El montaje de la memoria

Debido al golpe militar, muchas películas filmadas durante el gobierno de la Unidad Popular tuvieron que terminarse en el extranjero. Es el caso de Queridos compañeros, de Pablo de la Barra, rodada en 1973 y reconstruida años más tarde.

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Un hito memorioso

El descubrimiento de 15 restos humanos en Lonquén, en 1978, fue la primera evidencia concreta de los fusilamientos y desapariciones durante la dictadura, rastro que se intentó borrar con la posterior destrucción del lugar. La exposición Lonquén, 10 años (1989), de Gonzalo Díaz, recogió este intento de eliminación del recuerdo.

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Enfrentar el mal

En 1992, la cineasta Carmen Castillo volvió al país luego de un exilio forzado de casi 20 años para filmar, junto con Guy Girard, La Flaca Alejandra (1994), un documental que “dio cuenta de la violencia desgarradora y sórdida del terrorismo de Estado […] desde un lugar valiente, que se hace cargo del conflicto, las contradicciones y espacios liminales”, según Laura Lattanzi.

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Los distintos nos miramos

En el documental Bajo sospecha: Zokunentu, «Daniel Díaz muestra una reflexión íntima de la carrera y trayectoria de su tío, en la que recorre algunos de sus trabajos más relevantes y los procesos de creación asociados, a la vez que indaga en su propia identidad y la de toda su familia», escribe Laura Lattanzi

Elisa Loncon mencionó en su último discurso como presidenta de la Convención Constitucional que ese órgano nos permitió “vencer el miedo, el desconocimiento y la ignorancia, porque ahí estamos los distintos que necesitamos mirarnos”.

“Mirarnos” no es lo mismo que “ver”, no solo porque tiene la potencia de la primera persona del plural, sino también porque apela a nuestra voluntad. No toparse con un objeto —algo propio del “ver”—, sino enfrentarse a él, enfrentarnos a nosotros como colectivo de distintos. “La patria es el otro” es un lema similar que circuló en Argentina durante los gobiernos kirchneristas.

En un contexto en que se multiplican los discursos y las prácticas discriminatorias, donde no se reconoce lo distinto, o se lo estigmatiza, podríamos juzgar que hoy aquellas palabras de Loncon se presentan más como una promesa que como una realidad, un “ahí” que todavía resuena. Aunque las palabras, como las imágenes, no tienen necesariamente que corresponder con una realidad, sino que pueden tener también la potencia de contrastarla, señalar sus faltas, sus silencios, sus invisibilidades.

El documental Bajo sospecha: Zokunentu, de Daniel Díaz, explora las complejidades y conflictos de una definición cultural identitaria que se construye con miradas, desplegando los modos en que somos distintos. En este caso, se trata de ser mapuche en Santiago, una ciudad donde las culturas tienden a una mayor hibridación, pero donde se producen a su vez borraduras, exclusiones y estigmatizaciones. “¿Soy mapuche?”, se pregunta el director, “¿es mi familia mapuche?”. Las abuelas de Díaz tienen apellido mapuche, pero ese rastro ya no está en su nombre, y ello no solo por los dispositivos patriarcales, sino también por la estigmatización y violencia que se ha ejercido históricamente sobre este pueblo.

El disparador del relato, y lo que inicia la película, es la injusta detención que sufre su tío, el reconocido artista Bernardo Oyarzún, al que la policía confunde con un ladrón de apariencia supuestamente similar. “Tiene la piel negra, como un atacameño. El pelo duro, labios gruesos prepotentes, mentón amplio, frente estrecha, como sin cerebro”, dice el reporte policial, una descripción que se asemeja a los discursos de la antropología criminal que surge en el siglo XIX como un respaldo “científico” de los prejuicios que existían hacia los sectores populares. Este suceso es el mismo que Bernardo Oyarzún trabaja en la obra que lleva parte del mismo nombre que el documental —“Bajo sospecha”— y que fue incluido en la exposición que el artista instaló en la Bienal de Venecia 2017, invitado a representar a Chile —he aquí otra capa de las complejidades sobre la identidad y las representaciones—. Años más tarde, este suceso y obra inspiran a su sobrino.

