Plurinacionalidad, el potencial político de los pueblos

Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.

Por Claudio Alvarado Lincopi

Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad. 

No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.  

Inés, ¿podemos vivir juntos? 

Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.    

La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre. 

Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.      

Reconocimiento, el primer paso

Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.

Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.  

Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.

Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge. 

Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.      

La urgencia de superar el multiculturalismo

La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.

Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación. 

Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder. 

Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos. 

¿En qué va la Convención Constitucional? 

Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.      

Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.     

El incómodo silencio de quienes callan en una guerra

El pasado 5 de marzo, la agencia internacional de noticias Efe, único organismo informativo hispanohablante aún en Moscú, anunció la suspensión temporal de sus funciones en Rusia, en medio de una guerra cruzada por la desinformación. Aunque la agencia reculó en su decisión, la noticia causó sorpresa. La situación evidenció los riesgos que corren tanto periodistas como el derecho a la información en contextos bélicos. «Las guerras no solo empujan adelantos tecnológicos, sino también ponen a prueba la forma de comunicar; por lo tanto, de hacer periodismo, con los corresponsales y las agencias informativas, literalmente, en el frente», reflexionan Cristóbal Chávez y Claudia Lagos sobre los desafíos éticos y prácticos del periodismo en tiempos de guerra. 

Por Cristóbal Chávez Bravo y Claudia Lagos Lira

“Desde el punto de vista ético, es muy válida esta afirmación: ‘Ningún reportaje, ni aunque fuera el mejor del mundo, vale tanto como la vida de un periodista’. Pero sólo en teoría. En la práctica, existen muchas profesiones de alto riesgo. El piloto de avión también se expone a morir, pero no por eso concebiríamos ahora un mundo sin el transporte aéreo. ‘No vale la pena arriesgar la vida’, es una opinión muy noble pero poco realista”.
—Ryzard Kapuscinski, “El mundo de hoy. Autorretrato de un reportero”.

“Nunca, jamás, sentí que romper el silencio fuese tan importante”, afirma Mstyslav Chernov, camarógrafo y periodista de la agencia internacional estadounidense de noticias Associated Press (AP), quien junto al fotógrafo Evgeniy Maloletka fueron los últimos equipos de prensa en el bando ucraniano en evacuar Mariúpol, la ciudad sitiada por el Ejército de Rusia, y uno de los territorios más codiciados en este conflicto bélico. El lente de Maloletka capturó los macabros ataques a un hospital materno infantil en esta zona portuaria, material que los medios oficialistas rusos catalogaron como un montaje en Twitter y que le costó la censura, en esta red social, a un funcionario de Putin tras afirmar que el hospital bombardeado era la base de un supuesto batallón ucraniano neonazi. Sin embargo, una crónica de Chernov aportó más detalles de los crímenes de guerra que estaría perpetrando el país euroasiático. “La falta de información en medio de un bloqueo logra dos objetivos. El primero, generar un caos. La gente no sabe qué está pasando y cae presa del pánico. Al principio, no entendíamos por qué Mariúpol cayó tan rápido. Ahora sé que ello se debió a la falta de comunicaciones. El segundo objetivo es la impunidad. Al no haber información, no se ven fotos de edificios derrumbados ni de niños muertos y los rusos pueden hacer lo que les venga en gana. De no ser por nosotros, no se sabría nada. Es por ello que corrimos tantos riesgos, para que el mundo viese lo que vimos nosotros”, agrega.

Las guerras del siglo XX acorralaron las técnicas periodísticas decimonónicas, cuando los relatos cronológicos perjudicaban la cada vez más exigida premura periodística e iban en detrimento de la jerarquización de la información. Los conflictos bélicos demandaban a los corresponsales informar con celeridad los avances y progresos de las contiendas y, en los años de los telégrafos y los cables informativos, si la información se interrumpía, la pirámide invertida aseguraba, al medio que recibía el despacho, obtener la información más relevante. Las agencias informativas desarrollaron, perfeccionaron y consolidaron este método inductivo, es decir, de lo general a lo particular en una noticia. Y la agencia AP, la misma de Chernov y Maloletka, fue la primera en incorporar la técnica en sus primigenios manuales de estilos, lo que impulsó su expansión. Las guerras no solo empujan adelantos tecnológicos, sino también ponen a prueba la forma de comunicar; por lo tanto, de hacer periodismo, con los corresponsales y las agencias informativas, literalmente, en el frente.

En Chile, los años marciales de la dictadura de Pinochet también pusieron a prueba a los periodistas y, tal como en Ucrania, los corresponsales debieron torear los vaivenes de la censura. Los corresponsales de la agencia internacional de noticias española Efe recuperaban en basureros públicos y en estanques de agua de baños de restaurantes microfilms meticulosamente guardados por opositores al régimen que informaban sobre las protestas masivas contra la dictadura o sobre los detenidos por la policía secreta del régimen. Ser descubierto en ese acto podía costarle la vida al periodista, quien solo por informar ya era considerado un enemigo. También temieron en varias ocasiones que las pistas fueran una trampa de los mismos agentes de Pinochet y, en vez de una cinta, apareciera una bomba. Todos los cables informativos de las agencias internacionales eran revisados por los funcionarios de la Dirección Nacional de Comunicaciones (Dinacos) y desde las lúgubres salas de esta división telefoneaban a los corresponsales y delegaciones residentes que la dictadura consideraba “comunista”, en una lista que encabezaba Efe. Con botas y fusil en mano, los corresponsales en Chile (sobre)vivieron arrestos arbitrarios, expulsiones, hostigamientos, censuras, ataques físicos y amedrentamientos, así como allanamientos y cierres de oficinas. Algunas de esas historias pueden revisarse en el libro editado por Orlando Milesi, quien fue corresponsal de ANSA; en el de Carlos Dorat y Mauricio Weibel y en los informes anuales del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), que las documentó detalladamente en esos años de plomo.

La memoria periodística no debe olvidar el asesinato del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, ejecutado en pleno centro de Santiago el 29 de junio de 1973 mientras filmaba el primer intento de golpe contra Allende, recordado como «tanquetazo». El corresponsal filmó su muerte, porque el lente de su cámara apuntaba directamente a su verdugo. La cinta sobrevivió a la censura y registró el asesinato a mansalva. Los corresponsales de las agencias internacionales suelen ser periodistas sagaces con reporteros gráficos o camarógrafos ubicuos que capturan el instante preciso y así, a veces, cambian el rumbo de las historias. En equipo, suelen eludir las censuras y desplegar diversos subterfugios para comunicarle al mundo lo que está ocurriendo durante un conflicto bélico o en medio de una crisis social. En ocasiones, son los únicos presentes en terreno y contribuyen a sostener el derecho a la información por sobre los discursos oficiales.

Periodista cubriendo protestas en Kiev, Ucrania, en febrero de 2014. Crédito de foto: Mstyslav Chernov.

El 5 de marzo de 2022, y por primera vez en medio siglo de funcionamiento en Rusia, la agencia Efe anunció que suspendía temporalmente su actividad informativa en ese país “como consecuencia de la aprobación de una nueva ley que prevé penas de hasta 15 años de cárcel por diseminar lo que las autoridades puedan considerar información falsa en relación con la guerra en Ucrania”. Hasta entonces, Efe era la única agencia noticiosa internacional en español reporteando desde Moscú. 11 días más tarde, la agencia hispanohablante más grande del mundo reculó y reanudó su actividad informativa en Rusia después de analizar el contenido y las consecuencias para el trabajo periodístico de la nueva ley rusa. La suspensión parcial de Efe en Rusia provocó un incómodo silencio en una agencia informativa que, por definición, callar no está entre sus opciones.

El premio Nacional de Periodismo chileno Abraham Santibáñez advirtió en un lúcido texto en 1974, apenas un año después del golpe de Estado, que no importa cuál sea el medio utilizado para ponerse en contacto con él, el ser humano seguirá necesitando la ayuda del profesional que lo sitúa en un contexto, que le explica las grandes corrientes ocultas en la avalancha noticiosa. A casi medio siglo, esa avalancha noticiosa es inconmensurable y oculta la veracidad de la información en infinitas formas entre las redes sociales digitales y aplicaciones de mensajería. Nunca se necesitó con más urgencia el contexto. Sea en el campo de batalla en Ucrania o en su frontera con Polonia; sea en los centros cívicos de Moscú o prestando atención a las comparecencias de las autoridades rusas. Y, en ambos casos, la muerte acecha al corresponsal. Pero la labor del corresponsal puede, también, contribuir a torcer el rumbo de los eventos, como la fotografía de la mujer embarazada en Mariúpol; la de Thi Kim Phuc, la niña quemada con napalm en Vietnam, foto de Nick Ut (también de AP) o el trabajo de la fotorreportera Dickey Chapelle, cuyo lente fijó en la memoria colectiva varias imágenes de Vietnam para National Geographic y, otra vez, para AP. El reportero chileno, Héctor Retamal, de AFP, entraba mientras todos salían de la ciudad china de Wuhan, ad portas de la pandemia y sin esas fotos hoy, también, sabríamos menos de esos primeros días virales. No obstante, entre los bailes de los soldados en el campo de batalla en Tik Tok y escrupulosos mensajes en Twitter sobre la guerra, usuarios en diferentes redes sociales digitales insisten en que la foto de la embarazada en Ucrania es un montaje. Parece que el contexto no es suficiente, pero replegarse y contribuir a zonas de silencio informativo tiene resultados similares a la ejecución de un fotoperiodista ejecutado mientras captura en imágenes a su verdugo.

Agencias y (des)orden mundial de la información

«Yo escribo, anoto la historia del momento, la historia en el transcurso del tiempo. Las voces vivas, las vidas. Antes de pasar a ser historia, todavía son el dolor de alguien, el grito, el sacrificio o el crimen«
Svetlana Alexievich, «Los muchachos de zinc».

“Cuando uno está metido en medio de una guerra, la propia situación hace que se sienta tan compenetrado, tan emocionalmente ligado a sus compañeros de fatigas, que acaba por identificarse con el bando al cual ha acompañado desde el principio. Por eso toda crónica de guerra está condenada a contener ciertas dosis de subjetividad, fruto de la implicación personal del cronista. Lo que sí se debe tratar de evitar es el peligro de caer en la ceguera y el fanatismo”, señalaba Kapuscinski. La deontología de la profesión se empantana aún más durante la cobertura de conflictos bélicos. Las audiencias acusan que los enfoques son sesgados, europeístas y exiguos. Y, como desde los albores del periodismo, no existe una fórmula taxativa y definitiva para orientar la información, y menos en una guerra, más allá de informar sobre los avances de las tropas y las ciudades tomadas.

El curtido reportero chileno Santiago Pavlovic apunta, al igual que Kapuscinski, que la mirada de un enviado especial a un conflicto está cruzada por sus ideas, creencias y lo que considera ético y moral. En la búsqueda de esa veracidad los pilares suelen ser la protección a la vida y los derechos humanos y el mismo derecho a informar, como narrar sobre un hospital bombardeado y agotar todas las instancias para conseguir que el mundo lo sepa. Incluso, la imagen por sí sola no es suficiente con la contumaz masa de internautas. El contexto es perentorio y solo lo puede entregar, con la inmediatez que necesita un medio, el corresponsal en terreno, quien permanece en el anonimato, por sobre los rostros de una cadena televisiva o el cronista estrella de una revista, pero que rompen el primer cerco informativo. Como señaló Chernov, romper el silencio nunca fue tan importante como ahora.

