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En sus más de cinco décadas en la Universidad de Chile, la nueva rectora ha visto en primera fila la historia reciente del país y sus efectos en la educación pública. Científica, admiradora de las nuevas generaciones y preocupada por el sentido de comunidad, Devés ha sido pionera en innovaciones vinculadas a la educación en ciencia y a la inclusión en el acceso a la educación superior. “Las diversidades siempre han estado en la universidad, pero hemos sido muy ciegos a ellas”, advierte.
Por Sofía Brinck y Evelyn Erlij
Los tiempos de las mujeres todavía avanzan de forma más lenta que los de los hombres. Basta con hacer un poco de memoria: recién, hace poco más de veinte años, empezó a ser habitual ver presidentas liderando países o mujeres en cargos de gran importancia. “Son una clara minoría, pero también son más”, dice la reconocida historiadora Mary Beard en el libro Mujeres y poder, donde también señala otro hecho innegable: que si los discursos —mediáticos, políticos— tienden a destacar “la llegada” de mujeres a cargos de poder, es porque aún son percibidas como elementos ajenos a él; como si estuvieran “apoderándose de algo a lo que no tienen derecho”.
Cuando se conocieron los resultados de las elecciones por la rectoría de la Universidad de Chile, el pasado 12 de mayo, los medios de comunicación se dedicaron justamente a destacar que la ganadora, Rosa Devés Alessandri, es la “primera rectora” en los 179 años de historia de la Casa de Bello. Se trata de un gran hito, sin duda, pero la carrera que ha construido la bioquímica y Profesora Titular de la Facultad de Medicina es imposible de reducir en esa etiqueta. Destacada científica, su trabajo en el campo de la fisiología celular y los mecanismos de transporte en membranas biológicas ha sido reconocido nacional e internacionalmente, y le valió la incorporación como Miembro Correspondiente en la Academia Chilena de Ciencias en 2003.
Su camino profesional comenzó en la década del sesenta, cuando aún no era tan común que las mujeres ingresaran a la educación superior —hacia el año 1960, solo ocho mil chilenas tenían estudios universitarios—, menos aún a carreras científicas.
—Siempre tuve claro que iba a entrar a la universidad, nunca fue una cuestión ni siquiera discutida. Es cierto que entre las mujeres de mi colegio, de mi generación, la mayoría entró a estudiar Pedagogía. Mi proyecto de niña era estudiar Ingeniería, pero esto cambió al despertar el interés por la ciencia. Fue una decisión importante que tomé bien sola y que fue difícil. Mi padre fue decano de Ingeniería en la Universidad Católica por nueve años, hasta 1967, y yo entré en 1968 a la universidad. Crecí y me desarrollé intelectualmente con este padre decano, y eso, junto con una vocación por las matemáticas, era el camino que uno iba a seguir, el camino del padre. En ese sentido, entrar a la Universidad de Chile y a una carrera distinta representó una decisión importante, autónoma y difícil. No fue un camino trazado.
¿Cuál era su visión de la universidad cuando llegó por primera vez? ¿Qué esperaba de ella?
—La profesión científica era algo muy nuevo en ese momento, la carrera de Bioquímica solo tenía ocho años. Hasta entonces, quienes se dedicaban a la ciencia profesional venían de profesiones como Medicina, Agronomía, Odontología o Ingeniería, y formarse específicamente en ciencia era bastante nuevo. Una entraba en modo de estudio, no tenía tanta conciencia de que ingresaba a esta institución tan importante y de riquezas diversas. Era entrar a un mundo nuevo, sin mucha claridad, porque una venía a sumergirse en esta forma de estudiar, de mirar el mundo, de comprender la naturaleza. Era como una ventana abierta, ya que nadie en mi familia se había dedicado a la ciencia.
¿Cómo fue hacerse un espacio en entornos históricamente masculinos, como la política universitaria o la academia?
—Por el camino que me correspondió, tuve que luchar menos con esos prejuicios. Las carreras científicas son bastante democráticas. Es un conocimiento que se desarrolla en base a evidencias, a información muy objetiva que te va dando voz y presencia. Puede ser difícil llegar, pero una vez que estás ahí, son carreras en las que, en general, hay democracia, incluso intergeneracional. No sentí discriminación desde el punto de vista de género, tampoco sentí en absoluto que tuvieran más voz los hombres. Éramos bastantes mujeres, y el Departamento de Fisiología y Biofísica, el área de la Facultad de Medicina donde luego desarrollé mi carrera académica, era un lugar con liderazgos importantes de mujeres que se anticiparon, que hicieron el trabajo para que llegáramos nosotras. Tuve una vida particular en ese sentido, soy muy consciente de que no represento el común, y eso posiblemente tiene mucho que ver con que yo esté aquí hoy. Sé que no era igual en todas partes, porque había departamentos en la misma facultad donde la situación era distinta. La carrera científica es de mucho esfuerzo y sacrificio a nivel familiar, sin duda. En el espacio laboral, no había desigualdades fuertes, pero cuando se considera la vida integralmente sí, porque la ciencia es una carrera de una entrega muy intensa y esto es difícil de abordar cuando se tiene hijos y familia. Y ahí, sin la ayuda y el sacrificio de otras mujeres, de la madre, de las trabajadoras del hogar, no habría sido posible el desarrollo que tuvo mi carrera.