En Bajo sospecha: Zokunentu, Díaz muestra una reflexión íntima de la carrera y trayectoria de su tío, en la que recorre algunos de sus trabajos más relevantes y los procesos de creación asociados, a la vez que indaga en su propia identidad y la de toda su familia, destacándose sobre todo la biografía de sus abuelos. Para ello se vale de diversos recursos cinematográficos. En primer lugar, está la voz en off del director, quien narra en mapugundún, decisión ética y estética que se añade al prisma identitario del film. “Vivir otra lengua es la única manera de habitar todo este inmenso despojo”, menciona Díaz en una declaración que busca justificar esta elección. También se vale de varios documentos de su archivo familiar para componer el relato: videos y fotografías de reuniones familiares, registros de su tío —de sus procesos creativos, de sus obras, de su testimonio—, y también algunos propios —en su mayoría registros hechos a sus abuelos y su tío—. El trabajo con estas imágenes de archivo es cuidadoso y atento, y tal como observamos en los documentales contemporáneos, los documentos de archivo se vuelven una superficie que nos permite mirar, mirarnos, identificar gestos y expandirlos en su sentido, denunciar los estigmas que se posan sobre ellos; en definitiva, convertirlos en un material performático que se activa en el montaje. Por ejemplo, cuando Díaz se detiene en los gestos de su abuelo al cantar, en el despliegue del cuerpo de su tío performando en sus propias obras, o en la voz de su abuela cuando explica los modos de tejer. A su vez, cita referencias heterogéneas, distantes a la cosmovisión mapuche, pero de las que él se siente cercano: Dragon Ball Z, el cantante Sandro o la música de Björk son también elementos que pueden traerse y combinarse. La identidad como un espacio continuo de reconstrucción parece ser la apuesta del director.

A primera vista, el documental es un retrato prismático sobre el artista Bernardo Oyarzún, pero sus motivaciones y preguntas exceden este objetivo, lo que quizás es una de las mayores fortalezas y debilidades de la película. Por momentos parece que estamos asistiendo a una presentación de la obra de su tío; en otros, a un retrato familiar, a los modos en que se constituye la identidad y los estigmas que se sufren en el proceso. Los entrecruces entre todas estas dimensiones no siempre son claros, aunque también se agradece la apertura y heterogeneidad de materialidades y reflexiones que la obra propone.

La categoría “bajo sospecha” puede ser pensada aquí como una doble operación: denunciar las identidades que se encuentran bajo sospecha por los dispositivos del poder dominante, pero también poner a la propia identidad en sospecha. En esa tensión es que surgen miradas de alteridad plebeya, que aún siguen interpelando a pesar de la derrota del Apruebo. Aceptar que lo que vemos nos mira, parafraseando a Georges Didi-Huberman; mirarnos como distintos, entender lo distinto como condición colectiva.

Un territorio de tensión

Cuerpo y violencia. Literatura y arte contemporáneos en Latinoamérica, editado por los investigadores y académicos Alejandra Bottinelli, Valeska Solar y Andrés Soto, es «un volumen temática y metodológicamente innovador, un certero aporte a los estudios y la crítica literaria y cultural interdisciplinar», escribe Patricia Espinosa.

En los años 90, la crítica literaria fue sacudida por una crisis a partir de la creciente conjunción entre esta y la crítica cultural. Afortunadamente, atrás han quedado los vaticinios de autoras como Beatriz Sarlo, quien en 1997 profetizaba que la crítica literaria sería engullida por la crítica cultural. Lo que ocurrió más bien es que la interdisciplinariedad se ha vuelto eje de la crítica. La literatura y la crítica han dejado de representarse como autónomas y se han transformado en un territorio de tensión con la episteme neoliberal y patriarcal.

Es en este territorio interdisciplinar donde sitúo Cuerpo y violencia. Literatura y arte contemporáneos en Latinoamérica (Editorial Universitaria, 2022), editado por los investigadores y académicos Alejandra Bottinelli, Valeska Solar y Andrés Soto. Un trabajo donde se pone en ejercicio una metodología geo-literario-política aplicada a la literatura, las artes, el cuerpo y la violencia. El volumen concita discusiones e investigaciones continentales y transcontinentales respecto a producciones artísticas y literarias de América Latina, un territorio habitado por corporalidades o materialidades en movimiento. Un sensible —usando el término de Jacques Rancière— intervenido por el sexo, la raza, la clase, y expuesto al ejercicio de la violencia.

