La misteriosa mirada del flamenco, ópera prima de Diego Céspedes, es uno de los debuts más estimulantes del cine chileno del último tiempo. La historia de una niña de once años criada por una familia queer en un pueblo minero deslumbra por sus personajes entrañables. Ganadora en Cannes, la candidata chilena a los premios Oscar y Goya sigue conquistando a las audiencias, como ocurrió en el Festival de Cine de San Sebastián. “Soy un fiel defensor de que no es solo una película LGBT”, dice Céspedes.
Por Yenny Cáceres | Foto principal: Diego Céspedes Crédito: Jorge Fuembuena ©Festival de San Sebastián
El hotel Reina Cristina es uno de los símbolos del Festival de Cine de San Sebastián. Aquí se alojan los invitados más importantes e históricamente ha recibido estrellas del mundo del cine, desde Audrey Hepburn hasta Alfred Hitchcock. En uno de sus salones, que parece tamizado por un velo blanco en medio de lámparas de cristal, alfombras, sillones tapizados de tonos claros y enormes pinturas que reflejan el espíritu de la Belle Époque, está Diego Céspedes (Santiago, 1995), la última relevación del cine chileno. Impecablemente vestido, de chaqueta y pantalón de tela negros, camisa roja, zapatos de cuero y un hipnótico anillo dorado en su mano derecha.
Es un sábado al mediodía, a fines de septiembre, en el último día de la edición 2025 del festival, y en esta ciudad del País Vasco todo es una invitación al goce. El sol, que se asoma esplendoroso después de una semana con lluvias en la playa de la Concha; sus gloriosos pinchos que, con espíritu democrático, ofrecen una explosión de sabores digna de estrellas Michelin en los bares de la Parte Vieja; y su festival de cine, orgullo del público donostiarro que, para demostrar este amor, justo antes de cada función recibe a las películas con un enérgico y unísono batir de palmas.
Céspedes llegó ayer al festival para cerrar la sección Horizontes Latinos con la exhibición de su película La misteriosa mirada del flamenco. Lleva 24 horas en la ciudad. Lo suficiente para brillar con luz propia y acaparar la atención de la prensa y la audiencia. El día anterior, pasado el mediodía, a la misma hora en que la actriz Jennifer Lawrence —homenajeada este año por el festival— se paseaba por la alfombra roja frente al Kursaal —el icónico centro de convenciones diseñado por Rafael Moneo—, en la sala 2 del recinto terminaba la primera función de la cinta chilena en San Sebastián.
En una sala abarrotada de público, la reacción cuando comienzan los créditos es atronadora. Es un estallido de aplausos y emociones contenidas durante una hora y 44 minutos. La historia de Lidia, una niña de once años criada por una familia queer en un pueblo del norte de Chile, a inicios de los 80, conecta de una manera impensada. Asombra aún más cuando recordamos que este es el primer largometraje de Diego Céspedes.
La misteriosa mirada del flamenco debe ser uno de los debuts más estimulantes del cine chileno en el último tiempo. Donde otros han filmado la miseria y a los marginados como quien examina un insecto, Céspedes apuesta por la ternura y la empatía. La discriminación por una peste (el VIH), que aún no tiene nombre y que ataca principalmente a la comunidad homosexual y trans, está contada con personajes entrañables, enfocada en la relación fraternal entre Lidia (Tamara Cortés) y la Flamenco (Matías Catalán), bajo la mirada protectora de Mamá Boa (Paula Dinamarca), que regenta una cantina en este pueblo que parece fuera del tiempo. A esto se suma el cruce de géneros, con guiños al western, el apoyo de clásicos de la música popular, como el bolero “Aquellos ojos verdes” y “Ese hombre”, de Rocío Jurado, y un humor que fluye natural, con una catarata de chilenismos que el público donostiarro disfruta, en parte, gracias a los subtítulos en español con que se presenta la película.
“Yo pujé por eso, por que se ocuparan (subtítulos)”, dice Diego Céspedes al día siguiente en el hotel María Cristina, acompañado por el actor Matías Catalán. “Porque es verdad, el público no tiene por qué saber qué significa chucha y qué significa cahuín. No creo que sea irrespetuoso no saberlo, simplemente no saben. Y es una película que ocupa un montón de slang, así que prefiero que sepan el significado, o cuál sería más o menos la traducción”.

Desde que en mayo pasado La misteriosa mirada del flamenco ganó el premio de la sección Una cierta mirada de Cannes, la vida de Céspedes es una sucesión de festivales, aviones y entrevistas. “Fui a Australia, a Toronto, de ahí a Corea, ahora San Sebastián, y me voy a Alemania, después Chile, Estados Unidos, Brasil”, enumera. Solo contempló una parada local en el Festival de Cine de Valdivia, después de que la película fuera seleccionada para representar a Chile en los premios Oscar y Goya.