Dentro de la universidad le tocó vivir la Reforma Universitaria, el tiempo de la Unidad Popular, el golpe, la dictadura, el retorno a la democracia. ¿Cómo han impactado estos distintos momentos históricos en su forma de concebir la universidad pública?
—Han sido esenciales. Uno crece y se desarrolla constantemente en la universidad, el aprendizaje es permanente. Yo viví estos 50 años en la Universidad de Chile. Ingresé como estudiante durante la reforma, entonces no solo se entraba a esta institución que representaba un mundo complejo y diverso, sino también a un espacio que se estaba cuestionando para alcanzar una mayor democracia universitaria. Estaban pasando cosas parecidas a las de hoy al interior de una universidad que se debe a la sociedad. Uno venía con un compromiso con el estudio principalmente, y cuando te incorporabas, te empezabas a dar cuenta de que serías parte de una serie de cambios, de algo mucho mayor. Esta voluntad de cambio estaba impulsada en gran parte por los estudiantes y los académicos jóvenes. A poco andar, cuando la reforma se estaba estableciendo, vino el golpe, la gran tragedia nacional.
¿Cómo fue vivirlo en la universidad?
—Al ser la Facultad de Química y Farmacia más pequeña y de corte científico, el efecto no fue tan dramático como en las Humanidades y las Ciencias Sociales. Pero fue un choque terrible pasar de estar en una universidad que era de Chile a una universidad intervenida. El año 74 me fui al extranjero a hacer mi doctorado y posdoctorado, y volví a fines de 1980 como académica a vivir con mucha intensidad la recuperación de la democracia. Esto marcó mucho mi compromiso con la institución y con el país, porque la Universidad de Chile jugó un rol muy importante en la recuperación de la democracia, no solo la nacional sino también interna, porque todas las autoridades eran hasta entonces designadas. Es difícil para las generaciones más jóvenes entender lo que vivimos con autoridades que eran no-autoridades, como los rectores delegados, los decanos designados. Aprendimos a convivir con reglas propias, sin establecer vínculos con la autoridad, porque no la reconocíamos. Somos una generación que creció con una valoración muy fuerte por la autonomía universitaria.
¿Cómo cree que esa experiencia influirá en su rectorado? Especialmente en la relación con los jóvenes.
—Creo profundamente en el valor de la comunidad, la universidad se debe a ella. Un trabajo importante que tenemos que hacer es fortalecer los vínculos con las generaciones más jóvenes y hacernos cargo de la formación que requieren en el mundo de hoy. Una formación que les haga sentido, que no disocie el compromiso político con el aprendizaje de una disciplina, sino que logre integrar ambas cosas. Eso implica una forma distinta de enseñar, un espacio de enseñanza-aprendizaje diferente, más situado en los contextos reales. Implica abrir la universidad a la sociedad, no solamente en el discurso, sino que en la interacción real. Esto requiere de muchos cambios que son esenciales para que la educación nos prepare para un futuro incierto y complejo.
¿Qué le sorprende de las nuevas generaciones?
—Tengo mucha admiración por ellas. Si vemos los cambios que están ocurriendo en el país, las y los jóvenes, en general, y los universitarios, en particular, han cumplido roles muy importantes impulsando procesos con alto impacto social y político. Esto no es algo generalizado en el resto del mundo. La generación que hoy dirige el país estaba hace muy poco en la dirigencia estudiantil en la Universidad de Chile. Sin embargo, por lo mismo y con mucha honestidad, me preocupa que se debilite la organización estudiantil en la universidad. Debemos apoyar a las organizaciones que hoy desarrollan distintos proyectos, conocerlas, comprender sus anhelos y preocupaciones, establecer vínculos, relacionarnos más profundamente con los y las jóvenes, con nuestras y nuestros estudiantes. A ellas y ellos nos debemos, les necesitamos, les necesita el país y la universidad.
Inclusión y diversidad
Rosa Devés no solo ha sido testigo y protagonista del último medio siglo en la historia universitaria, ocupando cargos clave como la Prorrectoría, la Vicerrectoría de Asuntos Académicos, la primera dirección del Programa de Doctorado en Ciencias Biomédicas y la subdirección del Instituto de Ciencias Biomédicas. También ha sido pionera en temas como la inclusión y equidad en el ingreso en la educación superior, ámbito al que le ha dedicado los últimos ocho años, siendo uno de sus mayores logros la creación del Sistema de Ingreso Prioritario de Equidad Educativa (SIPEE), una vía especial de acceso de estudiantes del sistema escolar público a la Universidad de Chile.
