App’s de transporte y delivery: ¿de la explotación laboral al futuro del transporte público?

Por Andrés Fielbaum 

La pandemia ha vuelto a relevar las desigualdades que se viven en nuestro país. Las extremas diferencias de ingresos se traducen en nuevas y disímiles realidades al enfrentar una emergencia, desde las condiciones del hogar para vivir un encierro hasta los ahorros, el tipo de empleo y la seguridad laboral para subsistir sin asistir presencialmente al trabajo. Esto último se ha mostrado especialmente grave para un grupo de trabajadores muy precarios, pero que a su vez ha resultado fundamental para la manera en que nuestra sociedad ha sobrellevado la crisis: los repartidores y conductores de plataformas digitales. 

De su precariedad ya se conocía bastante antes de la pandemia. Trabajadores disfrazados como “socios” por compañías que niegan todo tipo de responsabilidad laboral, desligándose de la necesidad de contratos, seguros para los más que probables accidentes, derechos a vacaciones y a no ser despedidos, entre otras cosas. Más aún, personas que se ven enfrentadas a una doble o triple precariedad, pues a lo dicho se le suman muchas veces endeudamientos por estudiar (en el caso de los conductores de Uber, los análisis muestran que más de un 60% de ellos cuenta con estudios superiores), además de créditos o arriendos irregulares y abusivos para poder acceder a un vehículo que les permita trabajar.  

Los meses de encierro y de riesgos de contagio han vuelto a estos trabajadores vitales (quizá literalmente), al tiempo que han extremado su precariedad. Esta paradojal situación ocurre además con el aval del Estado, que ha tardado al menos un lustro en regular la situación de estas plataformas y sus trabajadores, pero que de inmediato les reconoció su carácter “esencial” cuando requirió que bicicletas y motocicletas recorrieran la ciudad para abastecer a quienes pueden pagar por estos servicios. Los riesgos de estos trabajos en este contexto son obvios: los trabajadores se exponen cotidiana y permanentemente al contagio, un riesgo que se extiende también a quienes reciben los productos. 

«Cuando las nuevas tecnologías están al servicio exclusivo de las capas más ricas de la población y la ciudad se adapta, para luego “parchar” con los sistemas de transporte mayoritarios, el resultado puede ser aún peor para el resto de los habitantes».

Sobre la base de esta situación, caben al menos dos preguntas hacia el futuro. Por un lado, respecto al futuro del trabajo, ¿cómo regular de manera efectiva, a nivel nacional, empleos que dependen de aplicaciones internacionales sin un rostro claro en el país y con tendencia a la automatización? Por el otro, respecto al futuro de las ciudades, ¿es posible imaginar sistemas de transporte de pasajeros y de bienes que hagan uso de las nuevas posibilidades tecnológicas sin descansar sobre las espaldas de quienes conducen? 

Para la primera pregunta ya existen luces. Lo demuestran procesos políticos y judiciales en diversos lugares del mundo donde estas plataformas han aprovechado vacíos legales para expandirse, como es el caso de California, donde la justicia acaba de exigir a las plataformas contratar a sus trabajadores; o las incipientes organizaciones protosindicales de trabajadores y repartidores que han levantado movilizaciones en diversos países del mundo como Argentina, India, Holanda y recientemente también Chile. Pero los trabajadores de estas plataformas valoran positivamente la flexibilidad para decidir sus horarios, así como el poder trabajar allí mientras encuentran un empleo más estable. De este modo, las legislaciones tradicionales, basadas en jornadas de trabajo fijas, no son directamente aplicables, lo que en ningún caso excluye la posibilidad misma de reglamentar. Por ejemplo, reconocer la relación de subordinación entre empresas y trabajadores permitirá formalizar las incipientes organizaciones sindicales, equilibrando las relaciones de poder y permitiendo así que los propios procesos de negociación puedan pulir la manera de regular. 

Constatada la explotación de conductores y la falta de regulación y de pago de impuestos, es ineludible preguntarse por las razones del éxito de estas plataformas. ¿Existe algún valor agregado en la manera de asignar online oferta y demanda, o es simplemente un aprovechamiento de la alegalidad actual? Si bien las empresas sacan ventaja de la falta de regulación, existe suficiente evidencia para sostener que la capacidad de coordinar de manera masiva y en línea aumenta de manera significativa la eficiencia del sistema. En el caso del transporte de pasajeros, el tiempo que el vehículo conduce sin pasajeros logra ser disminuido de manera relevante. En el caso del transporte de bienes, coordinar cientos de tiendas y proveedores es fundamental para recortar las distancias entre el origen y el destino de un producto. 

Conocidos son los problemas endémicos asociados al transporte que sufren la mayoría de las ciudades en el mundo. Congestión y contaminación son las más mencionadas, pero el uso de espacio público para infraestructura dedicada es también muy relevante. Si bien hay problemas tanto o más importantes que no resuelven sólo las políticas de transporte -como las largas distancias a recorrer por miles de personas que viven muy lejos de sus trabajos-, construir sistemas de transporte más eficientes e igualitarios es un desafío ineludible. Cuando las nuevas tecnologías están al servicio exclusivo de las capas más ricas de la población y la ciudad se adapta, para luego “parchar” con los sistemas de transporte mayoritarios, el resultado de mediano-largo plazo puede ser aún peor para el resto de los habitantes (como las autopistas en Santiago, gracias a las cuales más personas deben desplazarse a trabajar en lugares alejados y recientemente poblados), fomentando además que nuevos usuarios abandonen el transporte público para comprarse automóvil, agudizando el problema original. 

De este modo, el diseño de sistemas de transporte público que integren estas nuevas tecnologías resulta tan relevante como una regulación que priorice efectivamente el transporte público por sobre los medios privados.  

Para lo primero se requieren concepciones más amplias de lo que se entiende por transporte público. Si bien medios masivos como el metro o los buses seguirán siendo fundamentales por su capacidad, otros medios de mayor flexibilidad pueden ser un complemento importante, incluyendo servicios eléctricos compartidos que funcionen online y otros no motorizados, como las bicicletas compartidas. El carácter de transporte público se alcanza cuando se sirve a toda la ciudad por igual, garantizando una disponibilidad similar de vehículos a lo largo de la ciudad -en lugar de una presencia que segrega según nivel socioeconómico por perseguir fines lucrativos-, y cuando la manera de asignar pasajeros a vehículos se decide de acuerdo a criterios que consideren a todos los actores involucrados.  

«Si los correos fueron fundamentales para conectar extensas zonas geográficas hace algunos siglos, es perfectamente posible diseñar sistemas públicos de delivery que puedan funcionar de manera igualitaria y eficiente, respetando la integridad de quienes allí trabajen, y que prioricen el transporte de bienes esenciales o para beneficio de personas con movilidad limitada». 

Para regular los medios privados, es crucial limitar su uso en los contextos de mayor congestión, con criterios que no se basen en el poder adquisitivo del usuario. Diversos investigadores han estudiado la posibilidad de reemplazar la tenencia privada de automóvil por estos sistemas integrados, ahorrando espacio de estacionamiento y el costo económico y ambiental de construir miles de automóviles. Y es que por naturalizada que tengamos la posesión de automóviles, su ineficiencia resalta al notar que suelen estar sin uso (estacionados) durante más del 90% del tiempo. 

Con todo, es la distribución de bienes lo que ha experimentado un mayor auge durante la pandemia. Es también donde la precariedad ha sido más evidente, al tiempo que un número creciente de personas ha disfrutado la comodidad de resolver varios asuntos y compras sin necesidad de desplazarse. El debate en torno a la regulación de las plataformas, y en particular las propuestas gubernamentales al respecto, han estado marcadas por una ideología que ve a los ciudadanos como consumidores y no como trabajadores, por lo que las app’s parecen ser solamente beneficiosas y los conductores quedan fuera de la discusión. Pero no es necesario tener plataformas que impongan tiempos máximos de reparto y obliguen a los conductores a arriesgar sus vidas: los beneficios de un sistema masivo y coordinado pueden mantenerse sin necesidad de un intermediario que extraiga utilidades.  

Si los correos fueron fundamentales para conectar extensas zonas geográficas hace algunos siglos, es perfectamente posible diseñar sistemas públicos de delivery que puedan funcionar de manera igualitaria y eficiente, respetando la integridad de quienes allí trabajen, y que prioricen el transporte de bienes esenciales o para beneficio de personas con movilidad limitada. Esto puede hacerse fortaleciendo Correos para que asuma una repartición masiva y gratuita de bienes, como es el caso en diversos países europeos para entregas que tardan unos pocos días, o con aplicaciones ad hoc para reparto inmediato, en las que los repartidores sean realmente controladores, pudiendo decidir democráticamente las reglas que busquen un equilibrio entre nivel de servicio (demora en la entrega) y condiciones laborales dignas. 

Las lógicas neoliberales han sobredeterminado la utilización de las nuevas tecnologías en transporte, convirtiéndolas en modelos del mal empleo. Sin embargo, estas mismas capacidades tecnológicas pueden abrir la puerta a sistemas en los que el transporte público sea prioritario y ofrezca un mejor servicio, así como a una expansión de los servicios de reparto hacia el conjunto de la ciudadanía. 

Qué significa una nueva Constitución

Es necesario que el proceso institucional sepa conectarse con la discusión no institucional, informal, que estará ocurriendo en el país. Aquí el piso es, contra algunas sugerencias que ya se han escuchado, transparencia y publicidad, pero también audiencias públicas y mecanismos de vinculación de los convencionales con los distritos que los eligieron.

