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«Para quienes admiramos la obra de Edwidge Danticat, y consideramos que es una voz literaria fundamental para pensar nuestra contemporaneidad y ampliar nuestro conocimiento sobre la historia y cultura haitianas, es una gran noticia que desde el cono sur del continente se retomen los esfuerzos por traducirla», dice Lucía Stecher sobre Todo lo que hay dentro, último libro traducido al español de la autora haitiano-estadounidense.
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Esta potente ficción de Diego Corvera «desentraña los imaginarios de la violencia, pero también la fuerza de la poesía y la resistencia política y cultural en el Chile de hoy», escribe Lorena Amaro sobre Panguipulli en nueve relatos.
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Este año, la editorial chilena Banda Propia reeditó La ciudad invencible, de Fernanda Trías, libro en el que la escritora uruguaya no solo suma un texto inédito, sino también revisita su escritura, da cuenta de lo que ha cambiado gracias a las movilizaciones feministas desde que escribió el ensayo que abre el volumen, en 2013, y pasa revista de las representaciones literarias de la violencia de género para mostrarnos cómo el campo literario se hizo cargo de acallar lo que los textos gritaban a voces.
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The Art of Banksy: Without limits, la exposición que el GAM dedica a Banksy, el artista británico anónimo, hace pensar que quizá hay un malentendido en lo que respecta al estatuto del arte callejero, advierte el crítico Diego Parra: creer que acercarlo a la experiencia del museo es elevarlo a una categoría incuestionable. Lo que se deja de lado, dice, es el componente más importante: la propia calle y sus reglas.
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«La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de ‘moraleja’ o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual», opina Laura Lattanzi sobre ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze.
Por Laura Lattanzi
Auguste Blanqui, revolucionario francés del siglo XIX, pasó gran parte de su vida en prisión. Encerrado, miró al cielo, único horizonte panorámico posible y comenzó a explorar hipótesis que vincularan los movimientos revolucionarios con los movimientos astronómicos. Escribió un bello libro, La eternidad por los astros (1872), donde desplegó una suerte de materialismo cósmico. Allí, Blanqui nos recuerda que el orden del universo es anárquico, que el tiempo y el espacio son infinitos; que todo está en continua transformación, y que la renovación de los mundos se produce por medio del choque y la volatilización en el campo de lo infinito.
El cine también mira el espacio, justamente allí donde hay luz, movimiento —y calor—, y se pregunta qué vemos cuando miramos al cielo. Curiosamente, o no, hace pocos meses dos películas aparecieron en distintas plataformas de streaming haciéndose esa pregunta. Una es No miren arriba, comedia negra estadounidense que se puede ver por Netflix, donde unos científicos que observan e investigan el cielo descubren una realidad abrumadora: un cometa se aproxima a la Tierra y destruirá la civilización humana. Frente a ello tratan de advertir a gobernantes, empresarios y medios de comunicación, quienes parecen no querer ver el inminente fin del planeta y proponen no mirar al cielo, allí donde la evidencia es demasiado real y angustiosa. Mirar al cielo es, entonces, revelar la evidencia científica. La otra película, con una aparición casi simultánea en la plataforma Mubi, también propone mirar al cielo, pero ya no para identificar allí un destino insoslayable posible de ver gracias a los datos científicos, sino más bien para invitarnos a recordar que la materia del universo del que somos ínfima parte está hecha de renovaciones infinitas, de choques azarosos y fortuitos.
¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze, nos presenta a Lisa y Giorgi, dos habitantes de la ciudad de Kutaisi, en Georgia quienes chocan por casualidad luego de cruzarse tres veces seguidas en la calle. Ella es farmacéutica, él, futbolista: parecen no tener mucho en común, pero se gustan de inmediato y deciden darse cita al día siguiente en un café. Esa noche, sin embargo, un hechizo, algo hilarante, cae sobre ellos, produciéndoles un cambio de aspecto y hasta de sus propias habilidades, haciendo imposible el encuentro fijado. Sin sus facultades para la farmacia y el fútbol, y en otros cuerpos, ambos personajes deambulan por la ciudad y encuentran nuevos trabajos bajo el alero de una misma persona, el dueño de un nuevo café de la ciudad.