En paralelo, una de sus grandes preocupaciones ha sido fomentar un cambio de paradigma en la enseñanza de las ciencias en las aulas, lo que la llevó no solo a participar en la reforma curricular de 1996-2002, sino también a fundar junto a Jorge Allende el Programa de Educación en Ciencias basada en la Indagación (ECBI) para la Enseñanza Básica. Detrás de esta inquietud, está la idea de dejar de ver la ciencia como un mundo lejano e inalcanzable habitado por personas de bata blanca, sino de entenderla como una forma de acercarse al mundo y hacerse preguntas, es decir, como una forma de pensar y no como el resultado de un experimento en un laboratorio.
—Una escuela fundamental en este ámbito ha sido la experiencia de trabajar en la innovación de la educación en ciencias a nivel escolar. Mi aproximación se inicia el año 2000, cuando tuve la oportunidad de colaborar con el Ministerio de Educación en el primer currículum posdictadura. Luego, en 2003, iniciamos el ECBI, un proyecto que ha marcado fuertemente mi vida, orientado a innovar la educación en ciencia a nivel escolar, de manera que la ciencia se aprenda a través de la indagación, del descubrimiento; no desde un libro. Científicos y profesores hemos trabajado juntos, orientados por el objetivo de que la actividad científica prepare para ejercer una ciudadanía responsable, ya que la ciencia, junto con la comprensión, nos entrega habilidades y actitudes esenciales en la vida. Los niños son universalmente curiosos, y esa fuerza debe aprovecharse para el aprendizaje de la ciencia. La actividad científica es una escuela de convivencia.
¿En qué sentido?
—Porque hacemos una pregunta en colectivo, la depuramos, planteamos una forma en que vamos a buscar una respuesta y generamos información. En el momento en que tienes una explicación científica, la pones en discusión, y a partir de eso surgen nuevas preguntas. Hay una relación de honestidad con el dato, de respeto con el otro, de discusión en base a evidencia, que es muy formativa para la vida y tiene un profundo contenido humanista. Este programa sigue siendo muy influyente, y se ha expandido a lo largo de Chile.
Un cambio de paradigma que usted ha impulsado al interior de la universidad han sido los programas de inclusión. Hoy hay mucha más diversidad en las aulas.
—Las diversidades siempre han estado en la universidad, pero hemos sido muy ciegos a ellas. No todos los jóvenes eran iguales ni venían con la misma formación, pero queríamos creer que era así. Había incluso un cierto prejuicio al decir que por ser una universidad pública, basta poner un pie acá para que todos seamos iguales, sin considerar que las preparaciones académicas eran diferentes, que algunos jóvenes se demoran dos horas en llegar a clases y otros 15 minutos, y que quien se demora dos horas venía con frío y otros no. Lo que han hecho los programas de inclusión no es solo abrir la puerta a miles de jóvenes que antes estaban excluidos, sino también, nos ha hecho más conscientes de que debemos preocuparnos de atender las diferencias. Con ellos la Universidad ha asumido de manera más seria su responsabilidad, y de ahí surgen los sistemas de acompañamiento y apoyo que han sido muy transformadores. Poner la diversidad al centro, como valor de la Universidad de Chile, también tensiona la forma en que entendemos la educación, y por eso nuestro modelo educativo y nuestro plan de desarrollo institucional han ido cambiando.
¿Qué lugar tendrá la cultura en su rectorado?
—Estamos comprometidas en que tenga un lugar central, tanto aquella que tradicionalmente la Universidad de Chile ha resguardado y desarrollado para el país, como las nuevas formas de expresión cultural. Vicuña Mackenna 20 será un motor de cambio, porque por fin se dotará al Centro de Extensión Artístico y Cultural de la casa que vienen esperando hace 80 años, en un lugar tan emblemático de Santiago, además, que hay que recuperar. También está Carén, donde habrá una integración de saberes entre las ciencias y las humanidades, y, por supuesto, está la Facultad de Artes, un espacio académico que admiro mucho y que requiere de nuestro apoyo. Igualmente estamos comprometidas con la instalación de la Plataforma Cultural del Campus Juan Gómez Millas y el importante vínculo con el entorno que se va a generar desde ahí.
Volviendo al inicio de esta entrevista, ¿qué cree que le dio la educación pública cuando era estudiante y qué cree que necesitamos recuperar de ese modelo?
—Me permitió entrar a Chile. Venía de la educación privada, y al incorporarme a la educación pública en la Universidad de Chile sentí que entraba al país realmente; sentí que iba al encuentro de otros y otras en las mismas circunstancias y con un objetivo común. Eso es lo que me dio, y lo que soy, desde el punto de vista intelectual y científico, se lo debo a esta Universidad; soy producto de ella. Hoy estamos en un momento crucial para recuperar y fortalecer esos valores. Es lo que hemos promovido desde las universidades estatales en general: la comprensión de la educación pública como un sistema, que incluye todos los niveles de la educación y se hace cargo del derecho a la educación a lo largo de la vida. Es decir, la educación pública como una forma de habitar el país.
Democratizar la sociedad… ¿Politizar la democracia?
Malestar,crisis de confianza, desigualdad. Las instituciones de la gobernabilidad en el mundo no han dejado de “tambalearse” al son de estos conceptos, y la causa no sería solo la insatisfacción de demandas básicas. Todo indica que la democracia estaría colapsando ante condiciones y problemas inéditos que exceden a la política. […]
Seguir leyendoPlurinacionalidad, el potencial político de los pueblos
Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.