Por Fernando Atria

El problema

Al aproximarnos al inicio formal del proceso constituyente, es útil preguntarse qué es lo que una nueva Constitución significa para Chile. Y para responder esta interrogante sirve preguntarse qué es y que hace una Constitución.

Los profesores de derecho constitucional suelen decir que su función principal es limitar el poder. Esto es, a mi juicio, manifiestamente errado, aunque no porque el poder no necesite ser limitado. Es que eso no puede ser pensado como la primera función de una Constitución, sino como la segunda. Antes de limitar el poder, éste necesita ser creado, constituido. Esa es la función principal de toda Constitución.

Esto sirve para explicar el problema constitucional actual y las características fundamentales de una nueva Constitución que lo solucione. El problema actual es que la Constitución constituye el poder con la finalidad de neutralizarlo, de hacer imposible cualquier decisión genuinamente transformadora. Y la solución es una genuina Constitución, la de un poder democrático.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo constituir, en nuestras condiciones, un poder democrático eficaz? La respuesta no es obvia, porque nos encontramos en una etapa muy avanzada de un proceso de deslegitimación institucional que tiene al menos 15 años de desarrollo, durante el cual los conceptos democráticos se han ido vaciando de contenido. Una institucionalidad neutralizadora de la agencia política del pueblo se deslegitima en la medida en que su dimensión neutralizadora se hace evidente, pública. Esto comenzó a ocurrir en 2006, con el movimiento secundario (llamado “pingüino”). Y luego sólo fue aumentando: en 2011, el movimiento contra HidroAysén y luego el movimiento estudiantil; en 2017, No+AFP; en 2018, el movimiento feminista, por mencionar sólo los más notorios. Todas estas demandas ciudadanas de transformación chocaron con una política que, por neutralizada, aparecía ante los ciudadanos como indiferente e indolente a ellas. Esto comenzó a crear un divorcio entre la política institucional y la sociedad, que la miraba con cada vez más suspicacia. Ese divorcio hizo y hace que la política institucional tenga menos poder que el que tenía antes, lo que hace que actúe de modo más indiferente e indolente y esto aumenta el divorcio, en un círculo vicioso cuyo punto de llegada fue el 18 de octubre.

El resultado de todo esto ha sido la crisis de legitimación que hoy sufren todas las instituciones políticas. Bajo la Constitución de 1980 la idea democrática de que el poder viene del pueblo ha perdido toda realidad en la experiencia de las personas. O, para decirlo de otro modo, la idea de representación política no sobrevivió a los primeros 15 años de intervención del Senado por los senadores designados y a 25 años de un sistema electoral cuyo sentido era manipular el resultado de las elecciones. Irónicamente, la campaña del Rechazo ha intentado explotar esta destrucción de las condiciones sociales del principio democrático, con su insistencia de que decir que la nueva Constitución será redactada por “la gente” es un engaño, porque en realidad será redactada por un conjunto de personas elegidas por votación popular. Este discurso pretende conectar con lo que los ciudadanos y ciudadanas han aprendido en estos treinta años: que el hecho de que un órgano esté integrado por representantes elegidos en una votación popular no implica que ese órgano represente, porque no son los ciudadanos los que deciden. La campaña del Rechazo es la mejore explicación del daño que la Constitución ha causado, el que la nueva Constitución debe reparar.

La solución

Después de haber identificado el problema, es claro cuál es la solución: una nueva Constitución que dé al principio democrático realidad en la experiencia de las personas. Esta realidad no ha de ser pensada de modo ingenuo, como si cada decisión política fuera una decisión que cada ciudadano entienda, “sienta” o haya sido directamente tomada por él o ella. Esto es un estándar imposible de satisfacer. Pero es innecesario, como lo muestra el que probablemente es el único caso en que la política institucional ha sido vista actuando de modo representativo: el de la reforma constitucional que autorizó el retiro del 10% de los ahorros previsionales. Se trató de algo enteramente inédito: una demanda que surgió de la sociedad y respecto de la cual la política institucional entendió que, por su propia debilidad, no podía sino conducir. El resultado fue una decisión que las personas vieron como propia, no de “los políticos”.

La nueva Constitución necesita constituir una política que esté a la altura del principio democrático; esto quiere decir, que las personas se vean representadas por ella. Esto tiene dos dimensiones, una de contenido y otra de forma. Por un lado, necesita constituir una política que esté habilitada en vez de neutralizada. Puede parecer irónico que la solución a una política deslegitimada sea una política con más poder, y esta apariencia de ironía por cierto ha sido explotada en la campaña del plebiscito del 25 de octubre por quienes quieren mantener el statu quo de una política neutralizada. Pero en realidad es una cuestión bastante simple. El poder de la política institucional es la medida del poder de la ciudadanía. Así, sólo si la política institucional tiene poder para acabar con las AFPs puede decirse que corresponde al pueblo decidir si ha de seguir habiendo o no AFPs. Si la política, como ocurre hoy, no tiene ese poder, entonces la voluntad manifestada por los ciudadanos en torno a esta cuestión es indiferente (como ha sido hasta ahora).

En cuanto a su contenido, entonces, la nueva Constitución ha de configurar una política no neutralizada, una que tenga poder y que pueda tomar decisiones transformadoras. Eso implicaría re-habilitar al pueblo para tomar esas decisiones, lo que no se logrará de un día para otro, pero el círculo vicioso que destruyó a la Constitución de 1980 nos anuncia la posibilidad de una inversión que cree un círculo virtuoso contrario: una nueva política muestra su capacidad de actuar y con eso contribuye a restablecer su vínculo con la sociedad, la realidad de la representación, lo que le da, en los hechos, más capacidad de actuar.

Para lograr lo anterior, la nueva Constitución deberá darle realidad en la experiencia al principio democrático, introduciendo mecanismos de partición democrática como iniciativa popular de ley, referéndums revocatorios de leyes, etc. Estas formas participativas no han de verse, a mi juicio, como una alternativa a la democracia representativa, sino como condición para que la representación tenga realidad.

En segundo lugar, la representación debe ser hecha realidad en el proceso constituyente mismo, lo que quiere decir que la convención constitucional que decidirá la nueva Constitución debe ser vista como representativa del pueblo.

La convención constitucional será el espacio institucional para la discusión constituyente. Esa discusión, sin embargo, no será la única. Al mismo tiempo habrá una discusión ciudadana sobre la nueva Constitución que ocurrirá, informalmente, en plazas, calles, juntas de vecinos, sindicatos, federaciones estudiantiles, etc. Y la idea fundamental en la que descansa el principio democrático, pero que hoy no tiene realidad alguna en la experiencia de las personas, es que las discusiones y decisiones institucionales representan las discusiones y decisiones informales que ocurren en la sociedad. Por cierto, esto último va contra la idea de representación propia de la política de los últimos treinta años, que es una mera formalidad sin contenidos, de acuerdo con la cual un diputado representa porque hay una norma que dice que representa. Pero precisamente de eso se trata: de que la Constitución dé paso a una política distinta de la de los últimos treinta años. Y el primer paso es que la discusión y decisión de la nueva Constitución sea genuinamente representativa, que sea vista y reconocida como tal. Pero para que sea vista y reconocida como tal no basta la forma, no basta que sea elegida en una votación popular, no basta que haya una norma que disponga que será representativa. Es necesario que el proceso institucional sepa conectarse con la discusión no institucional, informal, que estará ocurriendo en el país. Aquí el piso es, contra algunas sugerencias que ya se han escuchado, transparencia y publicidad, pero también audiencias públicas y mecanismos de vinculación de los convencionales con los distritos que los eligieron.

Del modo de operación de la convención constitucional dependerá si esto es posible. Y de que sea así, de que la convención logre ser vista como genuina representante del pueblo chileno en la discusión y decisión relacionada con la nueva Constitución, depende que de ella surja una Constitución que contribuya a solucionar el problema de deslegitimación política que ha sido el legado de treinta años bajo la Constitución tramposa.

Desconfinar las voces de la niñez: ¿por qué excluir a niñas, niños y adolescentes del proceso constituyente?

A un año de la revuelta popular de octubre es ineludible hacer un ejercicio de memoria. Reconocer y recordar que el movimiento social impulsado por las y los estudiantes secundarios, que desafiaron el orden establecido de un modelo que ha precarizado la vida profundizando la desigualdad, la injusticia y el individualismo, sentó las bases que desencadenaron un proceso social y político que, el próximo 25 de octubre, nos dará la posibilidad de decidir como ciudadanía el inicio de un camino de construcción de una nueva carta fundamental.

Por Camilo Morales Retamal

¿Quién podría negar el protagonismo del movimiento social estudiantil en el posicionamiento de demandas sociales transversales, portadoras de un valor intergeneracional y que han permitido desafiar los torniquetes impuestos por el sistema neoliberal? Una fuerza inclasificable, que no se dejó confinar por las formas tradicionales que ofrece la institucionalidad adulta para la participación y organización de la niñez y la juventud. Una potencia que interpeló las promesas fracasadas del capitalismo encarnadas en las vidas precarizadas de sus madres, padres, abuelas y abuelos.

Este acontecimiento histórico ha permitido construir esperanzas y sueños en medio de una de las crisis institucionales más profundas de las últimas décadas, producto de los efectos de un sistema que ha deshumanizado la convivencia social y ha hecho del abuso de poder una experiencia cotidiana naturalizada. Pero también como efecto de la pandemia que ha dejado en evidencia la fragilidad y vulnerabilidad en las vidas de familias y comunidades. Expresiones de una cartografía del malestar social inscrito en los cuerpos y territorios del país.