Para las y los autores del volumen, el cuerpo opera en un marco de hiperinflación proveniente del biocapitalismo que rentabiliza el sufrimiento. Esta hiperinflación es una amenaza constante a la cual se responde contrahegemónicamente desde la literatura, el arte y los movimientos sociales. A lo anterior, sumaría la crítica literaria como una performance de resistencia y oposición a una política de neutralización y exterminio del cuerpo/discurso disidente.

Uno de los aspectos fundamentales que se plantea en el libro es el del cuerpo-víctima como lugar de consenso, limitado a la piedad inmovilizadora. Ante esto, el cuerpo debe ser situado y abordado en su potencial político y su diferencia. Es esto precisamente lo que ocurre en los ensayos del volumen. Textos que, de paso, nos enfrentan a un análisis situado, una posición donde la voz enunciativa no queda inmune.

Por ello, me parece tremendamente importante que se plantee la interrogante sobre cómo ir más allá del dato sin anular la intensidad del horror. El horror, concepto que se reitera en la mayor parte de estos textos, “no puede comprenderse cabalmente”, pues ante él “se ingresa en un territorio resistente a cartografías definitorias”, nos dicen Bottinelli, Solar y Soto. Esto incide en un compromiso de “la propia subjetividad”, la cual comparece “en una encrucijada ética, estética y política que se corresponde con la crisis general de las categorías humanistas”.

Cuerpo y violencia. Literatura y arte contemporáneos en Latinoamérica
Alejandra Bottinelli, Valeska Solar y Andrés Soto (Eds.)
Editorial Universitaria, 2023

Vanessa Solano, en “Epitafios in absentia o la escritura de una genealogía de la violencia colombiana en La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez”, asume la definición de la literatura como “una forma de conocimiento de las transformaciones de lo social”. Su objetivo es una novela autobiográfica que aborda un complejo periodo histórico colombiano que tuvo como efecto enormes olas de violencia social. La investigadora destaca el cruce entre la historia del país y los recuerdos personales del narrador protagonista, desmontando los límites entre lo público y lo privado, la historia oficial y el mito del viaje como escape imposible de la violencia.

En “Violencia y cuerpo expuesto: una mirada a la obra de Diamela Eltit”, Mónica Barrientos, destacada especialista en la obra de esta escritora, asume un estilo ensayístico para elaborar un marco de violencia de género a nivel nacional a partir del caso de Nabila Rifo. Barrientos se interroga por la necesidad de hacer justicia yendo más allá de la piedad, lo que requiere una definición de humanidad “más amplia que la propia víctima, en el cual ella sea testimonio de algo más que sí misma”. Tomando las novelas El cuarto mundo (1988) y Los vigilantes (1994), la autora somete la categoría mujer a un juego político que la marginaliza y la constriñe en atributos como la “entrega, fidelidad y protección”, cuyo cuerpo resulta “expuesto al abuso de un sistema cultural y político”.

La reflexión sobre los límites de la representación tiene lugar en el original texto del investigador ecuatoriano Diego Falconí. “Las trampas del sujeto jurídico. Aproximaciones corporales desde la literatura” nos remite a la necesidad del rigor al utilizar la representación de modo estratégico en el ámbito legal. El autor se centra específicamente en “una posible reformulación del orden legal”. Para ello, se dedica a realizar aproximaciones críticas en torno al cuerpo y las “ficciones que se tejen sobre él y que viabilizan ciertas formas de violencia (…) legitimando concepciones teóricas del derecho que pueden devenir en prácticas inequitativas”.