Por Claudio Alvarado Lincopi
Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad.
No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.
Inés, ¿podemos vivir juntos?
Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.
La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre.
Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.
Reconocimiento, el primer paso
Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.
Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.
Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.
Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge.
Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.
La urgencia de superar el multiculturalismo
La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.
Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación.
Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder.
Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos.
¿En qué va la Convención Constitucional?
Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.
Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.
Silvia Federici: “El Cono Sur está trayendo al mundo la lucha de las mujeres”
En esta entrevista, la pensadora italiana-estadounidense habla de su trayectoria y de su intento por decolonizar el feminismo occidental.
Seguir leyendoElisa Loncon y Jaime Bassa: Una diversidad que está cambiando la historia
En su estreno en UchileTV, el programa Palabra Pública. Letras para el debate tuvo como invitados a la presidenta y al vicepresidente de la Convención Constitucional, dos meses después de la inauguración de este histórico organismo. En esta conversación distendida, más lejos de la contingencia que les ha tocado enfrentar desde que comenzó su labor, Elisa Loncon y Jaime Bassa se refirieron a las dificultades personales que han atravesado y a los sueños que buscan plasmar en la nueva Constitución.
Por Jennifer Abate
No han sido pocos los desafíos que ha enfrentado la Convención Constitucional. A las negligencias del gobierno que dificultaron su instalación, le siguieron disputas internas y los hechos lamentables relacionados con la falsa enfermedad del convencional constituyente Rodrigo Rojas Vade. Sin embargo, Elisa Loncon, su presidenta, y Jaime Bassa, su vicepresidente, no pierden el entusiasmo, aunque parezca difícil en medio de las dificultades lógicas de un proceso inédito en el país. Ambos académicos de universidades del Estado, con múltiples títulos y experiencias a su haber —Elisa Loncon es doctora en Humanidades de la Universidad de Leiden, Holanda, y en Literatura por la PUC, mientras que Jaime Bassa es doctor en Derecho de la Universidad de Barcelona, España—, en esta conversación ahondan en sus reflexiones sobre un proceso de reposicionamiento de la diversidad y de lo público que creen que transformará el futuro de Chile.
¿Cómo evalúan estos casi dos meses de trabajo? En lo personal, sobre todo, ¿qué ha sido lo más difícil de este proceso?
Elisa Loncon (EL): Para nosotros, la evaluación es positiva. Fue un desafío, porque no sabíamos cuánto nos iba a exigir en lo personal instalar la Convención y lo fuimos enfrentando paso a paso. Lo más complicado fue pasar de ser una académica que trabaja con alumnos, con grupos muy pequeños, donde uno tiene una relación académica, de profesora; a tener una relación con lo público, donde lo que uno dice o no se evalúa y hay gente que te está mirando siempre. Eso ha sido para mí lo más complejo.
Jaime Bassa (JB): La verdad es que trato de no pensar mucho en eso. Trato de no pensar que una entrevista como esta la van a ver o escuchar no sé cuántos miles de personas. Creo que una de las virtudes del equipo que tenemos con Elisa, con la lamngen presidenta, es que vamos a nuestra oficina, hacemos nuestro trabajo, conversamos, planificamos, proyectamos; pero es básicamente un trabajo, un encargo que nos han hecho los pueblos y cada día yo, al menos, lo enfrento desde esa perspectiva. Ahora, claro, ha sido un mes y medio superintenso, que ha tenido distintas emociones. Las primeras semanas fueron muy, muy duras, y creo que el temor al fracaso del proceso constituyente frente al vacío de los primeros tres, cuatro días fue realmente un peso para nosotros, para nosotras, pero progresivamente, con el andar de las semanas, esto se ha ido consolidando y hoy tenemos una Convención que tiene un muy buen funcionamiento en el Pleno, en las comisiones, con equipos de trabajo muy afiatados.
Se ha relevado la diversidad de la Convención: hay personas que provienen de la representación tradicional de los partidos y otras que nunca antes habían estado en los espacios de poder. ¿Cómo se convive y cómo se llega a acuerdos entre quienes piensan distinto y quieren cosas diferentes para nuestro futuro?
EL: Si uno pudiera fotografiar esa diversidad, yo creo que la imagen del Chile que construye y hace la política cambia. Porque estamos llamados a trabajar, a escribir la nueva Constitución, y eso implica un posicionamiento político en cuestiones básicas como los derechos sociales o el derecho a ser distinto. Aquí eso tiene nombre y tiene cuerpo. Hay gente de todas las regiones; hay diferencias etarias, hay personas muy jóvenes; hay mujeres que tienen aires de luchadoras. Si todo eso se pudiese fotografiar, desde ya se modifica la historia de este país. No son solo los señores con corbata —porque también llegan señores con corbata—, es entre todos que estamos escribiendo la nueva Constitución. Hay que atesorar esa diversidad como parte de nuestra historia; una historia que siempre ha existido, pero que por diferentes mecanismos fue invisibilizada.
