunciaba actas internas del Ministerio de Salud sobre trazabilidad de casos que indicaban que se dejaban de hacer 11 mil llamadas diarias, configuraban un verdadero escándalo para el gobierno y un reconocimiento al buen periodismo ejercido por profesionales y medios independientes que fueron capaces de informar a contracorriente. 

Así, en sólo tres meses de crisis sanitaria quedaban en evidencia no sólo las graves carencias del sistema de salud pública, insuficiente para garantizar de manera igualitaria –ya en épocas normales– el derecho a la salud. Al igual que durante el estallido del 18 de octubre, la pandemia desnudó nuestra precariedad en materia de libertad de expresión y derecho a la información, pilares centrales de toda democracia. Precariedad agravada por la concentración económica en la propiedad de los medios y la ausencia de diversidad y pluralidad de visiones, lo que confluye en una sociedad cuya élite, de manera transversal, sanciona la crítica y el disenso.

Hacia un nuevo modelo económico para Chile

Por Ramón López

El modelo ultra neoliberal que impera en nuestro país está en su ocaso debido a su propia insuficiencia para atender las necesidades más básicas de la población. Somos el país pionero y cuna de un modelo que tiene sus raíces a fines de los años 70, y que posteriormente ha sido imitado en distintos grados por países latinoamericanos, europeos e incluso EE.UU. En cierta medida, esta imitación se basó en la percepción de un aparente éxito del modelo, el llamado “milagro chileno”, y también en la atracción ideológica que siempre un sistema ultra neoliberal ha ejercido sobre los economistas canónicos, cuyo poder de persuasión sobre los políticos en Chile y en otros países es muy alto.

Pero, ¿a qué se debió este aparente éxito? La década del 90 ha sido considerada una de las épocas más prósperas del capitalismo chileno. Los gobiernos democráticos hicieron muy poco para cambiar los parámetros del sistema económico-social impuesto en dictadura; de hecho, se profundizó a través de nuevas privatizaciones, desregularización de los mercados, imposición o mantención de las restricciones a la participación del Estado como inversionista y expansión de la asignación gratuita de una gran cantidad de recursos naturales a unas pocas grandes empresas o individuos (como los recursos hídricos, cuotas pesqueras, subsidios forestales, etc.). Además, se evitó el uso de royalties sobre la extracción de recursos naturales, incluso durante el gran boom del cobre y otros productos primarios de exportación.

Ilustración: Fabián Rivas.

Durante las tres décadas de democracia el Estado se mantuvo en niveles relativamente minúsculos, alcanzando menos del 21% del Producto Interno Bruto (PIB), lo cual restringió significativamente la inversión del Estado en bienes públicos y sociales. Eso tiene que ver con la recalcitrante negativa de los poderes políticos al aumento de los impuestos. Más aún, la política tributaria dio gran espacio a impuestos indirectos que son socialmente regresivos, como el IVA, en lugar de impuestos directos a las altas rentas, que son progresivos. Las razones de esto son ideológicas y de economía política, basadas en el empeño de los políticos por proteger los intereses de las élites.

Con una explotación casi sin restricciones de los recursos naturales renovables, el deterioro medioambiental se intensificó. La población ha presionado su control y el gobierno ha implementado algunas medidas regulatorias para mitigar parte de las más nefastas consecuencias de la creciente toxicidad ambiental. Esto, a la larga, también ha hecho aumentar los costos de producción de los sectores más dependientes de estos recursos. El crecimiento económico tan aplaudido no era sostenible y, peor aún, generó una deuda ambiental que continúa pendiente.

La miniaturización del Estado generó un desbalance entre la creciente oferta de bienes privados y la lenta expansión de bienes sociales y públicos que sólo el Estado puede ofrecer, como educación, salud, vivienda social, protección social, pensiones, inversión en tecnología y otros, lo que aumentó la vulnerabilidad social. Este desequilibrio generó que las clases medias y bajas aumentaran sus niveles de consumo, en parte vía endeudamiento, con el riesgo de caer nuevamente en la pobreza al no existir una red de protección social frente a shocks que puedan afectar su capacidad de generar ingresos.

Solamente una pequeñísima fracción de la población, los súper ricos, han disfrutado de la mayor parte de los beneficios del crecimiento económico. Lo cierto es que el 1% más rico se lleva alrededor del 30% del ingreso total, lo cual representa la más alta concentración del ingreso entre todos los países para los cuales esta participación se ha medido. Así, el aparente crecimiento económico no fue, tampoco, socialmente sustentable.

Las consecuencias de la manera en que se ha implementado el modelo son varias. Entre ellas está un sistema de salud pública (del que depende casi el 80% de la población) que ha sido muy deficitario en proveer los servicios más esenciales y una educación pública de bajísimo nivel, que tiene como base la forzada migración desde la educación pública municipal a colegios particulares subvencionados, el alto costo de la educación terciaria y la falta de regulación de la educación privada. A esto se suma un sistema de pensiones que ha sumido en la pobreza a la mayor parte de la población en edad de retiro; uno de los niveles más bajos de investigación y desarrollo de los países miembros de la OCDE, que explica los bajos niveles de productividad que exhibe la economía; insuficiencia crónica en las políticas de vivienda social que ha causado hacinamiento y marginalización geográfica y una falta de regulación y de protección medioambiental que ha ocasionado un notable y progresivo deterioro ambiental en muchas ciudades, originando las llamadas “zonas de sacrificio”.

Por otro lado, la economía sigue siendo monopolizada en la mayor parte de las industrias, donde dos o tres empresas tienden a concentrar más del 80% de las ventas, mientras que los trabajadores tienen grandes dificultades legales e institucionales que impiden una sindicalización efectiva, lo que ha causado que la tasa de sindicalización sea muy baja. Hoy alcanza a menos del 12% de la fuerza laboral.

Bases para un nuevo modelo de desarrollo

Un país tan desigual como Chile difícilmente puede lograr un desarrollo económico inclusivo con un Estado que concentre recursos por apenas el 21% del PIB, mientras que la experiencia internacional muestra que los países hoy desarrollados, cuando tenían el nivel de ingreso per cápita de Chile en la actualidad, obtenían recursos tributarios de más del 33% del PIB. Un desarrollo justo y sostenible es posible, pero para ello se debe lograr una
participación del Estado en la economía que le permita promover un desarrollo económico diversificado y equilibrado. Una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr estos objetivos es un programa de mediano plazo que permita al Estado alcanzar por lo menos un 30% del PIB a partir de una reforma que aumente los recursos tributarios gradualmente en un periodo de cuatro años. Esto implica una reforma tributaria que:


(i) Reduzca drásticamente la evasión y elusión tributaria que en la actualidad es muy alta y beneficia fundamentalmente a los sectores más ricos. También deben eliminarse muchas exenciones tributarias que no tienen justificación alguna y deben restablecerse los impuestos a las ganancias de capital. También es necesario terminar con el sistema de semi integración tributaria, el que no se justifica en una economía pequeña y abierta como la chilena. Se deben restringir los “loopholes”, que incluyen la falta de fiscalización de las transferencias de riqueza en vivo entre familiares, que, entre otras válvulas de escape, impiden una recaudación significativa al momento de colectar los impuestos de herencia. Finalmente, el Estado debiera evaluar los programas existentes, evitar la duplicación de ellos y eliminar los que no cumplan sus objetivos Estos mecanismos deberían proveer alrededor de cuatro a cinco puntos del PIB en mayores recursos tributarios para fines sociales y productivos.

(ii) Se necesitan nuevos impuestos que minimicen los efectos negativos sobre los incentivos a la inversión y sobre la eficiencia económica, dirigidos a los sectores de más altos ingresos y/o riqueza. Tal vez un mecanismo adecuado sería el uso de impuestos patrimoniales a los súper ricos. Adicionalmente, se debe implementar un royalty significativo para todas las actividades extractivas de recursos naturales y utilizar de una manera mucho más intensiva los impuestos verdes. Estos tributos pueden alcanzar tres a cuatro puntos porcentuales del PIB.

Los mayores recursos públicos logrados por los medios recién descritos deben ser destinados a subsanar las enormes carencias económicas y sociales según estas prioridades:

• Mejorar significativamente la inversión en salud para acercarnos a los países de la OCDE. Reforzar el sistema Fonasa de forma de que el seguro de salud pública vaya gradualmente sustituyendo a las Isapres, las cuales pueden permanecer como un seguro de salud
complementario.
• Elevar todas las pensiones a un nivel mínimo equivalente al salario mínimo, el cual debe aumentar a $500.000 mensuales. Transferir los recursos hoy acumulados en las AFP a un fondo único nacional respetando los recursos individuales hasta hoy acumulados.
• Crear un sistema de seguridad social que proteja el ingreso de las familias, de tal forma que ninguna reciba un ingreso menor al nuevo salario mínimo.
• Aumentar la inversión en la calidad de la educación pública para acercarnos a los niveles de Portugal o Uruguay. Se debe prestar particular atención a la educación preescolar, que es donde se determina la capacidad cognitiva futura de los niños.
• Instalar un programa de vivienda social que subsane los déficits que se arrastran históricamente.
• Aumentar la inversión en la protección del medio ambiente para reducir los efectos nocivos de la polución. Además, es necesario invertir en la protección de los recursos naturales renovables.
• Incrementar la inversión en investigación y desarrollo (I+D) a través de un programa del Estado en conjunto con las universidades, para lograr un aumento del 0,4% del PIB actual (INE, 2019) al 1,5%. Este gran aumento de la inversión en I+D todavía dejaría al país por debajo de los países OCDE que menos invierten en este ítem.
• Aumentar gradualmente la inversión pública en la promoción de la diversificación industrial hacia actividades cada más intensivas en capital humano y tecnología.