Evasión de estudiantes secundarios en estaciones del metro, que detonó el estallido social de 2019.

En medio de una emergencia global sociosanitaria, el proceso que comenzará después del plebiscito condensa la promesa de un nuevo orden social. Uno que desmantele, a través de una movilización constituyente, las barreras institucionales vigentes que no nos han permitido avanzar en democracia, igualdad e inclusión. La oportunidad para redefinir las bases de una sociedad que garantice la dignidad de todas las personas. 

Ahora bien, el proceso constituyente también es un hecho que aloja una contradicción que no puede soslayarse, toda vez que queda de manifiesto la marginación, en diferentes niveles, de un grupo fundamental para la sociedad, pero que históricamente ha quedado excluido de tomar parte en este tipo de acontecimientos políticos, a saber, niñas, niños y adolescentes quienes a la fecha no podrán participar de este hito democrático trascendental para nuestro país.  

No sólo porque no podrán ejercer el derecho a voto en el plebiscito de entrada, sino porque hasta ahora no se han planteado mecanismos de participación ciudadana vinculantes que consideren de forma específica sus expresiones, experiencias y voces. Dicho de otra manera, la niñez y la adolescencia están siendo excluidas de participar en el proceso constituyente pese a la relevancia de su protagonismo social y su papel transformador en la cultura. ¿Cómo entender esta permanente exclusión de la vida social y política en el caso de niñas, niños y adolescentes?

Responder a esta pregunta implica analizar cuál ha sido el lugar la niñez en nuestra sociedad durante los últimos 30 años y si estamos en condiciones de afirmar que se han implementado, de forma efectiva, normativas y mecanismos institucionales que encarnen una visión de cuidado y protección integral que los reconozca en su dignidad como portadores de derechos, como sujetos sociales y políticos. 

«Una nueva Constitución es una carta abierta al futuro que no sólo nos brinda la posibilidad de elaborar democráticamente un nuevo contrato social donde niñas, niños y adolescentes sean reconocidos como sujetos titulares de derechos, como una forma de avanzar en su protección y reivindicación en tanto grupo históricamente excluido».

En los últimos años, no sólo hemos sido testigos de la violencia impune ejercida por la policía y por instituciones de protección públicas y privadas. También hemos podido observar la trama de obstáculos que han socavado el avance de iniciativas legislativas que son fundamentales para el ejercicio pleno de derechos. En nuestra sociedad y en los fundamentos de nuestro marco normativo, la infancia sigue siendo un objeto que hay que tutelar y normalizar. Un proyecto de persona, considerados incapaces y reducidos a formas contradictorias de estigmatización a través del imaginario de la vulnerabilidad o de la criminalización. Es imperativo preguntarnos, ¿cuál es el horizonte de posibilidades que ofrece esta sociedad a una generación que no se siente escuchada ni considerada en decisiones que les afectan en su vida cotidiana?

Junto con lo anterior, es necesario enfatizar que los meses de confinamiento han sido particularmente implacables en restringir el ejercicio de los derechos de la niñez. Pero también lo han sido a través de la circulación de discursos que alimentan los estigmas del proteccionismo y de la sospecha que operan sobre el campo de la infancia y la adolescencia cuando se les encasilla con el rótulo de vectores, culpabilizándolos, o se les celebra como héroes asignándoles cualidades excepcionales para resistir el encierro, pero sin reparar en sus pérdidas, miedos y sufrimientos. 

El confinamiento físico también ha sido un confinamiento de las subjetividades. Sus experiencias, saberes y voces siguen confinados. Una vez más, están quedado fuera de la historia oficial y de las prioridades políticas. Cómo entender que hayan sido los últimos en tener un permiso para salir, incluso después de las mascotas, o no se les esté considerando en el debate sobre el retorno a clases cuando son los principales protagonistas de los procesos de aprendizaje. La voz de la infancia y la adolescencia importa poco y sigue reducida a símbolos intrascendentes para montar simulacros de participación que responden a intereses adultos.

En el marco de la emergencia, el proceso constituyente, sin su participación, amenaza con seguir reproduciendo su invisibilización como actores sociales si no se les incorpora formalmente. No repetir la inercia de la exclusión de este grupo de ciudadanas y ciudadanos requiere de un compromiso social y político, sin precedentes, para ceder ciertas cuotas de poder e innovar en el modo en cómo se les escucha y se les hace parte del itinerario constituyente. 

Una nueva Constitución es una carta abierta al futuro que no sólo nos brinda la posibilidad de elaborar democráticamente un nuevo contrato social donde niñas, niños y adolescentes sean reconocidos como sujetos titulares de derechos, como una forma de avanzar en su protección y reivindicación en tanto grupo históricamente excluido. Es también una oportunidad inédita para abrir espacios de participación que reconozcan su diversidad a través de mecanismos deliberativos que sean respetuosos de sus propias formas de producción de significados. Una posibilidad para desarrollar un proceso intergeneracional de escucha, diálogo y reconocimiento donde efectivamente podamos soñar con un país para todas y todos.

Interdicciones II. Mutilaciones de una máquina de podar llamada Academia

No me interesa responder a los mandatos tiránicos de felicidad, ni de buena persona, ni de asertividad, ni de dulzura, ni de adecuación, menos de autoconocimiento desde una posición acrítica/neutra/aséptica/higiénica/sin mancha o como personal branding. Me interesa seguir rehaciendo la esfera (trans) formativa de la educación superior desde la docencia e investigación, sin sentirme amputada o mutilada.

Por Valentina Osses

La esperanza de octubre me movió el coraje para escribir la retrospectiva de este año dos mil veinte. En abril tuve que dejar de trabajar por un compromiso depresivo mayor. Hablaba casi todos los días con mi amiga Silvia. Le contaba que se me hacía cada vez más difícil levantarme y estar frente al computador para hacer mis clases, que los fines de semana no eran suficientes. Con una carga laboral habitual para mí, consistente en seis cursos en Ciencias Sociales y Humanidades, paralelos a una asesoría organizacional, a diferencia de otros años académicos, me estaba costando todo.

Terminé mi relación de cinco años con un bagaje terapéutico sin rito de pasaje, rauda planificando ya una siguiente. Recibí bullying por parte de estudiantes de psicología de pregrado por usar lenguaje inclusivo, y por otras diferencias asumidas desde un pool de impresionismos que habría que someter a cátedra.

Llamé a mi mejor amiga de la adolescencia. Me asistió con la redacción de las cartas de renuncia en su propia casa, mientras me alimentaba y me contenía. Mi capacidad cognitiva era bastante deficitaria al mismo tiempo. Recibí una respuesta tolerante de casi todos mis empleadores. Abrigaba una pesadumbre inanimada.

Escudriño siempre lo que escribo en correos y libretas, me doy cuenta que siempre dejo rastros: “No puedo con tantas crisis”, “la precariedad de les cabres en esta situación de Zoom, Meet, y otras plataformas me hace sentir tremendamente invasiva, no puedo pedirles nada”, y otorgaba espacio a que les estudiantes repasaran la pandemia, las brechas contenidas en ella y otras dimensiones políticas claves de su situación educativa superior. Me despedí de los grupos cercanos de estudiantes desde la hipersensibilidad que me caracteriza.

Valentina Osses, poeta y candidata a doctora en Sociología.

Pasé cinco meses al menos haciendo una rutina bastante triste: ducharme y vestirme. Encontraba algo de placer solamente en hacer la cama, mientras mi cabeza enunciaba un haiku. Mi departamento era un vaciado de mi ruina afectiva, y cuando miraba por la ventana, el centro de la ciudad parecía una escenografía desmontable.

Seguía con una terapia cognitivo conductual en alianza con mi psiquiatra con frecuencia de una vez a la semana, que me provocaba cortocircuitos. Alguien que cuando se refería a mi pareja, me decía: “deja a ese huevón”. Cuando CB me acompañaba a la consulta presencial, el terapeuta no tenía idea de quién era. Insistió en que nos separáramos y se fuera del departamento.

Las consultas terapéuticas se podían resumir en lo siguiente: “equis te invalidó”, “tal cual”, “yo te hubiese odiado si hubieses sido mi profesora, porque yo no leo”. Algo así como una grabadora anquilosada en una técnica conversacional de formato automático.   

Tiempo después, el terapeuta me pidió como tarea que le mostrara mi poesía, a lo que yo no accedí, estimé que estaba frente a hombre poco culto que lee desde la nemotecnia de lo anómalo. Sentía que estaba del mismo modo frente a un hombre que no sabía/podía trabajar emoción alguna. En realidad, a él le interesaba mi nivel de funcionalidad, que encontrara trabajo en cualquier parte del mundo de manera instantánea.

Cuando le exigí una vez más que me conceptualizara con sus palabras en qué consistía el enfoque de la terapia, él repetía. Me cuenta que están los grupos de terapia grupal. Me deriva a una psicóloga que me hace una entrevista para evaluar si puedo ser parte del grupo, le digo que: “honestamente, no quiero que me despojen de mi repertorio emocional”, y “que tengo suspicacias frente a la psicología positiva y al mindfulness” [y frente a cualquier exportación exprés del budismo saqueado de sentido, cultura, ancestralidad, y procesado por un discurso de marketing]. Ella me dice: “está operacionalizado”. Quedo aturdida como si esa “breve ilustración” fuese una garantía de algo. Me seleccionan.