JB: Es verdad. Creo que es superinteresante notar que aquí se produce una tensión, una especie de desajuste, porque la Constituyente es sin ninguna duda el órgano de representación popular más representativo que hemos tenido en la historia de Chile. Entonces, claro, las personas que estamos hoy día en la Convención ocupamos espacios que históricamente habían sido ocupados no solamente por otras personas, sino que para otros fines. Siempre me emociono un poco, se me pone la piel de gallina cuando hay constituyentes que desde el hemiciclo hacen referencia a las decisiones que históricamente se han tomado en ese mismo espacio para reprimir a los pueblos. Para reprimir al pueblo mapuche, por ejemplo, o para perseguir a la disidencia política. Me parece que la fricción que se está dando tiene una potencia transformadora porque valoriza la democracia no como el resultado al cual se llega después de una conversación —la famosa lógica de los consensos de los 90—, sino como un espacio donde se reivindica la diferencia, porque la democracia supone que seamos diferentes para que podamos realmente dialogar desde la diferencia y desde ahí construir algo en común.

Pero así como hay quienes celebran esta diversidad, para otros parece desconcertante, al punto de que hemos escuchado y leído expresiones discriminatorias contra convencionales. Parece nacer un nuevo país que valora lo diverso, pero también vemos revolcarse uno que no termina de morir, que estaba más acostumbrado a las formas tradicionales y elitistas en la política. ¿Cómo lo ven ustedes?
EL: Creo que son los resabios de este Chile que marginó y oprimió expresiones de los pueblos, y eso está instalado, porque todo lo relacionado con la institucionalidad de la república tiene una inspiración muy oligarca, muy de la élite que gobernó y definió la política de este país, que condenó a los diferentes, a los pueblos originarios; y eso se reprodujo en la cultura y en políticas definidas sin la participación de las regiones, de los pueblos, de las mujeres, de las diversidades existentes. ¿Cómo va a nacer el nuevo Chile? Con nuevas institucionalidades que se determinen y definan a partir de este relato de la casa común que va a ser la Constitución. Por ejemplo, hoy existe muy poca conciencia sobre el cambio climático y el vínculo con la naturaleza. En Chile tenemos referentes donde apoyarnos, tenemos prácticas desde las naciones originarias que establecen vínculos de relaciones, donde la naturaleza se respeta como un ser vivo, donde el bosque, la montaña y el agua son seres vivos. Entonces es momento de que este Chile, a partir de estas discusiones, de esta inclusión, de este bagaje de riqueza, de diversidad que tenemos, se valore.
JB: Estoy muy de acuerdo con eso. Cuando aparecen las personas odiantes en redes sociales siempre digo, medio en broma, medio en serio, que estos cambios sociales que estamos empujando también son para ellos, para ellas. A esas personas que tanto les cuesta aceptar la diferencia y que tanto se niegan a convivir desde la diferencia también hay que decirles que a ellos les va hacer bien. También van a crecer, van a vivir en un país mejor. Cuando uno habla de educación gratuita y de calidad, estamos elevando los estándares culturales de todo el país, no solamente alivianando el bolsillo de ciertas personas. Creo que a esas personas también hay que trasmitirles, como lo ha hecho Elisa muchas veces, hablando desde el corazón, que estos cambios que estamos empujando también son para ellos. A pesar de que no los quieran, también son para que sus hijas e hijos puedan vivir en un país más justo, inclusivo y democrático. Quisiera de alguna manera trasmitirles que al menos yo tengo la impresión de que hemos llegado a un punto de no retorno en materia de transformación y cambio social.
¿Qué es lo que quisieran instalar sí o sí en la nueva Constitución? ¿Cuál es el principio ineludible por cuya inclusión van a luchar?
EL: El principio de la plurinacionalidad. A nosotros nos gustaría que en Chile se incorporen todas las naciones originarias. La nación chilena es una más entre las otras preexistentes al Estado; las otras fueron excluidas e invisibilizadas, y no se respetó su derecho político de tener el espacio de decisión que les corresponde dentro de este país. Hemos tenido varias comisiones que nos han acercado a sectores que han estado muy postergados en la política y en la construcción de este Chile. Es sobrecogedor el relato de marginación de los pueblos. Y eso no puede seguir ocurriendo en un país que se reconoce diverso, múltiple y que respeta fundamentalmente los derechos humanos. Yo creo que la incorporación de la plurinacionalidad nos va a llevar también a reconocer los derechos de la naturaleza, de los ríos. Necesitamos la plurinacionalidad para la convivencia, para que nunca más exista esta marginación. Y también porque esas diversidades están aportando contenido para una convivencia distinta con la naturaleza y para un buen vivir entre nosotras, los hombres y las mujeres.