Este programa debiera reducir significativamente la desigualdad y eliminar la pobreza extrema, y aunque ciertamente Chile no se transformará en Dinamarca o Suecia, sí debería considerarse el modelo escandinavo como una alternativa adecuada para generar un horizonte de largo plazo hacia el cual el país debiera moverse.

Hoy se necesita un compromiso formal y solemne de todas las fuerzas políticas para que un eventual gobierno progresista implemente cambios estructurales que vayan en la dirección de eliminar el sistema ultra neoliberal y sustituirlo por un modelo mucho más consistente con una mejora real del bienestar de las grandes mayorías. De lo contrario, la desesperada situación que viene gestándose desde el año pasado puede desembocar en un proceso social caótico cuyas consecuencias son difíciles de prever.

Sylvia Eyzaguirre: “Me parece que el rol que pueda cumplir una Nueva Constitución es más simbólico”

La actual investigadora en temas de educación del Centro de Estudios Públicos (CEP) y Doctora en Filosofía reflexiona sobre las consecuencias del estallido social, el plebiscito de octubre y la educación escolar durante la pandemia del Covid-19. “La vuelta al colegio debiera ser lo antes posible, en la medida en que las condiciones sanitarias lo permitan”, considera.

Por Javier García Bustos

“Por las mañanas somos profesoras y por las tardes hay que hacer el aseo”, cuenta Sylvia Eyzaguirre sobre sus días de cuarentena por el Coronavirus, dando cuenta también de la manera en que la pandemia ha cambiado la rutina. Licenciada en Filosofía en la Universidad de Chile, Doctora en Filosofía por la Universidad Albert-Ludwig de Friburgo, Alemania, Sylvia Eyzaguirre fue asesora del ministerio de Educación y desde 2014 es investigadora en temas de educación del Centro de Estudios Públicos (CEP), además de columnista del diario La Tercera. “Hemos tenido la facilidad de trabajar a distancia. En ese sentido, no hemos visto interrumpido nuestro trabajo, sino que hemos cambiado el lugar de trabajo”, señala a Palabra Pública la académica sobre su labor en el CEP, quien acá se refiere a varios temas, como la educación online, la necesidad o no de una nueva Constitución, la desigualdad social y cómo ha funcionado en este tiempo la clase política.

Licenciada en Filosofía en la Universidad de Chile e integrante del Centro de Estudios Públicos, Sylvia Eyzaguirre.

—¿Cómo ha enfrentado el CEP los nuevos desafíos ante la crisis sanitaria del Coronavirus? 

Sin duda, las condiciones son diferentes, porque muchos de nosotros tenemos que hacernos cargo de nuestros hijos: por las mañanas somos profesoras y por las tardes hay que hacer el aseo y hay que lidiar con los quehaceres de la casa, y junto con ello hay que cumplir con la jornada laboral. Pero claro, el CEP nos ha entregado las facilidades para poder hacerlo. Claramente, la productividad no es la misma, pero poco a poco agarramos el ritmo. Ahora hay un antecedente: con el estallido social ya tuvimos que cambiar nuestras agendas para hacernos cargo de los acontecimientos que estaban ocurriendo en el país y ahora sucede lo mismo con el Covid-19.

—Y ante las circunstancias, ¿cómo se proyecta el CEP? 

Para nosotros, en momentos como estos, el CEP cobra más relevancia. Somos un centro que busca reflexionar sobre los problemas del país y dar soluciones rigurosas y enfrentar los desafíos. Es así como desde la contingencia se muestra la importancia que tienen estos centros de estudios. Y, gracias a la libertad que tenemos los investigadores, frente a los nuevos desafíos, nos adaptamos. Desde la casa, igualmente, tenemos acceso a las bases de datos, en mi caso el ministerio de Educación me sigue suministrando datos. Quizás uno produce menos por tener que hacerse cargo de otras labores, pero no ha afectado la función del CEP.

—En el Congreso se tramitó el Ingreso Familiar de Emergencia. Días antes usted señaló que resultaba lamentable que en Chile, “un país de sólo 18 millones de habitantes, las fuerzas políticas no puedan ponerse de acuerdo para enfrentar la crisis económica”. ¿Las decisiones importantes se están tomando muy tarde? 

En su minuto tuvimos un acuerdo de la clase política para enfrentar el estallido social y ahora, con esta crisis sanitaria de nivel mundial, nuevamente la clase política, y sobre todo la vieja política, logró ponerse de acuerdo. Pero esa es la mitad del vaso lleno. La mitad del vaso vacío es que se demoraron demasiado, hubo mucho desgaste y se han logrado contener ciertas iniciativas populistas que hay en el Congreso, que están constantemente amenazando y que vienen tanto de la coalición de gobierno como de la oposición. Y más allá de los resultados, el costo es muy alto, según la percepción ciudadana, en un escenario en que hay mucho en juego, sobre todo la vida de las personas.

—La pandemia del Coronavirus terminó de demostrar la desigualdad en la que viven los ciudadanos. Muchos creen que una nueva Constitución ayudaría a resolver los problemas de inequidad. ¿Es fundamental una nueva Constitución? 

Me parece que el rol que pueda cumplir una nueva Constitución es más simbólico y, en ese sentido, puede ser muy importante. Si la ciudadanía así lo decide en el plebiscito de octubre, elaborar una nueva Constitución, que es el marco de entendimiento en el cual va a funcionar la política en Chile, puede ser muy bueno para el país. Pero no creo que ese ejercicio vaya a reducir la desigualdad, no creo que mejore la productividad económica del país ni el funcionamiento de los hospitales ni la calidad de la educación. Ahora, el ejercicio de rayar nuevamente la cancha puede ser un ejercicio sanador para el país. Para ello tiene que haber buena fe y generosidad y eso, a veces, no se observa en la clase política.

—¿Urge en Chile un “nuevo pacto social”? 

Viendo las demandas de la ciudadanía, me parece que la respuesta es política y no constitucional. Creo que si queremos avanzar hacia una socialdemocracia con niveles mínimos más altos de bienestar para toda la ciudadanía, eso es una decisión política que se define en las elecciones con las fuerzas políticas que nos representan. Y creo que eso no está en la Constitución, donde sí están los límites del Estado, qué rol cumplen las instituciones, cómo se resguardan los derechos de los ciudadanos, pero lo que tiene que ver con demandas sociales, eso es política. Entonces urge un nuevo pacto social, sí, pero ese es rol de la política. Y el problema es que hay muy poca adhesión de la ciudadanía a las instituciones políticas que nos representan. Ese es el principal desafío de Chile: fortalecer las instituciones políticas

—Desde el desarrollo de la pandemia, ¿cómo ha visto el tema de la educación a distancia? 

Tengo algunas cifras de encuestas que no son 100% representativas y en base a las encuestas que están circulando puedo decir que es preocupante ver lo difícil que ha sido para Chile subirse a este carro de la educación a distancia. Muchas familias no tienen las condiciones físicas en el hogar para estudiar y menos los equipos de acceso a Internet para conectarse a las clases. A veces, los más pequeños no tienen un adulto que los pueda guiar, hay mucha desigualdad con respecto al capital humano. Siempre resaltamos lo desigual que es nuestra educación, pero ahora, con la suspensión de las clases presenciales, hemos observado el tremendo rol que cumplen las escuelas en intentar igualar las oportunidades. Sin duda, siguen existiendo enormes diferencias. Hoy, la mitad de los profesores te dicen que creen que sus alumnos no están aprendiendo, que sólo un 16% ha logrado hacer clases online y que la mayoría, o sea, el 84%, lo que ha hecho es mandar a las casas guías y ejercicios.

—¿Cómo y cuándo debería ser un retorno seguro a clases o deberíamos olvidarnos de este año escolar presencial?

Es muy perjudicial que los niños no puedan ir al colegio, no sólo desde el punto de vista del aprendizaje. La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) sacó recientemente un paper en relación a los riesgos que significa tener las escuelas cerradas. Primer riesgo: desnutrición. En Chile, un millón 600 mil niños reciben dos comidas al día en la escuela. Hoy, el Ministerio de Educación ha hecho un tremendo esfuerzo para entregar a las familias, semanalmente, cajas de alimentos. Pero es muy probable que esos alimentos, pensados para un solo niño, sean compartidos por todo el grupo familiar producto de la crisis económica. Un segundo tema tiene que ver con maltrato y abuso. El hacinamiento en Chile es bajo, cerca de un 18% de los niños viven en esta condición, pero lo más probable es que con el encierro el maltrato y los abusos sexuales aumenten. Por lo tanto, hay niños que lo están pasando muy mal y es muy difícil para el Estado poder detectar cuáles son los niños que están en riesgo. Un tercer tema son las enfermedades mentales y, según evidencia científica, están aumentando más que en un año normal. Ante este panorama considero que la vuelta al colegio debiera ser lo antes posible, en la medida en que las condiciones sanitarias lo permitan. Tal vez dividiendo los cursos por la mitad, alternando jornadas, pero es fundamental el reingreso lo antes posible, especialmente en los sectores más vulnerables.

“Es preocupante ver lo difícil que ha sido para Chile subirse a este carro de la educación a distancia. Muchas familias no tienen las condiciones físicas en el hogar para estudiar y menos los equipos de acceso a Internet. A veces, los más pequeños no tienen un adulto que los pueda guiar, hay mucha desigualdad con respecto al capital humano”

El poder del Estado 

Desde el inicio del Coronavirus se han multiplicado, en la prensa mundial, las opiniones de diferentes filósofos e historiadores ante la incertidumbre por lo que vendrá. Por ejemplo, declaraciones de Yuval Noah Harari (De animales a dioses), del surcoreano Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) y hasta del polémico Slavoj Žižek, quien publicó hace algunas semanas el libro Pandemia. 