La imagen mítica del corresponsal extranjero ha sido romantizada y reforzada por la literatura, académica biográfica o testimonial, y por los medios en general. El ya fallecido Walter Cronkite, hombre ancla de la cadena estadounidense CBS por casi dos décadas, decía que no hay nada más glamoroso en el campo periodístico que ser corresponsal de guerra. En el caso chileno, el material promocional histórico del programa de reportajes de TVN, Informe Especial, ha retratado a sus enviados especiales al centro de su propuesta informativa y de marketing. En 2003, por ejemplo, el equipo de Pavlovic, Rafael Cavada y el camarógrafo Alejandro Leal fue protagonista del material promocional debido a su cobertura en terreno en Irak como el único equipo periodístico chileno en la zona. Los afiches y videos promocionales del programa los retratan como héroes, encarnando un periodismo de alto riesgo y 24/7.

Sin embargo, las características de la producción noticiosa internacional están mucho más alejadas de los estereotipos del corresponsal tipo Hemingway y se concentran, más bien, en el carácter colectivo y las barreras obvias de reportear en países con otras costumbres, otros idiomas, otras redes de poder distintas a las que un periodista puede acceder en su contexto nacional.

Pero, sobre todo, la cobertura informativa internacional es un esfuerzo colectivo. Colleen Murrell, por ejemplo, ha demostrado el rol fundamental que los equipos y personal locales –fixers– tienen para la producción de información noticiosa internacional en términos editoriales y no solo prácticos (traductores o productores en terreno, por ejemplo). Hoy, solo un puñado de agencias a nivel global -la estadounidense AP, la británica Reuters y la francesa AFP- tienen los recursos financieros para mantener equipos con experiencia en todas las regiones del mundo con el objetivo de asegurar instalaciones y conexiones bien organizadas para informar o, bien, para enviar a sus equipos donde sea necesario. Estas agencias son capaces, también, de transmitir sus cables casi instantáneamente.

El valor de mantener una infraestructura y equipos profesionales de esta naturaleza se hace más evidente si atendemos a la creciente disminución de equipos enviados en coberturas internacionales por medios internacionales o regionales. Desde la crisis financiera mundial de 2008-2009, el rol de los equipos periodísticos asignados permanentemente a una región o país se precarizó debido a los recortes presupuestarios de sus compañías (como fue el caso del cierre o reducción de las oficinas de medios estadounidenses en América Latina, por ejemplo). Se cerraron delegaciones completas, se concentraron en pocas oficinas repartidas a lo largo y ancho del mundo y se recortaron también las prestaciones ofrecidas a los corresponsales, como los costosos seguros de vida o de salud. Se apostó por personal freelance que debe asumir entonces los altos costos que implica ingresar o moverse en regiones o países muchas veces en conflicto. Se ha tendido, también, a descansar en la labor de corresponsales “paracaídistas”, como los enviados por los canales de televisión chilenos a Ucrania o a la frontera polaca. El ciclo noticioso 24/7, la competencia de los usuarios de redes sociales digitales que publican primero, los cambios tecnológicos que facilitan y abaratan los costos de producir contenidos y periodistas polifuncionales (content packagers o empaquetadores de contenidos) han contribuido a horadar la cobertura noticiosa internacional.

De allí la relevancia de las agencias noticiosas internacionales, oficinas y profesionales y soporte técnico en terreno, permanente, con lazos en las comunidades, con una comprensión más afinada y situada del contexto local que la de enviados especiales por pocos días y con redes con fixers y otros colaboradores más o menos permanentes. Como concluye un informe del Reuters Institute sobre el estatus de las corresponsalías, “las agencias de noticias son una de las principales fuentes de noticias en el mundo hoy” y operan como motores de la cobertura noticiosa internacional. Por lo tanto, dice Murrell, las decisiones de las agencias informativas internacionales -qué cubren, cómo, cuánto y desde dónde y con quiénes- impactan en la ecología mediática tanto de medios alternativos como tradicionales; locales y globales. Reportes recientes sobre el estado del periodismo en Siria -sí, el conflicto sigue ahí y es un hoyo negro para el trabajo informativo-, destacan el rol de los videos generados por usuarios, el reporteo en terreno muy restringido a ciertas regiones y acompañadas por voceros oficiales y el repliegue de equipos internacionales e, incluso, locales debido a los riesgos son fenómenos que han contribuido a que sea una zona de silencio informativo. Como dice Alexievich sobre su reporteo en Afganistán: «No quiero volver a escribir sobre la guerra… Y de pronto… Si es que se puede decir de pronto. Estamos en el séptimo año de guerra».

Yanko González: Una juventud que movió lo imaginable

Lo que logró cuajar en el triunfo de Gabriel Boric fue “una comunión intergeneracional”, afirma el antropólogo y escritor, que lleva dos décadas estudiando las identidades juveniles en Chile. Su tesis es que, a diferencia de 1968, los jóvenes detrás de este proyecto político lograron conectarse con las experiencias de otras generaciones, un fenómeno que empezó en 2011. Por eso afirma que “solo es nuevo lo que se ha olvidado”, y lo dice también pensando en las expresiones de la actual extrema derecha chilena, cuyo gusto por el desparpajo sería una “performance cosmética” para despertar más la fe que la racionalidad, una estrategia propia del fascismo categórico.

Por Evelyn Erlij y Francisco Figueroa

No es raro que Yanko González (1971), antropólogo y uno de los poetas chilenos fundamentales de las últimas décadas, haya dedicado buena parte de su vida académica a estudiar la juventud, quizás una de las metáforas más poderosas que moldea una sociedad y su cultura. Tras más de 20 años estudiando las identidades juveniles en Chile en el siglo XX, el exdecano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral y actual director de Ediciones UACh se enfocó en los 70, investigación que dio origen a Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet (Hueders), uno de los libros más aplaudidos de 2021 —ganador del Premio Mejores Obras Literarias en la categoría Escrituras de la memoria— y en el que, aferrado a los descubrimientos históricos que hizo, decidió retomar un concepto espinoso para hablar de esos tiempos: el fascismo. 

“Detrás del libro hay un intento de leer la identidad política de los primeros diez años de la dictadura de una manera más compleja, y si bien no es estrictamente fascismo, mi tesis es que se vive un proceso de fascistización —explica hoy González, doctor en Antropología y autor, entre otros libros de poesía, de Metales pesados (1998)—. Por una deformación antropológica, pero también literaria, me interesa lo que hay más allá de la literalidad. Y si se miran las metáforas que el régimen usó, hay una propia del fascismo categórico de entreguerras, que es la palingenesia o los discursos de regeneración, los que se cristalizan en las políticas de juventud. Lo que plantea el libro, con cierta modestia, es que a través de organismos como el Frente Juvenil de Unidad Nacional se montó una religión política”.

Yanko González. Crédito: Signe Klöpper

Abres con una cita de Hemingway que dice hay muchos fascistas que no saben que lo son, “aunque lo descubrirán cuando llegue el momento”. ¿Por qué la eliges? 

—Creo que existe un núcleo genérico que, más allá de sus permutaciones, podemos distinguir como fascismo. Cuando aparecieron otros regímenes que tenían características propias pero contenían un núcleo fascista, varios autores fueron ampliando las herramientas conceptuales para poder leerlos en clave fascista. La cita de Hemingway me hacía sentido en la medida en que debemos estar atentos a detectar el fascismo donde aparezca. El fascismo siempre ha conseguido que se le relativice y naturalice, y eso impide que se detecte y evite este caballo de Troya antidemocrático, que juega en la oferta democrática de las ideas y se entromete ahí para erosionar el sistema. Y el problema es que eso mueve los límites de lo aceptable. Como Hemingway, soy de los que cree en una educación formal antifascista, que sea capaz de hacer estas distinciones finas y fundadas para desactivar la naturalización estratégica que tiene el fascismo. 

Mencionas que se deja de usar el término “fascismo” en los años 80 en el caso chileno, pero tú lo rehabilitas.

—Lo recupero porque no dan las herramientas para decodificar las dictaduras más allá de “dictadura burocrática” o “autoritaria”. Siempre se dijo: “cómo vamos a encontrar fascismo si no hay un partido único ni una movilización de masas, no hay politización ni religión política”. Yo rehabilito el fascismo no por razones románticas, sino porque encuentro evidencia empírica de que estos aspectos, que son invisibles para algunos cientistas políticos e historiadores, sí existieron. Por eso me enfoco en la juventud, porque a través de ella se demuestra que sí había una religión política, un intento de movilización en torno a un líder; sí había un partido único. Chile es el único caso en América Latina donde había una agrupación que se llamaba Frente Juvenil de Unidad Nacional, que era básicamente la UDI, el gremialismo, apoyado por un órgano estatal, la Secretaría Nacional de la Juventud, para diseminar esta religión, movilizar y entronizar una ideología única y de manera desembozada. 

Para el fascismo las creencias son más importantes que el conocimiento, por lo que la fe y los rituales son fundamentales. Chacarillas quedó como una anécdota, pero esos actos de masas son la espuma del régimen. Se veían como anomalías, como un par de marchas, pero si investigas, notas que hubo actos como Chacarillas en todo el país, que la musculatura de la Secretaría Nacional de la Juventud era enorme, que se intentó instaurar una religión política a través de la sacralización de la juventud y que esos elementos se vinculan con el fascismo de entreguerras. Te das cuenta de que el único fascismo de entreguerras que sobrevive está en España y que a través de la exhumación de archivos desconocidos confirmo que vinieron españoles del Frente de la Juventud para acá a transmitir el know how.

¿Qué relación ves entre esa fascistizacion y la posterior implantación del proyecto neoliberal?

—El fascismo no implicaba un modo de producción o una sociedad distinta, era una etapa reactiva de las élites cuando estaban perdiendo el poder y las clases obreras estaban ascendiendo. Las políticas y movimientos fascistas tenían la capacidad de retener el status quo, por lo que el fascismo era una suerte de reacción ante esa amenaza, y el resultado era el capitalismo llevado a sus extremos. [El sociólogo ecuatoriano] Agustín Cueva ha sido visto como un sujeto exagerado, pero él ya hablaba de un proceso de fascistización en Chile antes del golpe, porque vio que se estaban rearticulando las fuerzas reactivas frente a lo que venía. El golpe es la expresión de ese proceso. Y la expresión de esa fascitización es el neoliberalismo. Las condiciones del capitalismo se brutalizan y por eso se explica tan bien no solo el capitalismo salvaje, sino también el carácter terrorista que asume la dominación de clase: sin la dictadura, el neoliberalismo no se habría implantado. Así podemos explicarnos la reactivación de las fuerzas reaccionarias y el surgimiento de un sujeto tan curioso como Kast y el Partido Republicano: esto pasa luego de octubre de 2019, que termina en una nueva Constitución y una posible reestructuración, sobre todo de las bases económicas. Hay un hilo que es reiterativo: una reagrupación reactiva de las clases dominantes para congelar los privilegios.

Se suele comparar a Kast con Trump o Bolsonaro, como si no hubiera antecedentes de extremismos de derecha en Chile. ¿Se entiende mejor esta radicalización de la derecha si se mira la historia reciente?

—Creo que Jaime Guzmán no solo cristalizó una constitución. Su tentativa fue forjar una suerte de ethos cultural no discutible, una hegemonía cultural perdurable cuando los militares dejaran el poder. Se creía que la disputa fundamental era con una derecha moderna, con Evópoli, Sichel, y de repente aparece este chirrido ideológico, reaccionario y refractario. ¿Quién es Kast? Kast no es un heredero culposo del guzmanismo. Es el guzmanismo. Es el que despierta en la memoria lo que los sectores elíticos reclamaban: no solo el orden, la jerarquía, el tutelaje autoritario o el disciplinamiento policial, también esta suerte de paternalismo moral, esa regulación de los afectos, del lenguaje. Hay un grafiti de 2011 que gatilló mi esfuerzo por reconstruir estas memorias fascistizadas de la dictadura: “Desgumanízate”, decía. Tras el estallido parecía que por fin superábamos a Guzmán, pero en noviembre de 2021 parte del electorado nos devolvió su imagen y semejanza. Kast no es un sucedáneo, transporta la genealogía pura del guzmanismo, una genealogía fascistizada, disciplinaria, autoritaria, nacional, catolicista, patriarcal y neoliberal, que sigue intacta también en nuevos actores como Kaiser y de una manera opaca en Parisi. Qué antiguo puede ser el futuro, ¿no? 