JB: Un poco en la misma línea de Elisa, creo que algo importante que hay detrás de todo esto es una demanda estructural y transversal por participación, una participación que tiene una dimensión política, pero también, y especialmente, una dimensión económica, social y cultural. ¿En qué sentido? El ejercicio de la ciudadanía en Chile está muy condicionado por una serie de factores que excluyen de la plena ciudadanía a diferentes grupos sociales; grupos que, si uno los considera en su conjunto, terminan siendo las grandes mayorías del país: trabajadores, mujeres, pueblos originarios, diversidades sexuales, niños, niñas y adolescentes; personas mayores, personas con discapacidad, migrantes. Son todos sujetos políticos que, si bien formalmente pueden ser titulares de los mismos derechos, en la práctica las condiciones materiales y estructurales para el ejercicio de esos derechos los dejan fuera del pleno ejercicio de la ciudadanía. Yo creo que uno de los principales desafíos del proceso constituyente es lograr una participación inclusiva que permita identificar las barreras de la ciudadanía y derribarlas.
Ambos son académicos de universidades del Estado. En los últimos años estas instituciones se han vuelto fundamentales para Chile, porque se ha recurrido a ellas en busca de acompañamiento y de un conocimiento más situado en las necesidades del país para, por ejemplo, encontrar salidas a la revuelta de 2019 o a la crisis social y sanitaria provocada por el Covid-19. ¿Creen que hoy Chile está en condiciones de volver a privilegiar la educación pública?
EL: Sí. Fíjese que nosotros llegamos a la presidencia sin una institucionalidad, pero llegamos con resortes públicos instalados en la formación, en la conciencia. Yo también vengo de una escuela pública, de un liceo público y de una universidad que en tiempos de dictadura fue fragmentada y en la que se impidió lo público. Sin embargo, nosotros, el pueblo de Chile, no tenemos más garantías que lo público para asegurar una calidad educativa. Llevamos treinta años de una privatización paulatina de todo lo público: educación, salud, pensiones; y ese ha sido el daño más grande que se le ha causado a este país, ya que ha impedido que los sectores más representativos tengan acceso a una mejor calidad de vida. Todo se ha elitizado. Si queremos un cambio en la sociedad, si queremos terminar con los cordones de pobreza y marginalidad, no tenemos otra alternativa, creo, que potenciar lo público.
JB: Yo creo que estamos en un momento histórico bien importante de cambio de ciclo. Ese ciclo neoliberal que empezó a fraguarse en la década de los 50 y 60 con esos convenios entre la Escuela de Chicago y la Escuela de Negocios de la Universidad Católica, y el modelo que se instaló luego del golpe de Estado y que desplegó sus efectos durante la década de los 80 y los últimos treinta años hasta la revuelta. Creo que el hito de octubre de 2019 está precedido por un ciclo de protestas previas importantes: el mayo feminista de 2018, la revuelta estudiantil de 2011, el pingüinazo de 2006, las demandas medioambientales de 2010, entre otras. Pero la revuelta marca un poco ese quiebre de una forma de convivencia social caracterizada por un determinado modo de acumulación de la riqueza, del poder, del capital, que a su vez es el reflejo de una forma de acumulación de la pobreza, del malestar y del despojo. Estamos en un momento histórico de cambio de ciclo, en que ese periodo marcado por la radical sobrevaloración de lo privado empieza a ser reemplazado progresivamente por una reivindicación de lo común, de los bienes comunes, de la naturaleza, de las instituciones permanentes de la república, como las universidades estatales, que ponen al servicio de la sociedad, de los pueblos, distintas formas de conocimiento académico, ancestral, popular, y distintas formas de relaciones políticas y sociales.
Roberto Gargarella: «La Constitución mínima tiene la trampa de hacer ficticia la deliberación»
El jurista argentino, especialista en constitucionalismo en América Latina, considera el hartazgo ciudadano con las élites un estruendo producido por el derrumbe del viejo modelo de representación: “murió y es irrecuperable”, advierte. Por eso, si bien valora la perspectiva de incorporar más derechos a la “espartana” Constitución chilena, la considera limitada si no la acompaña una profunda democratización del poder. De lo que se trata, dice, es de “abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional”.
Por Francisco Figueroa Cerda
La de Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es una de las voces más escuchadas en materia de cambio constitucional, teoría de la democracia y derechos humanos en América Latina. Pero la suya no es una voz dulce para los oídos del poder. En su libro más influyente, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), publicado en 2014, cuestiona cómo, pese a sus barrocos decálogos de derechos, las constituciones de la región han mantenido intocada nuestra elitista organización del poder. Y en el más reciente, La derrota del derecho en América Latina (2020), explica la degradación de la democracia como resultado de “la autonomización de la clase dirigente” y la perpetuación de estructuras institucionales “hostiles a la intervención política de la ciudadanía”.
Para el sociólogo y abogado, profesor de las universidades de Buenos Aires y Torcuato di Tella, la crisis de la democracia contemporánea es la crisis de un sistema institucional pensado en los siglos XVIII y XIX para repartir el poder entre minorías y controlarlo en base a contrapesos internos al Estado que han terminado por incentivar a las élites (empresarios, jueces y políticos) a pactar entre sí; una sala de máquinas que la ciudadanía —hoy diversa y multicultural— se limita a mirar por la cerradura cada vez más estrecha del voto, ya sea para elegir representantes sobre los que no tiene ningún control o entre opciones sobre las que no tiene nada que decir.
