Ley Adriana: Por el fin de la violencia obstétrica

Maltrato verbal, intervenciones no recomendadas e incluso violencia psicológica son algunas de las experiencias que han vivido muchas mujeres durante el preparto, el parto y el posparto. Hoy, la violencia obstétrica se traduce, entre otras cosas, en la “medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad”, escribe Marcela Ferrer-Lues, académica, socióloga especialista en salud pública y género. De aquí la importancia y urgencia de la aprobación de la Ley Adriana, que busca proteger a mujeres, personas gestantes, recién nacidos y parejas.

Por Marcela Ferrer-Lues

El momento del parto ha sido históricamente celebrado. Se suma un nuevo integrante a la familia, lo que hace posible la trascendencia que buscamos como seres mortales. Decimos que llega “con la marraqueta bajo el brazo”, aludiendo a la prosperidad que trae consigo. En las sociedades agrarias, significaba otro trabajador que en pocos años aportaría a la economía familiar, más aun si era varón. También decimos que “todo niño es una bendición”, buscando omitir las circunstancias que llevaron a ese nacimiento, especialmente si se trató de un embarazo no deseado o no buscado. A fin de cuentas, todo parto es la celebración de la vida misma, la demostración de que somos capaces de perpetuarnos como sujetos y especie.

Las circunstancias que acompañan a los embarazos y partos no son siempre, sin embargo, eventos afortunados. Algunos embarazos se producen por violencia sexual, tema sobre el cual la sociedad chilena avanzó hace pocos años, al despenalizar la interrupción voluntaria de los embarazos resultantes de una violación. En el caso del parto, en mayo recién pasado la Cámara de Diputados aprobó el proyecto conocido como “Ley Adriana”. Se inspira en el caso de Adriana Palacios, quien con 19 años dio a luz a su hija sin vida en el Hospital de Iquique, en 2017. Durante más de dos semanas, Adriana sintió que necesitaba atención y la solicitó reiteradas veces, sin ser escuchada ni considerada por el personal de salud, que argumentó inexistencia de signos clínicos que justificaran su hospitalización. La joven fue devuelta a su casa en varias ocasiones, en una cadena de actos negligentes que culminaron en una cesárea de emergencia, producida después de intentar sin éxito un parto vaginal.

En lugar de vivir un momento de celebración y alegría, la joven fue objeto de múltiples maltratos, como también de violencia física y psicológica, que le dejaron profundas secuelas. La iniciativa legal inspirada en el caso busca que ninguna mujer pase por lo que ella vivió.

Las circunstancias que derivaron en la muerte de su hija están lejos de ser excepcionales. Los partos, en su gran mayoría, se califican como “exitosos”, pues concluyen con la madre y su hija o hijo en buenas condiciones físicas. Sin embargo, se sabe que durante el parto un número importante de mujeres sufre diversos tipos de maltrato verbal, tales como represión a las expresiones de dolor, amenazas, uso de lenguaje grosero, sarcástico o humillante (“¿no te gustó abrir las piernas?”). Además, existe una amplia utilización de intervenciones no recomendadas, tales como episiotomías sistemáticas, maniobra de Kristeller, cesáreas sin justificación, rotura de la membrana, monitoreo fetal constante, uso de oxitocina sintética para producir y acelerar las contracciones uterinas, tactos vaginales reiterados, entre otras.

El problema radica en que estas intervenciones se aplican de manera rutinaria, sin discriminar su necesidad, y sin el consentimiento libre e informado de las mujeres. Todo esto ocurre principalmente en establecimientos públicos, pero también privados. A punto de convertirse en ley, la “Ley Adriana” será la primera iniciativa en Chile que reconoce oficialmente la violencia obstétrica, fenómeno que existe desde que el parto dejó de ser territorio de parteras y pasó a ser atendido en hospitales por profesionales especializados, lo que comenzó a instalarse con la expansión de la biomedicina en el siglo XIX.

Un reconocimiento necesario, pero tardío

Consolidada en Chile durante el siglo XX, la atención hospitalaria permitió que el parto dejara de ser un evento riesgoso, contribuyendo a disminuir la mortalidad materna e infantil. No obstante, instaló también un conjunto de prácticas que implican la apropiación del cuerpo y de los procesos reproductivos de las mujeres por parte del personal de salud. El resultado ha sido la medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad. Se trata, en definitiva, de un viejo problema presente en todo el mundo, que solo recientemente ha sido reconocido.

Por ejemplo, el 13 de julio de este año el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de las Naciones Unidas publicó una resolución calificando como violencia obstétrica una denuncia presentada en contra del Estado español. Por ello, recomendó a ese Estado indemnizar a la víctima para reparar los daños físicos y psicológicos, y también implementar intervenciones en el sistema de salud y judicial orientadas a respetar la autonomía de las mujeres y su capacidad para tomar decisiones informadas sobre su salud reproductiva. Se trata de la segunda vez que Naciones Unidas advierte al Estado español de un caso de violencia obstétrica, la primera en 2020.

La Ley Adriana se orienta a erradicar la violencia obstétrica mediante acciones en línea con estas recomendaciones. Se trata, a todas luces, de un avance en los derechos de las mujeres y las personas gestantes, como también de la sociedad chilena en su conjunto. Sin embargo, considerando que la violencia obstétrica comprende prácticas de larga data realizadas en todo el mundo, resulta inevitable preguntarse por qué hemos tardado tanto en reconocer e intervenir sobre estas prácticas y por qué, en pleno siglo XXI, continúan realizándose.