Empiezo a averiguar con mis amigas/os académicas/os de psicología, otras/os psicólogas/os clínicas/os, sobre este enfoque. Me sumerjo. Mi amiga ancla me consigue el teléfono de mi terapeuta anterior, retomo terapia con ella. Mi médico psiquiatra de cabecera cuestiona –a través de su rostro- la corriente que me hace sentido: Psicoanálisis Lacaniano. Ella me da total confianza, cuando estuve emplazada por la desolación total, hablé con ella por video llamada.

No puedo confiar en un terapeuta cognitivo conductual que para hacer una definición de personalidad acude a Wikipedia durante una consulta. Horroroso, pero no. Mi médico me cuestiona por qué cambio de terapeuta. Para mí es de una obviedad tal que no requiere más aclaración. Y que quien haya leído hasta acá, comprenderá que mi titubeo tiene cimientos éticos primordiales.

Ahora, después de tantos años, hago el insight. Yo soy el problema. Si no se logra un vínculo [un espacio relacional], para este enfoque biomédico y cognitivo conductual siempre voy a ser el problema. Que haya estado trabajando siete años a honorarios como académica en una institución de derecha no es problema. Que para la revuelta social se nos haya mutilado de alguna forma la libertad de cátedra tampoco es el problema. Temer por la vida de mis estudiantes, menos. Soy un elemento desubjetivado para confirmar/corroborar un diagnóstico, existo como mera deducción verificatoria. Soy la ortopedia de un formulario, por lo tanto un objeto del positivismo contemporáneo de lo biopsicosocial.

Espero una ruptura epistemológica a la ontoepistemología de la distancia como objetividad, donde me ubican como un discurso clausurado, puesto que hay una teoría mayor que me encapsula persistentemente, y, desde luego, de manera unilateral. El conocimiento experto de la iteración. Si yo reproduzco una animosidad depresiva, nada tiene que ver el discurso del psiquiatra que me define así por una insuficiencia química para siempre. O del neurólogo que dice que mi enfermedad es compleja. ¿No debo salir mutilada de lenguaje de su consulta? Me señalan como consuelo que esto es igual a la diabetes. Las analogías son siempre desde las dolencias. Falso. Por lo demás, el estigma de la depresión es bastante alto.

¿No me queda más que identificarme de forma obligatoria con eso?  Su solución de la praxis basada en evidencias es aterrizar en un grupo humano “terapéutico” que tiene el mismo diagnóstico. Esta es su innovación: estacionarnos en una narrativa urbana-neoliberal similar a la de los signos astrológicos, y que nos sepamos modular en esa homogeneidad en la escena de un laboratorio social. Falta que aparezcamos al final de los diarios: amor, trabajo, salud para: depresivos, bipolares, esquizofrénicos, temperamentales, distímicos, paniqueados, adictos, angustiados, ansiosos, fóbicos, obsesivos compulsivos, de traumas complejos; o que tengamos nuestra propia app de citas.

En un operar cerrado de un clima social experimental con reglas de cuasi-instituciones totales para modificar nuestras conductas. ¿Y en el mundo que habitamos? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Desde dónde? ¿Por qué? ¿Con qué fin? Incontinencia del lenguaje sin símbolos; un elogio a la literalidad. Esa objetividad, que ha penetrado de manera tan naïf, señala que haremos el ejercicio de forma inmediata sin mediación alguna, huérfana de reciprocidad.

Este espacio terapéutico promueve una clausura para hacer inducción analítica, al menos una teoría sustantiva inter para elaborarnos, poco se puede significar desde la co-construcción introyectiva. Somos un correlato artificial que nos quita la capacidad de negociar y de performar. ¿Cuándo las recomendaciones vienen de cerca hay que sospechar? ¿La situacionalidad del conocimiento no le dice nada a un médico? ¿Roza siquiera esa jerarquía endiosada de su profesión? Justamente origina su propia ceguera de su parcialidad. No la reconoce.

Luego viene la pornografía del chisme de algunos cercanos: “¿Te echaron de la pega?”, “en las crisis viene la oportunidad” y todas esas frases hechas que, sinceramente, aborrezco. No faltó quien me sugirió la reinvención. ¿Hay que ser sujeta – empresa? ¿Adaptación desmembrada? No, gracias. No problematizar la academia privada local, dejar fuera la autorreflexividad de las capturas lingüísticas de la pandemia, y escuchar otros slogans penosamente distintivos: “hay que trabajar igual”.

Siete años de mutilación de mi self creativo [hay que separar las Ciencias Sociales de la Creación Artística], con cambios de gestión transcendentales en algunas escuelas que estaban censurando mi capacidad de nombrar: a mis ponys, ponys divergentes, nómadas y pichones, nombres que les daba a mis distintos grupos de estudiantes. Siete años de precarización intelectual para impedir la generación de memoria con la figura de la presencia, pero sí tapizar el espacio digital con el nombre/firma a través de las citaciones. Reconozco que el paper es un género que no me atrapa, no genera más que vínculos estratégicos.

Para mi ese éxito de la dialéctica en el enfoque cognitivo conductual es una apropiación bastante instrumental y apática -cómo no. La enfermedad tiene una dimensión política. Las omisiones y destematizaciones en las consultas médicas son también indolentes al abogar la neutralidad.  Siento urgente el conocimiento situado y la duda en los espacios tan seguros que comprometen esa supuesta evidencia tan firme. Hacer micropolítica en los espacios de relación. Me concentro en la ruta de la performatividad de tantos diagnósticos de enfermedades mentales, del ánimo y cuántas otras que lo fueron.

No soy la correspondencia de una esencia profesional-académica o de los trasvasijes estratégicos de un manual DSM, tampoco una lectura confirmatoria de un examen de sangre. No nos podemos elaborar desde el lenguaje multicorporal a causa de una reproducción de ciertos criterios prescriptivos en una psiquis de introyección del capitalismo farmacopornográfico (gracias por la libertad a Paul B. Preciado). En esas estructuras atemporales disciplinadas, me he sentado a escuchar, y si increpo apasionadamente, me leen en ese formato de patología de no difracción. Me interesa una reconstrucción de la posibilidad.

No me interesa responder a los mandatos tiránicos de felicidad, ni de buena persona, ni de asertividad, ni de dulzura, ni de adecuación, menos de autoconocimiento desde una posición acrítica/neutra/aséptica/higiénica/sin mancha o como personal branding. Me interesa seguir rehaciendo la esfera (trans) formativa de la educación superior desde la docencia e investigación, sin sentirme amputada o mutilada. Recuperando a mis afectos, amigues, colegas y ex-estudiantes que me sostuvieron y resisten conmigo día a día. Tengo un compromiso político y feminista claro. He reconquistado mi deseo desde esa relación, por lo que la esfera privada carece ya de mis esfuerzos y compenetración desde lejos. Por último, no quiero intervenir en la insuficiencia de la heterorreferencia de la ciencia desde una comunidad científica que abrevia enfáticamente los ejercicios posibles de su traducción. Tampoco aspiro a ser cómplice de asesinatos a estudiantes y/o jóvenes en ningún espacio público y menos académico.

La perseverancia de las olas: una perspectiva feminista de los derechos culturales

El propósito, entre otros, de visibilizar los derechos culturales, es activar su musculatura y erradicar ese concepto de cultura controlada, que la reduce a una concepción estática con márgenes rígidos, distante de las personas, inocua, homogénea y sello de tradiciones patriarcales marcadas por la exclusión.

Por Andrea Gutiérrez

“Dame la perseverancia de las olas del mar,
que hacen de cada retroceso un punto de partida para un nuevo avance”.

Gabriela Mistral 

De perseverancia estamos construidas, de este legado enorme que nos precede. Y desde allí es que me animo a traer una reflexión inicial que, provista de la cálida conversación colectiva con mis pares, me ha impulsado a hablar de derechos culturales. Más que encerrarme en un concepto quisiera dejar abiertas puertas y ventanas para quien quiera incorporarse a complementar, hacer crecer, dar vuelta o simplemente divagar sobre ellos, pues estoy segura que, desde mi (nuestro) lugar, carezco de la posibilidad de abordar todas sus dimensiones, y por eso decido recorrerlos por una ruta que siento más propia y que lanzo al ruedo con la esperanza de que sea habitada por ideas que quizás no alcanzaron a mis palabras.

Lo cierto es que el proceso constituyente es una instancia que aparece con un horizonte medianamente claro, un plebiscito que apruebe la construcción de una nueva constitución para Chile. No estoy considerando en este escrito la postura antidemocrática que me parece es optar por el rechazo, me emplazo a no quedarme varada ahí y a afinar el ojo aportando una nueva narrativa (no mía, por cierto) sobre los derechos culturales. La ruta que he elegido es desde una perspectiva feminista. No puedo hacerlo de otra forma, pues es desde ésta que quiero que avizoremos la reformulación del orden social de significaciones hegemónicas, patriarcales y colonialistas. Trato de no permitirme ninguna conversación social sin tener alerta los sentidos a cuál es realmente el tablero en el que estamos desplegándonos.

Me interesan los derechos culturales por dos motivos. Primero porque son derechos humanos. Y segundo, porque garantizarlos nos permite entrar en la disputa de un cambio paradigmático y no funcional, donde el mundo de las artes y las mujeres podemos implicarnos en dar cabida a nuevas formas de (re)conocimiento a voces que han sido silenciadas por el canon. El primer obstáculo que debemos sortear es el desconocimiento de estos derechos, más allá de su enunciado. Los derechos culturales se instituyen cuando se los consagra como derecho humano en la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, emitida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el artículo 27, que señala que: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten, toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora, con el propósito de proteger el acceso a los bienes y servicios culturales, protege el disfrute de los mismos y su producción intelectual”.