No es de extrañar, entonces, que Gargarella despierte escasa simpatía tanto en la derecha como en el populismo de izquierdas. Tampoco que su trabajo ponga en tela de juicio algunas de las bases mismas del Estado de derecho como lo conocemos, como el punitivismo penal o el elitismo judicial. Lo suyo es una concepción deliberativa de la democracia, donde lo central es el involucramiento “del común” y la “conversación entre iguales”, y la bencina la pone el compromiso con una larga deuda latinoamericana: la realización simultánea de los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo.
Has dicho que una Constitución es virtuosa cuando se hace cargo de los grandes dramas de una sociedad. ¿Cómo puede una Constitución hacerse cargo de la desigualdad?
—Me parece que la sociedad chilena y la argentina, como tantas latinoamericanas, no terminan de identificar la desigualdad como lo que es: uno de nuestros grandes problemas desde la independencia. Y lo que ha hecho la Constitución es reproducir y expresar esa desigualdad, tanto en la ausencia de compromisos sociales —que todavía se notan en la Constitución chilena—, como en la organización del poder que refleja esa desigualdad. Atacar eso son puntos de partida. Por supuesto, no es que uno cambie la sociedad desde la Constitución. Pero la Constitución tiene una parte que jugar y eso creo que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad.
En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la democratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso?
—Porque no es de extrañar que la Constitución sea reflejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista.
No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del derecho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite?
—En la historia de América Latina creo que se han combinado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hipocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han preguntado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el constitucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando muchos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos— hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, legalistas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Constitución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos.
La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la deliberación de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrategia adecuada?
—Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero tenemos que ser conscientes, particularmente los latinoamericanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llamaba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está marginada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deliberación. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se llama la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite.
En el proceso constituyente chileno la participación popular sigue limitada a la elección de constituyentes y al voto en el plebiscito de salida. ¿Te parece suficiente?
—No solo no me parece suficiente, sino que me parece problemático. Entre otras cosas, por tener una visión muy crítica (que yo considero realista, simplemente) sobre los plebiscitos. Veo mucho espacio para lo que llamo la “extorsión democrática”, que es cuando uno se ve obligado a votar a favor de lo que repudia para poder sostener aquello que prefiere. Como cuando le hacen un plebiscito de salida a la Constitución de Evo Morales y la situación del boliviano promedio es que quiere enfáticamente un mayor reconocimiento de los derechos indígenas, pero rechaza profundamente una nueva reelección de Morales (como quedó claro en el plebiscito que hicieron después). “Ah, no”, te dicen, “si quieres derechos indígenas, tienes que votar a favor de la reelección. Es una cosa y la otra, o te quedas sin derechos indígenas”. Bueno, tomo los derechos. “Ah, ¡cómo les gusta la reelección a los bolivianos!”. Casos así hay miles. Sobre todo cuando se refieren a textos amplios, esas formas de consulta popular son muy extorsivas porque niegan lo que para mí es lo único importante: el diálogo ciudadano. Tengo que tener la posibilidad de decir esto me gusta, esto no, esto más o menos, esto lo omitieron, esto es inaceptable, cámbienlo. Y no, no puedo decir absolutamente nada. Entonces es muy tramposo que digan “miren la participación que estamos abriendo”, “esto lo reafirmó el pueblo chileno”. No, no le llames a eso voluntad popular. Si quieres conocer la voluntad popular, trata de averiguarla. Esto otro es un método para negar el conocimiento de esa voluntad popular.
¿Lo deseable para ti serían plebiscitos intermedios? ¿Espacios deliberativos con ciudadanía?
—Se pueden ver cosas distintas. El proceso islandés mostró que hay otras maneras de escribir una Constitución, de formas mucho más inclusivas: un proceso que está todo el tiempo abierto, al que pueden llegar propuestas y críticas desde afuera, que hace un buen uso de los recursos electrónicos. Está bien, es una sociedad chica y homogénea, pongamos eso como una utopía, pero se pueden hacer miles de cosas. Llevar adelante una dinámica de asambleas ciudadanas como la que Chile llevó adelante a fines del gobierno de Bachelet. Si uno quiere, puede encontrar maneras de integrar y lograr que la gente pueda decir “esta Constitución tiene mucho que ver con nosotros”. ¿No lo quieren hacer? Entonces no me vengan a engañar después con que el pueblo participó a través de un plebiscito final. Las preocupaciones por la paridad de género y la inclusión indígena me parecen importantes. Pero mi temor es que, así las cosas, la estructura desigual del poder se va a mantener y va a ser una oportunidad perdida.
Hay quienes…
—En todo caso, perdón, la situación de la que se parte, una Constitución con la marca Pinochet, es tan dura que hace bienvenido e importante cualquier cosa que signifique salir de ahí. Solo digo que, dadas las circunstancias, con todo el involucramiento social que ha habido, fácilmente se puede ir más allá.