Titulas el libro Los más ordenaditos. Pero si se piensa en la ultraderecha que encarna Kast, Trump o Bolsonaro, parece más asociada, al menos performáticamente, al desacato, a decir lo que se piensa, a cuestionar lo políticamente correcto. Se muestran como “los más desordenaditos”.

—Es parte de las performances cosméticas no solo del fascismo categórico, sino también del posfascismo. Hay que pensar en el uso de la propaganda como un instrumento fundamental para movilizar y despertar la fe más que la racionalidad. Estas manifestaciones estilísticas tienen la misión de movilizar las creencias más que las racionalidades ideológicas. Kast es un sujeto casi nativo de Tik Tok, y lo mismo pasa con otras plataformas e influencers: hay ahí una fuerza grativitatoria comunicacional que intenta atraer sensibilidades a través del desparpajo. Ves elementos claros del intento de rearticular una suerte de mística del desparpajo con efectos narcotizantes de la personalidad, propios de algunas narrativas fascistas. ¿Cuál es el fondo? La jerarquía, el orden, la aristocracia, la igualdad como una negación de la ley natural, el darwinismo social. Las mujeres empoderadas, los inmigrantes, los gays, las minorías étnicas y el plurilingüismo son antinaturales para una concepción fascista, son una fuerza invasora que destruye esta suerte de orden natural. Este desparpajo es casi típico del fascismo, recuerden a D’Annunzio, Marinetti, el futurismo. Es decir, está ese intento de incordiar estéticamente, de provocar, pero detrás hay un fuerte conservadurismo. Es lo que algunos teóricos llaman la revolución sin revolución. 

Hay detrás una mentalidad de guerra que, según dices en el libro, se enquistó en la subjetividad de esa generación que se formó durante la dictadura.

    —Exactamente. Las mutaciones son de forma, pero no de fondo; estas actitudes choras, desparpajadas, no pueden evitar el supremacismo, el antirracionalismo, el antintelectualismo, muy propios del fascismo categórico. Y se actualizan. Así se explica esa antipatía hacia el feminismo, a los movimientos de defensa de la libertad sexual y el temor irracional al otro, ya sea mapuche, inmigrante. También vemos un anticomunismo ramplón. Se vincula con la explotación política del miedo en la que el fascismo canónico y el posfascismo son maestros.

Se usa mucho la palabra “ideología” como algo negativo, se habla de “agenda ideológica”, como si en la ultraderecha no hubiera ideología.

—Claro, está ese discurso de que no se es ni de derecha ni de izquierda. Bourdieu lo dice muy bien cuando habla de instalar un “arbitrario cultural” que parece venido desde Dios, y lo ejemplifica con la forma en que los capitales culturales aparecen en la escuela como legítimos, cuando en realidad no hay cultura legítima: se oculta que esos capitales culturales vienen de las clases dominantes. En la ultraderecha hay un discurso ideológico, por supuesto, pero hay una violencia simbólica que tiene que ver con esconder el origen de esas posturas haciéndolas pasar como neutras. Por eso he estado tomando registros de los discursos de youtubers e influencers de ultraderecha, no solo de lo que ellos dicen, sino de ese fondo no discutible, de la naturalización de ciertas narrativas que son tremendamente peligrosas. 

¿Y qué has descubierto?

—Un indicio preocupante es el desplazamiento de lo decible, como cuando aparece Kaiser diciendo lo que dice. Dicho en poesía, al parecer la jaula estaba adentro del pájaro. Como ese afiche de los años 80 en que aparecería un dictador que salía de la guata de otro y decía “saca al dictador que llevas dentro”. En el fondo, se ha activado esa memoria generacional, esa guzmanización que tenemos en el corazón y que todavía no hemos sacado. Veo indicios de una naturalización de esas políticas fascistas, que hace que esas posturas políticas extremas se vean tan legítimas como cualquier otra. 

¿Qué capacidad tienen esos discursos de conectar con sujetos que se sienten víctimas? 

—Creo que esos discursos van dirigidos a sujetos que han visto erosionados algunos valores, como las comunidades cristianas de diverso cuño o las que creen que la identidad chilena está en un reservorio identitario cultural del campo chileno. El eslogan que tenía la Junta Militar en los primeros años era “reconstrucción nacional”, y eso se vuelve a escuchar hoy. En el caso de la dictadura, se usó a la juventud como metáfora e hipérbole de la reconstrucción de los valores perdidos por el cáncer marxista. El cáncer marxista para estas narrativas hoy es la Convención Constitucional, es Boric. Se busca una recuperación además de la nación patriarcal, de los valores inmutables de la comunidad nacional que han sido corrompidos y destruidos por el estallido. Por lo tanto hay una vinculación lógica con esa idea de la destrucción moral de las jerarquías, de un orden natural. Es importante entender que también hay ciertas prácticas monologantes y autistas en nuestros propios sectores, del cual las burbujas algorítmicas se aprovechan. Necesitamos capacidad de escucha: las palabras de Kaiser que reflotaron están circulando hace dos o tres años. 

La bandera de la juventud, al menos desde 2011, parece estar más en la izquierda que en la derecha, pero la derecha ha sido eficaz en recordar que es un tipo de juventud. 

—Cuando a Boric le preguntan qué es lo que admira en Kast, respondió “la perseverancia”, y cuando a Kast le preguntan qué admira en Boric, dice “la juventud”, y seguidamente lo descalifica porque «tiene mucho que madurar». Es muy interesante cómo se desliza una suerte de inconsciente respecto del capital político que él sabe que tiene la juventud para dotar de mística a un proyecto político. Sabemos que para ese sector es muy importante la idea de regeneración: la juventud es el capital político que ellos añoran. Lo inédito del proyecto de Boric, si es que tenía algo inédito, es que concreta, creo, un anhelo huidobriano: hacer nacer la juventud, transformar a un sujeto meramente identitario en un sujeto político y llevarlo al poder en una alianza interclasista.

Vicente Huidobro pierde como precandidato a la Presidencia en 1925, pero pasa a la historia como el candidato de la juventud. 

—Es curioso, hay un paralelo entre los años 20 del siglo XX y los 20 del siglo XXI: en los dos períodos se busca convertir a la juventud en un actor social en el poder. Este proceso de juvenilización de la política se ha manifestado sobre todo desde 2011. Mi tesis es que el estallido se explica en 2011, es ahí donde ocurre una alianza intergeneracional y esa es la forma en que llega Boric al poder, construyendo una mayoría intergeneracional. Es lo que no ocurrió en los 60. Ahí difiero con Carlos Peña cuando dijo que el estallido era un movimiento generacional. Lo que hay ahí es una estratificación de la experiencia generacional, distintas generaciones que tenían un punto en común que no era el malestar, sino la precarización, partiendo por los temas que se levantaron en 2011 y que movieron lo imaginable, como pasó con la gratuidad. En el estallido se sentían interpelados los mayores con el sistema de pensiones, los jóvenes endeudados con el CAE, la gente de mi edad con el sistema de salud. 

¿Qué crees que representó la candidatura de Boric en ese sentido?

—Hay una comunión intergeneracional que logró cuajarse. No es lo que pasó en 1968, en que las y los jóvenes actuaron tan cupularmente que no lograron conectarse con las experiencias ni con los proyectos de las otras generaciones. Lo de ahora es distinto. Y esto es pura poesía: Boric llega y dice “vamos a firmar el Acuerdo por la Paz de 2019”. Cuando Lagos lo apoya, se agarra de eso: reconoce en ese gesto de Boric un dialogo intergeneracional y se siente representado. El proyecto político de Boric puso profundidad donde antes había superficie. Lo que no tenemos que hacer, tal como lo hace el fascismo, es beatificar a la juventud, porque en realidad no ha estado necesariamente en las posturas más progresistas o en la vanguardia político-social. Ni beatificar ni sacralizar: la izquierda debe mirar a las generaciones subrayando sus puntos de comunión, de alianza. Es ahí donde todo fructifera. 

Elizabeth Lira: «Es muy complicado cuando el miedo de unos es la esperanza de otros»

La psicóloga y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, una de las voces más escuchadas en derechos humanos durante los últimos 30 años en Chile y América Latina, reflexiona sobre el efecto corrosivo del miedo y el negacionismo sobre la convivencia política. Asustados por la pandemia y cargando una incapacidad para tramitar colectivamente los dolores del pasado, sostiene, chilenas y chilenos nos sentimos «crónicamente amenazados» y somos presas fáciles de la manipulación política de nuestras angustias.

Por Francisco Figueroa

“¿Cuánto miedo residual permanece en las estructuras sociales y en las personas independientemente de los cambios políticos ocurridos en la transición? De ser así, ¿de qué manera este miedo residual puede afectar al proceso de transición a la democracia y de manera más permanente a la cultura política chilena?”.

Con estas preguntas cerró Elizabeth Lira (1944) Psicología de la amenaza política y del miedo, coescrito con María Isabel Castillo y publicado en 1991 por el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS), del que fue cofundadora y directora en sus años más influyentes. El libro es un estudio sobre las secuelas de las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura con el que las autoras contribuyeron a comprenderlas no solo como un trauma de las víctimas individuales, sino como un problema ético y político que afectaba y comprometía a toda la sociedad chilena.

“Nunca pensé que tendríamos un factor tan poderoso para reforzar el miedo como lo fue la pandemia. Porque ha puesto la amenaza de muerte ante nosotros, que es la amenaza más grande que tenemos los seres vivos. Cuando te expones a eso te haces vulnerable a ese miedo y angustia. La angustia es una emoción muy fuerte de sobrevivencia, te advierte que estás en peligro. Pero si te sientes crónicamente amenazado, el miedo pierde toda eficacia porque no te permite discriminar si estás amenazado o no. Y creo que, como sociedad, no alcanzamos a tramitar adecuadamente las cosas que nos pasaron”, dice Lira respondiendo a sus propias preguntas de hace 30 años, desde su oficina en el decanato de la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado, en un Santiago tenso y ansioso en la antesala de las elecciones presidenciales del 19 de diciembre.

Elizabeth Lira Kornfeld. Foto: Alejandra Fuenzalida.

Una de sus más recientes intervenciones públicas fue a propósito de la iniciativa, discutida en la Convención Constitucional, para terminar con el secreto de 50 años que pesa sobre los antecedentes y testimonios aportados a la Comisión Valech I, de la que fue comisionada. Firmó una declaración compartiendo la preocupación del expresidente Ricardo Lagos por proteger la privacidad de las víctimas, pero al día siguiente escribió una carta en La Tercera preguntándose si acaso mantener el secreto era la mejor forma de hacerlo.

“No soy muy partidaria de ningún secreto —agrega hoy—, por una razón simple: si es por cautelar la privacidad, eso ya estaba cautelado en la Ley 19.628 de 1999, que establece que esos datos (aportados a la Comisión Valech) no pueden ser publicados a no ser que lo autorice expresamente su titular, que es la persona que declaró. Por eso el secreto es redundante. Me parece que, al revés, hay que dar señales de diferenciar entre cautelar la privacidad de las víctimas y poner en evidencia la información que se tiene sobre el contexto y los victimarios”.