En el ámbito del arte en el espacio público, Samuel Espíndola, en “Lo indocumentable del cuerpo: tachaduras en el arte chileno contemporáneo” nos aproxima al Muro de la memoria, monumento fotográfico realizado por Claudio Pérez (1999), ubicado en el Puente Bulnes sobre el río Mapocho. Pérez califica esta obra como un contramonumento que representa una historia inconclusa, pero que sin embargo contiene un final. Un caso similar es 2054, trabajo realizado por el artista Francisco Tapia en una galería ubicada al interior de la librería Metales Pesados. Se trata de “cuarenta y cuatro marcos negros de los cuales solo seis contenían una hoja en su interior, mientras que los demás mostraban su fondo también negro”. Las seis hojas eran parte del Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Informe Valech). Para Espíndola, el arte del archivo funciona como metáfora de “cómo la memoria se conforma de elementos incompletos, fragmentarios”, a través de elipsis y silencios.

En “La lengua del cuerpo agredido. Comparecencias del cuerpo latinoamericano rebelde”, Alejandra Botinelli explora el concepto de hexis como memoria física, corporal; como disposición individual, pero también social. La hexis, según la autora, crea al sujeto sumiso y al sujeto rebelde, y la hexis corporal latinoamericana rebelde es un entre-lugar (en medio) de la encrucijada: potencia y acto en el espacio del aparecer del cuerpo “como latinoamericano”. Para Botinelli, la hexis de la violencia que “ha abonado un imaginario del castigo (…) que condiciona las sucesivas actuaciones de la agresión”, lleva a interrogarse por la intervención del poder sobre el cuerpo latinoamericano y, entre otras cosas, a reconocer la hexis de la rebeldía en el espacio colectivo.

Estamos ante un volumen temática y metodológicamente innovador, un certero aporte a los estudios y la crítica literaria y cultural interdisciplinar. Un libro situado al interior mismo de la distopía que habitamos, que nos demuestra con entusiasmo y horror que la crítica aún tiene sentido y que es una práctica de lucha.

Trenzar y resistir a la violencia

«Ana Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos», escribe Mauricio Barría sobre la obra Confesiones.

¿Cuál es el tiempo de una crítica teatral? Esta pregunta podría resultar extraña si no dimensionamos el hecho de que eso que llamamos “obra” en las artes performativas es una experiencia finita que acontece en un aquí y un ahora, para luego desaparecer. A diferencia de un libro o de una película, incluso de una obra plástica a la que se puede recurrir de forma diferida, de la obra escénica solo resta su recuerdo. Acaso por eso la crítica teatral tiende a ser reactiva, inmediata o urgente. ¿Entonces cuál es el tiempo oportuno de una crítica? Pienso en una frase de Manuela Infante en Estado vegetal, cuando la protagonista dice que la diferencia entre el animal y las plantas es que mientras los primeros viven siempre contra el tiempo, las segundas viven en el tiempo. Tal vez el sentido de una crítica teatral no es simplemente consignar algo que ya fue, sino también traer al presente del lector eso que todavía destella.

Lo que vengo a comentar ocurrió en diciembre de 2022. El 17 y 18 de diciembre, en la sala del Centro de Creación y Residencia Nave, la reconocida antropóloga y actriz peruana Ana Correa, integrante histórica del grupo Yuyachkani, presentó su unipersonal Confesiones, estrenado originalmente en 2013 bajo la dirección de Miguel Rubio. Esta vez, el montaje formó parte del Ciclo Dorsal, una de las actividades que inauguró la nueva dirección artística y ejecutiva del Centro a cargo de Jennifer McColl, quien busca mapear la heterogeneidad de la escena latinoamericana actual. El ciclo convocó a tres artistas de diversas disciplinas, edades y nacionalidades: Mariana Sarmiento, de Argentina; Seba Calfuqueo, de Wallmapu; y Ana Correa, de Perú.