“Ahora creo que ya estoy bien, al principio estaba más borracho”, dice, sobre esta vida vertiginosa. Y se ríe, con una sonrisa amplia, genuina, que permite apreciar su rostro, escondido tras un gran jopo de cabellos enrulados, y que luce mucho más joven que sus 30 años. Desde su triunfo en Cannes, Céspedes se ha mostrado así: honesto y sencillo para contar sobre sus orígenes en una población de Santiago, y su paso por la educación pública, tras estudiar Cine en la Universidad de Chile.
No parece cansado de la jornada anterior, en que estuvo dando entrevistas todo el día, y que culminó con la función de gala de la película en San Sebastián, donde recibió el Premio Sebastiane Latino, que entrega Gehitu, la asociación de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales del País Vasco. Pero este festival le tenía reservada otra sorpresa: el Premio Dama de la Juventud, que entregan los jóvenes.
Hasta en la calle lo pararon para felicitarlo, cuenta:
—Es muy lindo, porque la película conecta con gente de distintas edades. El otro día la presentamos en Biarritz con un público mayor, y tuvo una recepción increíble, y ahora nos encontramos con la juventud, donde la gente la fue a ver, se emocionó, nos dijeron que lloraron, que la película los tocó. La recepción ha sido muy cálida, muy propia de San Sebastián.
Distinta a otros festivales…
—Sí, hay algo de los subtítulos en inglés que hacen que la película se sienta un poquito más fría de lo que se siente en español. Al verla en español, sabiendo el idioma o con estos subtítulos, he notado que se vive una experiencia totalmente distinta, incluso hemos tenido reconocimientos superimportantes con subtítulos en inglés, pero en español creo que la textura se siente distinta.
Uno podría pensar que por su temática podría interesar a un público más de nicho, pero la película es mucho más que eso, es sobre la familia, sobre las relaciones humanas. ¿Sientes el peso de representar a esta diversidad?
—Siempre he dicho que hacer una película sobre lo LGBT no es un género, así como a las películas con personajes hetero cis no les ponen una etiqueta de “cine hetero +”. No existe eso, entonces por qué tendríamos que tener esa etiqueta. Si la tenemos es por una lucha, por una reivindicación, por decir que existimos, pero somos parte de lo mismo.
¿A qué te refieres con que son parte de lo mismo?
—A que los sentimientos son totalmente universales, y que somos una película tan linda, tan original, como podría ser cualquier otra. Incluso más, porque hay cosas que no se habían visto antes, porque no estaban abiertas las puertas. El amor entre personas que tienen cuerpos distintos, que piensan distinto, que arman familias.
Como el romance de un minero con Mamá Boa…
—Eso mismo, hay cosas que existen en nuestra realidad y que esta puerta de la diversidad abrió. Es algo natural que se está mostrando. Son banderas también, pero es algo que siempre ha estado ahí. Lo que abre esta puerta de la diversidad es que se muestra la realidad de una forma más amplia, más enriquecida. Creo que a eso apuntamos y soy un fiel defensor de que la película no es solo LGBT; obviamente tiene personajes así, pero el amor es universal, el corazón de la película es tan universal como cualquier otra. Y, de hecho, en Cannes ganó el premio más alto de la categoría (Una cierta mirada), y eso es porque tiene un corazón y una originalidad, y no solamente lo veo yo, sino mi cast y toda la gente que trabajó ahí.
¿Cuál es el germen de la película, cómo nace Lidia?
—Mira, de muchas cosas. Algo que siempre digo es que yo no soy un director, un guionista, que va cruzando la calle y le llega una gran idea a la cabeza y diga, “esta es la película”. No es eso, es un cuadro que se pinta lento y con distintas cosas que te van moviendo, que te van interesando. De esa forma uno escribe y dirige con mucha más honestidad. Por ejemplo, la relación de Flamenco con Lidia está muy inspirada en mis hermanos.
¿Por qué?
—Porque así se relacionan, no es que tengan el mismo contexto, no es que tengan las mismas circunstancias de vida.
Tengo hermanos de distintas edades. Yo provengo de una población de Santiago, en Peñalolén, El Estanque, y vivíamos todos achoclonados con mi abuela. Ahí vivíamos puras mujeres, y yo y mi hermano, que salimos maricones. Mi hermano tiene 33, yo 30, y las otras, mis hermanas, tienen entre 27 y 33. Es que a mis hermanas y a mis primas no las diferencio, yo digo que son mis hermanas. Vivimos muy achoclonados, lo que más recuerdo son ellas, mis hermanas, mis primas, y amábamos esa vida, y mucho de la película se inspiró en ello.
Tuviste una Flamenco en tu vida…
–Sí, mi hermano. Su vida no se parece en nada a la de la Flamenco, pero la relación que tiene con Lidia es totalmente igual. Yo los veo, si ellos tuvieran ese contexto, atravesarían las mismas cosas. Escribo mucho pensando en eso, en alguien que conozco, que me mueva.