Con todo, Lira no cree que a personas como José Antonio Kast o al diputado electo Johannes Kaiser les sería más difícil relativizar la realidad del terrorismo de Estado (“un agravio a la inteligencia de las y los chilenos, a los jueces, y un agravio a la paz que hemos construido sobre la base de la verdad”, dice) sin el secreto: “no es por falta de información, es porque sus convicciones políticas y sus conceptos morales les hacen pensar que deben reivindicar a quienes cometieron violaciones a los derechos humanos”.

Una de las convicciones políticas que han estado en la base de este tipo de relativizaciones, Lira la encontró en la idea según la cual la violencia de Estado desatada en 1973 era resultado —y en cierta medida, responsabilidad— de la radicalización política de los años 60. Junto al historiador Brian Loveman, la sometió a juicio estudiando los modos en que el Estado había impuesto lo que las clases dirigentes entendían por reconciliación luego de agudos conflictos políticos entre 1814 y 2002. En los tres libros que publicaron sobre la “vía chilena de reconciliación” (Las suaves cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1814- 1932 [1999], Las ardientes cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1932-1994 [2000] y El espejismo de la reconciliación política. Chile 1990-2002 [2002], todos editados por LOM y Dibam) Lira y Loveman concluyeron, contra el mito de la excepcionalidad del golpe militar, que la violencia de Estado había sido una práctica sistemática del régimen político chileno. Su historia debía comprenderse, escribieron, como un orden “donde regía la impunidad como premisa implícita para gobernar”.

*

Hay quienes sostienen que conocer la verdad e impartir justicia no basta, sino que tenemos que comprender, cosa que la izquierda habría evitado al considerar que contextualizar significaba justificar. ¿Qué es lo que necesitamos comprender para no repetir?

—Tenemos que tener conciencia recíprocamente como chilenos de que ciertas cosas producen agravios en los otros. Pero también comprender que hay reciprocidades que no se pueden comparar. Para sectores latifundistas, la expropiación legal del predio era agraviante, pero no lo puedes comparar con el agravio que significa para una familia mapuche que desaparezca su hijo. En la cosmovisión mapuche, para que una persona descanse en paz tiene que haber una serie de rituales que posibilitan que esa persona se pueda reunir con sus antepasados. Si esos rituales no los haces, las personas creen y sienten que el espíritu de ese hijo no descansa en paz. Uno puede compartir o no esa creencia, pero lo que sí tiene que entender es que para esa persona eso funciona como algo verídico, sentido, doloroso, terrible. Lo que escuchamos de algunos sectores que han sido especialmente violentos en esta materia, implica que carecen de toda sensibilidad en la noción de reciprocidad humana, de sentir que si el otro está agraviado, lo que me corresponde es entender por qué.

En 1991 escribiste que “el miedo a la transgresión es la mejor garantía de estabilidad del sistema social y político”. ¿Tiene el auge de discursos autoritarios algo que ver con un intento por reimponer ese miedo que pareció debilitarse con el estallido de 2019?

—2019 le generó miedo, y mucho, a muchos sectores del país, mientras que a otros les generó esperanza. Es muy complicado cuando el miedo de unos es la esperanza de otros, y eso es lo que hay que construir políticamente: que todos tengan la garantía de que van a ser respetados sus derechos. El miedo que se agita en el discurso de hoy implica señalar que tu adversario se convierte en enemigo, es alguien que va a violentar tus derechos hasta el punto de que te va a despojar. Es un discurso que apela a las experiencias de antiguas campañas del terror, pero también a otras concretas como los saqueos durante el estallido.

La derecha invoca el miedo por la supuesta amenaza izquierdista, y el miedo a un triunfo de algo parecido al pinochetismo todavía moviliza a mucha gente por la izquierda. Parece que duró poco la idea de que había una generación sin miedo.

—Mientras a uno no lo amenacen, uno no tiene miedo. Alguien que tiene miedo sin que lo amenacen tiene un trastorno psicológico. Cuando te amenazan, sentir miedo es una repuesta proporcional. Pero también ocurre que la manipulación del miedo genera una amenaza vaga e imprecisa, que toca aspectos que tú valoras mucho, y lo que se genera no es miedo, sino angustia, que es más grave, porque no sabes si lo que están amenazando es tu vida, tu calidad de vida, la posibilidad de pagar tu casa. Otro elemento que ha aumentado el miedo tiene que ver con la delincuencia. Es un miedo sumamente real, que potencia miedos en otras dimensiones más existenciales. El discurso político genera incertidumbres sobre el futuro y potencia esa amenaza porque a diario las noticias abren con los portonazos del día anterior. Y si agregas la amenaza vital que fue y sigue siendo el covid-19, tienes todos los ingredientes, en todos los niveles.

¿Por qué cuesta tanto la valoración política transversal de los derechos humanos?

—Me parece que es un problema de formación, de no haber podido transformar los derechos humanos en un asunto afirmativo y no en algo conectado exclusivamente a las violaciones. La afirmación se hace sobre la Declaración Universal o los distintos tratados y declaraciones de Naciones Unidas, pero creo que el problema de los derechos humanos es instalar una forma distinta de relación social, que es drástica: el otro es una persona, y por lo tanto alguien digno de respeto y reconocimiento, al que no puedo pisotear, insultar, maltratar. Estamos muy lejos de eso. Siento que es casi una visión idealista, pero es el horizonte de transformación que requerimos. Estoy convencida de que la única instalación de los derechos humanos es crear una nueva forma de relación social, donde no se trata solo de las mujeres, niños, discapacitados, las y los diversos, se trata de todos.

Escribiste que, en ciertos contextos de violencia política, para las comunidades de víctimas el futuro pierde capacidad de movilizar, por el peso del pasado y la injusticia. ¿Influye eso en lo difícil que ha sido universalizar una cultura de derechos humanos?

—Hay varios problemas contradictorios. Uno es que nunca en la historia del país habíamos tenido tal número de víctimas. Cuando la gente no logra tramitar eso desde el punto de vista emocional, moral y político, es difícil superar los efectos psicológicos. Si uno piensa cuánto de la movilización emocional que estaba detrás del estallido social tiene que ver con un acumulado de injusticias que no son tramitadas políticamente… Hace mucho rato que no tramitamos políticamente las injusticias. Se viven subjetivamente, en las familias: rabias, frustraciones, envidias. En algunas personas se transforman en un proceso de aprendizaje, reflexión, opción política, y en otras no, porque no tenemos educación cívica ni en la escuela ni en ninguna parte, no tenemos noción de corresponsabilidad: ni climática, ni del espacio, ni del agua, ni de la convivencia. Eso nos está pasando la cuenta.

¿Cómo se tramita políticamente eso?

—Creo que reconociendo lo que ha ocurrido y permitiendo que las personas puedan transformarlo. La organización de las víctimas en los casos de detenidos desaparecidos posibilitó que el problema fuera reconocido por la sociedad. Pero a pesar de esto y de la mesa de diálogo, tenemos hoy alrededor de 1.497 casos de desaparecidos, de los cuales solo 330 han sido encontrados e identificados. El resto sigue pendiente.

Esta es la primera vez que una candidatura presidencial que pasa a segunda vuelta —la de Gabriel Boric— propone con claridad la instalación de una comisión calificadora permanente y un plan nacional de búsqueda de personas detenidas desaparecidas. ¿Son medidas que permiten construir una verdad histórica con bases más solidas?

—Son excelentes medidas. La comisión permanente debió haberse hecho hace 10 años. La gente se toma mucho más tiempo que el que se les da a las comisiones para ponderar si habla o no. A mucha gente, sobre todo en el campo, el miedo la silenció. Cuando recorres las sentencias de los casos de campesinos desaparecidos y ejecutados, sobre todo en el sur, te das cuenta de que el miedo a que murieran otros miembros de la familia paralizó a esa gente, incluso después de terminada la dictadura. Por eso es tan apelable el miedo: es algo que está latente, por distintos motivos es una emoción que todos tenemos.

*

De vuelta a las preguntas que la inquietaban hace 30 años y que cobran actualidad hoy, Elizabeth Lira vuelve sus pasos sobre las dificultades de la sociedad chilena para “tramitar sus miedos crónicos”, dice. “Nos hacen trampa ciertas visiones ideológicas, que no son políticas, sino que son ideologías sobre las relaciones humanas. Cuando la gente cree que vive mucho mejor si no piensa en el pasado, en los conflictos; si en lugar de sentarse con los hijos a hablar sus experiencias y enojos entre unos y otros, se echa la mugre bajo la alfombra. Eso es muy común en Chile: no tenemos costumbre de pedir disculpas, de pensar seriamente si hemos agraviado a otros.Creo que los chilenos tenemos muy poca conciencia del valor de la convivencia en paz. Si me creo el cuento de que el otro es mi enemigo y empiezo a ver enemigos en mis vecinos, muy rápido puedo pensar que la solución para vivir en paz es exterminar a mi vecino”.

Echarle la culpa al otro por todo es algo muy claro en el discurso político actual.

—Detrás de eso está la idea de que tienes que poner en el afuera, en el otro, en el enemigo, la amenaza y el miedo para generar cohesión. Y creo que eso tiene visos de resultar, porque se conecta con los miedos reales de las personas. Si no conectara, esas palabras caerían en el vacío. Vi en la tele que trajeron a un venezolano para que dijera que Boric era comunista, y que «si no era comunista, iba a terminar siéndolo». Volvieron las campañas del terror ¡de los años 30! Es el mecanismo más básico que ha tenido la historia política. Hay un chiste muy antiguo: dicen que cuando Stalin estaba muriendo, llamó a Nikita Jruschov y le dijo “te voy a dar las claves para gobernar: cuando tengas el primer conflicto abre este sobre, cuando tengas el segundo conflicto abre este otro”. Se murió, y cuando Nikita tuvo la subversión en Hungría, abrió el primer sobre. Decía: “échame la culpa a mí”. Entonces empezó el proceso de desestalinización y todos se fueron a defenestrar a Stalin. Pero cuando vino el conflicto de los cohetes entre Cuba y Estados Unidos, Nikita abrió el segundo sobre. Decía: “prepara otros dos sobres para tu sucesor”.

Elisa Loncon y Jaime Bassa: Una diversidad que está cambiando la historia

En su estreno en UchileTV, el programa Palabra Pública. Letras para el debate tuvo como invitados a la presidenta y al vicepresidente de la Convención Constitucional, dos meses después de la inauguración de este histórico organismo. En esta conversación distendida, más lejos de la contingencia que les ha tocado enfrentar desde que comenzó su labor, Elisa Loncon y Jaime Bassa se refirieron a las dificultades personales que han atravesado y a los sueños que buscan plasmar en la nueva Constitución.

Por Jennifer Abate

No han sido pocos los desafíos que ha enfrentado la Convención Constitucional. A las negligencias del gobierno que dificultaron su instalación, le siguieron disputas internas y los hechos lamentables relacionados con la falsa enfermedad del convencional constituyente Rodrigo Rojas Vade. Sin embargo, Elisa Loncon, su presidenta, y Jaime Bassa, su vicepresidente, no pierden el entusiasmo, aunque parezca difícil en medio de las dificultades lógicas de un proceso inédito en el país. Ambos académicos de universidades del Estado, con múltiples títulos y experiencias a su haber —Elisa Loncon es doctora en Humanidades de la Universidad de Leiden, Holanda, y en Literatura por la PUC, mientras que Jaime Bassa es doctor en Derecho de la Universidad de Barcelona, España—, en esta conversación ahondan en sus reflexiones sobre un proceso de reposicionamiento de la diversidad y de lo público que creen que transformará el futuro de Chile.