Andrea Gutiérrez Vásquez es actriz, escritora y vocera de la Red de Actrices Chilenas (RACH).

Pero en la declaración universal, las culturas son mucho más que un artículo. Son consideradas también uno de los mecanismos indispensables para hacer posible la existencia y validez de los derechos fundamentales. El propósito, entre otros, de visibilizar los derechos culturales, es activar su musculatura y erradicar ese concepto de cultura controlada, que la reduce a una concepción estática con márgenes rígidos, distante de las personas, inocua, homogénea y sello de tradiciones patriarcales marcadas por la exclusión. La promoción de su urgente consideración en una nueva Constitución busca tener en cuenta permanentemente la diversidad cultural, admitiendo su naturaleza dinámica, dialogante, abierta, sostenida por las percepciones, opiniones y acciones de una comunidad en movimiento. Vimos mucho de esto en la contienda simbólica de octubre en adelante, donde las manifestaciones culturales que emergían libres eran aplastadas por el blanco uniforme para silenciarlas. Es relevante que nos preguntemos qué tradiciones queremos mantener, qué practicas culturales queremos cambiar, a quién falta por sumar, cómo está y cómo estará representada la voz de las mujeres en todo aquello.

Otro desafío interesante que creo podemos darnos es la tarea de revisar las recomendaciones de las relatoras especiales de derechos culturales de la ONU. Particularmente Farida Shaheed y Karima Bennoune, quienes han mostrado un compromiso con el ejercicio de los derechos culturales de las mujeres en el mundo, pues sabido es que la participación libre de la mujer en la vida cultural es restringida por múltiples mecanismos coercitivos y estructurales, que muchas veces no detectamos o asociamos únicamente a prácticas o privaciones brutales que ejercen ciertas culturas. Pero lo cierto es que la participación y expresión cultural de las mujeres vive también limitaciones que tenemos integradas como propias del género, como son la doble o triple jornada laboral que coarta sus libertades o las múltiples manifestaciones de violencia física, política, económica y simbólica. Estos y otros impedimentos están presentes en la vida de las mujeres tanto para el disfrute, como en la realización de sus creaciones artísticas.

Por ello agregaría a esta reflexión la invitación a revisar las investigaciones de pensadoras feministas como Rita Segato, que han problematizado sobre la violencia como presencia limitante estructural en la vida de las mujeres, o Alejandra Castillo, en torno a las limitaciones políticas de la mujer en la esfera pública androcéntrica, pues nos ayudan a mantenernos despiertas y críticas.  La participación y representación pública de las mujeres está atravesada por sus condiciones de vida y esto se manifiesta con claridad en la esfera cultural, reconocerlo es una manera de hacer frente al sistema de dominación del que somos parte tanto hombres como mujeres.

Los derechos culturales como ejercicio colectivo configuran un motor de transformación social, por ende, de interés para quienes creemos que nos debemos como sociedad una revisión profunda en las dinámicas sociales, entre ellas las relacionales de poder, presentes en las condiciones laborales, las formas de representación del género, la libertad de expresión y creación, el reconocimiento a los pueblos indígenas y la participación cultural. Levantar este debate nos permitiría ampliar la discusión.

 La participación y representación pública de las mujeres está atravesada por sus condiciones de vida y esto se manifiesta con claridad en la esfera cultural.

La ocupación contingente del sector cultural, tan necesaria para afrontar la emergencia, debe ser nutrida o enmarcada en una conversación mayor que desborde los límites de la estructura sectorial fragmentada, que nos tiene de cabeza en la política correctiva, a la que no le resto valor, pero estoy segura que esta red puede fortalecerse si también nos damos a pensar en una matriz estructural que supere el modelo subsidiario que, a través de sus sistemas de producción, promueve la atomización y las fracturas.

Ampliar la mirada con una reflexión transversal nos daría la comunión y libertad para impugnar discursos hegemónicos y normas culturales impuestas. Este es el momento para aquello, para cambiar la forma en que hemos dialogado los últimos treinta años y sumarnos sin complejos a la radicalidad de la crisis que desató la revuelta social. Las injusticias, violencia y desigualdades que reclama el sector artístico cultural, nos anteceden y no obedecen exclusivamente a nuestra realidad actual. Reitero, majaderamente, que obedecen a un orden estructural, que a pesar de que se presente frente a nuestros ojos con las particularidades que tiene nuestro quehacer, forma parte del descontento que nos activó en las calles pidiendo dignidad. No podemos dejar de habitar esta realidad trastocada, pero sí podemos hacernos conscientes y volcarnos como cuerpo a un debate y una reflexión que nos implique, más allá de la demanda inminente, para que no confundamos la premura del hoy con el mañana que queremos construir.

Además de lo escrito, quiero terminar de relacionar los derechos culturales como una demanda que debiese ser absorbida por el movimiento feminista. Aunque ya lo es, aún falta nombrarla. Sabido es que para el movimiento feminista la defensa de los derechos humanos no es un ámbito desconocido, así como para la defensa de los derechos humanos no es novedoso el rol fundamental y protagónico de las mujeres, incorporar la dimensión de los derechos culturales como parte fundamental y transversal de los derechos humanos, tal y como lo señala el informe de la relatora especial en derechos culturales de la ONU: “los derechos culturales de la mujer proporcionan un nuevo marco para promover todos los demás derechos. La realización de la igualdad de derechos culturales de la mujer debería ayudar a reconstruir el género de manera que trascienda los conceptos de inferioridad y subordinación de la mujer, mejorando así las condiciones para el disfrute pleno y en pie de igualdad de sus derechos humanos en general. Esto requiere un cambio de perspectiva: de considerar la cultura un obstáculo a los derechos humanos de la mujer a garantizar la igualdad de derechos culturales de la mujer.”

El motivo es nítido, pues el feminismo tiene ese llamado superior de transformación del orden social que debe ser cultural, no debe ser nunca el poder por el poder, debe surgir de la búsqueda incesante de la deconstrucción neoliberal y patriarcal. No queremos buscar cupos en un espacio público cuyos márgenes nos oprimen, queremos transformarlo. Pero además estamos dispuestas, desde las redes que habitamos, a reflexionar junto a nuestras compañeras para aportar. Pues tal como señala Miranda Fricker “no podemos hablar de sociedades que respetan los derechos culturales, y mucho menos los de las mujeres, si no cuestionamos cómo estamos construyendo en nuestras democracias”. Y ése es precisamente el momento en que nos encontramos, porque como mujeres y particularmente como creadoras y trabajadoras culturales, poseemos un espíritu crítico que se nutre de la sabiduría del colectivo histórico y sus experiencias de vida.

Me motiva creer que nos situamos en este desafío mayor, el de promover y discutir los derechos culturales en profundidad. Que es, a su vez, discutir el cambio de las estructuras democráticas con sentido de pertenencia desde donde estamos situadas. Así podremos ir más allá de la frase armada de campaña, implicándonos con la conciencia despierta de que la existencia del cuerpo legal no garantiza per se un ejercicio pleno, pero que la disputa también es simbólica, no en un afán minimizante, sino que en aquél más profundo, complejo y arraigado socialmente, aquél que sustenta e impulsa la realidad material.

Quisiera también alentar a quienes son más escépticas y escépticos a que legislar sobre esto no implica la necesidad de tener un concepto previo de culturas, tampoco significa normar aquello que nunca será regulable. Mi propósito es hacer germinar la inquietud y la rebelde esperanza de que sean también los derechos culturales una posibilidad de subvertir el orden androcéntrico, que nuestras olas obstinadas se hagan presentes en la participación cultural, considerando que el disfrute de este derecho protege la dignidad de las mujeres y las niñas en sus culturas y resuenan en un relato de un estado plurinacional que nos incluya cabalmente.

Tram(p)as críticas

En el importante intercambio intelectual iniciado por la crítica y académica Lorena Amaro y retomado por las escritoras Lina Meruane y Nona Fernández y, posteriormente, por Claudia Apablaza, Julieta Marchant, Alejandra Costamagna, Javiera Tapia y otras autoras desde sus redes sociales, relucen una serie de ideas que quisiera problematizar con el objeto de formular algunas preguntas –también incómodas, como subraya Amaro— respecto del rol de la crítica y la academia en la conformación o el despojo de las autorías femeninas.

Por Alia Trabucco Zerán.

El problema de decir «yo», de firmar, de aparecer en el encabezado o al pie de un texto creado por una mujer ha estado desde sus orígenes entrelazado con la historia del feminismo y, por lo tanto, con una historia de transgresión. Resalto la transgresión porque la figura del autor, la del genio-creador que aparece sin contexto, sin historia, hecho por sí mismo y para sí mismo, hunde sus raíces en una noción que invisibiliza privilegios sociales y económicos para presentarse como algo puro, excepcional e inalcanzable, y que exigió a las escritoras una serie de torsiones (o “tretas del débil”, en palabras de Josefina Ludmer) para constituir sus autorías y nombrar sus obras como propias. Una aparición similar a la de una invitada indeseada, recibida por pares y críticos en la ruidosa fiesta de la autoría como impostora, plagiadora o una mera excepción que confirmaba la tan conveniente regla de genialidad patriarcal. Linda Nochlin, reflexionando sobre la ausencia de mujeres en el mundo de las artes visuales, formula una aguda crítica a la noción de autoría, y si me remito a ella es porque veo en su ejercicio de desmenuzamiento de las tram(p)as del poder algunos puntos demasiado tenues en los recientes cuestionamientos de Lorena Amaro y que considero imprescindibles para una discusión sobre autoría y feminismo.