El origen de la película entonces son las relaciones familiares, ¿eso es lo que te motivó?
—Totalmente, y como te dije al principio, es un cuadro, entonces uno va tomando de distintas cosas. Yo creo que es errado decir que normalmente creamos desde un solo lugar. Estamos con las antenas paradas, recibiendo y mezclando. Y eso es lo lindo, la mezcla, tomar de distintas partes, poner tus propias vivencias ahí. También hay un interés cultural: vivimos y somos un pueblo minero, un país minero. Incluso si no vivimos ahí en las minas, tenemos una cultura minera.
Justamente, ¿por qué situar la historia en medio del desierto, en un pueblo minero?
—Son varias cosas. Primero, porque siempre fue algo que me llamó la atención. No hay una conexión personal con la región, tiene que ver más con todo lo que los chilenos sabemos: que somos un pueblo minero, que vivimos de la minería; sabemos los mitos. En el desierto, en la dictadura, se tiraron cuerpos, pasó la Caravana de la Muerte. El norte es un mito muy fuerte en el corazón chileno.
En los créditos iniciales ocupas imágenes documentales. ¿Por qué? ¿Es realmente un documental?
–Es realmente un documental, eso llegó al final. Es un archivo histórico chileno que pertenece a la Usach. Me parecía interesante decir que es un contexto real, y que de esta realidad, de este documento, nacen un montón de mitos de ficción. Ese material está grabado con mineros reales, en lugares reales. Es lo que todos hacemos: tomamos la realidad y construimos nuestras propias ficciones. Era lindo decir “esta es la realidad de Chile”, pero todo lo que viene después es una ficción inspirada en este contexto.
Fuera del tiempo
Se sabe que es un pueblo del norte de Chile y que el año es 1982, pero no hay más referencias. ¿Por qué lo quisiste hacer así, sin ninguna alusión, por ejemplo, a la dictadura?
—Porque no es lo importante. No estamos refiriéndonos a un contexto histórico particular, sino que estamos hablando de las consecuencias de una enfermedad, de cómo vivían estas disidencias, y no estamos aquí para documentar, no es parte de lo que queríamos hacer, no queríamos hablar de un momento histórico de Chile, sino de un sentimiento histórico, que es algo muy distinto. No estamos hablando de un evento particular que pasó y sobre el que queremos dar nuestro punto de vista. Estamos hablando de las emociones que se sentían, que es algo mucho más subjetivo, que está flotando en el aire y que a mí me interesaba mucho más.
¿Y cómo llegaste a filmar en Diego de Almagro, en la región de Atacama?
—Fue un pueblo que buscamos mucho. Yo tenía un imaginario de lo que quería contar, pero se tenía que materializar en algo y buscamos muchos pueblos. Fuimos a Calama primero, después bajamos a Copiapó, y de repente encontramos este pueblo perdido en el desierto, que es real, es un expueblo minero donde la directora de arte reconstruyó la cantina y algunas casas. Después agregamos más en VFX. Es una construcción conjunta para crear nuestra propia fantasía.
Y el elenco, que es fantástico, ¿dónde lo encontraste?
—En la calle —bromea Matías.
—Yo les di un poco de comida, los bañé —responde al toque Diego, siguiendo el juego.
¿De adónde te recogieron, Matías?
—Del Mapocho —dice Matías Catalán.
—Les di una colación Junaeb —contraataca Diego, disfrutando la chanza.
—Un galletón —replica Matías.
—Un galletón Junaeb y actuaron. Y unos cuadernos, para que escribieran lo que sentían.
Estallan en risas, en un diálogo que condensa toda la complicidad y códigos compartidos entre el director y Catalán.
—Nooo, fue un casting muy largo. Desde el guion sabíamos que era lo más importante —continúa Diego.
¿Hay transexuales en el elenco?
—Sí. Esta (Matías Catalán) es la única que no es transexual. Son todas chicas. Las que hacen de trans, son trans.
¿Esa fue una decisión? Eso es algo que se ha discutido últimamente en el mundo del cine…
—Totalmente. Para mí como director no hay otra opción. Si escribo un personaje que es transexual, lo interpreta una chica transexual, y tiene que ver con algo mucho más político, más allá de la fluidez y de toda la discusión de hoy. No podemos obviar eso en un momento en que la comunidad trans sigue siendo excluida, donde no sabes cuánto les cuesta encontrar un trabajo, ni siquiera hablo de actuación, sino de los trabajos básicos. Hay una exclusión laboral tremenda. Entonces, ¿cómo tú, hablando de eso, teniendo los recursos y teniendo un espacio, no lo vas a ocupar? Políticamente me parece muy incorrecto no hacerlo.