La película se presenta así como una fábula que contiene los grandes temas: el amor —imposible—, el azar, el destino, el anhelo. Pero el modo en que se desenvuelve el relato y la cámara de Koberidze no será el de la grandilocuencia, sino el de una poética serena que atiende a los gestos cotidianos. El filme inicia con la salida de unos escolares del colegio, espacio donde luego se producirá el primer encuentro entre Lisa y Giori, el que es registrado con la cámara al ras del suelo, donde hacen su aparición en un plano detalle los pies de los protagonistas, que chocan sucesivas veces equivocando sus caminos.
Pero la cámara no solo sigue la historia de estos improbables y transformados amantes, sino que hace también de la ciudad y sus pobladores los protagonistas de la película. Incluidos los perros callejeros, que también buscan encuentros y disfrutan de los partidos en el verano georgiano, y el resto de los habitantes de Kutaisi, que están siguiendo entusiasmados la Copa del Mundo. El fútbol, una pasión del propio director, ocupa un lugar emotivo y central en el filme, y no solo por el fervor de Giorgi —que además es un fanático de la selección argentina y de Messi—, sino también por el entusiasmo que sucede cuando sus habitantes se encuentran en los bares a ver los partidos o cuando los niños juegan a la pelota y pintan sobre sus espaldas desnudas el número 10 y el nombre de Messi. Uno de los momentos más destacados es cuando observamos a los niños y niñas de la ciudad jugando al fútbol en una escena ralentizada bajo la banda sonora del himno de la Copa del Mundo de Italia 1990 (conocida como Notti Magiche). Hacia el final de la canción la pelota se eleva hacia el cielo, cae sobre el río y es arrastrada por la corriente.
La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de “moraleja” o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual.
¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es quizás una celebración de lo que el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel denominaba la sociabilidad. A diferencia de la socialización, donde los individuos se unen movilizados por determinados intereses u objetivos, la sociabilidad, dice Simmel, se caracteriza porque los sujetos se asocian por el solo hecho de estar juntos, por el solo goce que les produce estar con otros. Pasar el tiempo con otros sin proponérselo, encontrarse fortuitamente en un bar, seguir el movimiento de la pelota de una selección de un país distante, encontrarse con otros mirando el cielo.
Y algo así sucede también con la narración: el director se deja llevar, no impone un relato que se mueve por acciones-reacciones; la cámara sigue a una pelota que se lanza al aire, a un perro callejero; se detiene en unos pies que equivocan sus caminos…
En una entrevista, al director se le consulta el porqué del título de la película. Koberidze comenta que no quería que algún hilo del relato predominara sobre otro, por lo que prefirió referirse a ese momento en el que miramos al cielo, explorando, buscando algo, o solo por el hecho de mirarlo. Y recuerda una imagen que lo emociona mucho: la mirada y el saludo que el actual mejor jugador de fútbol, Lionel Messi, hace mirando al cielo y elevando las manos luego de meter un gol.
Mirar al cielo, observar las metamorfosis de los cuerpos celestes, saberse y apreciarse ínfimo, cotidiano; dejarse llevar por un mosaico de encuentros y desencuentros, rostros, destinos buscados o fortuitos. Compartir un mismo saber sobre el cielo que nos recuerda que el tiempo y el espacio son infinitos, que el mundo celeste está lleno de choques y cruces en continua transformación, que es imposible fijarlo en un único eje. También, y al igual que Blanqui, celebrar el milagro de las renovaciones.
¿Qué vemos cuando miramos al cielo?
Georgia, 2021
150 minutos
Dirección y guion: Alexandre Koberidze
Reparto: Ani Karseladze, Giorgi Bochorishvili
En Mubi
Lo incapturable
«Cómo convertirse en piedra propone pensar el límite entre lo vivo y lo inanimado como una forma de experimentar el tiempo», dice Mauricio Barría sobre la última obra de la dramaturga Manuela Infante, una aguda reflexión sobre la prepotencia humanista y un humanismo masculinizado que se erige sobre una oposición binaria y prepotente entre lo vivo y lo inerte.