Amaro nos propone una necesaria reflexión acerca de la autoría femenina en tiempos de neoliberalismo y apunta a algunos nudos en la configuración de esas autorías en redes sociales, subrayando las tensiones entre la obra —o su ausencia— y los modos de aparición autoral. La crítica señala, con preocupación, que habría autoras que “no merecen la atención que tanto reclaman”; es decir, habría autoría femenina sin obra o, peor aún, mera pose autoral vacía. Quisiera tensionar aún más ese eje, el de obra y autoría, pero iluminando, esta vez, el rol de la crítica en la definición de obra y de autora y el vínculo entre ambos conceptos y el presente.

Alia Trabucco Zerán.

En el terreno criminal, donde he investigado la autoría femenina centrándome en la escurridiza figura de la mujer homicida, ha ocurrido, históricamente, algo muy similar a lo sucedido con la autoría literaria. Pediría disculpas por este entrometimiento tan poco literario y para colmo sangriento, pero ya es hora de contaminar los saberes y trazar las tram(p)as en común. En esa investigación se volvió evidente una relación problemática entre autoría (criminal) y obra (homicidio, en el paralelo sugerido por Thomas De Quincey) precisamente porque el sujeto criminal estaba concebido como masculino, salvo para crímenes específicos y “femeninos por naturaleza”. ¿Era posible entonces que una mujer fuera autora de un homicidio? “Imposible, impensable, inimaginable”, dijeron a coro jueces y abogados, los mismos que luego aclararían que la homicida no se trataba de una “mujer normal”, sino de una mujer masculina, monstruosa, demente, lombrosiana y, por ende, excepcional. La idea de lo femenino como pasivo e inofensivo quedaba, gracias a estas estrategias de nombramiento y despojo autoral, a salvo, pues no era una “mujer normal” la autora del crimen, sino un ser ajeno a esa tan normativa idea de feminidad.

Me remito a lo criminal, un campo discursivo definido por la visibilidad de sus estructuras de poder, porque en la tensa relación entre autoría y obra literaria hay también, qué duda cabe, jueces, acusados, sentencias y tribunales sumamente concurridos. Mal que mal, quién es o no es una autora y qué se considera o no una obra propiamente literaria son preguntas que han sido contestadas por un entramado de saberes y, sobre todo, un entramado de poderes, que a lo largo de siglos han establecido qué es o no es parte del canon, los modos aceptables o inaceptables de aparición, y qué obra es o no considerada literaria. Así, quedarían en los bordes de la literatura obras supuestamente menores, como diarios, crónicas o correspondencias (muchas veces de escritoras), y autorías ajenas a la noción del genio-creador, sea por su origen popular, sus lenguas y hablas-otras, su carácter colectivo, su resistencia a aceptar los binarismos de género, su feminidad y, desde luego, sus modos de aparición. Un entramado de poderes, repito, que solo a partir de la segunda ola feminista ha sido interrogado con mayor intensidad por escritoras, críticas y académicas abocadas a cuestionar el canon y a rescatar a autoras desplazadas por esas estructuras de poder. Releer, como señala Adrienne Rich, es la labor feminista por excelencia, y esa labor de relectura está muy lejos de haber concluido. De allí que la excusa de “no leer mucho” que Amaro menciona en su artículo y que Marchant subraya en el suyo, resulte tan problemática. Y es que ese “no leer” busca inscribirse en una noción de autoría que niega, en una historia ya marcada por la negación, que como autoras nos configuramos no solo por nuestras obras —esto lo dice Meruane, “nunca ha bastado con escribir”—, sino también por las escrituras y autorías que nos precedieron, por una genealogía invisibilizada y, agregaría, por nuestros modos de aparición y nuestra relación con el presente. Y en esa configuración compleja, en ese tejido —señalaría Fernández—, la pregunta por quién nombra, quién bautiza, quién define y deslinda las fronteras de la autoría y de la obra literaria no es menor, porque allí, en ese nombrar o despojar, hay también una tram(p)a que tiene que ver con el poder y con la posición de la crítica y la academia. Una posición que también deberíamos discutir en tiempos destituyentes, donde los lugares de enunciación y los entramados de poder están en plena reconfiguración.

Retomo esta idea de la trampa, que mencioné a raíz de este debate, porque las estrategias para despojar de poder a las autoras y a las mujeres en general son de larga data y están lejos de cejar. Amaro las desmonta de manera lúcida al citar el relato “Niu”, de Brunet, donde es el crítico el que ejerce la operación de “des-autorización”, y posteriormente la retoma citando el texto sobre las “diamelitas”, un artículo publicado sin firma el año 2006 y que intentaría, en un violento ejercicio de despojo de autoría, señalar que tres escritoras eran meras copias de Diamela Eltit, sujetos sin voz propia, en un gesto de silenciamiento patriarcal no tan distinto del de los jueces: “imposible, impensable, inimaginable” una y mucho menos tres escritoras con sus singulares y poderosas voces. Ejemplos como este hay muchos. Está el caso de Alone en su prólogo al libro Cárcel de mujeres, donde insiste en despojar de autoría a María Carolina Geel, sosteniendo majaderamente que el libro se escribió gracias a él y que la autora lo hizo “llevada de la mano” del crítico y “con los ojos vendados”. Pero no me quedo en los años cincuenta ni tampoco en los dos mil porque esa tram(p)a, aunque menos obvia, persiste en el presente y creo que ese presente es crucial a la hora de examinar la autoría femenina.

Entiendo que los tiempos han cambiado: ha pasado mucha letra bajo la imprenta y una ardua historia de feminismo que ha permitido superar el momento de los pseudónimos masculinos hasta llegar a una aparente —repito, aparente— igualdad en la autoría. Y también entiendo y constato, con alegría, que el campo literario está ahora más poblado que nunca por sujetos femeninos. Pero sabemos que la mera presencia femenina nunca ha bastado, que hacen falta ejercicios críticos para entender y subvertir la posición de las mujeres, y que habitamos un modelo de cooptación feroz. Ya se habla, en esa jerga tan comercial y explosiva, de un “boom” de escritoras y ya se venden esas escrituras asociadas a la marca-mujer, precisamente porque los modos de aparición y la autoría se siguen entrelazando con trampas que provienen ya no solo de una historia de machismo y negación autoral, sino también de la persistente cooptación neoliberal.

En ferias del libro, en antologías, en suplementos culturales y en otros espacios literarios y extraliterarios, las mujeres seguimos discutiendo “temas de mujeres” mientras mesas de caballeros continúan su urdimbre sobre el mundo y sus ilimitados temas. En las discusiones por la portada de un libro, en la sugerencia de una pose fotográfica, en la obligatoriedad de una sonrisa, en las infinitas ocasiones en que debemos enfrentarnos a la condescendencia de escritores, editores y críticos, reaparecen, persistentes, cada una de esas trampas. Y cómo las enfrentamos, si somos capaces de identificarlas o no, si caemos en ellas o si logramos resistirlas, es un punto central.


Ya se habla, en esa jerga tan comercial y explosiva, de un “boom” de escritoras y ya se venden esas escrituras asociadas a la marca-mujer, precisamente porque los modos de aparición y la autoría se siguen entrelazando con trampas que provienen ya no solo de una historia de machismo y negación autoral, sino también de la persistente cooptación neoliberal.


Habrá algunas escritoras que, en un problemático cautiverio feliz, se plieguen acríticamente a esas trampas e incluso exacerben ese lugar, y en ese sentido “no todas somos todas”. Pero incluso en esos casos o sobre todo en esos casos, hay muchas preguntas importantes acerca de la autoría y la obra. Lorena Amaro habla de autoras que no merecerían la atención que tanto reclaman, y yo me pregunto: ¿no merecerían la atención de quién? ¿No será acaso que sí la tienen, pero ya no de parte de la crítica o de la academia, sino de otros, nuevos poderes? ¿Y no será que los modos de aparición autoral son también un síntoma de esta reconfiguración de las relaciones de poder y de la precarización del panorama cultural? Esas preguntas, tanto o más que el sujeto entrampado, me parecen fundamentales y no son las únicas. Habrá otras autoras que intenten utilizar las trampas a su favor con mayor o menor incomodidad, en una reedición contemporánea de las “tretas del débil” de Ludmer pero que, me temo, no liberan a la entrampada. Habrá quienes resistan y denuncien las trampas neoliberales y patriarcales, quienes intenten levantar otros espacios, quienes se configuren en colectivos, quienes asuman autorías múltiples, quienes prefieran no hacerlo, quienes levanten otras escalas de valor sobre lo literario, quienes se borren el nombre, quienes tengan diez redes sociales y quienes no tengan ninguna. Y, probablemente, todas habitemos de manera cruzada más de un lugar. Y es que, sin excepción, cada una de nuestras autorías se relacionará inevitablemente con las trampas, porque no parece haber un lugar totalmente puro, no parece haber un afuera, y por eso es tan fundamental desvelar el contexto a la hora de intentar desentrañar la ansiedad contemporánea de autoría.