Hay quienes, desde la derecha, proponen plebiscitar temas como la pena de muerte, el aborto y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos…
—Los demócratas convencidos tenemos que hacer una aclaración por fin de qué es lo que repudiamos en el modo como se han pensado esas consultas: no como modo de promover la deliberación, sino de negarla. La idea de democracia que defendemos los deliberativistas tiene tres pilares: igualdad, inclusión y discusión. Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente. Hay que resistir la idea de que uno honra el ideal democrático con ese tipo de instrumentos. Pero mira, en términos del aborto, el ejemplo de Argentina —que nunca es ejemplo de nada— es fantástico, porque demostró que era posible, interesante y muy valioso abrir la discusión sobre un tema complicadísimo, que nos tenía superdivididos, y que lo importante está en los matices. Aborto no era sí o no, era sobre doscientos millones de matices que están en el medio.
Contra las estrategias del “silencio” y la “acumulación” de modelos contradictorios en la creación constitucional, tú abogas por la de “síntesis”. ¿En qué aspectos consideras prioritario producir esas síntesis?
—En las cosas que he escrito, doy el ejemplo de las estrategias para tratar la cuestión religiosa en distintas convenciones constituyentes de América Latina. Un ejemplo es México 1857, que fue guardar silencio. Otro es Argentina, que fue poner al mismo tiempo lo que querían los conservadores (adhesión del Estado a la religión católica) y los liberales (libertad de cultos), uno en el artículo 2, otro en el 14; o sea, una Constitución que nace con una contradicción. Otro es la imposición, donde un buen y horrible ejemplo es Chile 1833. Y está la síntesis, donde la solución norteamericana es interesante —en otros puntos estuvo muy mal—, que fue: busquemos un punto no intermedio sino en el que todos estemos convencidos y lo podamos suscribir. Nadie, ni usted anglicano, ni usted evangelista, ni usted católico, de llegar al poder puede imponerle al otro su religión. Fue un punto de encuentro, resultado básicamente de una negociación conversada y minuciosa, de pensar conjuntamente qué nos conviene a todos. Es lo que [John] Rawls llamaba no un mero modus vivendi, un “si no, nos matamos”; sino un acuerdo moralizado, producto de una convicción que todos tenemos.
Si uno vincula los análisis sociológicos sobre lo diversa que es hoy la sociedad chilena con tu preocupación por el pluralismo de las sociedades contemporáneas, asoma como un gran problema la representación, que en tu último libro propones repensar radicalmente. ¿Cómo puede la Constitución chilena ser innovadora en ese sentido?
—En las actuales circunstancias (en Chile, Argentina, Estados Unidos) la vieja idea de representación murió y es irrecuperable. Entre otras cosas, porque en todos nuestros países se pensó la representación para sociedades no solo y de modo muy relevante más pequeñas, sino también más homogéneas, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Pero eso se murió, porque hoy hay muchos grupos con posiciones diversas y cada persona es una diversidad de cosas. Dicho eso, ¿qué cosas se pueden hacer? Lo primero es asumir que la vida política está sobre todo por fuera de las instituciones representativas, de los congresos. Uno puede ver maneras de abrir discusiones sobre temas relevantes por fuera de las limitaciones de las instituciones tradicionales —como Chile y la Constitución, Argentina con el aborto o Francia con las convenciones constitucionales sobre medioambiente—. Se trata de cómo abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional. La representación quedó como un traje muy chico que revienta por todos lados, hay que buscar voces fuera del Congreso porque ahí no van a entrar y van a estar cruzadas por intereses que van a alejarlas de las demandas que están fuera. ¿Implica echar a la basura el viejo corsé? No, pero sí empezar a buscar formas de salida, empezar una transición. De lo contrario, va a hablar y decidir siempre la élite, que es el camino previsible para nuestros países.
Buena parte de la élite chilena parece más preocupada de cerrar que de abrir la política con la centralidad que le da al orden público, a la idea de contener a una ciudadanía desbocada…
—Haría un punto lockeano-jeffersoniano. [John] Locke, un pensador liberal-conservador, decía que cuando la gente se levanta más vale tomarla en serio. Porque el común de la gente quiere hacer lo suyo, estar con su familia y no molestarse con salir en público. Entonces, cuando pasa eso (pensaba en la revolución inglesa), Locke dice que algo mal debe estar haciendo el gobierno. El razonamiento era: los gobiernos se justifican para la protección de ciertos derechos, si hay una violación muy grave de esos derechos el gobierno pierde autoridad y justificación. Esto a partir de una observación muy básica de la sicología humana: la gente no sale a la calle a poner el cuerpo por deporte, por sacarle la gorra al policía, lo hace por desesperación. Cuando hay esos focos extendidos en el tiempo de enojo social, yo aconsejaría ser lockeano; no decir “uy, qué desequilibrados que están”, sino entender que debe haber un problema en el gobierno. Como indicio, como presunción rebatible. Pero lo pensaría así, no desde la compasión, sino como una cuestión de justicia que nos lleva a preguntas básicas, como cuándo se justifica un gobierno, por qué razones y con qué límites.
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