Contra el paternalismo médico

Como todo fenómeno social, la violencia obstétrica y su invisibilización se explican por múltiples razones. La maternidad se ha construido por siglos como el ideal de realización de las mujeres, constituyéndose en el mandato que desde pequeñas define sus proyectos de vida. Las mujeres que deciden no ser madres, tan legítimo como decidir serlo, son vistas como mujeres incompletas. Las bondades de la maternidad son enfatizadas, mientras se ocultan todas las dificultades, costos y dolores que conlleva, siendo a lo más asumidas como un sacrificio necesario sobre el cual apenas hablamos.

Solemos decir que la vida cambia con la maternidad, pero no hablamos de lo que significa el parto, de la situación que enfrentaremos y las opciones que tenemos. A fin de cuentas, al final del embarazo el parto será inevitable. Más vale asumir y entregarse, recordando lo que escuchamos tantas veces desde niñas: “parirás a tus hijos con dolor”. Esto afecta a todas las mujeres, pero principalmente a las más pobres, que cuentan con menos educación y recursos para acceder a información de calidad, y con escaso margen para dialogar y acordar con su médico tratante. Terreno fértil para el paternalismo médico, instalado en nuestro sistema de salud desde sus orígenes y reforzado por la hegemonía de la biomedicina, que releva a un segundo plano los aspectos sociales, psicológicos y culturales.

La Ley Adriana vendrá también a reforzar los procesos de autonomía para la toma de decisiones libres e informadas, sumándose a iniciativas como la ley de deberes y derechos de las personas en salud, que poco a poco van permitiendo cambiar subjetividades y prácticas.

Por último, no debiera sorprender que una parte importante de las mujeres que hemos vivido un parto nos estemos enterando desde hace poco que fuimos objeto de distintos grados de violencia obstétrica. Se trata de una de las violencias más naturalizadas, que afortunadamente comenzamos a visibilizar. Informar a las personas sobre sus derechos en atención en salud, especialmente a las más jóvenes, e introducir perspectiva de género y derechos humanos como materia obligatoria de los currículos de las carreras de la salud, son pasos imprescindibles. Con ello, avanzaremos en generar el cambio institucional y cultural para que esta violencia no siga replicándose cotidianamente en nuestro país.

Osvaldo Ulloa: “Uno esperaría que alguno de los millonarios que hay en Chile se la jugaran también por la ciencia”

Osvaldo Ulloa junto a Víctor Vescovo en enero pasado antes de descender a la fosa de Atacama. Crédito: Caladan Oceanic / Instituto Milenio de Oceanografía

En enero se convirtió en uno de los primeros humanos en bajar más de 8.000 metros bajo el mar para investigar la fosa de Atacama, un lugar hasta ahora inexplorado y en el que el equipo de la expedición, además de mapear el fondo marino, descubrió nuevas especies y estructuras geológicas. Un hito para la ciencia chilena que no se podría haber logrado sin la coordinación del grupo científico, un empresario extranjero y la ayuda del Ministerio de Ciencia, asegura el oceanógrafo.

Por Cristina Espinoza

El océano profundo es el ecosistema más grande y menos explorado en el planeta Tierra. Por lo complejo de su estudio, se requiere tecnología de última generación y una inversión al nivel de la exploración espacial, la que hasta hoy se ha privilegiado. “Tenemos mejor mapeada la Luna y Marte que el fondo de los océanos”, asegura Osvaldo Ulloa, oceanógrafo, académico de la Universidad de Concepción y director del Instituto Milenio de Oceanografía (IMO). Lo tiene más que claro. En enero se convirtió en uno de los primeros humanos en bajar los 8.069 metros hasta el fondo de la fosa de Atacama, depresión ubicada frente a las costas del norte de Chile y sur de Perú. Junto a su colega chileno Rubén Escribano, también oceanógrafo, se convirtieron a su vez en los primeros latinoamericanos en descender a tal profundidad.

Los resultados de este hito de la ciencia local y mundial revelarán datos inéditos sobre la fosa con mayor biodiversidad explorada hasta ahora. Lograron mapearla con tan buena resolución, que aparecieron estructuras geológicas que no estaban en las cartas de navegación; observaron una gran densidad de holoturias (pepinos de mar), descubrieron nuevas especies de organismos, y detectaron microorganismos en las paredes rocosas, desconocidos para esta zona.

Para Ulloa, llegar al fondo de la fosa de Atacama fue un viaje que requirió mucho más que las tres horas y media que tardó en tocar fondo el sumergible DSV Limiting Factor, propiedad del explorador estadounidense Victor Vescovo, quien también bajó en esta oportunidad.

¿Cómo se gestó esta travesía?

—Uno de los objetivos que nos planteamos en el IMO fue explorar y estudiar la fosa de Atacama. Tuvimos nuestra primera expedición en 2018, Atacamex, donde logramos llegar con un vehículo no tripulado y obtener muestras de la zona de mayor profundidad. Filmamos, hicimos fotografías y recolectamos muestras que empezamos a analizar. Inmediatamente después, en marzo de 2018, fuimos invitados a participar en una expedición internacional, con investigadores de más de diez países que venían a la fosa de Atacama. Dentro de ellos estaba Alan Jamieson, uno de los especialistas mundiales en fauna de la fosa, que ese año se convirtió en jefe científico de Victor Vescovo, un magnate texano que había decidido construir un submarino y comenzar a bajar, originalmente, a los puntos más profundos de los cinco océanos. Lo hizo entre 2018 y 2019, pero decidió seguir visitando otras fosas. En julio del año pasado estaban trabajando al otro lado del Pacífico y quisieron venir a la fosa de Atacama. Alan Jamieson me dijo: “Victor Vescovo quiere ir y le gustaría colaborar con ustedes en la parte científica”. El 100% de la ciencia quedó a cargo de Chile. El arreglo fue que el permiso para hacer la expedición quedaba en nuestras manos.