Ni basta escudriñar los modos específicos de aparición autoral ni basta con leer esta u otra novela porque el debate no versa —y en ese sentido tomo la invitación de Lorena Amaro— sobre esa novela o esa autoría, sino sobre “qué se considera una autora” y “qué se considera una obra”. Y cuando se soslaya el protagonismo del contexto, su centralidad en la definición de una autoría femenina o una obra, se desdibujan peligrosamente las tram(p)as del poder. La pregunta, entonces, no sería únicamente quién y cómo se aparece, sino dónde, por qué y cuándo: en qué tiempo, en qué momento, en qué condiciones. Porque siempre se es autora en un determinado contexto. Y también la obra es o no es considerada literaria en un contexto. Y en este, nuestro contexto, el neoliberalismo ha permeado todos los espacios y subjetividades, el feminismo está proponiendo otros tipos de relación entre nosotrxs y está permanentemente sometido a operaciones de cooptación, los espacios culturales están precarizados y en extinción, nos estamos organizando en colectivos después de décadas de atomización, hay una pandemia que ha trastocado nuestros modos de ocupar lo público y un estado de excepción que parecemos haber normalizado.

La cooptación neoliberal y la utilización de causas políticas como la revuelta o el feminismo no son exclusivas de las escritoras, como bien señala Amaro, y por eso ya es hora de que diversos actores (y también autores) inicien la labor de cuestionar su propio lugar. De eso se trata, también, este momento destituyente. Y eso incluye, por cierto, examinar las ansiedades, posicionamientos, autorías y modos de aparición de la crítica literaria nacional. Que la crítica se pregunte por sus formas y jerarquías, por sus lenguajes y sentencias, por el lugar que ocupa y el que desea ocupar en la construcción de la autoría y de la obra literaria de cara a este momento de redefiniciones. Celebro que haya sido una crítica, escritora y académica que ha trabajado intensamente en el rescate de autorías olvidadas quien haya iniciado este importante intercambio, porque veo en su ejercicio un reclamo a que nos detengamos y repensemos nuestro lugar. No comparto las descalificaciones que han surgido en redes sociales y que buscan acallar la discusión o a su emisora. Pero creo que, así como muchas hemos tomado esta invitación para reflexionar en profundidad sobre nuestras autorías y modos de aparición, también (y enfatizo el también) debemos reclamarle ese ejercicio público —no indexado— a la propia academia y a lxs críticxs. Y esto lo planteo radicalmente en contra de las consignas anti-intelectuales que le hacen el camino fácil a posturas donde todo vale por igual. Justamente porque es necesario enriquecer todavía más el debate, justamente para evitar ese aplanamiento de la discusión que reconduce las ideas a meras ofensas personales, justamente porque no hay afuera, creo que es imprescindible ampliar el ejercicio crítico, el pensamiento crítico. Porque esta discusión, aunque en principio no lo parezca, no solo versa sobre la autoría femenina y la conformación de la obra literaria, también se trata de la pérdida de poder de la crítica y de la academia (y, con ellas, de otros espacios tradicionales de poder), de un agotamiento de sus formas jerárquicas y autoritarias, de la cooptación de las humanidades por las lógicas productivistas de la universidad neoliberal y de sus efectos en el campo literario y en el pensamiento crítico en general. Debemos preguntarnos, de manera urgente, por todos estos contextos, para crear, ojalá, otros espacios y otras lógicas. Porque discutir estéticas también exige discutir las tram(p)as del poder.

Otra disidencia

Mi único deseo es que podamos crear, impulsar, sostener y cuidar los lugares en los que podemos detenernos a pensar(nos). […]

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La responsabilidad de la esperanza

Por Victoria Guzmán

“Lo más maravilloso del mundo es, por supuesto, el mundo mismo”.
Robert Zemeckis

“El mundo es demasiado para nosotros”.
William Wordsworth

“Todos somos astronautas de una nave espacial llamada tierra”.
Buckminster Fuller

No fue sólo la pandemia. Llevamos por lo menos desde octubre del año pasado identificando el veneno. Asignando nombre, causas y consecuencias a los problemas. Pero también apuntándonos con el dedo; buscando culpables. Con el estallido social, el binarismo se fue acentuando a medida que los ambientes se enrarecían. O estás con nosotros, o estás contra nosotros, parecía ser el mensaje imperante en todos los espacios. A ratos, casi podías escuchar el tejido social rasgándose en la noche.

Pero el virus diluyó ese “marzo caliente” tan temido como ansiado, y los meses de confinamiento, por unas semanas, nos unieron bajo una meta común: aplanar la curva, cuidar a quienes nos rodean, hacer lo posible por ayudar. Sin embargo, recientemente hemos visto un rebrote del gol fácil y el golpe bajo, una vuelta a la ironía, la burla y el desprecio por las propuestas que no vienen del bando propio. Y hemos sido espectadores, en tiempo dolorosamente real, de lo mal que le hace a un país y sus comunidades la incapacidad de sus gobernantes de pedir ayuda, de escuchar, y trabajar transparente y colaborativamente.

Creo que la mayoría vivimos días de profunda impotencia y frustración. Algunos se organizan para ayudar; otros queman barricadas para acusar la urgencia del problema; quienes pueden escriben columnas y cartas al director; y unos pocos trafican con el terror, circulando videos en redes sociales que amenazan, por un lado, un nuevo golpe de la derecha dictatorial, y por otro, una inminente subversión de la izquierda que busca quemar todo. Cada uno proyectando sus miedos en el espejo. En ambas advertencias hay semillas de verdad, pero caen en generalizaciones que nos ahogan en disquisiciones binarias, que apuntan a un «enemigo» imaginario, abstracto y simplista, e invisibilizan formas de resolver los problemas que no sean a través de la violencia.

Los cimientos de esta época, hija del modernismo, hace rato se estremecen bajo nuestros pies. El cambio de paradigma se aparece como inevitable, tanto a nivel social, económico y ecológico, como valórico, laboral y legal. En Chile, una tras otra, importantes instituciones han ido perdiendo legitimidad social, base fundamental de una democracia sana: se desmorona la fe en la Constitución, el sistema de pensiones, el sistema de salud, la forma en que elegimos a nuestros gobernantes, cómo construimos y nos movemos en nuestras ciudades, el uso del espacio público, el trato a las minorías. No es algo específico a nuestro país: hace décadas que instituciones inamovibles han vivido un proceso de deconstrucción tal, que no sería extraño preguntarse si siguen siendo lo mismo, o ya algo totalmente nuevo y distinto. El género ya no se considera binario, o ligado indisolublemente al sexo biológico; la familia tradicional y sus rígidos roles han sido profundamente cuestionados; entendemos que los medios de información no son instituciones objetivas o despolitizadas; que la raza no es una cualidad biológica sino que una construcción social. La iglesia católica, antes guía moral, hoy a duras pena resiste sus escándalos internos; la democracia como forma de gobierno ha ido quedando reducida al uso desnudo del poder; y la universidad se interesa más por formar trabajadores modelos que personas con capacidad crítica y analítica.

De a poco, unos antes, otros después, hemos comprendido que existen otras formas de vivir en el mundo de las que la modernidad naturalizó y cimentó – muchas veces con violencia tanto explícita como implícita. Pero no son días fáciles. No es fácil vivir en un tiempo líquido, en que se habla del fin de la historia, de la doctrina del shock, en que vivimos sumidos en un eterno presente a causa de una pandemia global. Entre tanto terremoto, es difícil transitar hacia soluciones, especialmente cuando todavía estamos discutiendo sobre el pasado y barajando ideas tan distintas respecto del futuro. Están quienes se aferran a lo que hay, por muy pobre, insuficiente y dañino que sea. Soslayar el problema, esperar a que desaparezca. Hay otros que ven en quemar y destruir la solución, esperando que del derrumbe, como por acto de magia, nazca una sociedad justa e igualitaria. Solo de leerlo suelto un suspiro. Es una dialéctica agotadora y que nos atrapa: nos quita soluciones, nos despoja de nuestra agencia.

Es una falsa dicotomía, por lo demás. La desesperanza no es inevitable; no somos impotentes. No estamos despojados. Sí, es difícil bajar los brazos (y las armas) y escuchar al otro. Es difícil pensar en medio de una pandemia, en medio del hambre, la injusticia. Es difícil tener fe cuando vemos a los políticos y sus declaraciones, su desconexión absoluta. Cuando vemos (y vivimos) el machismo, el clasismo, el racismo en carne propia. ¿Pero se puede? Se puede.

La peste negra que asoló a Europa en el siglo XIV marcó el fin del oscurantismo de la Edad Media y el comienzo de algo nuevo: el Renacimiento. “Después de la Peste Negra, nada fue lo mismo”, afirma Gianna Pomata, experta en la historia de la medicina. Los efectos de la plaga fueron como un soplo de aire fresco, una bocanada de sentido común. Cuando experimentamos tan brutalmente la fragilidad de la vida, se da una maravillosa respuesta humana: pensar de maneras nuevas. El Renacimiento fue quizás la época de mayor efervescencia científica y artística de la civilización occidental: los artistas recuperaron antiguas técnicas para dibujar, como la perspectiva; los músicos retomaron la melodía; la medicina se sacudió de encima el dogma de la religión. Miguel Ángel, Da Vinci, Palladio, Brunelleschi, Boccaccio, Petrarca, Maquiavelo y Dante Alighieri se convirtieron en los cimientos del pensamiento europeo. Los exploradores italianos ampliaron el mapa de su mundo. Galileo estableció el método científico. Si las crisis tienen el poder de ser el punto de partida de transformaciones radicales, ¿qué efectos podría tener la crisis sanitaria actual?

Cuando experimentamos tan brutalmente la fragilidad de la vida, se da una maravillosa respuesta humana: pensar de maneras nuevas.