¿Cómo evalúan estos casi dos meses de trabajo? En lo personal, sobre todo, ¿qué ha sido lo más difícil de este proceso?

Elisa Loncon (EL): Para nosotros, la evaluación es positiva. Fue un desafío, porque no sabíamos cuánto nos iba a exigir en lo personal instalar la Convención y lo fuimos enfrentando paso a paso. Lo más complicado fue pasar de ser una académica que trabaja con alumnos, con grupos muy pequeños, donde uno tiene una relación académica, de profesora; a tener una relación con lo público, donde lo que uno dice o no se evalúa y hay gente que te está mirando siempre. Eso ha sido para mí lo más complejo.

Jaime Bassa (JB): La verdad es que trato de no pensar mucho en eso. Trato de no pensar que una entrevista como esta la van a ver o escuchar no sé cuántos miles de personas. Creo que una de las virtudes del equipo que tenemos con Elisa, con la lamngen presidenta, es que vamos a nuestra oficina, hacemos nuestro trabajo, conversamos, planificamos, proyectamos; pero es básicamente un trabajo, un encargo que nos han hecho los pueblos y cada día yo, al menos, lo enfrento desde esa perspectiva. Ahora, claro, ha sido un mes y medio superintenso, que ha tenido distintas emociones. Las primeras semanas fueron muy, muy duras, y creo que el temor al fracaso del proceso constituyente frente al vacío de los primeros tres, cuatro días fue realmente un peso para nosotros, para nosotras, pero progresivamente, con el andar de las semanas, esto se ha ido consolidando y hoy tenemos una Convención que tiene un muy buen funcionamiento en el Pleno, en las comisiones, con equipos de trabajo muy afiatados.

Se ha relevado la diversidad de la Convención: hay personas que provienen de la representación tradicional de los partidos y otras que nunca antes habían estado en los espacios de poder. ¿Cómo se convive y cómo se llega a acuerdos entre quienes piensan distinto y quieren cosas diferentes para nuestro futuro?

EL: Si uno pudiera fotografiar esa diversidad, yo creo que la imagen del Chile que construye y hace la política cambia. Porque estamos llamados a trabajar, a escribir la nueva Constitución, y eso implica un posicionamiento político en cuestiones básicas como los derechos sociales o el derecho a ser distinto. Aquí eso tiene nombre y tiene cuerpo. Hay gente de todas las regiones; hay diferencias etarias, hay personas muy jóvenes; hay mujeres que tienen aires de luchadoras. Si todo eso se pudiese fotografiar, desde ya se modifica la historia de este país. No son solo los señores con corbata —porque también llegan señores con corbata—, es entre todos que estamos escribiendo la nueva Constitución. Hay que atesorar esa diversidad como parte de nuestra historia; una historia que siempre ha existido, pero que por diferentes mecanismos fue invisibilizada.

JB: Es verdad. Creo que es superinteresante notar que aquí se produce una tensión, una especie de desajuste, porque la Constituyente es sin ninguna duda el órgano de representación popular más representativo que hemos tenido en la historia de Chile. Entonces, claro, las personas que estamos hoy día en la Convención ocupamos espacios que históricamente habían sido ocupados no solamente por otras personas, sino que para otros fines. Siempre me emociono un poco, se me pone la piel de gallina cuando hay constituyentes que desde el hemiciclo hacen referencia a las decisiones que históricamente se han tomado en ese mismo espacio para reprimir a los pueblos. Para reprimir al pueblo mapuche, por ejemplo, o para perseguir a la disidencia política. Me parece que la fricción que se está dando tiene una potencia transformadora porque valoriza la democracia no como el resultado al cual se llega después de una conversación —la famosa lógica de los consensos de los 90—, sino como un espacio donde se reivindica la diferencia, porque la democracia supone que seamos diferentes para que podamos realmente dialogar desde la diferencia y desde ahí construir algo en común.

Elisa Loncón y Jaime Bassa. Crédito: Felipe PoGa

Pero así como hay quienes celebran esta diversidad, para otros parece desconcertante, al punto de que hemos escuchado y leído expresiones discriminatorias contra convencionales. Parece nacer un nuevo país que valora lo diverso, pero también vemos revolcarse uno que no termina de morir, que estaba más acostumbrado a las formas tradicionales y elitistas en la política. ¿Cómo lo ven ustedes?

EL: Creo que son los resabios de este Chile que marginó y oprimió expresiones de los pueblos, y eso está instalado, porque todo lo relacionado con la institucionalidad de la república tiene una inspiración muy oligarca, muy de la élite que gobernó y definió la política de este país, que condenó a los diferentes, a los pueblos originarios; y eso se reprodujo en la cultura y en políticas definidas sin la participación de las regiones, de los pueblos, de las mujeres, de las diversidades existentes. ¿Cómo va a nacer el nuevo Chile? Con nuevas institucionalidades que se determinen y definan a partir de este relato de la casa común que va a ser la Constitución. Por ejemplo, hoy existe muy poca conciencia sobre el cambio climático y el vínculo con la naturaleza. En Chile tenemos referentes donde apoyarnos, tenemos prácticas desde las naciones originarias que establecen vínculos de relaciones, donde la naturaleza se respeta como un ser vivo, donde el bosque, la montaña y el agua son seres vivos. Entonces es momento de que este Chile, a partir de estas discusiones, de esta inclusión, de este bagaje de riqueza, de diversidad que tenemos, se valore.

JB: Estoy muy de acuerdo con eso. Cuando aparecen las personas odiantes en redes sociales siempre digo, medio en broma, medio en serio, que estos cambios sociales que estamos empujando también son para ellos, para ellas. A esas personas que tanto les cuesta aceptar la diferencia y que tanto se niegan a convivir desde la diferencia también hay que decirles que a ellos les va hacer bien. También van a crecer, van a vivir en un país mejor. Cuando uno habla de educación gratuita y de calidad, estamos elevando los estándares culturales de todo el país, no solamente alivianando el bolsillo de ciertas personas. Creo que a esas personas también hay que trasmitirles, como lo ha hecho Elisa muchas veces, hablando desde el corazón, que estos cambios que estamos empujando también son para ellos. A pesar de que no los quieran, también son para que sus hijas e hijos puedan vivir en un país más justo, inclusivo y democrático. Quisiera de alguna manera trasmitirles que al menos yo tengo la impresión de que hemos llegado a un punto de no retorno en materia de transformación y cambio social.

¿Qué es lo que quisieran instalar sí o sí en la nueva Constitución? ¿Cuál es el principio ineludible por cuya inclusión van a luchar?

EL: El principio de la plurinacionalidad. A nosotros nos gustaría que en Chile se incorporen todas las naciones originarias. La nación chilena es una más entre las otras preexistentes al Estado; las otras fueron excluidas e invisibilizadas, y no se respetó su derecho político de tener el espacio de decisión que les corresponde dentro de este país. Hemos tenido varias comisiones que nos han acercado a sectores que han estado muy postergados en la política y en la construcción de este Chile. Es sobrecogedor el relato de marginación de los pueblos. Y eso no puede seguir ocurriendo en un país que se reconoce diverso, múltiple y que respeta fundamentalmente los derechos humanos. Yo creo que la incorporación de la plurinacionalidad nos va a llevar también a reconocer los derechos de la naturaleza, de los ríos. Necesitamos la plurinacionalidad para la convivencia, para que nunca más exista esta marginación. Y también porque esas diversidades están aportando contenido para una convivencia distinta con la naturaleza y para un buen vivir entre nosotras, los hombres y las mujeres.

JB: Un poco en la misma línea de Elisa, creo que algo importante que hay detrás de todo esto es una demanda estructural y transversal por participación, una participación que tiene una dimensión política, pero también, y especialmente, una dimensión económica, social y cultural. ¿En qué sentido? El ejercicio de la ciudadanía en Chile está muy condicionado por una serie de factores que excluyen de la plena ciudadanía a diferentes grupos sociales; grupos que, si uno los considera en su conjunto, terminan siendo las grandes mayorías del país: trabajadores, mujeres, pueblos originarios, diversidades sexuales, niños, niñas y adolescentes; personas mayores, personas con discapacidad, migrantes. Son todos sujetos políticos que, si bien formalmente pueden ser titulares de los mismos derechos, en la práctica las condiciones materiales y estructurales para el ejercicio de esos derechos los dejan fuera del pleno ejercicio de la ciudadanía. Yo creo que uno de los principales desafíos del proceso constituyente es lograr una participación inclusiva que permita identificar las barreras de la ciudadanía y derribarlas.

Ambos son académicos de universidades del Estado. En los últimos años estas instituciones se han vuelto fundamentales para Chile, porque se ha recurrido a ellas en busca de acompañamiento y de un conocimiento más situado en las necesidades del país para, por ejemplo, encontrar salidas a la revuelta de 2019 o a la crisis social y sanitaria provocada por el Covid-19. ¿Creen que hoy Chile está en condiciones de volver a privilegiar la educación pública?

EL: Sí. Fíjese que nosotros llegamos a la presidencia sin una institucionalidad, pero llegamos con resortes públicos instalados en la formación, en la conciencia. Yo también vengo de una escuela pública, de un liceo público y de una universidad que en tiempos de dictadura fue fragmentada y en la que se impidió lo público. Sin embargo, nosotros, el pueblo de Chile, no tenemos más garantías que lo público para asegurar una calidad educativa. Llevamos treinta años de una privatización paulatina de todo lo público: educación, salud, pensiones; y ese ha sido el daño más grande que se le ha causado a este país, ya que ha impedido que los sectores más representativos tengan acceso a una mejor calidad de vida. Todo se ha elitizado. Si queremos un cambio en la sociedad, si queremos terminar con los cordones de pobreza y marginalidad, no tenemos otra alternativa, creo, que potenciar lo público.

JB: Yo creo que estamos en un momento histórico bien importante de cambio de ciclo. Ese ciclo neoliberal que empezó a fraguarse en la década de los 50 y 60 con esos convenios entre la Escuela de Chicago y la Escuela de Negocios de la Universidad Católica, y el modelo que se instaló luego del golpe de Estado y que desplegó sus efectos durante la década de los 80 y los últimos treinta años hasta la revuelta. Creo que el hito de octubre de 2019 está precedido por un ciclo de protestas previas importantes: el mayo feminista de 2018, la revuelta estudiantil de 2011, el pingüinazo de 2006, las demandas medioambientales de 2010, entre otras. Pero la revuelta marca un poco ese quiebre de una forma de convivencia social caracterizada por un determinado modo de acumulación de la riqueza, del poder, del capital, que a su vez es el reflejo de una forma de acumulación de la pobreza, del malestar y del despojo. Estamos en un momento histórico de cambio de ciclo, en que ese periodo marcado por la radical sobrevaloración de lo privado empieza a ser reemplazado progresivamente por una reivindicación de lo común, de los bienes comunes, de la naturaleza, de las instituciones permanentes de la república, como las universidades estatales, que ponen al servicio de la sociedad, de los pueblos, distintas formas de conocimiento académico, ancestral, popular, y distintas formas de relaciones políticas y sociales.

Michel Lussault, teórico del “geopoder”: ”Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento”

Profesor de Estudios Urbanos en la École Normale Supérieure de Lyon y miembro del Laboratorio de Investigación sobre Medio Ambiente, Ciudades y Sociedades UMR 5600, del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), Lussault es uno de los principales especialistas de lo que se conoce como el Antropoceno urbano, rama de estudios desde la que se busca repensar las formas de habitar en estos tiempos marcados por el cambio global. En esta entrevista, habla sobre ciudadanías transnacionales, sobre cómo el régimen del encierro legitimado privilegia la desconfianza, y afirma que Chile es un ejemplo que contradice el dogma neoliberal “no hay alternativa”.