Empezamos a buscar los permisos y aquí fue clave el apoyo del Ministerio de Ciencia, porque tuvimos bastantes problemas. Finalmente, el entonces ministro de Ciencia [Andrés Couve] conversó con el comandante en jefe de la Armada, que es por donde pasan estas cosas en última instancia, y la Armada nos apoyó. Esto nos tomó varios meses. La expedición se realizó en enero de 2022. Victor Vescovo trajo todo el equipamiento, tripulantes e ingenieros submarinistas y los puso al servicio de la ciencia chilena, sin más condición que poder bajar a la fosa junto al equipo.

En este caso, se trató de un proyecto particular financiado por un privado, pero sin esa ayuda, ¿se podría hacer este tipo de exploración en Chile?

—En la exploración de la fosa fuimos tremendamente privilegiados. Pero nosotros partimos haciendo la investigación sin saber esto. La exploración y el estudio del océano lo podemos seguir haciendo. Obviamente necesitamos un compromiso mayor, público-privado. Este tipo de investigación es atractiva para gente como Victor Vescovo y uno esperaría que alguno de los millonarios que hay en Chile se la jugaran también por la ciencia. Para dar un ejemplo, cuando bajábamos, una de las cosas que Victor me dijo y que me quedó grabada es “Lo que me ha costado esto, la expedición, el submarino; es lo que se gasta uno de mis colegas en un jet privado”. O sea, no estamos hablando de cifras siderales. Son voluntades, y yo mismo he tenido la suerte de que la investigación que he hecho, en gran parte, ha sido financiada por fundaciones privadas, porque en ningún proyecto individual de nuestro sistema de ciencia, ni siquiera de los centros como el Instituto Milenio, podemos hacer cosas de esta envergadura, a menos que nos asociemos con gente de otros países y tengamos aportes de otras fuentes privadas.

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Fueron casi diez horas de expedición, divididas en tres horas y media de bajada, tres de recorrido y tres de subida en el sumergible para dos personas. 

—La preparación principal fue psicológica —cuenta Osvaldo Ulloa—. Uno no puede entrar con miedo. Cuando mandas un lander [un vehículo autónomo no tripulado para exploración] no puedes buscar mucho. Te da una percepción muy distinta, hay una riqueza en términos de paisaje mucho mayor de la que me imaginaba. ¡Colores! Yo pensé que era todo gris y resulta que hay colores maravillosos abajo, azules, anaranjados, rojos. Nos muestra cómo es un ambiente que antes no habíamos tenido la posibilidad de observar. Para mí, el privilegio de haberlo hecho vale todas las trasnochadas y dolores de cabeza.

¿Qué se ve a más de 8.000 metros de profundidad?

—Lo primero que nos llamó la atención fue la gran cantidad de organismos que había. De hecho, Victor Vescovo, que ha bajado otras fosas, dijo que estos organismos están, pero no en la abundancia de acá, y eso nos dice que la fosa de Atacama es particular. Los datos están mostrando que es la fosa más productiva, donde seguramente haya más vida en el planeta. Vimos un tipo de holoturias que posiblemente sean especies nuevas. Yo quería ver comunidades microbianas, porque sabemos que en otros lugares, como las fuentes hidrotermales, existen tapices que viven pegados a la roca, pero no teníamos evidencia de su existencia a 8.000 metros en la fosa. Para nosotros fue una sorpresa saber que existen allá abajo. El problema ahora es saber de qué viven y cómo vamos a estudiarlas. Son tapices localizados en lugares muy particulares de roca, muy difíciles de observar con los métodos tradicionales. Tenemos que ingeniárnoslas para volver, ya sea con este submarino o con robots autónomos.

¿Cuánto lograron recorrer?

—En la horizontal, siete kilómetros durante tres horas de navegación. En la vertical, como 500 metros de paredes rocosas. Nos movimos de 8.069 a 7.500 metros. Durante nuestras inmersiones solo podíamos observar directamente. El submarino llevaba cámaras de alta resolución y serán horas y horas analizando qué organismos aparecen. La ventaja que tuvimos es que además del sumergible, se llevaron tres lander y los usamos para obtener muestras de ADN ambiental, que es una de las cosas que nos interesan para poder complementar lo que se obtiene mediante imágenes. También pusimos trampas con carnada para poder captar nuevas especies.

¿Hay descubrimientos de los que ya se pueda hablar? 

—La ciencia toma tiempo. Imagina que hicimos la expedición en 2018 y recién el año pasado salió la publicación de que el anfípodo gigante (pulga de mar) que encontramos era una especie nueva. Creo que lo más relevante es resaltar el hecho de que la cantidad de vida que hay en la fosa de Atacama es mucho mayor de lo que sospechábamos, corrobora que es un oasis de biodiversidad. Lo más probable es que descubramos muchas cosas nuevas con nuestros datos. Para mí, ya es un descubrimiento la existencia de comunidades microbianas que viven a más de 8.000 metros. Hoy tenemos un mapa de altísima resolución que muestra que hay estructuras geológicas que no sabíamos que existían. Hay que estudiarlas y, sobre todo, entender por qué están ahí. Eso va a ser un aporte. 

¿Lograron cumplir con los objetivos científicos que se habían propuesto?