Este fin de semana leí una entrevista que hizo Elisa Balmaceda a Yayo Herrera para la revista Endémico. Un tema que tocaron me marcó profundamente: ¿Qué consideramos sagrado? La antropología dice que lo sagrado es aquello que hay que mantener y proteger, pues sostiene -a veces de forma casi invisible- la posibilidad de que una comunidad perdure en el tiempo. Es lo fundamental: el límite que no podemos cruzar, aquello que no podemos profanar. En las últimas décadas el dinero ha ocupado el espacio de lo sagrado. Bajo la lógica del progreso económico como valor absoluto, todo puede ser merecedor de ser sacrificado en pos de las bolsas, las inversiones y los capitales. Cuando lo sagrado es el dinero, justificar el sacrificio de otros bienes se da naturalmente: los bosques, las montañas, los glaciares, los ríos, las personas, la salud.

En tiempos de cuestionamiento y deconstrucción, entonces, tal vez debiéramos empezar por preguntarnos: ¿qué es, para nosotros, la riqueza? ¿Qué tiene, hoy, la calidad de tesoro? ¿Qué entendemos por dignidad, y qué rol debe jugar en una sociedad? ¿Qué es para nosotros el éxito?

¿Qué tendríamos que declarar sagrado para avanzar? ¿Qué sacralidades podemos rescatar y volver a centrar, qué ritos, espiritualidades y afectos?

Es difícil hacer predicciones sobre como será el mundo post-coronavirus, pero me arriesgaré con algunas. Empezando por el turismo: no es descabellado imaginar que vuelos más caros y complejos tendrán un impacto en la facilidad de viajar a otros países (y para qué decir continentes), gatillando un interés por el turismo local. Pues bien: ¿cómo nos afectará, como sociedad, movernos curiosamente por nuestros propios territorios? ¿Cómo nos cambiará valorar nuestra naturaleza, historia, cultura y habitantes? ¿Qué nuevos lazos afectivos surgirán hacia ellos? ¿Cómo será experimentar el efecto nocivo del turismo en nuestras tierras: la gentrificación, la contaminación, la erosión, el exceso?

Sin duda ocurrirán transformaciones quizás sutiles, quizás invisibles, cuando en vez de visitar y venerar viejos museos europeos, nos conectemos con el riquísimo patrimonio que tenemos en nuestro país y en nuestra América. Me pregunto cómo cambiarán ideas preconcebidas sobre nuestro arte, nuestros artistas, nuestra historia y nuestro pasado. Me pregunto cómo será reconectar con la sabiduría de las cosmovisiones de nuestros pueblos originarios, en vez de seguir encandilados con los griegos, los romanos, los europeos. Descubrir los secretos incaicos que pueblan Santiago, por ejemplo: sus templos, sus plazas, sus avenidas procesionales que miraban a la cordillera, honrando la salida del sol y el comienzo de un nuevo día. Asombrarnos con los ritmos sabios del We Tripantu, esa larga noche que contiene en sí el germen de la primavera, y sus ritos afectivos en que las comunidades se reúnen durante el fuego durante la noche, purificándose en el río al romper el nuevo amanecer.

Un tema ineludible es el de la ecología. Espero que tras meses de encierro y pantalla podamos considerarnos no solo como habitantes de este planeta, sino que como parte de ecosistemas vivos, complejos y maravillosos, que requieren cuidado, compromiso y atención. Hemos contemplado, pasmados, cómo las aguas que solían ser turbias hoy son transparentes; con sorpresa cómo los animales – pumas, jabalíes, monos- se pasean libremente por la ciudad. El aire está limpio; el mundo está más limpio. Hemos atesorado la ausencia del rugido del tráfico en la ciudad; la imagen de ciclistas entusiasmados por las calles; el canto de los pájaros, nuevamente audible. En Punjab, India, por primera vez se pudieron ver los Himalaya, después de décadas de estar velados por smog. Las estrellas son, súbitamente, más visibles – más límpidas y nítidas.

Sé que todo lo anterior ha sido a costa de economías colapsadas. Sé que el tráfico, el petróleo y los aviones volverán. Pero me pregunto si la experiencia gloriosa de vivir con menos contaminación, aunque haya sido momentánea, permanecerá en nuestra conciencia como un destino realizable – y un recordatorio de que sí son posibles grandes transformaciones. Lo sagrado da la medida (la mesura) de nuestras acciones: nos señala una hoja de ruta hacia adelante. Si buscamos lo sacro en ideas menos economicistas, tal vez podamos entender que la economía es un subconjunto de la naturaleza, y no al revés. Que somos interdependientes, y que la riqueza de nuestro patrimonio cultural no se reduce a “recursos naturales”, mecánicos y utilitarios. Que hay una banalidad inherente al consumo; que, en realidad, no necesitábamos tantas cosas.

Por otro lado, espero con fiereza que estos días de encierro, en que nos han salvado de la locura libros, películas, música, conciertos, series, dibujos, teatro, sepamos dar un valor real al arte y la cultura. No sólo nos han ayudado a sobrevivir: también han sido herramientas para procesar y pensar esta pandemia. Lo mismo respecto del espacio público y las comunidades. Como señala Zadie Smith en su lúcida colección de ensayos “Feel free», la importancia de las bibliotecas públicas va más allá de los libros; son un espacio en el que no necesitamos consumir para justificar nuestra presencia ahí. Son espacios que permiten encuentros, reflexiones, diálogos. Al igual que los parques; al igual que las universidades. Son las caras, los gestos, los abrazos. Las tardes tocando guitarra, tomando cerveza, y divagando sobre cómo cambiar el mundo. Son los flechazos, las campañas universitarias, las formas de vivir el estrés compartido, las caminatas por el barrio conociendo sus rincones, sus antros, sus plazas.

Esta pandemia puede ser el golpe de gracia a un sistema que ya no se soporta: injusto, desigual, e insostenible. La normalidad ya era una crisis.

Por último, espero que esta pandemia de una vez por todas nos haga conscientes de la profunda desigualdad de nuestro país. Espero que tras ella ya nadie pueda, con un mínimo de responsabilidad, decir que no conoce las condiciones en que viven grupos de personas: la pobreza, la violencia, el hacinamiento, la necesidad, el hambre. Espero que nos empuje a construir nuevos paradigmas para una nueva época: nuevos monumentos, sistemas y leyes. En que se valoren los procesos, las digresiones, las derivas.

A finales de marzo, cuando la crisis sanitaria se extendía por Chile, muchos compartieron un sombrío mensaje: «nosotros somos el virus». Pues no. Tenemos la capacidad de cometer las peores atrocidades. Pero también el poder de encarnar grandes actos de belleza, de generosidad, de solidaridad. Como escribía con tanta lucidez Mariana Matija: “cuando nos despreciamos, despreciamos una parte de la naturaleza y nuestra propia capacidad de proteger(nos) y también de regenerarla(nos).” Reforzar la idea de que somos una plaga sólo nos permite revolcarnos en el veneno. Nos roba nuestra potencia transformadora; la indiferencia neutraliza ese impulso por cambiar las cosas. Lo entiendo. Estamos cansados. A ratos es más fácil aceptar el estatus quo: requiere poco esfuerzo hundirse en las aguas espesas de la desesperanza. En cambio, movilizarnos hacia cambios sí que requiere trabajo. Es estar ahí para las conversaciones difíciles; es practicar el acto radical de escuchar y comprender; es abrazar lo distinto; es ceder poder cuando es necesario; reconocer el valor de experiencias que son ajenas, y los conocimientos y sufrimientos que éstas engendran. Aceptar la complejidad, por frustrante que sea. La complejidad de nuestras emociones, de nuestros ecosistemas, de otros seres humanos, de la crisis, de las soluciones que se requieren. La complejidad del dolor de otros.

Solo despierta el que ha soñado, como decía Pedro Prado. Tenemos la responsabilidad de la esperanza. De avanzar de las distopías presentes a posibles utopías; de dejar atrás el veneno que ya identificamos y empezar el proceso de nutrición; de pasar de centrarnos en el problema a dibujar las soluciones. Dejar de tener miedo a las ideas del otro. Si no entiendes cómo alguien podría creer algo a tus ojos tan estúpido, es más probable que esto sea una falta de comprensión de tu parte, que una falta de razón suya. Una buena democracia no es una donde escasean los problemas; es un sistema de gobierno en el que los políticos y demás actores pueden canalizar los intereses y tensiones que cruzan a la sociedad. Es muchísimo más fructífero salir de lo binario en que unos ganan y otros pierden: reconocer los puntos válidos de quienes no están en nuestro bando. Pasar de oídos sordos que prefieren “ganar” una discusión en vez de, bueno, tenerla. Dar paso a una escucha atenta, intencional. Repensar esta sociedad enferma implica un esfuerzo de imaginación y creación ciclópeo, colectivo.

Esta pandemia puede ser el golpe de gracia a un sistema que ya no se soporta: injusto, desigual, e insostenible. La normalidad ya era una crisis. Podemos empezar por plantearnos el horizonte de lo posible. La crisis hoy es sistémica, y eso requiere una multiplicidad de respuestas que estén a la altura. Un horizonte ético que nos conmueva y seduzca. Las grandes crisis traen profundos cambios sociales, para bien o para mal: la historia nos ofrece lecciones mixtas. La plaga de Atenas llevó a un largo período de desorden e inmoralidad, de desconfianza en la democracia. Pero las guerras mundiales aceleraron la integración de la mujer en el espacio y discurso público. La pandemia será como una especie de ácido, disolviendo y liquidando. Pero también, una oportunidad para reformular a partir de ello. Pomata describe las pandemias como «un acelerador de la renovación mental […] escuchamos más, quizás. Estamos más listos para hablar entre nosotros». El futuro es lo único ineludible. ¿Manos a la obra?