Las tres propuestas partían de lo autobiográfico para desde ahí abrir una mirada crítica sobre diversos sucesos políticos, ecológicos y subjetivos que atraviesan nuestra realidad latinoamericana, dominada aún por formas del colonialismo. En el caso más específico de Mariana Sarmiento y Ana Correa, este ejercicio se convertía en un relato de viaje en el que se intersectaban vida y obra de tal manera, que se diluía la distancia entre lo privado y lo público, haciendo aparecer la heterogeneidad del tiempo en contra de cualquier pretensión lineal. Para armar esta metáfora del viaje, o como lo diría Michel de Certeau, este “lugar practicado” (lugar aquí es sitio y situación), ambas recurren a un formato hoy muy en boga: la llamada perfoconferencia. Un formato que hibrida los gestos y las retóricas corporales, espaciales y dramatúrgicas de una conferencia (académica) o de una clase magistral con los códigos de una puesta en escena ficcional, de tal manera que el fin —que es informar— se trasvierte en incertezas, dudas y preguntas en relación con su verdad. El juego de la perfoconferencia es desarmar el estatuto de la verdad al proponer una pregunta acerca de cómo construimos los relatos, los saberes; cómo lo que aparece en los medios de comunicación, por ejemplo, son también montajes. La perfoconferencia nos devuelve a la metáfora del teatro del mundo, haciéndonos presente el gran espectáculo en el que estamos inmersos. La transparencia de la verdad contrasta con la densidad del cuerpo que toma el lugar del testigo directo, del sobreviviente. El espectador es invitado a tener que tomar una posición (a situarse). En el caso de Confesiones, lo anterior adquiere una especial fuerza puesto que lo que cruza continuamente el relato de Ana Correa es la violencia política acaecida en Perú en los años 80 y 90, y que ella misma sufrió.
Al ingresar a la sala sorprende la economía del espacio. Sobre el escenario prácticamente vacío hay un atril con un micrófono; más atrás, una mesa; a un lado, un telón de proyección y objetos que parecen de utilería. El cuerpo de Correa carga el hilo conductor de la dramaturgia a través de los vestuarios superpuestos que vamos descubriendo a medida que transcurre la obra, ya que los diversos personajes que tomarán cuerpo durante la puesta en escena se encuentran uno dentro de otro.

La retórica de conferencia o clase magistral resulta simple. El cuerpo de la actriz entra en un juego inmediato con nosotros, los espectadores. Lo que sucede sobre el escenario es básicamente la escucha de una historia que se complementa con imágenes proyectadas y con registros de las obras citadas a la manera de un documental. Un relato en el que Correa es persona y personaje a la vez.

De este modo, la actriz enlaza su historia personal con la de sus personajes, y estos con la de su país. Pero no se trata de poner en paralelo o establecer un continuo de causas y efectos; por el contrario, lo que sucede es la conformación de un tejido de trenzas que se van urdiendo y superponiendo, confundiendo los hilos narrativos. Contar es trenzar, y Ana Correa nos invita a experimentar acaso la situación escénica más antigua de nuestra humanidad: el recital de un mito, el acontecimiento de la comunidad en el relato. Así, la puesta en escena consistirá en materializar este tejido en el que las diversas capas de situaciones se desjerarquizan, para hacer presente que todo lo que nos sucede y lo que les sucede a otros está irremediablemente comprometido. Cada momento de la obra se trenza de una manera similar. Correa parte comentando una experiencia cotidiana, siempre vinculada a un acontecimiento de violencia de su país (violencia de la que es testigo u objeto), y este movimiento termina por materializar un personaje que resulta ser algo más que un constructo ficcional, pues es, en realidad, una resonancia de la propia Ana Correa. Pero este juego no termina, pues pronto vemos que ella se deshace de un antiguo vestido dejando ver el siguiente, como si desterrara capas de una memoria, como si cambiara pieles que habitan ahí, siempre en el presente. Y, nuevamente, la trenza.

Tramar el ir y venir de una historia, pero también de una vida, de lo personal a lo colectivo, de lo pequeño a lo grande, de lo íntimo a lo público. Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos. Cuando Correa teje una historia, trama y hace acontecer en el presente la diversidad de espacios y tiempos que nos constituyen. El tiempo de nuestro pasado reciente, el atávico recuerdo de una memoria antigua o la imaginación deseante de un posible provenir son presencia en la trenza, que es nuestra experiencia colectiva. De este modo, el montaje desplaza la cuestión autobiográfica y la pregunta por su verdad (todo aquello encarnado en el cuerpo vivo de Ana Correa) por una constatación inquietante: que las vidas están atadas por una reciprocidad fatal de cuya responsabilidad no podemos huir, pero sí eludir.

Tal vez el sentido de la crítica es dar cuenta de ese destello. De hacer venir lo que se retira, de invertir el sentido progresivo y lineal del tiempo y pensar para atrás, desde atrás, desde las espaldas, un pensamiento dorsal.