—Logramos un 70%, porque una de las cosas que queríamos hacer era capturar peces abajo y no lo logramos. Creemos que una de las razones es porque usamos las trampas de los lander que ellos habían diseñado y vamos a tener que rediseñarlas. Queríamos también mapear mucho más. La idea era mapear desde Valparaíso hasta Antofagasta, pasando por Taltal, pero al principio falló el sonar. Se perdió una inmersión que estaba planificada y que nos hubiera dado más datos. Pero normalmente las expediciones son así, uno va con un plan bien ambicioso y por distintas razones no se lleva a cabo. Pero quedamos contentos, trajimos material y obviamente la experiencia. 

Poder hacer esta exploración es un ejemplo claro de la madurez que ha alcanzado nuestro sistema de ciencia. Sin el Ministerio [de Ciencia] no sé si esto se hubiese logrado. Hubo muchas trabas, y afortunadamente el sistema nos apoyó y funcionó. Eso demuestra que es la institucionalidad la que debe acompañar el desarrollo científico del país. Podemos tener muchos fondos, pero si no tenemos estos otros componentes, estas cosas fracasan. Hemos avanzado con el establecimiento de estos centros, que han sido superimportantes para hacer investigación asociativa, pero tenemos que dar otro salto, ser estratégicos y definir cómo lo hacemos, porque va a tener que ser una combinación de universidades, del Estado y ojalá de privados. Eso sigue siendo lo que nos falta.

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Hasta ahora, solo el 20% de los océanos del planeta está mapeado en alta resolución, y en Chile, en particular, queda muchísimo por hacer; frente a nuestras costas hay varias regiones que aún no están mapeadas en alta resolución, explica Ulloa. Pero eso debería comenzar a cambiar, ya que gracias a un Fondo de Equipamiento Científico y Tecnológico (Fondequip) de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) se podrá instalar el “Sistema integrado de observación del océano profundo para la investigación en geociencias”, que tendrá sensores oceanográficos y geodésicos anclados al fondo para medir la deformación del piso oceánico producida por el choque de dos placas. 

—Existen en Chile, en tierra, pero no en el fondo marino. Este va a ser el experimento más grande que la comunidad oceanográfica nacional va a intentar hacer — cuenta el oceanógrafo. 

¿Cuál es el plan?

—Pensamos instalar la primera parte el segundo semestre de 2022 y la segunda en enero próximo. No tenemos buque, solo tenemos los equipamientos, pero habrá que pagar o postular a un fondo. En otros países, si haces una expedición, aseguras el buque dos años antes. Acá te dan el resultado [del fondo] dentro del mismo año. Por eso, cuando partimos teníamos una tarea gigante: cómo metemos la ciencia del océano en una institucionalidad para que funcione a otra escala. Los astrónomos ya lo hicieron: están coordinados, tienen proyectos, trabajan en conjunto. A nosotros todavía nos queda un largo camino, pero creo que este tipo de expediciones con impacto mediático puede ayudar a rediseñar nuestro sistema y la institucionalidad. 

¿Para qué nos serviría tener una institucionalidad para la oceanografía?

—Gran parte de lo que somos como país en términos climáticos y geográficos se lo debemos al océano. Estamos frente al océano más grande del mundo y además somos un país que tiene acceso directo a la Antártica, entonces no entender el rol que cumple el océano en la nación y en el futuro lo único que hace es retrasar nuestro desarrollo. Nos queda mucho por hacer desde el Estado. Espero que sigamos avanzando con el Ministerio de Ciencia. Se avanzó bastante con los tres años del ministro Couve y, por primera vez, la ciencia estará en el Consejo de Ministros para el Desarrollo de la Política Oceánica y eso es un tremendo avance. Pero ahora hay que trabajar en los programas, en una nueva institucionalidad. Tenemos que ver cómo hacemos para enfrentar la oceanografía de manera más seria. Con los centros ya tocamos techo, se requiere otro esquema y hay que discutirlo. Debe existir la voluntad primero, tomar la decisión como país de que es un área estratégica. Todavía estamos en eso y espero que esta expedición y lo mediática que ha sido ayude a demostrar que sí somos capaces de lograr cosas.

Estructuras de datos compactas: comprime (bien) y vencerás

Datos tan importantes como los biológicos o los astronómicos crecen a una velocidad superior a la velocidad con que crece nuestra capacidad para almacenarlos y utilizarlos. Desarrollar formas más eficientes de almacenamiento y procesamiento de datos puede redundar en un menor uso de hardware, energía y ancho de banda, en la mejora de aplicaciones bioinformáticas como las necesarias para las terapias genéticas o el desarrollo de vacunas y medicamentos, e incluso favorecer saltos científicos impensables, como el que dio la inteligencia artificial. Es la contribución que pueden hacer las estructuras de datos compactas desde las ciencias de la computación.

Por Gonzalo Navarro

Nuestra siempre creciente capacidad para recoger y explotar todo tipo de datos a nuestro alrededor está dando forma a una nueva sociedad que era impensable hace unas pocas décadas y cuyo funcionamiento es ya imposible sin el manejo masivo de estos datos. Desde las ciudades inteligentes hasta la ciencia basada en datos, desde la predicción del clima hasta la inteligencia artificial, desde las sociedades digitales hasta la robótica, nuestro presente y futuro está cruzado por realidades y promesas alrededor de una capacidad extraordinaria para obtener, almacenar, procesar y utilizar datos a una escala nunca vista antes.

