La concentración de poder en la capital ignora las realidades de las regiones, lo que impide que estas lideren su propio desarrollo con autonomía y recursos. La clave para el crecimiento económico yace en una descentralización efectiva, transfiriendo poder y presupuesto al resto del país.
Por Patricio Meller
La frase “Santiago es Chile” expresa con claridad la raíz de nuestro problema en materia de descentralización regional: una estructura de desarrollo extremadamente centralista, con un marcado sesgo en contra de las regiones. Así, la Región Metropolitana concentra gran parte de las decisiones políticas y económicas, lo que ha generado una desconexión profunda con las realidades y necesidades del resto del país.
La evidencia es elocuente. En Chile, la inversión pública subnacional representa apenas un 11,8% del total, muy por debajo del promedio de la OCDE (58,8%). A su vez, los gobiernos subnacionales (regionales y municipales) solo deciden sobre el 15% de la inversión pública que se ejecuta en su territorio, frente al 30%–50% en países desarrollados.
Si bien la elección democrática de los gobernadores regionales ha significado un avance significativo en consolidación de una “democracia territorial”, persisten importantes obstáculos institucionales. Entre ellos, la coexistencia del gobernador regional con el delegado presidencial en la conducción de la política del territorio; la permanencia de los Seremis (Secretarios Regionales Ministeriales) como representantes sin coordinación territorial; y la transferencia de funciones y atribuciones a los gobiernos subnacionales sin financiamiento adecuado (configurando una “descentralización de papel” sin los recursos necesarios). En la práctica, Chile vive una descentralización nominal, pero no efectiva.
Chile es un país largo y diverso, con 4.270 km de extensión y grandes diferencias regionales. Su estructura productiva consiste en minería en el norte; agricultura, frutas y vino en el centro; servicios financieros y comercio en la Región Metropolitana; forestal y turismo en el sur; pesca y turismo en el extremo austral. Tiene una matriz energética renovable, con energía solar en el norte; hidroeléctrica en el centro y sur; eólica en el sur austral. Al mismo tiempo, su disponibilidad hídrica es escasa en el norte y abundante en el sur. Todo esto implica que el impacto del cambio climático sea muy disímil entre las distintas regiones.
No existe, entonces, una receta única aplicable a todo el país. De aquí que la perspectiva centralista de los expertos y autoridades ubicados en Santiago resulta distorsionada, incompleta y, a menudo, errónea respecto de las realidades regionales. De hecho, el 98% del territorio continental de Chile —todo, excepto Santiago— debe avanzar hacia una mayor autonomía y reducir su dependencia del gobierno central.
Crecer sin enfoque
El actual debate sobre el crecimiento económico en Chile omite casi por completo la dimensión regional. Se estructura principalmente en el control macroeconómico —inflación (Banco Central) y equilibrio fiscal (Ministerio de Hacienda)— como condiciones suficientes para que el crecimiento ocurra por sí solo y tiene una visión centrada exclusivamente en el rol de la empresa privada: la política económica no debe interferir ni obstaculizar su accionar. Tributación, permisos y regulación se presentan como obstáculos, por lo que las “políticas ideales” serían minimizar impuestos, eliminar trabas regulatorias y maximizar la certeza jurídica, pese a que vivimos en un mundo caracterizado por la incertidumbre global.
Aquí las respuestas se tornan difusas e incompletas. Hace algunos años, un economista de apellido compuesto publicó un libro con “95 propuestas para un Chile mejor”; recientemente cuatro economistas destacados suscribieron un pacto de desarrollo planteando “13 verdades incómodas” para crecer; por su parte, otro grupo de 17 economistas hicieron pública una propuesta llamada “El Puente” con ideas para reactivar el crecimiento. Estos planteamientos adolecen de tres problemas fundamentales: falta una perspectiva de Chile, no hay narrativa del desarrollo económico y no existe visión de futuro. Esto sucede mientras otros países formulan estrategias de desarrollo de largo plazo. Como dijo Peter Drucker: “La mejor manera de predecir el futuro es construirlo”. En Chile, en cambio, predomina el cortoplacismo.
También sigue vigente el fundamentalismo de mercado: la creencia de que el Estado debe abstenerse de intervenir en la orientación productiva, ignorando que las economías exitosas del sudeste asiático sí lo hicieron, apostando por sectores estratégicos (picking winners o making winners).