De lecturas y relecturas

«Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Vivian Gornick testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista», escribe Lucía Stecher sobre Cuentas pendientes.

“Como la mayoría de lectores, a veces creo que nací leyendo”, dice Vivian Gornick (Nueva York, 1935) en la introducción a su libro de ensayos Cuentas pendientes (Sexto Piso, 2022), en el que cuenta que le es difícil recordarse sin un libro en la mano. Más adelante relata que su primer encuentro con la literatura ocurrió en la Biblioteca Pública de Nueva York, en el Bronx, donde encontró los personajes e historias que la acompañaron durante toda su vida escolar. Leía todo el tiempo, en todas partes y en las más diversas circunstancias, convencida de que no podía tener mejor compañía que la de los libros. “La lectura”, dice, procura “un alivio puro y duro del caos mental. A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”.

Los libros, compañeros silenciosos e incondicionales, son para Gornick también testigos privilegiados de sus procesos de crecimiento y transformación. En ese sentido, la autora de Apegos feroces afirma que releer un libro “se parece a tenderse en el diván del psicoanalista. De pronto, la narrativa que durante años he atesorado en la memoria se ve puesta en tela de juicio, y de manera alarmante”. En nuestra mente retenemos las tramas, personajes y situaciones que más nos impresionaron en la primera lectura. Por eso a veces da susto volver sobre un libro y descubrir que ya no es capaz de conmovernos o impactarnos. Para Gornick, estas transformaciones de la experiencia de lectura constituyen un poderoso instrumento de autoconocimiento y de comprensión. A través de ellas puede aprehender mejor sus procesos personales y los cambios experimentados por la literatura y la sociedad. Además, la autora reconoce y valora los aprendizajes, saberes e intuiciones de una vida larga, que le permiten ver en los libros aspectos que pasó por alto en su juventud. Al referirse a Elizabeth Bowen, por ejemplo, señala que se trata de unos de esos escritores “cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez”.

Cuentas pendientes: Reflexiones de una lectora reincidente
Vivian Gornick
Editorial Sexto Piso, 2021
160 páginas

Como mujer mayor, también se distancia de algunas lecturas entusiastas de discursos claros y unívocos que sintió inspiradores en sus primeros encuentros con ellos, pero que hoy le parece que no dan cuenta de la complejidad de la subjetividad humana. Así, a partir de una tardía y no poco ambivalente experiencia con sus primeras gatas —mascotas que se resisten a ser lo que ella había previsto cuando las adoptó—, relee Gatos ilustres (1967), de Doris Lessing, y se asombra al reconocer en la descripción que la autora hace de sus propios gatos una actitud tan implacable como la que tiene frente a los hombres en El cuaderno dorado (1962). Y lo que para una Gornick joven fue una revelación, para la mujer mayor se siente como una limitación que despoja a la mirada de Lessing de matices más complejos frente a las relaciones humanas.

Gornick vuelve sobre lecturas que no solo la impactaron una vez, sino que en algunos casos retomó muchas veces. Con su lucidez y honestidad habitual, la escritora se detiene en una serie de libros que la marcaron en distintos momentos de su vida. En algunos casos, como en Hijos y amantes (1913), de D. H. Lawrence, se sorprende por cómo en cada lectura se fue identificando con distintos personajes y cambiando la forma en que valoraba las situaciones en las que se veían involucrados. En todos los casos, el nudo conflictivo es el sexo y el deseo, o más precisamente, las experiencias de personajes que viven obsesionados por ellos y que habitan en un mundo signado por su represión. Gornick relata que en sus primeras lecturas había sentido que la novela de Lawrence la alentaba a luchar contra la ceguera emocional y el enmudecimiento de los sentidos que estimulaba la moral burguesa. Su lectura más reciente, sin embargo, la lleva a repensar la novela, pero también el lugar que el deseo y la pasión juegan en nuestras aspiraciones y fantasías de realización y plenitud.