Estas grandes promesas traen también grandes desafíos en muchos frentes, y particularmente en el de la ciencia de la computación, la disciplina por excelencia llamada a ofrecer soluciones a los enormes problemas de eficiencia y escalabilidad que surgen y surgirán con cada vez mayor relevancia. Un par de datos para ilustrar. El primero es que hace tiempo ya que la velocidad a la que crecen los datos biológicos y astronómicos disponibles en el mundo han sobrepasado la Ley de Moore, que predice la velocidad a la que crecen nuestras capacidades de almacenamiento y procesamiento computacional. Es solo cuestión de tiempo que no podamos con ellos. El segundo es que el gran salto en la inteligencia artificial, que nació a mediados del siglo pasado y que hasta hace una década o dos se consideraba un sueño frustrado, se debe en gran parte simplemente a nuestro aumento en la capacidad de procesar más datos y a mayor velocidad. El solo hecho de mejorar la eficiencia convirtió un imposible en una realidad cuyas consecuencias recién empezamos a intuir.

Mi principal área de interés, en el Departamento de Ciencias de la Computación de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, es el área llamada Estructuras de Datos Compactas. Ésta tiene que ver con un enfoque al problema de cómo procesar eficientemente datos muy masivos en forma comprimida, y se combina sinérgicamente con otros enfoques (procesamiento distribuido, paralelo, etc.). Partamos del hecho de que una cosa es el volumen de los datos y otra distinta la cantidad de información que realmente contienen. Los datos se suelen representar en una forma sencilla que permite su fácil utilización, pero eso hace que ocupen un volumen que puede ser muy superior al necesario. La compresión consiste en hallar una representación que ocupe un espacio cercano a la información que realmente tienen estos datos. La teoría de la información estudia cuánta información contienen los datos y, por lo tanto, cuánto y cómo se pueden comprimir.

Sin embargo, la compresión misma no es una respuesta a los problemas planteados, porque tradicionalmente estos datos deben ser descomprimidos nuevamente antes de poder hacer algo útil con ellos. Peor aún, en muchos casos ni siquiera con los datos descomprimidos es factible realizar operaciones complejas en forma eficiente. Es necesario crear estructuras de datos sobre ellos, que son representaciones redundantes —a veces, altamente— para agilizar su acceso y manipulación.

Las estructuras de datos compactas buscan obtener lo mejor de estos mundos. Buscan representar los datos más las estructuras de datos que se requieran para su procesamiento eficiente, en un espacio cercano a la cantidad de información que éstos contienen, es decir, cercano a lo que podrían llegar a comprimirse. Así, los datos se usan directamente en su forma comprimida, sin descomprimirse en ningún momento. Mientras con las representaciones clásicas podemos tener que agregar nuevas estructuras de datos para cada nuevo requerimiento de funcionalidad, aumentando así el espacio requerido, una estructura compacta bien diseñada puede ofrecer una funcionalidad muy amplia sobrepasando apenas el espacio que ocupan los datos comprimidos.

Las estructuras compactas permiten no solo reducir espacio, sino que procesar los datos en memorias menores y más rápidas (por ejemplo, en memoria principal en vez del disco), usar menos hardware y energía (por ejemplo, en data centers que distribuyen los datos en las memorias de muchos computadores interconectados) y usar menos ancho de banda para transferir datos y procesar mayores volúmenes (por ejemplo, en dispositivos móviles). Existe incluso una línea llamada computación comprimida, en la que el tipo de compresión usada ayuda a realizar cómputos más rápidamente que sobre los datos originales. Ésta es un área que tiene solo un par de décadas de vida, pero que ha obtenido ya importantes resultados. Me referiré a dos ejemplos de mi investigación reciente.

En el Centro de Biotecnología y Bioingeniería (CeBiB) nos hemos centrado en estructuras de datos para colecciones genómicas de una misma especie, las cuales son altamente repetitivas porque dos genomas de la colección difieren solo en un pequeño porcentaje. Almacenar estas colecciones es muy desafiante porque están creciendo rápidamente. Por ejemplo, en 2018 se completó en el Reino Unido el proyecto de secuenciar 100.000 genomas humanos, lo que suma unos 3 x 1014 pares de bases, o 300 terabytes almacenados en forma simple. Este es un caso en que una compresión adecuada permite reducir el espacio en un factor de hasta 100. Este tipo de repetitividad ocurre en otros escenarios, como software o documentos versionados (como GitHub o Wikipedia), pero es en las aplicaciones bioinformáticas donde se requieren los procesamientos más complejos de estas secuencias, con objetivos como terapias genéticas o diseño de vacunas y medicamentos. En 2020 publicamos un artículo en el Journal of the ACM, la principal revista de computación, donde describimos una nueva estructura de datos que puede realizar búsquedas complejas sobre colecciones genómicas en forma muy eficiente y usando muy poco espacio, gracias a explotar determinadas características que ofrece este tipo de colecciones repetitivas. La estructura fue recibida con interés en el mundo bioinformático también. Estamos desde entonces trabajando en integrar esta estructura a un software bioinformático de uso amplio con los creadores del conocido software de alineamiento de secuencias BowTie, pues solo herramientas de este tipo permitirán el manejo de los grandes volúmenes genómicos que enfrentamos a futuro.