—¿Qué reflexiones realizadas en estos tiempos le hacen más sentido? Žižek dijo que el Coronavirus es “el golpe definitivo contra el capitalismo” mientras que Byung-Chul Han señaló que, después de la pandemia, “sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente” …

Son reflexiones a partir del contexto, pero creo que se cae mucho en la opinología. Parecen opiniones sobre el futuro y parecen querer predecirlo. En todo caso, es interesante que ambos destacados pensadores contemporáneos tengan visiones totalmente distintas. Es curioso cómo la pandemia incentiva dos aspectos que son parte de la naturaleza humana y donde se produce una cierta tensión. Por una parte, la forma de protegernos de la pandemia es el aislamiento social, y uno sentiría que eso es como un egoísmo, pero al mismo tiempo ese aislamiento genera solidaridad con los otros. En ese sentido, el egoísmo, relacionarlo con el capitalismo, tiene sentido. Y, por otro lado, la crisis económica que está generando la pandemia despierta el espíritu solidario, se relaciona con el vivir en comunidad, porque no podemos vivir eternamente aislados.

—La filósofa Judith Butler señaló que “el aislamiento, en parte, es una estrategia de control estatal, que expande el poder del Estado”. ¿Cómo ve este asunto? 

Con esta situación que vivimos una se da cuenta de la función real que cumple el Estado. El tema es concreto: proteger la vida de los ciudadanos. En estas circunstancias ves el poder que le estamos entregando nosotros, voluntariamente, a este Estado sumamente poderoso que oprime nuestras libertades individuales, y que nosotros renunciamos a ciertas libertades individuales en pos de un bien común que implica la vida. Esa tensión, que en la normalidad está tan sumergida y tan poco visible, ha salido a la luz de una forma brutal. Es una situación límite donde se demuestra el carácter del Estado y la amenaza y el beneficio que puede ser para nosotros.

—¿Cree que la tecnología ha sido el instrumento que ha triunfado en esta crisis sanitaria? 

De todas maneras. Sería interesante poder estimar, y este es un trabajo para los economistas, cuánto hubiese caído el producto del país si no hubiésemos tenido tecnología. El hecho de que muchas empresas puedan hacer teletrabajo, que muchos trámites que involucran al Estado los puedas realizar vía online o la misma banca electrónica demuestran que Chile, comparado a otros países de la región, en ese sentido, es muy avanzado. Por supuesto, hay muchas áreas donde podríamos avanzar mucho más, como en telemedicina. Obvio que una cirugía no la puedes hacer a distancia, pero varias labores de la medicina podrías hacerlas a distancia. En Chile esto está comenzando y es también una forma de optimizar y focalizar mejor los recursos del Estado.

—Usted firmó una carta en apoyo a Cristián Warnken. ¿Qué opina de las críticas en redes sociales y sobre la figura del intelectual hoy en Chile? 

Creo que las redes sociales se han convertido en una cacería de brujas, en un circo romano donde, a veces, se cree que ese es el reflejo de la realidad, pero Twitter no representa la opinión de la mayoría de las personas. Ahora, el nivel de agresividad que hay en la política, ver cómo se tratan nuestros políticos, es espeluznante. Y luego ves cómo nos estamos tratando en las redes sociales, los foros de discusión, te das cuenta de que hemos perdido algo que es el fundamento de la democracia, que es considerar al otro un igual a ti. Y que ese otro, por más liberal, machista o feminista que sea, merece respeto. Incluso da la impresión de que hay sectores que se alegran con la desgracia del otro. Por ejemplo, con el caso del ex ministro Jaime Mañalich, como que ojalá fracase para hacerlo bolsa. Pero si él fracasa, lo hace todo el país. Ahora, agradezco el rol que han tenido intelectuales de confrontar a esa manada que no piensa y que sólo pide sangre. Y también hay que entender que lo que pasa en El Mercurio, La Tercera y Twitter no es lo que pasa en Chile, eso le ocurre a una élite muy reducida.

—También están las columnas de Carlos Peña, ¿no? En el último número de la revista del CEP, a partir del estallido social, Peña se pregunta: “¿Por qué una sociedad que ha disminuido la desigualdad experimenta, sin embargo, una vivencia de la desigualdad cada vez más aguda?” 

Si miras el crecimiento económico y la desigualdad económica en Chile en los últimos 20 años, distintos economistas observan cómo se ha reducido la brecha de desigualdad económica y la desigualdad material, y ese fenómeno es muy peculiar. En otros países las brechas han aumentado. En Chile disminuye, pero cuando uno ve las encuestas, la percepción es de mucha más rabia en cuanto a la desigualdad. Esto puede ser debido a las expectativas que genera el progreso, o sea, que junto al progreso material debería ocurrir el progreso social, un trato igualitario, pero a pesar de lo que yo he conseguido, la sociedad me sigue tratando igual que antes. Entonces, significa que la desigualdad de clase no se ha reducido y eso genera rabia y frustración. Chile creció en los años 90, pero ese crecimiento se ha ido estancando en los últimos 15 años.

El gobierno y el manejo dogmático de la crisis

La austeridad financiera con que el gobierno ha decidido abordar la crisis sanitaria en Chile nos ha llevado a un círculo vicioso en el que no ha sido posible ni salvar la economía ni detener los contagios, debido sobre todo a la insistencia de las autoridades en ignorar la desigualdad social. En esta columna, el economista Andras Uthoff afirma que Chile está en condiciones de aumentar su crédito internacional para ir en ayuda de las familias vulnerables, ya que es uno de los países con los niveles de deuda más bajos del mundo, y para ello plantea una serie de medidas a corto y mediano plazo.

Por Andras Uthoff

Hoy tenemos una crisis cuyas causas escapan a las que los economistas acostumbramos a abordar. Su origen es sanitario y su mayor impacto sobre la economía es la incertidumbre que genera. Sobre lo primero no tenemos competencia y respecto a lo segundo, siempre ha sido limitada nuestra capacidad para seleccionar la oportunidad y el conjunto de instrumentos para abordarla. Sin embargo, todas estas dificultades no justifican la irresponsabilidad con que el gobierno la ha abordado. Con asombro e incredulidad escuchamos las excusas que dan las autoridades para justificar los equívocos originados por sus dogmas, y sobre todo con vergüenza, cuando una de ellas es que desconocían la realidad del país que gobiernan.

En toda la historia de Chile, este es probablemente uno de los momentos más críticos donde en representación del Estado, el gobierno debió haber reconocido y enfrentado las verdaderas restricciones presupuestarias y las desigualdades imprescindibles para abordar la crisis. En ello no cabían equivocaciones. Sin embargo, cegado por la preocupación de mantener bajo el riesgo país -calificación que realizan las clasificadoras de riesgo internacionales según el manejo de la estabilidad fiscal y financiera- para acceder al crédito internacional barato, el gobierno se autoimpuso severas restricciones presupuestarias e ignoró las desigualdades. 

El presidente Piñera supervisando las cajas de alimentos que se están distribuyendo como ayuda a familias vulnerables.

La realidad reveló la desigualdad y gatilló una de las peores olas de contagio y muertes por Covid-19 en el mundo entero. En pocas semanas, Chile pasó a liderar el ranking de países con mayor incidencia de contagios y mortalidad. Bastó que el contagio se expandiera desde la zona oriente al poniente de Santiago, y desde ahí al resto del país, para contradecir al gobierno. La austeridad, sumada a ineficientes, paternalistas y casi inexistentes medidas para apoyar a las familias vulnerables -como el reparto de cajas cuyo contenido y frecuencia son insuficientes- contribuyeron a la expansión del contagio y la mortalidad. 

El círculo vicioso de los riesgos

Como corolario, hoy disponemos de acceso barato al crédito, pero en medio de una pandemia sin control que limita la certidumbre y la oportunidad de una reactivación económica. Las insuficientes medidas para contener la pandemia gatillaron con fuerza el riesgo social: tener que frenar la actividad económica debido a la necesidad de que la población entre a cuarentena para evitar los contagios. 

Dentro de su ortodoxia neoliberal, y al restarle importancia a la cuarentena como la variable que condiciona toda la situación económica, el gobierno cayó en la trampa de un círculo vicioso. En este caso: al privilegiar reactivar la economía se ocuparon del riesgo país, para mantener el ranking internacional gastaron poco dinero y al gastar menos no lograron hacer respetar la cuarentena. La ausencia de cuarentena agravó la crisis sanitaria, la crisis sanitaria demandó una mayor cuarentena, pero hacer respetar la cuarentena les ha impedido recuperar la economía. 

Un complejo dilema, cuya solución implica reconocer sin dogmas las diferentes causalidades. El rol de la crisis sanitaria sobre la recuperación de la economía, el rol de la cuarentena en el control de la crisis sanitaria, y el rol de la economía en el cumplimiento de la cuarentena. 

En el Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible hemos apoyado a los parlamentarios y a la opinión pública para que en el debate con el gobierno se corrijan estos errores. Como es habitual, los poderes fácticos han opacado nuestras voces.

«En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación».

Propiciamos una estrategia que dé cuenta de la verdadera causalidad y que subordine la economía a la superación de la crisis sanitaria, para que luego, gradualmente, se ocupe de la reactivación. Identificamos cinco pilares: (1) apoyo a la atención primaria de la salud, (2) a los municipios, (3) a las familias de niveles superiores al de la línea de la pobreza, (4) a la protección directa del empleo mediante la asistencia financiera y técnica a las medianas y pequeñas empresas, y (5) una estrategia de inversiones públicas y rescate de empresas estratégicas.