La pregunta por el lugar que el deseo y el erotismo ocupan en la vida de las personas —y sobre todo de las mujeres— es retomada en el segundo ensayo del libro, donde Gornick vuelve sobre la obra de Colette. Este es probablemente el texto en el que la autora va descubriendo más distancias con respecto a sus lecturas anteriores. Novelas que en su juventud la emocionaron, conmovieron e inspiraron, 50 años después le parecieron vacías e incluso superficiales. Gornick cita pasajes de algunas de estas novelas a los que les reconoce fuerza y expresividad, pero que no logran profundizar en los retratos y situaciones que construyen. La joven que fue no solo le parece muy lejana a la mujer en la que se ha convertido, sino también muy distinta a las de ahora: “¿qué joven mujer de nuestros días leería hoy a Colette como la leí yo de joven? Es una pregunta retórica”.

La centralidad del deseo y del amor romántico en la vida de las mujeres son también los ejes de los ensayos que Gornick le dedica a El amante (1984), de Marguerite Duras, y a tres novelas de Elizabeth Bowen. En sus lecturas se entrecruzan la admiración por el talento de las escritoras, el análisis detallado de algunos pasajes y el recuerdo de sus propias historias de amor y desamor de la época en que leyó los libros por primera vez. La mirada desde el presente una vez más le permite reconocer las trampas en las que caían personajes que buscaban tapar vacíos existenciales con la ilusión de una gran pasión, las que no eran muy distintas a las que ella misma se construía.

Es difícil decir algo más bello sobre una escritora que lo que escribe Gornick sobre Ginzburg: “Una escritora cuya obra me ha hecho amar más la vida es Natalia Ginzburg. Al leerla, como he hecho en repetidas ocasiones desde hace muchos años, experimento la euforia que pro voca que te recuerden desde el intelecto que eres un ser sensible”. Gornick señala que es sobre todo en los ensayos personales de Ginzburg donde encontró una iluminación, la comprensión de “que es al ‘otro’ dentro de uno mismo que el autor ha de buscar y encontrar para lograr la dinámica necesaria”. En los ensayos de Cuentas pendientes, la autora observa con distancia, ternura, ironía, compasión y a veces algo de impaciencia esa otra que la habita, esa otra que es ella, y cuyas transformaciones reconoce también en los ejercicios de relectura.

El libro es un exquisito recorrido por una vida de lecturas que nunca son iguales y en las que los diálogos y posibilidades de enriquecimiento se multiplican: una relectura puede enseñar a leer de otro modo un libro cuyo total valor no se supo apreciar en un primer momento; nuevas experiencias de vida producen desapegos y nuevos apegos con personajes e historias; los cambios sociales y culturales vuelven irrelevantes y vacías algunas obsesiones mientras abren espacio a otras preguntas e indagaciones. Finalmente, Gornick reconoce que frente a los libros los lectores tenemos disposiciones o actitudes que pueden ser más o menos receptivas. Le estremece pensar “en todos los buenos libros que no estaba de humor para comprender la primera vez que los leí, y a los que nunca he vuelto. No me importa que el hecho de haber leído solo una vez un libro pueda haberme llevado a ensalzar una mediocridad —puedo vivir con ello—, pero al revés…. Eso me oprime el corazón”.

En los límites de la razón colonial

«En su tercer largometraje de ficción, Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible», escribe Iván Pinto sobre Brujería.

Las primeras escenas de Brujería instalan el tono y el tópico central de la película. Un rebaño de ovejas aparece muerto en una casona de colonos alemanes en Chiloé, en lo que parecen ser los últimos años del siglo XIX. Rosa, una niña indígena que habla alemán y trabaja en la casona, observa cómo su padre es acusado de ello por el patrón y luego atacado por sus perros hasta matarlo. La escena es retratada con crudeza: las tomas trabajan con planos largos y sus movimientos van develando el espacio y la luz grisácea del ambiente, mientras notas graves de violonchelo construyen una atmósfera trágica e irreal.

Luego de acudir al alcalde, quien desestima realizar una investigación sobre el asesinato, la niña visita la casa de un poderoso brujo huilliche de la isla para pedirle justicia. El brujo, quien rechaza la cultura de los blancos, ayuda a la niña mediante hechizos y poderes sobrenaturales, haciendo desaparecer a un niño y controlando a los perros del colono. En medio de esto, comienza una persecución y un juicio contra los brujos. La película aborda la lucha entre estas dos fuerzas, la del orden colonial y la brujería, y se sitúa históricamente en el llamado “proceso a los brujos de Chiloé”, un litigio que se llevó a cabos a fines del siglo XIX entre el Estado y el grupo conocido como Recta Provincia o La Mayoría, una asociación de brujos repartidos a modo de república y a la que acudían los habitantes de la isla en busca de ayuda.