En el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) tomamos el problema de implementar bases de datos de grafos eficientemente. Este tipo de bases de datos permiten representar información en forma de objetos y de relaciones entre objetos, agregando atributos tanto a los objetos como a las relaciones mismas, a modo de luego poder inferir nueva información mediante encontrar patrones de conectividad y caminos dentro de estos grafos. Es un modelo que, si bien es antiguo, ha ganado mucha popularidad recientemente con el surgimiento de repositorios de información menos estructurados y con el mayor poder de cómputo que hay disponible para procesar esa información. Es el formato de Wikidata, la base de datos que provee información estructurada a Wikipedia, y un componente cada vez más frecuente en los sistemas de información modernos. Un gran desafío es que los patrones que deben encontrarse para inferir nueva información son complejos, y se necesitan algoritmos sofisticados para encontrarlos eficientemente. Para funcionar, estos algoritmos necesitan muchas estructuras de datos altamente redundantes sobre los datos, lo que multiplica varias veces el espacio que requieren estos grafos, ya voluminosos de por sí. Esto hacía que los algoritmos más eficientes fueran inaplicables en la práctica. En 2020 y 2021 publicamos dos artículos en las prestigiosas conferencias ICDT y SIGMOD donde demostramos que esta redundancia no es necesaria. Es posible implementar los mejores algoritmos para inferir información de los grafos en un espacio cercano al de su representación comprimida, lo que abre la puerta a manejar eficientemente volúmenes mucho mayores de información. Seguimos trabajando en enfrentar problemas de búsqueda más complejos que los ya abordados, y en poder implementar en el IMFD un servidor que permita desde todo el mundo realizar consultas complejas en una copia completa de Wikidata, pues las soluciones actuales ya no están dando abasto.

La ciencia de la computación abarca un amplio espectro, que va desde investigación muy teórica, cercana a las matemáticas, a otra muy práctica, cercana a la ingeniería. Siempre me ha atraído el área de algoritmos y estructuras de datos, que permite transitar entre ambos extremos: diseñar soluciones a problemas desafiantes que tienen valor teórico y cuyo desempeño se puede demostrar formalmente, pero que también tienen valor práctico, pueden implementarse y convertirse en sistemas que tienen un valor para la sociedad.

Hecho en Chile: Vacunas con sello local

Cuenta la historia que Chile alguna vez produjo sus propias vacunas. Que personajes como José Miguel Carrera y José Manuel Balmaceda estuvieron involucrados en promover tanto campañas para inocular a la población como una institucionalidad vacunal en Chile, la que se abandonó tras la dictadura. Sin embargo, después de 20 años, esta historia contará con un nuevo capítulo, esta vez protagonizado por la Universidad de Chile y su nuevo Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas. 

Por Sofía Brinck

Corría noviembre de 1878 cuando un telegrama viajaba de forma urgente desde San Felipe a Santiago. “La viruela cunde. Principia a desarrollarse fuera de Salamanca. La vacuna que se tiene es malísima, no produce efecto. Pido a la sociedad respectiva buen fluido”. La situación era delicada y las preocupaciones del señor Tomás Echeverría, remitente de la misiva, tenían sustento. Con una altísima tasa de contagio y mortalidad, la viruela era uno de los principales problemas de salud pública de la época. Controlar los brotes era una tarea gigantesca, y tal como lo evidencia el telegrama, contar con una vacuna no era suficiente.  

Para ese entonces, las vacunas eran conocidas en Chile y en la región, precisamente debido a la viruela. La primera vacuna de Sudamérica, extraída de vacas que sufrían viruela animal y transportada en personas inyectadas con el suero, había llegado por barco a Montevideo en 1805 y de ahí fue distribuida a Argentina, Chile y Perú. Tres años más tarde, se fundaba en Chile la Junta Central de la Vacuna, en Santiago, encargada de coordinar las juntas departamentales que ofrecían un servicio gratuito de inoculación. El tema era de tal importancia que entró en la agenda de gobierno de José Miguel Carrera, quien lideró una de las campañas de inmunización en el período de la Patria Vieja, en 1812. Sin embargo, el proceso fue difícil. Gran parte de la población rechazaba las vacunas, ya que se creía que causaban viruela en personas sanas en lugar de prevenirla. 

La Junta fue modificada varias veces en décadas posteriores, procesos en los que estuvieron involucrados Diego Portales, en 1830, y Domingo Santa María, en 1883. Cuatro años después, en el gobierno de José Manuel Balmaceda, Chile inauguraba el Instituto de Vacuna Animal Julio Besnard (IVA-JB), que tuvo como primera misión producir la vacuna antirrábica para uso animal y el suero antivariólico. 

Para Cecilia Ibarra, una de las coautoras del estudio e investigadora del Centro de Ciencias del Clima y la Resiliencia (CR)2 de la Universidad de Chile, la producción nacional de vacunas fue parte de una política de Estado que incentivó el intercambio internacional de conocimientos en ciencia y tecnología, estimuló la formación de científicos e incluso fue especialmente importante en contextos de emergencias naturales. “Chile ha tenido experiencias de desastres como terremotos y aluviones, donde contar con un stock por razones de seguridad ha salvado vidas”, recuerda Ibarra. “El stock de sueros se usó completo tras el terremoto de 1939, debiendo recurrir a la ayuda de Argentina, que envió suero antigangrenoso. Esto fue repuesto con una devolución en suero antidiftérico producido por el Instituto Bacteriológico”.

La larga historia de avances tecnológicos y médicos en vacunas llegaría a su fin con el retorno a la democracia. A partir de 1970, se dejaron de introducir nuevas vacunas al stock nacional y, más tarde, la Constitución de 1980 relegaría al Estado a un rol subsidiario que, según la investigación de Ibarra y Parada, provocó “un desplome en la fabricación estatal de medicamentos”. Se siguieron fabricando vacunas, pero no hubo inversión en tecnologías, equipamiento e innovación, lo que condenó la producción casi a la obsolescencia. El área de producción del ISP fue cerrada en 2002, aunque quedó stock que se siguió envasando hasta 2004. Así, un año más tarde, se terminaría la larga historia de avances científicos y desarrollo tecnológico que había comenzado casi dos siglos atrás.  