Así, la estrategia de desarrollo ha sido sustituida por una confianza ciega en el libre mercado como brújula. Cada agente económico toma decisiones aisladas, esperando que la agregación de esas decisiones individuales genere crecimiento. Pero este enfoque ha impedido formular una “visión país”, un proyecto colectivo de largo plazo. Es como si navegáramos en el Titanic, sin brújula ni mapas, con cada pasajero empuñando su propio timón. Aún se enseña que la suma de decisiones egoístas lleva al bienestar general, como lo planteó Adam Smith en 1776. Margaret Thatcher lo resumía así: “La sociedad no existe, solo individuos”. ¿Realmente no hemos aprendido nada más útil en 250 años?
Una estrategia diferenciada
A nivel regional, el debate sobre crecimiento económico es distinto y debe ser más concreto. Cada región tendrá que definir y liderar su propio ritmo de desarrollo. Esto implica asumir responsabilidades desde las autoridades regionales —gobernadores y CORE (Consejo Regional)— y plantear una estrategia basada en realidades locales. Hay preguntas relevantes que se deben responder como: ¿Qué sectores productivos liderarán el crecimiento regional? ¿Qué aspiraciones, urgencias y demandas tiene la población local? ¿Cuántos empleos, de qué tipo, y dónde se generarán? ¿Cómo mejorar la productividad, especialmente en las pymes? ¿Cómo queremos que sea la región en 2050?
La planificación debe materializarse en una Estrategia Regional de Desarrollo (ERD) que actúe como carta de navegación. La ERD es una radiografía del presente y un diseño de escenarios futuros. Define objetivos, identifica obstáculos y establece prioridades de inversión a largo plazo.
Su implementación recae en una “cuádruple alianza regional”: gobiernos regionales, sector productivo, universidades y centros de formación técnica, y sociedad civil organizada. Esta alianza es más factible a nivel regional, donde los actores se conocen, tienen intereses comunes y perciben mejor los beneficios de las iniciativas conjuntas.
La ERD asume que las exportaciones son el motor de crecimiento. Ya no se trata de producir para Santiago, sino de integrarse al mundo global.
Cada región cuenta con ventajas comparativas específicas, que pueden ser abordadas desde enfoques complementarios. Hay que tener en cuenta las ventajas comparativas reveladas —aprovechar el patrón exportador ya existente y mejorarlo—, y no dejar de lado las ventajas comparativas dinámicas —diversificar la oferta exportadora mediante innovación tecnológica, digitalización, electromovilidad y transición energética—. Por último, y no menos importante, proyectar hacia la calidad de vida, orientando la estrategia hacia las aspiraciones locales a partir de encuestas y estudios geográficos.
La descentralización permitiría orientar la inversión pública hacia proyectos prioritarios definidos por quienes mejor conocen el territorio. Así, obras viales, centros de salud o soluciones habitacionales podrían adaptarse más eficientemente a la geografía, el clima y el perfil económico local. Se reducirían tiempos y costos de reformulación, y se fortalecería la apropiación comunitaria.
Más decisión local
No se trata de aumentar el gasto público total, sino de redistribuir la capacidad de decisión. Una mayor participación regional en la inversión pública permitiría abordar con mayor eficacia problemas urgentes y demandas ciudadanas, y complementar la inversión privada facilitando alianzas público-privadas.
Todo esto requiere profesionales capacitados en los gobiernos regionales. Se debería avanzar en algunas alternativas concretas como eliminar los Seremis sectoriales y sustituirlos por equipos técnicos regionales e incorporar parte del personal de estos organismos a los Gobiernos Regionales (GORE), fortaleciendo sus capacidades institucionales.
Desde 2018, se han formulado reiteradas promesas para aumentar la incidencia regional en la inversión pública. A la fecha, ninguna se ha concretado.
Hacia una descentralización real y efectiva
La descentralización no solo es deseable: es la principal reforma pendiente del Estado chileno. Implica una transferencia efectiva de poder, con alto valor simbólico y político. Esto exige reconocer al gobernador regional como autoridad superior del territorio, limitando al delegado presidencial al ámbito de la seguridad pública; y traspasar gradualmente competencias sustantivas (transporte, obras públicas, turismo, salud, vivienda), asegurando que cada función se transfiera con su respectivo presupuesto.
La modernización del Estado no puede limitarse a reducir su tamaño o digitalizar servicios. La verdadera reforma estructural es la descentralización regional efectiva. ¿Por qué? Porque la Región Metropolitana representa solo el 8,5% de las exportaciones nacionales. El 91,5% restante proviene del resto del país. Si el motor del crecimiento está en las regiones, ¿por qué no transferirles los recursos y competencias necesarias para impulsarlo? ¿Qué estamos esperando?