Rosa empieza un camino hacia la iniciación a través del bautizo y el acceso a “la cueva”, un ritual para acceder al saber de la brujería. Ella sirve de mediadora entre dos mundos —el orden blanco colonial y el mundo sobrenatural—, ya que es quien cambia el impulso vengativo del brujo por uno de justicia cuando el alcalde le pide ayuda mágica para salvar a su bebé de una enfermedad. Mientras el brujo mayor se niega, ella accede a ayudarlo como una forma —finalmente fallida— de establecer un vínculo entre ambos mundos.
La película muestra poderes sobrenaturales a los que recurre el hombre blanco cuando los necesita. Así, gran parte del filme desemboca en rituales y simbologías iniciáticas que llevan a largas secuencias, las que funcionan de forma irregular para el tratamiento estético, aunque otorgan ese ambiente de misterio y extrañeza cercano al de películas como The Witch (2015) y parte de la estética de la productora A24 (Lamb, El faro), particularmente al inicio y en las escenas con perros bajo hechizo. Así, el filme toma estas estrategias de género paranormal para hablarnos de la cultura y mitología chilotas.

En su tercer largometraje de ficción luego de Manuel de Ribera (2010) y El Cristo ciego (2016), Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible. Si en el filme de 2016 esto lo lleva a crear una alegoría social sobre la fe, los sectores populares y la compasión, en Brujería hace algo similar en torno a la razón colonial y los pueblos originarios desde la perspectiva de la marginación colonial.

Como en otras películas recientes —Blanco en blanco (2019), Rey (2017)—, Brujería echa mano a la reconstrucción histórica para establecer una interpretación en torno a los procesos históricos y la cuestión colonial. A partir del caso de la Recta Provincia, el filme propone una relectura en clave alegórica sobre la imposible convivencia entre dos mundos: el de la razón y sus límites; el mundo de la cultura blanca, colonial y occidental, y el de las culturas originarias, más vinculadas al pensamiento mágico y a la resistencia frente a los códigos con los que los blancos intentan asimilarlos o dominarlos, encarnada aquí en el brujo huilliche. Este aspecto denota una cierta curiosidad o nota antropológica respecto de esas otras formas de comprender la relación humano/naturaleza, otorgándoles a sus elementos cuotas de fuerza y conexión cósmica.

En ese marco, la película se convierte en una fábula ilustrativa de los límites de la razón colonial moderna. Mientras Rosa parece ser un personaje mediador entre ambos mundos, son los propios acontecimientos los que cierran las puertas a esa posibilidad: luego de pedirle que salve la vida del bebé del alcalde, la niña es traicionada cuando se decide condenar a los brujos. Rosa se venga a través de los perros y después la vemos reunida con otros brujos. De esta manera, el filme presenta también la capacidad de agencia de esta comunidad para mantener su autonomía respecto de la cultura opresora y sobrevivir bajo las sombras de su dominio, utilizando sus poderes a su favor.

Brujería es otra muestra de los esfuerzos del cine chileno en su fase internacionalista por dar cuenta de problemáticas sociales, particularmente interrogando las historias de la nación y sus “otros”. Como ha pasado antes en algunas películas, se repite algo del estereotipo y el rasgo aún demasiado binario entre lo que sería la cultura blanca y su otredad, idealizando identidades con un sesgo paternalista (algo que aquejaba también a El Cristo ciego). Mientras podría considerarse un acierto la lectura de la historia de la Recta Provincia, sus mecanismos de representación acusan cierto estilo arty para un thriller que se regodea demasiado en la atmósfera, otorgando sentidos no siempre evidentes o abiertamente difusos, a medio camino entre un cine de narración y otro de vocación autoral. Aunque se aleja del “realismo mágico” al estilo del tratamiento en …Y de pronto el amanecer (2017), de Silvio Caiozzi, cabe preguntarse cuánto queda hoy de las dicotomías instaladas por ese género literario.