A juicio de Flavio Salazar, vicerrector de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile y director alterno del Instituto Milenio de Inmunología, los gobiernos de la época dejaron morir al sistema de producción de vacunas. En el programa radial  Palabra Pública, el profesor aseguró que “la decisión de contar con una renovación y modernizar todo el sistema se debería haber tomado antes. Se pensó que ese era un tema que podían resolver los laboratorios internacionales y que Chile no era competitivo, con una visión absolutamente de mercado que hoy estamos pagando”.

Una demanda astronómica 

Desde la década del 2000, el stock de vacunas en Chile se ha basado en importaciones de laboratorios extranjeros. Una historia que podría haber continuado sin demasiados sobresaltos si no hubiese sido por la pandemia del SARS-Cov-2 a fines de 2019 y el posterior desarrollo de vacunas como principal tratamiento preventivo.   

El acceso y distribución de las vacunas ha sido uno de los principales desafíos a nivel mundial en la lucha contra el virus. Los países de mayores recursos han acaparado grandes cantidades, lo que se ha traducido en una desigualdad abismal en las tasas de inoculación: 79% de las vacunas han sido usadas en países de ingresos altos y medio-altos, mientras que solo un 0.5% de las dosis ha llegado a naciones de menores ingresos, de acuerdo a cifras de la Universidad de Oxford. 

Para el Dr. Olivier Wouters, académico de la Escuela de Política Sanitaria de la London School of Economics and Political Science, el principal problema es cómo ampliar la producción de vacunas para poder satisfacer la constante demanda internacional. Una solución, dice, sería incentivar la producción nacional de vacunas en países que hasta ahora no contaban con industria propia. “Probablemente es muy tarde para esta pandemia, pero va a haber nuevas pandemias en el futuro”, reflexiona. “Y deberíamos tomar cartas en el asunto antes de que eso pase, o incluso si descubrimos que el covid-19 es algo que llegó para quedarse y que tenemos que vivir con el virus”. 

En este contexto, diversos países que hasta ahora habían dependido de importaciones han decidido ingresar a la producción de vacunas, ya sea de manera independiente o de la mano de empresas extranjeras. Argentina, por ejemplo, produce en sus laboratorios el principio activo de la vacuna Oxford-AstraZeneca, el que luego es enviado a México para ser envasado y distribuido como vacuna. A esto se suma el anuncio, en febrero de este año, del laboratorio privado argentino Richmond, que firmó un acuerdo con el Fondo Ruso de Inversión Directa (RDIF) para producir en el país la vacuna Sputnik V. 

Sin embargo, Wouters también llama a la cautela. “Esto es especulación, pero no parece económicamente eficiente tener a 190 países produciendo vacunas. Los precios podrían subir, ya que las producciones en lugares como Chile pueden resultar más caras que las importaciones. También hay que tener en cuenta que la situación actual es única. No siempre existe una demanda constante y urgente de vacunas a nivel mundial”, advierte. Una opción por explorar, a su juicio, sería desarrollar instancias de cooperación internacional a través de organismos multilaterales que permitan aunar esfuerzos de países que tal vez individualmente no lograrían desarrollar sistemas de producción propios. 

El rector Vivaldi visita la planta productora de vacunas de ReiThera, en Roma.

Nuevas vacunas para Chile

A pesar de que la pandemia ha sido el escenario perfecto para ejemplificar la necesidad de contar con una producción nacional de vacunas, los intentos por retomar esta tradición en Chile datan de antes de la llegada del covid-19. Según Flavio Salazar, cerca de 2015 se le presentó a la Corfo un proyecto para recuperar la capacidad de producción de vacunas, que tenía por sede tentativa los terrenos de la Universidad de Chile en Laguna Carén. Si bien la idea no prosperó en su momento, seis años más tarde ya está en camino a convertirse en realidad.

El 9 de septiembre, la universidad, en alianza con la farmacéutica italiana ReiThera, anunció la construcción del Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas en el Parque Carén, hito que culmina con años de esfuerzo, negociaciones y estudios. Este nuevo espacio tendrá una superficie de 7 mil metros cuadrados y constará de una planta multipropósito con capacidad para producir 100 millones de dosis anuales de hasta cinco productos biofarmacéuticos distintos. El primero será una vacuna contra el covid-19 elaborada con la fórmula de ReiThera, que se encuentra en Fase II de investigación en Europa y que ha demostrado una respuesta inmune en el 99% de las personas inoculadas.

“La primera meta será satisfacer la demanda por vacunas de covid-19 a nivel nacional e incluso regional, pero el proyecto no se agota ahí: el plan también implica, a más largo plazo, dar la posibilidad a otras universidades del país de escalar sus investigaciones a fases clínicas, que es el paso donde la mayor parte de los proyectos se estancan por no existir infraestructura adecuada para continuar con los experimentos. Queremos convertirnos en un apoyo para las instituciones de educación superior, donde puedan encontrar el espacio y herramientas para hacer lotes clínicos y producción industrial de sus investigaciones”, explica el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi.

Para poder ofrecer ese apoyo a otras universidades es necesario desarrollar conocimientos y tecnologías que Chile no tiene en estos momentos, los mismos que se perdieron tras el cierre de la producción de vacunas en el ISP. Y esa es otra de las piedras angulares de la iniciativa, ya que la U. de Chile no será solo un centro de distribución o venta de los productos, sino que se espera una completa colaboración con la farmacéutica italiana en todas las etapas del proceso, desde el desarrollo de ideas hasta la producción.