Por Ximena Póo F.

En esta larga conversación entre tres idiomas, el reconocido geógrafo Michel Lussault (Tours, 1960) se refiere al Antropoceno como máquina de la desigualdad, pero también a la esperanza que implica seguir resistiendo y actuando en contra de un neoliberalismo depredador que él conoce muy bien. Cuando las miradas del mundo se fijan en las alternativas que en este país del sur del mundo se han desplegado en calles, aulas, plazas, cabildos y ahora en la Convención Constitucional, este diálogo nos ofrece un tiempo para hablar de las “espacialidades” que hemos construido a nivel global y que sostienen la existencia social y, en particular, de ese “espacio intermedio” donde se fisura lo que parece infranqueable. Asimismo, nos hace pensar creativamente en las disputas que surgen en el ámbito de lo que él ha denominado el “geopoder”:

Michel Lussault. Foto: A di Crollalanza.

—Llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legitimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial —explica el teórico francés, fundador y director de la Escuela Urbana de Lyon, institución dedicada al estudio del Antropoceno urbano. Si bien advierte que el cambio global, como se denomina a la suma de cambios ambientales derivados de la acción humana sobre el planeta, aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales, también cree que la lucha contra este fenómeno es prometedora. Abordar el Antropoceno y enfrentarse al futuro, dice, significa derribar el dogma thatcheriano de “no hay alternativa” y garantizar que existan muchos caminos, sostiene Lussault desde la esquina optimista que a veces no se suele mirar.

Usted ha reflexionado sobre el “geopoder” como sistema, considerando que el espacio, que los territorios, son físicos, simbólicos y metafóricos. Una de sus principales fuentes es Hannah Arendt. ¿Cómo influye en sus construcciones teóricas?

—“Geopoder” es un concepto que he creado a partir del “biopoder” de Michel Foucault. Pero el punto de partida de mi pensamiento se encuentra en Hannah Arendt. Trato de demostrar que el espacio sostiene la existencia social: es la disposición de materiales e ideas por la que las vidas humanas son posibles. No se trata de una condición abstracta a priori, sino de lo que vectoriza y subyace a la experiencia humana por excelencia: la práctica espacial de la cohabitación concreta (lo que yo llamo “espacialidad”) con otros individuos, así como con lo no-humano, los objetos, las cosas. Por esta razón, el ser humano está siempre en un “devenir” espacial, pues esta convivencia es una actividad incesante, una “aventura del acto”. El ser humano está hecho de espacialidades que tejen su existencia. La convivencia, sin embargo, es una actividad difícil. La menor de las interespacialidades —es decir, la relación entre seres humanos separados y distantes— enfrenta al individuo con otras realidades con las que se relaciona. Esto nos devuelve al fundamento de la dimensión espacial de la política, si aceptamos el uso que un geógrafo puede hacer de las reflexiones de Hannah Arendt: el hombre es a-político; la política se origina en el espacio intermedio y se constituye como una relación. Para Arendt, el campo político surge de la organización de cualquier grupo humano en una reunión de entidades distantes y del imperativo de poner en marcha procedimientos para tratar este problema primordial.

Es “el entre” de Arendt, la idea del intermedio.

—Hannah Arendt llama nuestra atención sobre este espacio concreto, relacional, lingüístico y simbólico que separa a los individuos física, psicológica y mentalmente, y nos propone soluciones para establecer los vínculos necesarios para la vida social. Este principio separador constituye, por tanto, un elemento movilizador, a la vez que una restricción y un recurso, porque al apoyarse en lo que Arendt llama el «entre», los humanos construyen la posibilidad misma de vivir juntos. Esta noción de lo intermedio es importante. Para Arendt, las leyes regulan “lo político”, es decir, el ámbito de lo intermedio es constitutivo del mundo humano. Este «entre» crea al mismo tiempo una distancia y un vínculo, y, como tal, constituye el espacio dentro del cual nos movemos y nos comportamos con los demás. Esto nos sitúa en una concepción muy societaria de la política, entendida como una relación espacial; un enfoque que da a la distancia entre las realidades humanas una función destacada. La espacialidad es esta condición que requiere que los individuos y las sociedades aprendan a pensar, gestionar y regular la distancia que separa radicalmente a los seres humanos y, más globalmente, a todas las realidades humanas y no humanas distintas.

Toda la historia de las sociedades está marcada por la conflictividad potencial que expresan el espacio y la distancia: la inmovilidad tan temida por los antiguos griegos es también un corte en el vínculo espacial, una incapacidad para asegurar la coexistencia pacífica entre individuos mediante la regulación del “entre”. En este marco de análisis, llamo “geopoder” al sistema de ideas, instrumentos y prácticas legítimadas utilizadas por las instituciones y los principales actores sociales para organizar y controlar la vida espacial. Por ejemplo, considero que la planificación urbana “oficial” forma parte de este geopoder que pretende controlar a los habitantes.

Los efectos sociales y políticos del Antropoceno afectan principalmente a las poblaciones más pobres y a los territorios más frágiles. ¿Qué análisis hace de la relación Antropoceno-pobreza-crisis climática?

—Intento mostrar que, aunque todo el hábitat humano es vulnerable (porque somos seres frágiles y mortales), el hecho es que los dominantes, los que tienen más capital económico y social, pueden movilizar más medios para atenuar su vulnerabilidad, en el sentido de encontrar modos de existencia que les permitan ser menos sensibles a los daños que vienen. Lo acabamos de experimentar con la actual pandemia, en la que los más pobres han estado mucho más expuestos que los más ricos. Así, hoy en día observamos que las injusticias sociales se ven siempre redobladas por las injusticias medioambientales.

Por esta razón, el Antropoceno es el momento en que debemos tomar conciencia de esta doble injusticia y de los riesgos de regresión política que la acompañan. El cambio global aumentará la desigualdad y amenazará las libertades individuales. Pero la lucha contra los efectos de este cambio también es prometedora, porque podría permitirnos elegir otros modelos sociales y políticos que los propuestos desde hace 40 años como única vía posible, es decir, el modelo neoliberal promovido desde el famoso eslogan de Margaret Thatcher, hablando de la economía de mercado: «No hay alternativa». Para mí, abordar el Antropoceno significa luchar contra esta idea y garantizar que se prueben y puedan existir muchas alternativas.

Las ciudades han ido cambiando y las ciudadanías también. Hay ciudades globales que superan a los Estados, pero mientras se impone el reto de reflexionar sobre las ciudadanías transnacionales, las fronteras se cierran para la humanidad y siguen abriéndose para los flujos financieros. ¿Qué democracias y qué ciudades estamos construyendo de esta manera? ¿Ve alguna salida?

—Creo que tener en cuenta la urbanización global y el establecimiento de ciudades interconectadas en todo el mundo podría permitirnos cuestionar la lógica política clásica y el dominio geopolítico de los Estados. Pero estas ciudades deben ser espacios democráticos y no solo plataformas funcionales para una economía de mercado depredadora que destruye el medio ambiente y los derechos sociales. Por lo mismo, habría que llegar a un nuevo entendimiento entre las ciudades y los Estados o grupos de Estados, para buscar nuevas formas de producir y distribuir la riqueza y para crear políticas de reorientación ecológica. Estoy a favor de la constitución de los “Estados Unidos de Europa” y del fin de los Estados clásicos heredados de la modernidad, que me parecen todavía portadores de herencias imperialistas, patriarcales y coloniales, como se comprueba al observar el actual resurgimiento de los nacionalismos y soberanismos. Me parece que las federaciones estatales podrían aportar la necesaria regulación y defensa de los derechos y principios para acompañar las políticas y acciones locales. También estoy desarrollando una reflexión en torno a formas de organizar un gobierno mundial que permita que nuestras sociedades se adapten al cambio global, algo que me parece indispensable si queremos que esta adaptación vaya de la mano con una promoción de la ética y la justicia.

Ha dicho que la pandemia ha reforzado la desconfianza, la alienación y el miedo a lo diferente. ¿Cuáles son las advertencias que esta pandemia plantea sobre la vida en las ciudades?

—Hemos visto cómo la pandemia ha subvertido el régimen ordinario de la sociabilidad urbana, que se basa en un mínimo de confianza y que nos permite experimentar lo que yo llamo «relaciones de indiferencia»: compartimos con otros individuos un mismo espacio de práctica que no es el hogar y accedemos a él a través de la movilidad, pero no estamos obligados a compartir con ellos las mismas creencias, ideas, virtudes. Esta sociabilidad de lazos débiles y contingentes, que permite la convivencia civil, es esencial en el ambiente de la gran ciudad, donde el anonimato no es anomia, sino garantía de libertad y emancipación. La urbanidad se basa en este estilo de interacción espacial que nunca está totalmente limitado, a pesar de que las autoridades busquen normarlo sobre todo a través de la arquitectura, el urbanismo y el diseño.

Sin embargo, hoy en día, la simple acción de ir de compras o de hacer ejercicio al aire libre está regulada administrativamente y a veces incluso sometida al escrutinio de la policía. El régimen espacial del encierro legitimado establece así lo contrario de esta relación de indiferencia: la sistematización de la desconfianza. Porque el “distanciamiento social” postula que el otro es una amenaza, que conviene desconfiar de él, mantenerse a una distancia segura. Un analista pesimista vería en ello la difusión de una ideología comparable a la famosa y desastrosa dialéctica del amigo-enemigo que Carl Schmitt situó en el centro de su teoría política. El prójimo se convierte en ese enemigo que siempre es posiblemente malo (incluso sin quererlo, porque puede ser un portador sano, “inocente” pero contagioso). Este período epidémico refuerza esta idea y sustenta opciones políticas sanitarias y de seguridad que son presentadas como ineludibles e incuestionables basadas en la ciencia médica.

¿Qué sabe de los procesos políticos que estamos viviendo en Chile? ¿Cómo definiría el derecho a la ciudad, el derecho a los espacios vitales, el derecho a vivir con dignidad?

—No sé lo suficiente sobre la situación chilena, pero observo un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de “no hay alternativa” y el desarrollo hipersegregado, incluso secesionista de las ciudades; y también a promover la justicia social. Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y, por supuesto, una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles, los más “subalternizados”: los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas. Por ello, creo que Chile es un emblema de lo que está en juego en este momento. Aquí se plantea una cuestión fundamental: ¿somos capaces de inventar formas de vida social que combinen ética, derechos, justicia social y reparación de un planeta degradado por nuestras actividades? En Chile, como en otras partes, debemos inventar formas de reparar este mundo dañado.

DESTACADOS

“Observo (en Chile) un impulso de parte de los movimientos sociales a desafiar el enfoque de ‘no hay alternativa’ y el desarrollo hipersegregado de las ciudades (…). Veo, además, una creciente preocupación por el medio ambiente y una aspiración a la libertad, la emancipación y el reconocimiento de los derechos de los más frágiles”.

Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Elisa Araya: “Este no es un país de oportunidades”

La primera rectora en la historia de la UMCE espera que su llegada abra el espacio a más mujeres, pero también quiere colaborar en una reestructuración del sistema educacional en Chile que permita que personas como ella, que no provienen de la élite, puedan acceder a los espacios donde se toman las decisiones. Ese es el proyecto que busca encabezar como autoridad de la universidad pedagógica de Chile. “Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación”.

Por Jennifer Abate C.