En el control de la pandemia, el Foro ha establecido con claridad dos insuficiencias: la restricción presupuestaria que se autoimpuso el gobierno y lo limitado de la población objetivo, que definió a los grupos vulnerables sin considerar los nuevos focos de vulnerabilidad a causa de la pandemia. Argumentamos que lo limitado de la ayuda a las familias hizo fracasar la cuarentena y, por ende, el control de la pandemia. Esto está dilatando la fase de reactivación. 

En el ámbito de la estimulación de la economía, el Foro ha establecido con claridad dos fuentes de insuficiencias: la premura con que el gobierno llamó a una reactivación, saltándose la etapa anterior, y el limitado rol que se le ha destinado al Estado en la asignación de los recursos hacia los sectores que podrán reactivarse rápidamente. Argumentamos que el Estado debe recuperar su rol de agente activo en sus funciones de asegurar el financiamiento apropiado, gestionarlo en forma eficaz y eficiente, y asignarlo hacia todos quienes pueden beneficiarse de la reactivación. 

Responsabilidad fiscal

Nuestros análisis sugieren que un mayor esfuerzo fiscal responsable es posible. El Fondo de Emergencia debe tener un rango de entre US$12 y 15 mil millones adicionales y no el techo de US$12 mil acordado en el marco de entendimiento, para financiar las medidas propuestas. Chile puede recurrir a un mayor endeudamiento bruto y/o girar contra sus fondos soberanos. Sugerimos revertir la caída de US$1.527 millones en la inversión pública. Para Chile, un déficit fiscal entre 10-15% del PIB es sostenible en el corto plazo, rango en que se situarán los déficits públicos en la mayoría de los países de la OCDE y de América Latina. La deuda del gobierno se encuentra en los niveles más bajos del mundo y con espacio para aumentar en varios puntos del PIB, sobre todo considerando que la tasa de interés de largo plazo está en niveles muy bajos. 

Lo anterior no implica un gasto desatado. Por el contrario, el endeudamiento que hoy es barato sirve para aumentar los fondos de los que se dispone para enfrentar esta crisis. El gasto fiscal debe cautelosamente priorizar un Plan de Emergencia y luego activarse durante la reactivación. 

Reconocemos que ante la actual incertidumbre sobre la fecha de término de la pandemia, la regla fiscal que existe actualmente deberá modificarse. Habrá que hacerla compatible con criterios de credibilidad, transparencia y simpleza, y en un futuro será necesario un acuerdo político amplio para ello, con una trayectoria más pausada del balance fiscal estructural. 

La situación de emergencia que vive el país obliga a repensar la carga fiscal en el futuro. En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación. A más largo plazo, deberá promoverse un acuerdo tributario (post 2021) que se concentre en los impuestos directos y a las grandes fortunas. Se debe aspirar a elevar en 5% del PIB la carga tributaria hacia los próximos cuatro años, avanzando hacia un aumento de esta equivalente a la media de la OCDE.

Beatrice Ávalos: “En Chile vivimos de los resultados Simce; no hay mucha confianza en los docentes”

La académica, profesora de historia y geografía de la UC y Premio Nacional de Ciencias de la Educación 2013 reflexiona sobre los tres meses de pandemia en los que la enseñanza ha debido trasladarse obligatoriamente a los hogares. Reconoce tener una visión positiva sobre los cambios que se han desencadenado en este periodo y aplaude la disminución de las pruebas Simce obligatorias para dar paso a una toma muestral que le quitará presión a la labor de los profesores y profesoras. Autora de libros como Héroes o villanos, la profesión docente en Chile y Formación inicial docente en Chile, tensiones entre políticas de apoyo y control, Ávalos es doctora de la St. Louis University, Estados Unidos, ha sido investigadora del Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación, del cual fue creadora, y en 2008 se integró como investigadora del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile.

Por Jennifer Abate

El 15 de junio se cumplieron tres meses desde que el gobierno cerró los establecimientos educacionales. ¿Cuáles cree que han sido los principales problemas o desafíos que ha enfrentado el sistema educacional en este periodo?

El gran desafío es no poder hacer clases frente a frente. Es interesante, porque las tecnologías estaban desde antes, no se inventaron ahora; poder impartir educación con el uso de tecnología lleva 20, 30 años en proceso. A mí me llamó la atención, haciendo estudios de profesores jóvenes, que en sus prácticas o al comenzar su enseñanza estaban usando recursos como ver programas de televisión con niños en la sala de clases. No es que de la noche a la mañana tuvieran que dar un salto tecnológico, pero a los profesores y profesoras, y creo que me uno a ellos, nos gusta el contacto persona a persona, porque tú ves la cara de alguien al que le estás hablando y ves si está enganchando o no, hay espacios para hacer preguntas, analizar algo que se está enseñando, la enseñanza debe ser activa y yo creo que las y los profesores tratan de hacer eso. Cortar esa relación directa y comenzar otro tipo de relación es, yo creo, la mayor dificultad que han tenido los docentes. Una cosa que me llamó la atención de la encuesta que hizo Elige Educar tiene que ver con una lista de posibilidades de ayuda, contacto con personas, materiales, cuáles son los que ellos están usando más en este momento, y parece ser que la colaboración se está produciendo más que antes. La colaboración entre profesores, docentes, que es algo que nosotros hemos estudiado y sabemos que ayuda a mejorar la enseñanza. Poder conversar con otro, preguntarle ¿cómo te las arreglaste tú? ¿Qué hubieras hecho en este caso? 

En 2013, la investigadora y profesora de historia, Beatrice Ávalos, recibió el Premio Nacional de Educación.

En el contexto actual de enseñanza telemática, ¿puede un sistema educacional tan fragmentado como el chileno responder de manera efectiva y oportuna?

El sistema educacional se fue fragmentando en estas tres formas: la educación privada, que es un núcleo chico; y la educación municipal pública, que va haciéndose cada vez más pequeña frente a una educación particular subvencionada, ambas recibiendo el subsidio estatal, pero con desventajas para la educación pública municipal. Bueno, eso es lo que debiese empezar a cambiar con la ley que va a desmunicipalizar la enseñanza. Pensamos que hay cosas que van a mejorar. Por ejemplo, ahora el Ministerio de Educación no va a hacer el Simce como siempre, y hasta hace muy poco estábamos todos gritando que no se hiciera. Ahora el ministerio dice que no va a ser censal, sino una muestra representativa.

Lo interesante es, yo creo, que cuando se acabe la pandemia vamos a continuar la práctica de un Simce muestral y no censal. Un profesor de Inglaterra (con quien estoy escribiendo un artículo) me decía que lo mismo está ocurriendo allá, que los habían obligado desde  el Ministerio de Educación a realizar pruebas de evaluación externas, pero que ahora eso ha cambiado. Vamos a volver, quizás, a formas pedagógicas donde le vamos a dar autoridad a los profesores sobre la base de una buena formación y sentido de profesionalismo, y vamos a quitarles el peso de un sistema evaluativo que en una década aumentó y llegó a tener 13 o 14 pruebas distintas llamadas Simce. Esa es una presión evaluativa tremenda y en esta pandemia el ministerio no puede tener ese tipo de control a través de esa cantidad enorme de pruebas. Los profesores, ya se sabe, no pueden enseñar el currículum tal como está, los profesores están teniendo que reinventarse para trabajar de una forma distinta y eso, creo, es un aspecto positivo, difícil hoy en día, pero positivo en el futuro, porque para muchos va a significar una reinvención de la manera de ejercer la profesión.

¿Cuál es el impacto del Simce y de las pruebas estandarizadas sobre el aprendizaje que reciben las y los estudiantes y la labor de las y los profesores? 

El primer problema es el que he señalado antes: tener algunas pruebas Simce en sexto básico, primero medio, y que luego empezáramos a aumentarlas, a tener incluso prueba de segundo básico, que fue un grito en el cielo, un niñito chico obligado a estas pruebas estandarizadas. El exceso de estas pruebas le quita el espacio a los docentes para enseñar sin los miedos de no enseñar aquello que se va a medir. Se han hecho investigaciones interesantes, colegas, algunos de la Facultad de Ciencias Sociales, han hecho estudios sobre cómo las escuelas viven la experiencia del Simce, y uno de los factores es que hay un tiempo de preparación donde todo se paraliza. Viene el Simce, entonces los próximos tres o cuatro meses estamos preparando la prueba. Luego de la prueba hay un respiro, “ahora empiezo a enseñar lo que quiero realmente enseñar, hasta que tenga que volver a preparar el nuevo Simce”. Esa forma de educar es completamente opuesta a lo que debiésemos enseñar en la formación docente. Se supone que si soy un buen docente, una buena docente, voy a pensar en mis clases, en mis alumnos, voy a pensar en el currículum que voy a enseñar, voy a poner énfasis en algunos aspectos porque sé que no puedo ponerlo en todos. Existe miedo a los malos resultados de una prueba, que incluso pueden afectar al punto de cerrar una escuela que no dio con el nivel que se esperaba, y ese miedo lo sienten sobre todo los profesores y las profesoras de educación pública, que tienen que trabajar con los sectores de menor nivel sociocultural.

¿De qué otra manera se puede medir el avance y aprendizaje de los y las estudiantes sin que se produzca esta situación tan dañina que usted describe?