La alianza con ReiThera marca una diferencia con la institucionalidad original de producción de vacunas en Chile, ya que el proyecto se erige sobre una alianza público-privada —el laboratorio italiano era una compañía privada, pero durante la pandemia el Estado italiano compró un 27% de sus acciones—. Para el rector Vivaldi, esto representa un nuevo modelo de funcionamiento para la ciencia en Chile, “donde tanto el Estado como la empresa invertirán en una infraestructura que impulsará el desarrollo del país, contando a la vez con el apoyo de asociados internacionales que permitan hacer transferencia de conocimientos”, explica. Precisamente, para poder afianzar las relaciones con los nuevos socios, a fines de septiembre una comitiva de académicos acompañó al rector a Italia para conocer la planta productora de vacunas con sede en Roma, cuya estructura es similar a la que tendrá el centro de la Universidad de Chile.

Sin embargo, esta no ha sido la única iniciativa anunciada en Chile. En agosto, el laboratorio chino Sinovac, en alianza con la Pontificia Universidad Católica (PUC) y la Universidad de Antofagasta, anunció que instalará una planta de manufactura de vacunas en Santiago y un centro de I+D en Antofagasta. La diferencia con el proyecto de la Casa de Bello es que en la planta de Sinovac se llenarán y terminarán las vacunas; el resto del proceso se continuará realizando en otros países. Para Salazar, la iniciativa de Sinovac no es contradictoria con la de la U. Chile, pero no es suficiente. “En el fondo, esto igual nos va a hacer depender internacionalmente de otros. Pero sí nos ayuda, nos pone en el mapa, fomenta la investigación y el desarrollo. Nuestro proyecto, que también incluye a la PUC y a otras instituciones, va más profundo, va a intentar recuperar las capacidades del país en el diseño y producción; en todo el espectro que se necesita para generar vacunas”, declaró en el programa Palabra Pública.

Aparte de los avances tecnológicos y las posibilidades científicas que este hito representa, para Cecilia Ibarra hay un tema de fondo que tiene que ver con la responsabilidad estatal en temas de salud pública. “El Estado tiene un rol en la seguridad de la población y en mantener una soberanía sanitaria. Es un asunto estratégico: nuestro país depende totalmente de las importaciones de medicamentos, lo que a su vez depende de la disponibilidad del mercado. Esta situación no solo va en desmedro de la seguridad de la población, sino que limita las posibilidades de desarrollar estrategias de atención en situaciones críticas y en problemas de salud pública”, advierte.

El rector Vivaldi tiene la misma opinión, razón por la que ha impulsado con fuerza el proyecto en Laguna Carén y se ha opuesto a las voces críticas a la inversión científica, las que apuntan a que Chile debería financiar solo las áreas que ya ha desarrollado, como la minería y el sector agropecuario. “Lo que nosotros queremos demostrar desde nuestra universidad es que resulta fundamental impulsar la investigación científica. A pesar de que, por esta vez, resultaron bien las gestiones para obtener vacunas —un mérito del gobierno—, es excesivamente arriesgado dar por descontado que será siempre así”, afirma. “La gran lección que esta pandemia nos deja es que debemos realzar el sistema público de salud, de la atención primaria estructurada, de la investigación científica y del desarrollo tecnológico Nos parece clave que los chilenos entendamos que cuando hay emergencias, el mercado se copa, por lo que debemos tener capacidades flexibles que nos permitan reaccionar con rapidez. Eso, no hay dinero con qué pagarlo”.

Casi dos décadas después del cese de funciones de los laboratorios de vacunas del ISP, Chile se apronta a retomar la producción e investigación interrumpidas. Se estima que el nuevo centro podría estar operativo nueve meses después de conseguir los permisos correspondientes de parte de las autoridades, comenzando así un nuevo capítulo en esta larga historia que comenzó en el siglo XIX.

Tecnología de frontera en Chile

Tras su regreso de Italia, Ennio Vivaldi dio más detalles sobre el proyecto del Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas: “(Esta iniciativa) instalará a nuestro país en una condición distinta frente a amenazas como la del covid-19 y otras que pueden venir; además de otorgarle un carácter de interlocutor a nivel mundial, ubicándolo en las cadenas globales de producción. Al mismo tiempo, se trata de una industria avanzada que no solo genera más empleo y diversidad, sino que crea trabajos de alta calidad y desarrolla una tecnología de frontera. Queremos crear una infraestructura de investigación y producción en el área de biotecnología, que será clave no solo en temas de vacunas, sino en muchas nuevas herramientas terapéuticas, pues la farmacoterapia del futuro utilizará progresivamente más fármacos de origen biológico que químico. Este proyecto mira al futuro convocando a las otras universidades, a las otras entidades estatales, a la empresa chilena y a organismos y empresas extranjeras. Para nosotros es también un ejemplo insuperable de lo que queremos que sea nuestro Parque Carén.

Al mismo tiempo, Vivaldi sostiene que el proyecto también abre una discusión largamente postergada en el país: “En este tema hay una dicotomía de base: ¿debe un país como Chile invertir sustantivamente en desarrollar su ciencia y tecnología? En cualquier caso, me alegro que esta cuestión aparezca por primera vez en forma abierta, explícita. Esto permite aquel debate que se elude cuando se dice que hay otras prioridades, pero que apenas podamos invertiremos en ciencia y tecnología. Desde luego, el razonamiento es muy primario y se basa en una mala entendida división del trabajo. Lo que nosotros queremos demostrar desde nuestra universidad es que resulta fundamental impulsar la investigación científica”.

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