Desde el 7 de julio, Elisa Araya es la rectora de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Ese hito la convierte en la primera mujer a la cabeza de dicha institución y en una de las escasas tres rectoras de universidades estatales en el país. Se trata de un avance que ya la tiene en conversaciones con las rectoras Natacha Pino (Universidad de Aysén) y Marisol Durán (Universidad Tecnológica Metropolitana) para definir cómo “llevar al CUECH algunas de nuestras ideas para motivar a más mujeres académicas a participar en puestos de decisión al interior de las universidades y en equipos de gestión, y a tener más voz pública”. Sin embargo, ese suceso quedó en segundo plano cuando, tras conocerse los resultados de la elección, el hijo de la rectora Araya tuiteó: “Mi vieja vendió helados en la micro mientras iba a la U, cuando nací vivíamos allegados donde mi abuela y como no había plata fuimos declarados indigentes para el parto. Se ganó una beca y trabajó limpiando wc’s mientras hacía su PhD. Hoy fue electa como rectora de la UMCE”.

Elisa Araya. Foto: Felipe PoGa.

Aunque la doctora en Ciencias de la Educación y exdirectora del Departamento de Educación Física y Recreación de la UMCE se tomó bien la expectación periodística que provocó esa suerte de revelación y respondió diversas entrevistas, algo no dejaba de inquietarle: ¿hasta qué punto se extendía el clasismo en un país que se sorprendía tanto frente a una trayectoria que en otro punto del globo podría haber sido considerada común y corriente? “Meritocracia” fue la palabra que se usó para describir su triunfo tras una vida alejada de las comodidades económicas, pero Araya prefiere no usar un concepto en el que no cree. “Justicia social” es el que más le acomoda.

¿Qué sintió con el revuelo mediático que generó el hecho de que una mujer que no proviene de la élite se convirtiera en rectora de una universidad?

—Cuando me empezaron a llamar [desde los medios de comunicación], me dije: “¿qué pasa acá? No creo que ser rectora de una universidad sea tan impactante”. Pero el origen, la proveniencia social, impacta. ¿Cómo es posible que esto ocurra en un país en que siempre se habla de las oportunidades y de la meritocracia? Es un discurso con el cual estoy absolutamente en desacuerdo, porque no es así, este no es un país de oportunidades. El mérito implicaría que todos partiéramos más o menos de la misma línea de base y eso no es así. ¿Cuánto talento, capacidad, inteligencia, creatividad está bien distribuida en todos los sectores sociales? Las oportunidades no están, por eso ha sido tan sorpresivo, impactante, y la gente me ha llamado para hablar de eso. Nuestro país está todavía muy al debe en justicia social.

Usted prefiere no hablar de meritocracia, pero sí le gusta el concepto de justicia social. ¿Cómo la alcanzamos?

—Es obvio que toda actividad humana requiere que la persona que está involucrada genere un esfuerzo individual, que haya perseverancia; no hay aprendizaje, avance o logro si una no está involucrada, pero toda tarea existe en un contexto social, colectivo; una está en una sociedad, en una comunidad. Eso implica que para que yo pueda desarrollar mi proyecto personal, la colectividad debe generar condiciones. Cuando decimos justicia social, quiere decir que las condiciones que como sociedad ponemos al servicio de los proyectos individuales y colectivos tienen que ser idénticas en dignidad, en calidad. Por ejemplo, todas las escuelas y liceos de Chile deberían ser equivalentes en calidad, en infraestructura; con profesores idóneos, espacios adecuados, bibliotecas, computadores. Si tienes establecimientos educacionales de primer mundo conviviendo con escuelas precarizadas, ¿dónde está la igualdad de oportunidades? Esa es una falacia. Mientras no digamos que las escuelas son todas iguales en calidad para todas y todos los niños de este país, no hay justicia posible en educación.

¿Cómo llegamos a este punto de desvalorización de la educación pública? Precisamente por lo que usted describe, quienes pueden elegir se inclinan por colegios privados.

—Eso es parte de la instalación del modelo neoliberal en Chile. Cuando Chile estaba intentando ingresar a la OCDE, esta señaló explícitamente que el sistema educativo chileno estaba segregado y, más aún, que estaba ex profeso organizado de una manera que segrega. Creo que el primer acto de desmantelamiento de la educación pública fue en tiempos de la dictadura. La Universidad de Chile fue desmembrada. Curiosamente, la Universidad de Chile, que era la universidad estatal y nació con la república, nunca más volvió a estar en todo Chile, y en cambio el Inacap, que también era estatal, está presente en todo el país. Es lo que pasó en el 80 con la escisión del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y la municipalización de las escuelas. Hace 30 años, el sector municipal tenía el 60, 70% de la matrícula, y ahora tiene el 40, el 30%. Las escuelas municipales, a pesar de todos los esfuerzos que hacen sus profesores, han sido empobrecidas. De hecho, el sinónimo de lo público en Chile es “para pobres”: educación pública para pobres, salud pública para pobres, transporte público para pobres, todo lo privado es para otros, para los que pueden pagar, pero la sorpresa que nos trajo la pandemia es que parece que nuestra población es más pobre de lo que pensábamos.  Necesitamos Estados eficientes, robustos y que generen protección mutua, y eso significa educación y salud de la misma calidad para todos.

¿Cómo enfrentamos esa situación? ¿Basta con entregar más recursos a la educación pública o considera que es necesaria una reforma estructural que cambie el foco y que ponga lo público al centro?

—Es bien difícil, pero yo creo que efectivamente hay que hacer una reforma estructural muy de fondo y tiene que estar acompañada de un debate nacional donde todos podamos poner nuestras ideas en discusión y también las comunidades. «Elegir» es un verbo que nos han machacado en los últimos años, “elige esto”, “elige esto otro”, cuando la elección no es tal, tú no eliges. Un estudiante de colegio municipal marginalizado no puede elegir cualquier cosa, pero te dicen que si tiene talento, puede elegir; si tiene méritos, se puede ir a un colegio mejor. Hemos convertido muchas de nuestras comunas y barrios en verdaderos guetos, son un apartheid de pobreza y eso hay que desmantelarlo. ¿Cómo? Discutiendo el sistema educativo que tenemos, entendiendo la importancia del capital humano en un país. Lo que Chile tiene para desarrollarse son chilenos y chilenas y las personas que viven aquí. La contribución de cada uno de nosotros depende de si nos entregan las oportunidades, pero de verdad. Eso significa que nuestras escuelas tienen que ser equivalentes en calidad, no podemos perder ningún talento, ni uno, en los próximos años. Hay que discutir la estructura general del sistema, hay que hablar del financiamiento de las escuelas y las universidades. No nos tienen que decir: “mira, aquí hay un estudiante con bequita”, y todos peleándonos por ese estudiante. No, nos tienen que reconocer por nuestros aportes. Hemos estado todos estos años en discusiones, compitiendo por recursos. ¿Cuál es la estrategia que nos han mostrado otras sociedades más avanzadas para salir del subdesarrollo, para estar en lugares de mayor bienestar? Un Estado eficiente, poderoso, que invierte en capital social, que son las personas; en educación, en salud.

A su juicio, ¿qué es lo que hay detrás de la baja valoración de la profesión docente? Y, más importante todavía, ¿qué cree que se puede hacer para revertir esa situación?

—Una de las cosas que me parece que hay que hacer es mejorar las condiciones de las escuelas en general, su infraestructura, los materiales de los que disponen; ya vimos los efectos de la conectividad. Además, hay que mostrar en qué consiste la carrera docente, en qué consiste ser profesor realmente. Es una profesión tremendamente compleja, agobiante y agotadora. Hay que desarrollar una carrera docente ad hoc, que tenga reconocimiento social. Hay que prestigiar la carrera con campañas que muestren qué significa ser profesor y ese prestigio social tiene que ir de la mano de remuneraciones atractivas. Nos hablan de los países escandinavos o de Japón, que tiene un sistema escolar con altos rendimientos, y se les olvida decir que en Finlandia, por ejemplo, las escuelas son todas iguales, de la misma calidad, y que la profesión docente es de las mejor pagadas. En Chile no es atractivo ser profesor desde un punto de vista económico. Yo les insisto a mis estudiantes: es un camino muy reconfortante, tiene muchas recompensas, es muy bonita la relación que uno logra tener con los estudiantes.

Y en su caso, ¿por qué tomó la decisión de ser profesora?

—Es que a mí me encanta. Creo que todas las niñas, los niños, jugaban a ser profesores. Hay investigaciones que muestran, sobre todo en niños pequeños, que los seres humanos tenemos esa tendencia a enseñarle a otros, y las investigaciones ponen estos ejemplos: cuando un niño pequeño le habla a una guagua, fíjate cómo lo hace, en general se pone enfrente, se agacha y le habla despacio o le mueve la cabeza para mostrarle algo. Eso es muy curioso, está en nuestro ADN como especie esa necesidad de guiar al que viene detrás, a la manada, a la tribu. Me parece fascinante estar con niños o con jóvenes, porque es ser testigo del desarrollo del otro. Cuando un estudiante no está entendiendo algo y tú estás con él, trabajas con él, y en un momento te dice: “ya lo tengo”, y después lo ves en otro nivel de su discurso y de su entendimiento, eso es muy reconfortante. Siempre creí que la profesión de educadora era esa oportunidad de estar con más gente, aprender todos los días. Que alguien te haga una pregunta que tú nunca te habías hecho es realmente fascinante.

Foto: Felipe PoGa.

La profesora que marcha

Usted habla mucho de transformaciones sociales, que son el anhelo de una gran parte de Chile tras las movilizaciones que comenzaron en octubre de 2019. ¿Cómo vivió usted la revuelta social?

—Fue un momento increíble, muy épico, porque estábamos en conversaciones con los estudiantes, estábamos mirando cosas que sucedían en nuestra escuela, en nuestra carrera. Tras el 18 de octubre se cerraron las universidades por un par de semanas, y cuando abrimos no había estudiantes. Entonces hicimos asambleas, convoqué a los chicos y a las chicas y empezamos a conversar. Fue tan impactante para mí escuchar a mis estudiantes. Nosotros tratábamos de que no perdieran clases. ¿Cómo hacemos para salvar el semestre? Y ellos decían: “profesora, lo que corresponde ahora es estar en la calle, no es el momento del aula”. Y hablaban de lo que les estaba pasando a ellos, de esta necesidad de un cambio, de otro país. Yo los acompañé un par de veces, hicimos la caminata desde la UMCE hasta la Plaza de la Dignidad y fue muy bonito, porque había mucha energía juvenil. Creo que los adultos y los profesores, sobre todo, podemos estar con ellos, podemos discutir, podemos reflexionar, problematizar. Para mí, el 18 de octubre tuvo muchas reminiscencias de épocas pasadas. Me acordé de la marcha del No, yo era joven y participamos porque estábamos seguros de que era el momento para que se terminara la dictadura. Creo que hay muchos jóvenes que estaban en esa energía de cambiar el modelo, porque este modelo de desarrollo ha generado pobreza, marginalidad y exclusión.

¿Con qué país sueña en el contexto de la nueva Constitución?

—Mi gran expectativa es que la gente participe, que converse en sus casas, con los vecinos. Mi expectativa es que podamos sentarnos a conversar aunque pensemos distinto. Hay personas que creen que este modelo es bueno y que la libertad de enseñanza es muy importante. Bueno, no estamos de acuerdo, pero conversemos y busquemos un punto donde ni tu perspectiva ni la mía, sino que la nuestra, converja. Necesitamos madurar como sociedad, no tenerle miedo al conflicto. También quiero que se protejan los recursos naturales, que cambiemos nuestro modelo de desarrollo extractivista por uno desarrollista; además creo en el decrecimiento y no en el crecimiento, pero esas son mis ideas. Estoy abierta a otras y a jugar ese juego de la conversación para que sea algo colectivo.