Por Mauricio Barría
Manuela Infante es una de las más interesantes directoras de nuestro país. Como en pocos artistas teatrales chilenos, su trabajo responde a un consistente entramado en el que cada obra es un hito dentro de una trayectoria de pensamiento, el continuo de una pesquisa que, de tanto en tanto, se materializa en un montaje. Infante es un buen ejemplo de una artista contemporánea en que la práctica como investigación converge en producción de obra.
Su trayectoria puede quizá describirse en tres grandes períodos. El primero está marcado por Prat y Juana, trabajos sostenidos en textos lúdicos que proponían una lectura de personajes históricos con una cierta ingenuidad. Un punto de giro sucede con Cristo (2008), en la que profundiza esta indagación, planteándose la pregunta de cómo se construye el relato histórico y cómo este proceso repercute en las representaciones sociales. Lo notable, es que la interrogante no está solo a nivel temático, sino en los procedimientos mismos de construcción de la dramaturgia y la puesta en escena. Se inaugura así un estilo de trabajo escénico que podría analogarse a un ensayo literario llevado a escena. Es decir, la teatralidad está en la disposición de materializar conceptos y argumentos performativos sobre un asunto, antes que tratar un tema. Es a partir de este montaje que su trabajo pone el foco en una pregunta artística: cómo la manera de componer una historia es la que determina la particularidad y la ideología de la obra.
Los montajes siguientes continuaron y radicalizaron esta pesquisa: Ernesto (2010) es una deconstrucción de este clásico del teatro chileno: se oscurecía la sala y se convertía en voz la representación de un melodrama que podría ser insostenible hoy. La obra, así, develaba el carácter de dispositivo que tiene también la lógica melodramática. En Multicancha, del mismo año, exploró la resistencia física y la extenuación como condición del entrenamiento de los atletas de alto rendimiento, una potente metáfora sobre la optimización del cuerpo bajo la lógica de una economía de la rentabilidad. En Xuárez (2015) examinó cómo el relato histórico tradicional ha borrado el lugar de Inés de Suárez como “madre de la patria”. El último montaje que realizó con su compañía Teatro de Chile fue Zoo (2013), cuyo punto de partida es la tensión entre humanidad y animalidad bajo la metáfora de los zoológicos humanos que proliferaron en el siglo XIX, para devolvernos la pregunta de qué entendemos por ser humano cuando decimos humanidad y cómo ese concepto se levanta sobre el desprecio de la condición animal. Es esta obra la que abre una tercera etapa en que el diálogo con las ciencias biológicas y cognitivas y las nuevas filosofías posthumanistas funcionan como intertextos. A partir de Zoo, su investigación se torna más abstracta, su teatro más especulativo y, de cierta manera, más complejo en términos de su recepción: luego vendrá la inquietante Realismo (2016), Estado vegetal (2017) y Cómo convertirse en piedra (2021), estrenada en la sala principal de Matucana 100.
Al ingresar ya se vislumbra la escena. Sobre el suelo yacen objetos que parecen representar rocas. Son de material plástico y cubren todo el espacio. Hay una atmósfera agreste. Se destaca el aparataje de iluminación que se emplaza escultóricamente en la escena. Los focos, semi a contraluz, se despliegan en forma de cascada armando un fondo. Del piso, que podría ser también un basural de plástico, emergen cuerpos que encuentran en la pantomima un recurso de expresión. De hecho, la actuación, en general, tiende a ser muy física. Rodrigo Pérez, Marcela Salinas y Aliocha De La Sotta conforman el elenco. Desde el primer momento, nos percatamos de que se rehúye del acto de contar una historia en un sentido tradicional y, por lo tanto, entramos más que a un argumento, a una secuencia de situaciones protagonizadas por cuerpos y voces. El trabajo sonoro es notable. En varios momentos, los actores activan unos samplers que repiten frases que han dicho justo antes, pero que vuelven introduciendo un sentido diferente. En este juego sonoro, que Infante denomina «paisajes sonoros», radica el eje de la propuesta, que se refrenda cuando en una proyección aparece la historia de Eco, el personaje mítico que es convertida en una voz condenada a resonar eternamente entre las rocas. El tema de la muerte, de volverse roca, hueso fosilizado que resiste el paso del tiempo porque se encuentra en otro tiempo, es recurrente. La roca, así, se asimila a la imagen de la voz que percute sin fin aun después de perecer el cuerpo orgánico.