Bueno, una de las formas es hacer un Simce muestral. En Chile se aplica la prueba Timss, la prueba Pisa, que son muestrales y nos dan una visión de lo que saben nuestros estudiantes comparados con otros estudiantes del mundo. Si hacemos una prueba muestral que sea representativa, vamos a ver los niveles de aprendizaje y cuánto se avanza y no se avanza. No lo asociamos a consecuencias negativas, de manera que yo, en esta escuela, ya no tengo miedo de que la cierren porque no llegamos a un nivel esperado. Más bien, el Ministerio de Educación y las autoridades van a tener que trabajar mucho más, especialmente en las agencias locales de educación, donde hay centros dedicados al trabajo con los profesores, al desarrollo profesional, vamos a trabajar con los docentes, profesoras, aquellas áreas complejas de aprendizaje que un Simce muestral mostró que no estaban bien cubiertas, bien llevadas.

El Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (Simce) se implementó a finales de los 80 en Chile.

Sabiendo que se puede aplicar pruebas muestrales como la Timss y la Pisa, ¿por qué se decide aplicar el Simce? 

El Simce apareció a finales de la dictadura de Pinochet, pero no tenía ninguna consecuencia y, curiosamente, cuando llegamos a la era democrática nos va dando cada vez más miedo. Empezamos a asegurar que todos tengan un Simce, las dos veces que se aplicaba, pero después sumamos en cuarto básico, en octavo, en segundo. Luego pensamos que a lo mejor había que tener un Simce que midiera especialmente otras habilidades y, lentamente, parece que cada gobierno, que cada grupo ministerial empieza a angustiarse más y empieza a querer saber qué pasa si agregamos otro Simce. Al principio no había crítica, pero lentamente esta empieza a producirse cuando se comienza a ver el efecto que este sistema está produciendo. La crítica vino en la Revolución de los Pingüinos, en las discusiones del grupo que formó la presidenta Bachelet para discutir el tema de educación, hasta que estalló. Ese estallido se produce hacia finales del gobierno de Bachelet y ahora ha bajado el número de pruebas, pero esta experiencia de hacer un Simce censal va a ser buenísima.

Usted se fue de Chile en un periodo de mucha persecución política a los profesores y ha mencionado que del Reino Unido también se fue por el impacto de la era Thatcher. ¿De qué manera han afectado esos traslados o migraciones su manera de entender la profesión docente?

Bueno, yo llegué a trabajar a Gales. Llegué a un sistema completamente distinto y al no tener un título de profesora como tal, no podía dar clases en el sistema escolar, pero fui invitada y me pude quedar. Gané un concurso en la Universidad de Gales, me casé ahí, mi marido, que falleció, fue galés, y nosotros decidimos irnos cuando vino una tremenda presión sobre las universidades y obligaron a la Facultad de Educación donde estábamos a trasladarse a otra parte de la ciudad y destruyeron, en cierta medida, la facultad que estaba funcionando. Ahí se fueron muchos de los profesores y profesoras a otras universidades; para mí fue como vivir por segunda vez la experiencia chilena de los años de la dictadura. Esa fue, en parte, la razón del traslado, pero también el interés que desarrollé en mi época galesa trabajando en los programas de magíster y doctorado, donde recibíamos a muchos alumnos y alumnas que venían de países de África y Medio Oriente y me interesó el trabajo con ellos. Ahí desarrollé una especie de especialización en los países en desarrollo y creamos una sociedad en Gran Bretaña de estudios de países en desarrollo, un congreso que se hace regularmente cada dos años. Lo dirigí, no lo hice yo, pero en cada uno de estos países, India, países de África, de América Latina, teníamos grupos que estaban trabajando. 

Todo esto hace que me abra a esas realidades, porque he visto lo complicado que es, por ejemplo, en un país gigantesco como India, llegar a todos los maestros, maestras, darles los materiales que necesitan, hacer desarrollo profesional docente en la forma que uno quisiera. Eso hizo que cuando se produce esta crisis en Gran Bretaña, decidamos acudir a un llamado a concurso para el cargo de profesor de la cátedra de educación de la Universidad de Papúa Nueva Guinea, un país que pocos chilenos conocen, pero que está al norte de Australia.  Eso fue trabajar de verdad en un país en desarrollo.

En su experiencia internacional ha trabajado en muchos países, en organismos como Unesco, la Unión Europea y el Banco Mundial. ¿En qué situación educativa diría que se encuentra Chile respecto a otros países?

En general, tenemos un sistema educacional que obviamente invierte más que otros países menos desarrollados, pero no es suficiente, hemos empujado y eso ha mejorado, pero siempre falta. Tenemos un sistema que funciona, de eso no hay duda, estamos en un proceso de muchos cambios debido a las leyes, porque nos dimos cuenta de que no todo estaba funcionando. Cuando digo “un sistema que funciona”, digo que no se cae a pedazos, pero eso no quiere decir necesariamente que el sistema es lo que se quisiera, creo que la comparación con otros países es suponer que existen países con sistemas perfectos. Nos hemos comparado con Finlandia, porque a Finlandia le fue muy bien en una prueba Pisa y hoy no les fue bien, pero no están preocupados. Esa es la diferencia de Chile, vivimos un poco de los resultados de las Pisas, Timss, de los Simce, y creemos que el sistema tiene que funcionar así. Lo que hace Finlandia es decir: la educación es importante, invirtamos en ella, preparemos a los profesores, pidamosles que sean súper personas y démosles libertad, eso nos falta. 

No tenemos mucha confianza, tenemos miedo a que los y las profesoras no sean capaces, entonces no les damos toda la libertad y por eso tenemos los Simce, pero yo tengo confianza en que podemos cambiar, podemos mejorar. En el CIAE veo a un grupo de personas investigando, que piensa y valora la educación, y como nosotros hay otros grupos que hacen lo mismo, y lo que tenemos que hacer es, quizás, elevar más fuerte nuestra voz para decir cómo debe ser y cómo debe mejorar el sistema educativo. Increíble, pero me he vuelto más positiva con esto de la pandemia de lo que era antes. Porque entre el año 2000 y el 2006, cuando empezamos a decir “tenemos que cambiar”, no pasaba nada y ahora está pasando, tenemos leyes que hay que implementar, acabo de revisar los estándares de formación docente y los nuevos están mejorados con respecto a los antiguos en varios aspectos. Creo que hay posibilidades, tenemos institucionalidad que puede hacer un buen sistema, pero tenemos que ser siempre críticos frente a lo que se hace.

Extracto de la entrevista realizada el 19 de junio de 2020 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.

¿Matar a Bello?

El abogado y autor de Andrés Bello libertad imperio estilo -ensayo que releva las dimensiones menos conocidas del pensador venezolano- desmitifica aquí al creador del Código Civil chileno y primer rector de la Universidad de Chile y reconstruye los invisibles vínculos con algunos de sus descendientes más destacados como el escritor Joaquín Edwards Bello y la escultora Rebeca Matte Bello. «Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos», dice el investigador.

Por Joaquín Trujillo Silva

1

Por motivos que poco se entienden hay hijos que no acaban de matar a sus padres. Entregados a una dinámica en que los matan para revivirlos una y otra vez, aquellos padres no descansan en paz. Parece que la mayoría de edad consiste en dejar de recriminar a los padres, de robustecer una inmunología propia, de granjearse la ficción de la propia responsabilidad, hasta cuando la ficción resista. Es más, parece que la mayoría de edad consiste en no solamente dejar de culpar a los progenitores, sino que convertirse en sus padres, en sus cuidadores. Desde que estos viven más a consecuencia de la prolongación de la esperanza de vida, los hijos se han visto en la necesidad o acaso el deber de intercambiar papeles. Los hijos viejos son padres de padres aún más viejos. Esta peculiaridad histórica ha significado importantes tomas de conciencia. Por ejemplo, no es un misterio que buena parte del llamado estallido social de octubre de 2019 en Chile se explica por las bajas pensiones que comenzaron a percibir muchos padres, lo que en buena parte también fue asumido por sus hijos como un motivo de indignación. En el caso de la pandemia, que afecta más a los pensionados que a los hijos en edad de trabajar, ocurre un tanto: nuevamente los hijos se ven llamados a asumir responsabilidades que prevengan o mitiguen un riesgo mortífero.

Estatua de Andrés Bello encapuchada, durante el 2019, en frontis de la Casa Central de la U. de Chile.

Ahora bien, si esta misma reflexión la extendemos, resulta que no hay padre que no haya sido también antes un hijo, de ahí que todo hijo que piense más allá de sus narices verá que matar al padre es siempre un genocidio simbólico: lo propio tendrá que hacer con los padres de los padres, con todos los ancestros que, como se sabe, se multiplican exponencialmente, se remontan a un pasado infinito como las estrellas antes de concentrarse en los únicos abuelos comunes a la humanidad, eso que se abrevia como Adán y Eva.

De ahí que las genealogías sean grandes sistemas de —lo que en derecho se llama— responsabilidad solidaria. En ellas queda claro que nadie es suficientemente culpable, que a ninguno de estos ancestros debe imputarse el peso de todas nuestras penurias. Es decir, todos, ricos y pobres, somos herederos de tantos que al final no lo somos tanto de nadie.

Obviamente, las tensiones de una vulgar metáfora freudiana se pueden manipular para conseguir efectos de otra índole.

A los padres fundadores —aquellos personajes que mal se llama así— no habría por qué darles un trato distinto. Generaciones y generaciones han consentido, a veces a regañadientes, en darles ese título, otorgamiento contra el que bien puede alegarse la adolescencia de un hijo que no sabe quién es su padre, en todo el sentido de la expresión.