Yásnaya Aguilar: “A mayor autonomía, mayores posibilidades de mantener tu lengua viva”

La lingüista y escritora mixe plantea que la vitalidad de una lengua depende del grado de autogobierno del pueblo que la habla. Y que la muerte de una lengua es el último eslabón de la violación extendida de los derechos humanos de sus hablantes. De ahí que deposite su esperanza no en lo que puedan hacer los Estados para proteger la diversidad lingüística y las lenguas indígenas, sino en lo que puedan dejar de hacer en favor del mayor control de los pueblos indígenas sobre su educación, justicia, salud y formas de vida política. Su invitación es a reimaginar el mundo «como una diversidad de cultivos donde ahora solo existe el monocultivo del Estado-nación».

Por Francisco Figueroa

Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla Mixe, 1981) se preguntó por qué su lengua materna, el ayuujk o mixe —hablada en la región mixe del estado mexicano de Oaxaca—, perdía hablantes cada año y por qué ella misma no sabía escribirla. Terminó llegando a una conclusión radical: el problema sería inherente a la conformación y operación del Estado-nación. No encontró la respuesta escondida en el fondo de una biblioteca de la UNAM, donde se licenció en Lenguas y Literaturas Hispánicas y obtuvo la maestría en Lenguas Hispánicas. La encontró en un tránsito de idas y vueltas, a tropezones, como fabricando un tejido con fibras vivas y rebeldes, entre sus estudios y su compromiso cotidiano con las luchas por la vida y el territorio de su comunidad, Ayutla Mixe, acunada en la sierra norte de Oaxaca.

La imaginativa radical de Aguilar ajusta cuentas, empleando agilidad y humor, con el nacionalismo, el colonialismo y la cultura patriarcal que sostiene el culto al Estado, tentativa que despliega en libros como Inventar lo posible. Manifiestos mexicanos contemporáneos (2017), Un nosotrxs sin estado (2018) y Äa: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), y en las tribunas de la revista Este País y el diario El País, de España. Esa misma fuerza tuvo el discurso que pronunció en 2019 ante la Cámara de Diputados de México, 18 años después de que otra mujer indígena, la comandanta zapatista Esther, esa vez con pasamontañas, hiciera en el mismo estrado lo propio, que es también lo suyo: recordarle al Estado mexicano que los pueblos indígenas son, mal que le pese, su negación.

Habiendo seguido de cerca el proceso constituyente chileno, Aguilar recibió emocionada y sorprendida la elección Elisa Loncon como presidenta de la Convención Constitucional, un hecho, dice, “hace un tiempo inimaginable y de tremendo potencial subversivo”. De ese potencial y sus desafíos también trata esta entrevista.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Durante las últimas décadas, la desaparición de lenguas corre en paralelo a la proliferación de instituciones y políticas culturales que intentan salvaguardarlas. ¿Por qué pese a esos esfuerzos el problema persiste?

—El problema, creo, tiene que ver con dos hechos. Uno es que el Estado, que durante mucho tiempo fue abiertamente lingüicida, cambió el marco legal y creó instituciones, pero estas no tienen o el presupuesto o la visión. En los hechos no hay una voluntad política, sino una voluntad de hacer lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado el multiculturalismo neoliberal, que es esto de hacer festivales de poesía indígena mientras el sistema de salud o de impartición de justicia siguen siendo fuertemente monolingües. La inercia de cómo funciona el Estado no permite que sea de otra manera. Por otro lado, hay un error que lo han cometido tanto el movimiento indígena como las instituciones, y es creer que la lengua es cultura como sinónimo de manifestaciones estéticas. Entonces tienes la danza, la música y la lengua de los pueblos indígenas, todo junto. No quiero denostar la danza, pero no todos estamos danzando ni haciendo rituales todo el tiempo, tienen un lugar específico y una función social. La lengua va más allá, te atraviesa desde que te duermes y sueñas, lo empapa todo. Aquí quiero citar a un activista mapuche, Víctor Naguil, que dice “la lengua es un fenómeno societal”. Por lo tanto, el cambio tiene que ser societal: en la educación, en la justicia, en la salud, en todo. Así como pasa con la perspectiva de género, todas las instituciones del Estado debieran estar atravesadas por una perspectiva de diversidad lingüística. Y esto tiene una potencia política y autonómica muy fuerte, porque el lenguaje es un territorio cognitivo empalmado con la defensa del territorio, entonces crea algo que es una casa propia.

Si la lengua es un territorio cognitivo y no solo una forma de comunicación, ¿el lingüicidio sería también una forma de volvernos más ignorantes?

Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Yásnaya Elena A. Gil. Almadía Editorial, 2020. 216 páginas.

—Una pregunta recurrente es en qué nos afecta. Hay un filósofo británico de origen indio, Kenan Malik, que aboga en contra de la diversidad lingüística y dice que, si la gente decide que ya no quiere hablar mixe, por qué voy a violentar sus derechos lingüísticos y obligarlos a que lo sigan transmitiendo si ya no les es útil. No nos quedemos en el romanticismo de pensar que cada lengua es un mundo y una cultura, dice, porque una misma lengua no garantiza una misma visión de mundo. Hay varios puntos en su argumentación que de entrada parecen interesantes. Uno, es pensar que la existencia de lenguas francas debe atentar contra la diversidad lingüística. Pero eso no es verdad. La existencia del latín, que fue lingua franca durante muchos siglos, no hizo que la diversidad lingüística del mundo estuviera en riesgo. Porque hay un hecho obvio y básico y es que, por fortuna, el cerebro humano no te da a elegir. Yo puedo aprender chino mandarín e inglés para conectarme con el mundo y seguir hablando mixe. ¡Como los daneses! El danés no está en riesgo de desaparición, el inglés no atenta contra el danés, que tiene muchos menos hablantes que varias lenguas indígenas en el mundo. ¿Por qué unas pierden muchos hablantes y otras no? En realidad, lo que hay atrás es que son lenguas de Estado. El Estado-nación está peleadísimo con el multilingüismo. Es la construcción del Estado-nación la que pone en riesgo a las lenguas. No es la existencia misma del inglés como lingua franca, no es la globalización, sino el hecho de que toda la maquinaria contra las lenguas es impulsada por el Estado.

Ahora, ¿qué perdemos? Yo plantearía distinto la pregunta. Cuando una lengua se pierde lo que importa es lo que pasó antes, es decir, una serie de violaciones de derechos humanos terribles. A mí me interesa que las lenguas no mueran porque eso es signo de que los derechos lingüísticos de las personas están siendo respetados, de que no fueron golpeados, no recibieron balas en las manos, no fueron colgados, no sufrieron racismo. Sí me importan las lenguas, pero me importan más sus hablantes. Lo normal es que una lengua viva. Cuando una lengua muere es porque se ejerció una violación sistemática de derechos humanos a sus hablantes. Eso es lo que importa.

¿La supervivencia de una lengua es entonces inseparable de la autonomía y autodeterminación del pueblo que la habla?

—Así es. Yo me he preguntado mucho qué tiene en común el sami —una lengua indígena que se habla en Noruega, Rusia, Finlandia y Suecia— con nosotros. ¿Por qué mi lengua es indígena y la de ellos también? ¡Si son totalmente distintas! Ni geográfica, ni histórica ni gramaticalmente tienen ningún parecido. El persa y el español tienen más en común que el sami y el mixe, pero estamos juntos en esa cajita que se llama lenguas indígenas. Y todo esto me sorprendió más cuando me enteré que la lengua hermana del sami es el finés. ¿Por qué habiendo sido en algún momento la misma lengua, el finés no es una lengua indígena y el sami sí? Y claro, el finés es una lengua de Estado, el sami no: es un asunto político. Todos los Estados han combatido su diversidad lingüística en aras de una lengua, una identidad, una bandera y tal. El hacer equivaler al Estado con la nación —esa es la operación terrible de este tipo de estructuras— es responsable directo de la desaparición de las lenguas, por lo tanto, su fortalecimiento implica la autonomía. El Estado mexicano puede decir “yo respeto el multilingüismo”, pero si no me deja hacer mis planes y programas, mi didáctica y currículum de educación mixe, no se va a poder. Lo que se le pide al Estado es que deje de violar derechos lingüísticos. Cuando deja de hacerlo, las lenguas naturalmente florecen.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Entonces se trata de quitarle poder y atribuciones al Estado.

—Sí. Nos han enseñado que lo público es el Estado y que si voy contra el Estado lo que queda es el mercado. El Estado nos ha cooptado la imaginación del manejo de lo público. Pero lo público se puede hacer desde lo común. La vida en común no es del Estado, hay otros horizontes de vida. El Estado surgió como la estructura sociopolítica más funcional al capitalismo. Necesita del Estado, de su marco jurídico, para operar. Y también para que no se te rebelen. Necesitamos pensar fuera de eso, no hay solo dos sopas. Y ahí es difícil imaginar, por eso hay que sospechar. No hay nada más hegemónico que aquello que es imposible imaginar. El mundo lleva muy poquito tiempo con Estados-nación y es casi imposible pensar cómo funcionaría el mundo sin el Estado-nación. En un ejercicio radical, yo siempre pienso: ¿cómo funcionaría un hospital de cancerología o de nutrición? Dicen no, no se puede. Me impresiona que incluso imaginarlo no sea posible.

¿Y a dónde te lleva la imaginación? ¿Cuáles son esas otras estructuras y cómo podrían funcionar?

—Creo que es Pessoa el que dice, con su humor, que no hay que confundir el hecho divino de existir con el hecho satánico de coexistir. Y ese hecho satánico necesita coordinarse de alguna manera. A lo largo de la historia ha habido muchas opciones: repúblicas, monarquías, estructuras tribales, estructuras comunales. El gran asunto con el Estado-nación es que no permite otras estructuras, las combate. Y como dice la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, nosotros, los pueblos indígenas de Mesoamérica, en 300 años configuramos otra opción que es la comunalidad. Es una estructura asamblearia que no genera clase política, donde el servicio público se ve como servicio. Aquí, el presidente municipal no cobra nada, no hay campañas políticas, la gente más bien evita esos cargos, porque implica un año de trabajar sin pago. Es una opción de hacer la vida en común que ha sido muy combatida por el Estado. Ahora es reconocida por el Estado, pero cuando el Estado reconoce algo lo controla. Positiviza la vida de los pueblos indígenas, la traduce a derecho positivo. Y ahí los riesgos que veo con el Estado plurinacional. Estas otras opciones quedaron como islas que el Estado no ha podido cooptar, estructuras minúsculas, con mucha autogestión, que es como funcionamos desde hace 500 años. Entonces, en lugar de pensar que México debe sí o sí existir, prefiero pensar en múltiples formas de coordinar lo que entendemos como el hecho satánico de coexistir.

Cuando imaginamos el futuro, es importante imaginarlo a detalle, amueblarlo, pensarlo desde cómo organizaríamos el drenaje. Hay quienes dicen que esto es utópico, pero hace 400 años una mujer mixe como yo debió haber dicho “esto está terrible”, porque murió muchísima gente entre las guerras de conquista, el trabajo forzado, la viruela. Yo hubiera dicho “el pueblo mixe va a desaparecer”. Pero, contra toda evidencia, 400 años después, sigo hablando mixe y aquí estamos. Me gustaría decirle a esa mujer: sí lo logramos, esta estructura que llaman utópica es la que nos permitió llegar vivos con nuestra cultura y formas políticas y lingüísticas al siglo XXI. Estas estructuras sí funcionan, son la opción ante la crisis climática, esa debacle provocada por el Estado y el capitalismo.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López