La dramaturgia tiene una forma laberíntica en la que se rompe la correspondencia entre enunciado y enunciador, intercambiándose permanentemente los roles. Lo que sucede es una disociación entre la voz y el personaje que resulta muy estimulante, y al mismo tiempo, va generando un tejido enmarañado. Infante juega con el espectador auditor, articulando y desarticulando este tejido, y a cada vuelta de palillo agrega una nueva capa. Así, la estructura se asemeja también a la amalgama que constituye una piedra si la sometemos a un corte axial. Hay, pues, un entramado horizontal y uno vertical. Tejidos y capas tectónicas. Este juego genera esta experiencia laberíntica que invita a vincularse con otra temporalidad, a dejarse llevar por la duración incondicionada de la experiencia en contra de un orden literario. Infante busca la incapturabilidad del sentido. Más que un texto, hay un repertorio de palabras y frases que se repiten y que, al cambiar de orden y enunciador, construyen un nuevo sentido: un nuevo juego de lenguaje, como diría Wittgenstein. Estamos ante un paisaje en capas, paisaje de situaciones que por momentos se acoplan y coinciden, y en otros se desajustan, provocando desplazamientos de la trama-estrato que nos extravían. Nos sumergimos en una diseminación de posibles líneas narrativas para luego volver a encauzarnos en una posibilidad, anclando la atención en un punto. A fuerza de resonar y repetirse estas frases, comienza a aparecer un relato.
Hay un territorio devastado, no sabemos si en un campamento minero, una zona de sacrificio, en este planeta o tal vez en Marte. Producto del relave o de la extracción de un mineral, la población está contaminada y el síntoma es la sangre verde. Los dueños de la empresa —llamados “los japoneses”— niegan la catástrofe y la tapan ofreciendo a los mineros enfermos jubilaciones suculentas. Uno de ellos se niega, pero finalmente muere, entonces su hija toma su lugar y se enfrenta a los gerentes.
Pero esto resulta trivial, porque con esto Infante trama lo que importa aquí: una aguda reflexión sobre la prepotencia humanista, que se asume como medida de la realidad, un humanismo masculinizado, además, que desde sí establece los criterios de validación de la existencia dentro de un sistema económico fundado sobre criterios biologicistas de desarrollo y crecimiento sin límites, estableciendo una oposición binaria y prepotente entre lo vivo y lo inerte. Así, Infante inserta otro nivel temático: la violencia sobre la mujer que conforme a este humanismo es vista como un objeto tan irrelevante como una piedra. Aquí inicia la operación de transvaloración: pensar la piedra como otra manera de estar en el mundo, un modo no productivista. En esta nueva dimensión, el motor es la resonancia y no el paradigma de la repetición y la diseminación de lo mismo. La emancipación del sonido en el eco significa el fin de un lenguaje de la acumulación, del constructivismo como principio del habla. La coexistencia simple de los que están ahí junto a otro construyendo un vínculo sin voluntad, pero requiriéndose. Piedras de un paisaje en el que no hay jerarquías, pero sí mutualidades. Cómo convertirse en piedra propone pensar el límite entre lo vivo y lo inanimado como una forma de experimentar el tiempo.
Cómo convertirse en piedra
Dirección y Dramaturgia: Manuela Infante
Elenco: Marcela Salinas, Aliocha de la Sotta, Rodrigo Pérez