Es el caso de Andrés Bello. El mito —hasta ahora oficial— dice que él fue el rector fundador de la Universidad de Chile. Contra esta mitología del padre adánico han proliferado otros: por ejemplo, que él no fue más que el conserje de un edificio corporativo cuya historia se remonta mucho más atrás, o sea, a claustros y recoletos, tesis que avalaría otra, según la cual el primero de los cismas de la Universidad de Chile, que dio origen en 1888 a la Universidad Católica, no habría sido otra cosa que la contrarreforma ortodoxa de una institución que bajo liderazgo liberal cada vez más desembozadamente anticlerical se veía ya que iba por mal camino.

Pero sin duda que la expresión “hijos de Bello” —vociferada casi como lema más propio de hinchada— fue el grito de lucha con el cual una pluralidad política, étnica, religiosa, socioeconómica de hijos adoptivos reclamó para sí la filiación con Bello. Esta inmensa diversidad cultural que en la Universidad de Chile fue de vieja data —y que pese a todo no ha dejado de afluirle— no sabría decir yo por qué tuvo la inteligencia de no matar al padre, sino que, muy por el contrario, arroparlo en su decrepitud ante la amenaza de supuestos descendientes que, como fantasmas, unos de carne, otros de hueso, y los más de humo, intentaron —e intentan— volverlo irrelevante sacudiendo su legado.

Sin embargo, me temo que aquella inteligencia de hijos haciendo el papel de padres de Bello y, por lo tanto, de la Universidad de Chile, hace tiempo que más se parece al de adolescentes que solo saben ser —y no por pose— las víctimas de —y he aquí lo más curioso— otros padres, unos que ni siquiera son los suyos. Pues, en el fondo, a los padres se los elige, a Bello se lo eligió, se eligió que el padre fuese un poeta, un gramático, un filólogo, un codificador, un estilógrafo, un político, un editorialista, un escritor de discursos ajenos, un funcionario público, un divulgador científico, y, hay que decirlo: un escéptico; en suma, lo que he llamado en otra parte: un gramócrata. Matar a los padres es cosa de niños, y un mérito de los muchos “hijos de Bello” fue habernos explicado que, desde hace tiempo, ya no lo somos.

2

Uno de los descendientes sanguíneos de Andrés Bello —el escritor Joaquín Edwards Bello— se las pasó parte importante de su vida intentando revivir al ancestro. En la década del 40 del siglo XX podemos verlo —al tenor de sus propias palabras— observando un ramo de flores que alguien había dejado a los pies de la estatua de mármol en la Alameda. De esta experiencia proviene su idea de “desmarmolizar” al bisabuelo. En esa empresa es que llegó a sostener cosas como que no había que descartar que el viejo hubiese participado de las “jornadas rojas de Lircay”, refiriéndose a la sangrienta guerra civil de 1830. Estas palabras tal vez no tengan ya la temeridad que tuvieron en su momento, pero lo cierto es que abren otra vez una sospecha: ¿hasta dónde era capaz de llegar el espíritu de orden de Bello, su autoritarismo paternal? Sus artículos de El araucano de ese tiempo como también los discursos que supuestamente redactó para el presidente José Joaquín Prieto, muestran a un padre temible, de una prosa cuya oscuridad ambiental es muy clara, que está dispuesta a regularizarlo todo con mano no de mármol sino de hierro. No sabemos hasta qué punto las muchas voces con que solía hablar, o mejor dicho escribir, nos ofrecen una parcial de su fondo, pero lo que parece es que aquel fondo íntimo apenas existe comparado con su versátil superficie. ¿Qué intentaba vivificar el bisnieto? ¿Hasta qué punto celebra tácitamente el lado oscuro de esta luna de mármol, un dios que en la forma de una luna llena ilumina la República? Una luna en vez de un sol. ¿Qué no era capaz de decir que anhelaba que lo dijese una estatua, como en el Don Giovanni, la de un comendador que cobra vida para llevarse a los libertinos al infierno, a ese bisnieto entre ellos?

Ya los griegos más antiguos lograron la antología de sus siete sabios, Periandro de Corinto entre ellos, tirano además de sabio a quien Platón consideró indigno de esa calidad, omitiendo su nombre. “Hazte digno de tus padres”, decía una de las frases célebres que se conservan del sabio-tirano Periandro. ¿Hace falta que reviva la estatua, que se haga carne el mármol, para completar el trabajo que te corresponde como hijo de tu padre, como nieto o bisnieto, sanguíneo o espiritual? ¿Qué milagro hará falta para que te hagas digno de este padre?, parece decirse Edwards Bello mientras derrocha sus heredades en el casino de Montecarlo.

Otra estatua del pensador de origen venezolano, ubicada al interior de la Casa Central de la Universidad de Chile.

3

Otro bis —nieta en su caso— fue la escultora Rebeca Matte Bello. Hija del banquero y diplomático Augusto Matte y de Rebeca Bello Reyes, hija a su vez del más revoltoso de los hijos de Andrés Bello, aquel que le dio los peores dolores de cabeza: Juan Bello Dunn.

La madre de Rebeca sufrió tras el parto una amnesia total que le impidió ocuparse de su única hija (Gabriela Mistral la vio encerrada, un día, al pasar junto a su ventana). Rebeca también tuvo una única hija: Lily, una poeta que murió joven a consecuencia de tuberculosis, durante la pandemia mundial. Rebeca perdió a las dos mujeres que había en su vida biológica —su madre y su hija—, pero había recurrido a su abuela Rosario Reyes. Esculpió además en mármol a una mujer que llama toda nuestra atención: Eva, la madre de todos. En el Cementerio General, a pasos de la cripta del General Ibáñez del Campo, se encuentra el mausoleo de Rebeca, en que descansan los restos también de su hija. Una escultura suya lo decora, tal vez una de las más misteriosas que habitan esa necrópolis. 

Se trata de una que representa a Adán y Eva. Adán se ve viejo y encorvado, aunque no decrépito, y todo hace pensar que ha quedado ciego. Eva es joven, muy joven, y está como ciega, pero porque aún no ha abierto los ojos. Adán se afirma en ella y ella parece conducirlo. La figura que haría pensar en los incestuosos padre-hermano e hija-hermana que fueron Antígona y Edipo en Colono, adquiere aquí una extraña significación: ¿Qué quiso decir la bisnieta de Bello con este Adán y esta Eva, este Edipo y esta Antígona, además de aludir al origen de la naturaleza y de la cultura en el lugar mismo del fin que es un cementerio? Es una hija que cuida a un padre, tal vez a un abuelo, quizá un bisabuelo. ¿Pero de qué lo cuida? ¿Y cómo, pues se ve demasiado joven y ciega aún, como si fuera un cachorro? ¿Qué ya no puede ver Adán que podrá ver Eva, qué ya no puede ver el viejo Edipo que verá su incestuosa hija Antígona (él, en el fondo, perdió los ojos por averiguar el origen de la peste en Tebas)? Más que sus grupos escultóricos que ensalzan las glorias de la República de Chile, parece que este mármol es uno de los que podrían llegar a describirla de mejor manera. La bisnieta de Bello tal vez quiso decir que se hace digno de su padre, de su pasado, no quien se ajusta a él, se le parece más, lo imita, sino quien lo conduce sin desasirse de él, quien abre los ojos mientras el otro los cierra. Sin embargo —y este sea acaso todo el punto— hay siempre un lapso en el cual todos son ciegos, padres e hijos, abuelos y nietos, como en la pieza dramática de Maurice Maeterlinck, de quien Rebeca fue amiga. Mientras el pasado y el futuro vivan un presente ciego, el uno debe servir de apoyo al otro. Esta dialéctica aprende a ver morir, pero no mata, ni tampoco —como había dicho Nietzsche—, ayuda a morir a los débiles.

4

No es primera vez que animales impuros —léase serpientes, ratas, murciélagos— son sindicados como los causantes de la mortandad humana. Estas quiebras del paraíso terrenal a menudo reinician nuestro concepto de la historia, hacen pensar en una humanidad más de inmunes que de humanos. Habría —según ese enfoque— un pasado que se recuerda y otro más atrás que carece de categoría. Ya en su tiempo Andrés Bello fue sospechoso de portar un virus: aquel del cual todos entonces debían proclamarse sanos, o sea, el pasado, el maldito pasado, la herencia que había que repudiar. Lentamente, él fue enseñando que nuestra salud depende de la herencia, de sabernos “aprovechar” —este verbo es central en Bello— de aquello que no ha sido producto de nuestro mérito. Fue el caso de la epidemia de viruela en el paraíso de la Venezuela imperial —la Venecia de América— que desoló “los palacios y las chozas”, y cuya cura Bello cantó en dos obras suyas, A la vacuna, y el drama poético Venezuela consolada; ¿el objeto de sus loas? El benefactor. ¿Quién era ese benefactor? El rey, en ese caso, Carlos IV de España. Cuando cayó este viejo orden hemisférico y muchos se enmascararon ceñidos a las nuevas exigencias de lo correcto, Bello se demoró y cedió, pero junto con ceder, no se olvidó de nadie ni de nada. En su exilio de por vida —Bello amaba Edipo en Colono—, Bello fue a dar a Chile. Era entonces viejo, un anciano si consideramos la esperanza de vida en aquel tiempo, y es aquí, en este viaje a su último lecho, cuando recién comienza el florecimiento de este padre, cuando nace el Bello que conocemos y del cual nos hemos aprovechado tanto. La historia de Bello nos muestra que es una estupidez —de la estupidez metafórica del siglo XX— matar a los padres, dejarlos morir, abandonarlos, especialmente por una razón nada angelical, una muy utilitaria: nunca se sabe cuánto puede florecer un bastón bien plantado.

Alejandra Matus: «Es una salida política fácil culpar a la gente si la autoridad no ha hecho lo suficiente»

Aunque su domicilio actual es Nueva York, EE.UU., la periodista e investigadora ha dedicado estos meses a analizar y recoger datos sobre la pandemia en Chile, dejando en evidencia una serie de inconsistencias en las cifras oficiales de fallecidos y contagiados, lo que junto a otros factores influyó en la salida del ministro Jaime Mañalich. Alejandra Matus es periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Máster en Administración Pública de la Escuela de Gobierno Harvard Kennedy de la Universidad de Harvard. Es autora y coautora de varios libros, entre ellos Crimen con castigo, El libro negro de la justicia chilena —que fue censurado en 1999—, Doña Lucía y Mitos y verdades de las AFP. En esta entrevista, Matus aborda detalles sobre su investigación durante la pandemia y el rol del periodismo en este tipo de contextos.

Por Jennifer Abate

Vives en Brooklyn, EE.UU., y no trabajas hoy en un medio de comunicación, sin embargo, fuiste quien realizó una de las revelaciones claves sobre la pandemia: en nuestro país no era exacto el número de fallecidos. ¿Qué te llevó a emprender esa investigación?

Desde enero me atrajo el tema desde el punto de vista periodístico. Me parecía que había una contradicción entre los deseos y expectativas de los gobiernos, que esperaban que la pandemia se quedara solamente en China, y lo que advertían los expertos, los epidemiólogos, las revistas de difusión científica. Entonces, desde el punto de vista profesional y también por obsesiones propias, fui siguiendo las noticias, y leyendo y aprendiendo distintos aspectos de la pandemia. Como soy chilena, por supuesto me preocupaba cómo iba a desembarcar el virus en Chile, sobre todo considerando que el país venía de un periodo bastante crítico, el estallido social de octubre, y con autoridades con una muy baja credibilidad. Pensaba que el tema de la confianza iba a ser un problema para que las personas adhirieran a las cuarentenas y por eso escribí una columna en marzo, señalando ese problema. 

Una de las primeras cosas que publiqué en Twitter (@alejandramatus) fue precisamente sobre los estudios que hablan de cómo la pandemia afecta más a los pobres y son más graves sus consecuencias cuanto más desiguales son las sociedades. El exceso de mortalidad ya era un tema en marzo, es un indicador que tomaron los primeros diarios, no los inventaron ellos, son indicadores creados por los centros de control infeccioso tanto en Estados Unidos como en Europa y, básicamente, miden cuántas personas fallecen por sobre lo esperado en el periodo de la pandemia.

La periodista Alejandra Matus es autora de El libro negro de la justicia chilena y Mitos y verdades de las AFP.

—¿Por qué este indicador es más preciso?

Es considerado un indicador más preciso del impacto directo e indirecto de la pandemia que las contabilidades propias de los gobiernos, las que están determinadas por factores políticos, de acceso a testeos, de masividad de los testeos, de foco de los testeos, de capacidad, por ejemplo, de contar a los fallecidos en sus casas. Esto no se puede hacer en países que no tienen un sistema centralizado de registro de fallecidos, lo que Chile afortunadamente tiene, pero hasta en los países más robustos en su tratamiento de la pandemia y con más recursos, también se producen deltas, porque es muy difícil capturar los casos en medio de una crisis que está en desarrollo. 

Normalmente, la actitud de los gobiernos democráticos que han visto este indicador ha sido reconocer que hay un reporte inintencional, muchas veces tratar de tomar medidas para corregir este subreporte y, sobre todo, hacerse cargo de ese número para tomar medidas políticas en el momento en que se conoce la información.

¿Por qué crees que en nuestro país nadie tuvo la inquietud de hacer estos cruces? 

No puedo saber por qué otra gente no lo hizo, no es un método que yo inventé, no es algo que estaba escondido y que encontré registrando en un paper escondido en una biblioteca, sino que era un tracker que se iba actualizando y mostraban otros países. Al principio, cuando el Instituto de Salud Pública (ISP) era el primer laboratorio, llamaba la atención que el crecimiento de la infección fuera lineal, o sea, todos los días había un máximo de casos reportados y daba la impresión de que más que mostrar el avance de la epidemia, lo que se estaba mostrando era la capacidad máxima de testeo y no sólo de testeo, sino la capacidad máxima de procesar ese test y sacar un resultado, que además tenía un retraso. Ya en ese minuto, el ISP tenía un retraso de cinco a siete días, por lo que la foto que se estaba mostrando el 10 de marzo podía ser la foto de dos o tres días atrás. Parecía que Chile era un país excepcional, donde, por alguna razón mágica, la epidemia avanzaba lentamente y había pocos fallecidos. La primera muerte se registra el 21 de marzo y a finales de ese mes sólo se habían registrado 16 fallecidos. Eso generaba dudas sobre los datos, dudas razonables si pensamos que se trata de un país que no tenía otras políticas especiales, extraordinarias, y que más bien no había adoptado ninguna de las políticas que en otros países habían servido para contener o aminorar la velocidad de contagio.

Cuando salió la respuesta del gobierno, que dijo que el Registro Civil no era la fuente, pasaron por alto otros dos datos que yo entregué en esa fecha. No sólo había un número mayor de muertes en marzo de 2020 comparado con el mes de marzo de años anteriores, sino que también estaban fuertemente cargadas hacia las edades superiores a los 50 años en una distribución significativamente inusual comparada con los cinco años anteriores. Luego estaba la distribución por regiones. En marzo, si bien a nivel nacional había un 11% de diferencia en exceso de muertes, hay algunas regiones donde esa diferencia era mucho mayor, como Valparaíso, Biobío, Magallanes. 

«Está pasando en los hospitales: la gente vive no solamente estresada por el control de la pandemia, sino también por la amenaza de sumario, de si se llega a saber que se dijo algo que el gobierno estima inconveniente. Eso destila un espíritu autoritario que no se condice con un Estado democrático».

Crees que había un interés creado detrás de este “ocultamiento” de información por parte del gobierno o más bien faltó rigurosidad para atender a la relevancia del exceso de muertes reportado por el Registro Civil?

No sé cuáles son las intenciones, porque no las puedo reportear. Cuando uno reportea los propósitos políticos de algo, tiene que buscar evidencias, un memorándum, una entrevista en que alguien diga “mira, vino alguien y nos ordenó hacer tal cosa”. No tengo acceso a esa información, por lo tanto, no voy a hablar de cuáles pudieron ser o no las intenciones. Lo que sí puedo analizar son las declaraciones públicas antes y después. Las declaraciones públicas de ese minuto hacían énfasis en que Chile era el país con más testeos, con una capacidad única y excepcional para atender la crisis; que Chile contaba más allá de lo que se recomendaba; que Chile tenía la más baja letalidad gracias a estas políticas de cuarentenas dinámicas y que las medidas de seguimiento y trazabilidad le permitían a Chile tener mayor flexibilidad en su política, y que sobre la base de esa construcción, de esos argumentos, se descartaba completamente lo que yo había publicado. El ministro incluso me atribuyó, sin mencionarme y de manera indirecta, intenciones espurias para que el gobierno fracasara. ¿Por qué lo hizo? No lo sé, pero sí sé que tuvo la oportunidad de ver esos datos. Así como vio los datos del número de fallecidos, también podría haber visto esa información a la que no se refirió nunca, en ninguna de sus declaraciones, y tampoco se refirieron, hay que decirlo, otras personas que también analizaron los datos y que dijeron que no eran significativos, que el método estaba malo, que yo no sabía sumar.

Si bien hubo muchas voces que agradecieron lo que estabas haciendo, hubo quienes te criticaron por cuestionar la verdad oficial en un momento en que debía primar la idea de la “unidad nacional”. Periodistas te trataron de alarmista e irresponsable. ¿Cómo enfrentaste en ese momento esos comentarios y a qué crees que se deben estas reacciones?

Bueno, la reacción emotiva de la gente la comprendo, porque es un shock, y cuando uno tiene que adaptarse a malas noticias, la reacción emocional es dispararle al mensajero, eso es histórico, sobre todo si es la autoridad la que estimula esa idea. Hay personas que se sienten representadas por el discurso de que es el momento de la unidad y no de la discordia, y así lo manifiestan. Lo de irresponsable y alarmista me pareció injustificado y me pareció también temerario de parte de los colegas que hicieron esos juicios sin siquiera haberme mandado un mensaje directo para preguntarme, reportear un poquito antes de tirar esas piedras. Nunca ha sido mi intención publicar esta información para criticar el reporteo de otro, no tiene por objetivo compararme con otros, solamente aportar información que me parece relevante. Puede que se hayan sentido, de alguna manera, interpelados, que cuestionaran, por ejemplo, que yo tuviera estos datos y ellos no, y una manera rápida de salir de eso fue decir “ella fue irresponsable, ella publicó información que no estaba lo suficientemente verificada, no como nosotros, que somos responsables y lo estamos haciendo bien en resguardo de la salud pública”.

Las cifras de contagio y fallecidos en Chile son desastrosas. Esta semana se dio a conocer el tercer informe del Monitoreo Nacional de Síntomas y Prácticas Covid-19 en Chile, realizado por la U. de Chile y el Colegio Médico, que señala que el plan de “retorno seguro” propuesto por el gobierno redujo el efecto de la cuarentena en un 78%. Sin embargo, la autoridad ha tendido a culpar a una población que no respeta las medidas de cuarentena. ¿De quién es la responsabilidad que hoy nos tiene entre los países con el peor manejo de la pandemia?

Desde el 11 de junio, Chile es el país con el mayor número de contagios por millón de habitantes y eso se refiere sólo a las cifras oficiales, y con el mayor número de fallecidos por millón de habitantes. Por supuesto que hay una responsabilidad de cada persona de cuidarse y tomar las medidas posibles. Eso parte del supuesto de que la gente puede hacerlo, que los jefes no te van a obligar a ir a trabajar y que tienes condiciones habitacionales adecuadas y una educación suficiente que te permite entender que cuando el gobierno está hablando de “retorno seguro” tienes que tomarlo con distancia y tienes que buscar tu propia información y medidas de resguardo, más allá de lo que la autoridad sugiere. 

Uno le podría reprochar a esos ciudadanos que tienen un mayor nivel de ingresos y un mayor nivel educacional (que además son una minoría en el país), que a pesar de saber lo que saben, a pesar de tener las condiciones que tienen y tener los ingresos que tienen, deciden salir, deciden tomar actitudes riesgosas. Para el resto de la población, la responsabilidad es fundamentalmente del Estado y del gobierno, que en el fondo es el administrador del gobierno con el mandato de la gente que lo elige. Uno también pierde de vista que el gobierno es un servidor público, que el gobierno está al servicio de los intereses comunes de todos y, en ese sentido, la primera responsabilidad y la única responsabilidad exigible es la responsabilidad política. No es gente malvada que se quiere enfermar, algo pasa, hay un desajuste entre lo que estoy diciendo y el comportamiento que espero. Es la autoridad la responsable de ajustar su discurso. Si aún después de un discurso que pone los riesgos sobre la mesa y que toma todas las medidas para que la gente se quede en su casa, no se logra rebajar el 60% de la movilidad, entonces el gobierno puede acudir a la labor coercitiva del Estado, controles policiales, vigilancia, etc. Pero, en general, me parece que es una salida política fácil culpar a la gente de los comportamientos si es que yo, como autoridad, no he hecho lo suficiente para lograr ese comportamiento deseado.

En Chile podemos llegar a tener tres cadenas nacionales al día. Esto implica que gran parte de la información que recibimos proviene más de discursos oficiales y estrategias comunicacionales del gobierno que de investigación o reporteo independiente. ¿Qué opinas de esta forma de construir la información y la estrategia del gobierno de copar los espacios mediáticos?

A mí me trae malos recuerdos de Dinacos (División Comunicación Social en dictadura) y los reportes oficiales, también me parece mal que se personifiquen los reportes. Está bien que haya un vocero que entregue la información todos los días, pero ocupar esa tribuna para justificarse o para desacreditar información o para criticar a alguna persona o institución que está pidiendo que se liberen los datos, por ejemplo, me parece un uso abusivo del espacio público y antidemocrático, porque obviamente la jerarquía y la atención que logra una cadena nacional no puede compararse con lo que logra un centro de estudios que saca un reporte. El gobierno, en vez de decir “vamos a recoger esto, vamos a estudiarlo, analizarlo, a invitarlos a conversar con nosotros”, le tira ollas con agua hirviendo a quienes disienten, eso provoca un efecto inhibidor a la libertad de expresión. Si le tiro agua hirviendo a Eduardo Engel (de Espacio Público), qué le queda a Juan Pérez, qué le queda a una persona que siente que tiene algo que decir pero que va a ser acusada de estar contra el espíritu nacional. Eso es lo que está pasando en los hospitales, la gente vive no solamente estresada por el control de la pandemia, sino también por la amenaza de sumario, de si se llega a saber que se dijo algo que el gobierno estime inconveniente. Eso destila un espíritu autoritario que no se condice con un Estado democrático.

¿Cómo evalúas la situación de Chile en materias de libertad de expresión?

Me parece alarmante, no solamente respecto de la manera en que desde posiciones de autoridad se desacreditan los discursos indeseados, sino porque también hay un retroceso en el acceso a datos públicos. La Ley de Transparencia ha funcionado muy mal en el periodo de la pandemia y me parece que la justificación que dan distintas instituciones, que señalan que la pandemia hace más difícil el trabajo de los funcionarios que tienen que recopilar y entregar esa información, no es suficiente, no calza, y te voy a poner un ejemplo. El ISP me pidió 100 días hábiles para la entrega de datos, o sea, en octubre tendría que darme información que está desde abril, información que está en computadores, información que el gobierno controla y conoce. No es información que tienen que ir a buscar a un sótano, una bodega, un archivo judicial escrito a mano; no, es información que está en archivos computacionales y que los funcionarios, dependiendo de la complejidad que se pida, podrían resolver en una o dos horas. Y si no está computada, si no está en línea o si la respuesta es que la información no está organizada, deberían decir que los datos no están organizados computacionalmente, lo que quiere decir que el gobierno, al referirse a esa información, está hablando de datos que no son confiables.

Creo que la fortaleza y la precisión de datos en Chile es un tema. Roberto Méndez (académico y analista de datos) lo había puesto en el debate antes de que pasara todo esto. En Chile, todos los chilenos tienen RUT, por lo que —es escalofriante si uno lo piensa desde el derecho a la privacidad— todo está en línea, casi que con tu celular pueden saber si estás vivo o estás muerto. Ayer me respondieron una petición que hice en Fiscalía, pedí las autopsias abreviadas para saber cuántos casos de Covid-19 habían detectado en el ejercicio de las funciones de la Fiscalía y la respuesta fue que no me van a entregar la información por un tema de resguardo de la privacidad. Eso es tan absurdo, porque en Chile la muerte es un hecho público, casi en todos los países la muerte es un hecho público, tú puedes sacar el certificado de defunción de cualquier persona por esa misma razón, no tienes que ser ni siquiera familiar directo. De hecho, hoy, con tu dirección, tu RUT, o basta con que yo sepa tu nombre y dos apellidos, puedo encontrar lo que está publicado en el Servicio de Registro Civil, entonces, ¿vamos a respetar la privacidad o no la vamos a respetar? Se usa la privacidad para negar datos, pero la privacidad deja de existir para otras cosas. Me parece que todo eso es un tema largo y complejo y que probablemente va a requerir investigaciones académicas de todo tipo.

¿Cuál es tu visión en general del periodismo que se hace hoy en Chile?

Creo que la gente identifica el periodismo con la tele, porque además es el medio preferido para informarse y puede haber muchos periodistas haciendo un excelente trabajo en medios alternativos, escritos, pero la gente no los ve, no los identifica. Sí le reprocha el trabajo periodístico a la televisión y yo creo que ahí hay un lamento justo, en el sentido de que la televisión, como representante de los grandes medios de comunicación, tiene los recursos suficientes para hacer un buen trabajo de periodismo informativo, que me parece que es la demanda del momento. No necesitas ser periodista de investigación para contrastar los datos del gobierno; no necesitas ser periodista de investigación para hacer una petición por transparencia; no necesitas ser un periodista de investigación para ir a los hospitales y preguntar a los deudos; para ir a los cementerios; para buscar información colateral y con métodos periodísticos que te permitan demostrar o averiguar si lo que dice el gobierno en sus cadenas nacionales se condice con la realidad. 

Más que de los periodistas, la responsabilidad es de los jefes de prensa, que autorizan o no autorizan las pautas. Estoy segura de que estas pautas han estado, estoy segura de que hay periodistas que han levantado estos temas y al final es la decisión del editor ordenar una pauta y, últimamente, difundirla; bien puede que las pautas se hayan hecho, que el editor las haya ordenado y que no salieran al aire. En esa cadena de responsabilidades, me parece que mientras más alto el cargo, más alta es la responsabilidad, uno no le puede cargar la mata a los periodistas porque no sabemos si lo han intentado, y yo me atrevería a asegurar que sí lo han intentado.

También hay que recordar que los canales de televisión abierta en Chile están explotando una señal que es pública, es el Estado el que les permite usar esa señal y, por lo tanto, lo mínimo es tener un departamento de prensa autónomo, independiente, que se rija por las reglas del periodismo y que no esté dependiendo del vaivén de los intereses del dueño de turno, porque las personas que hoy explotan esas señales no son dueños, son solamente concesionarios. Espero que en algún momento alguien ponga esto de relieve. 

Para ti, ¿cuáles son las principales diferencias entre hacer periodismo hoy en Chile y a finales de los noventa y comienzos de los 2000?

Bueno, hay muchos, muchos cambios. La década de los noventa también fue difícil para el periodismo porque estábamos en la llamada transición a la democracia, que nunca terminaba, y había pactos de los cuales formaban parte los medios. Si bien tenían líneas editoriales y posturas editoriales distintas, los pactos de la transición eran compartidos por casi todos, salvo algunas revistas alternativas que existían en ese tiempo, pero que no tenían alcance masivo. Se podía hablar de derechos humanos, pero no de la responsabilidad penal de Pinochet. Otro acuerdo tácito era no cuestionar el modelo económico, otro no tan tácito, sino más bien declarado, era no investigar las privatizaciones de las empresas públicas, no investigar posibles casos de corrupción del noventa hacia atrás. Había un cerco bastante amplio y delimitado y tú sabías cuándo te acercabas a ese cerco porque te llegaba el shock de electricidad. Eso se fue estrechando porque además empezaron a desaparecer los otros medios, los medios que trataban de acercarse al cerco; cerró La Época el 98, pero antes cerró Apsi, Análisis, un montón de revistas. Creo que el momento de mayor restricción editorial duró desde 1998 a 2004, antes de que empezaran a surgir otros medios como The Clinic y que aparecieran medios digitales. Pero si bien hoy tenemos mayor diversidad editorial, seguimos teniendo déficit de periodismo. El periodismo es caro, es más barato tener gente que opine que armar un departamento de prensa, pero es más útil un departamento de prensa que mucha gente opinando. Está bien la opinión, cumple un rol, pero ya tenemos opinantes suficientes. 

Extracto de la entrevista realizada el 12 de junio de 2020 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.