Chile en un libro

Por Diego Zúñiga

Las librerías de viejo esconden, en sus estanterías, la memoria secreta de un país. Lo sabe cualquiera que haya pasado más de una tarde perdido en uno de esos lugares infinitos, dejando que el azar hiciera lo suyo, moviendo esos ejemplares algo ajados, descubriendo quizá qué belleza en medio de tantas hojas desgastadas.

La vida privada de un país se esconde entre esas páginas, se deja ver en una dedicatoria melosa, en alguna anotación al margen, en un colofón, en esos papeles que muchas veces usamos como separadores y que luego olvidamos para siempre: un calendario, un boleto de micro, una postal de un país que nunca tuvimos la oportunidad de visitar. Rastreo en esos objetos, en esas palabras, las señales de un mundo que me niego a que deje de existir. Miro las páginas de los créditos de los libros y nunca deja de sorprenderme la cantidad de ejemplares que se imprimían antes, en los 50, en los 60 y ni hablar de los breves pero intensos y asombrosos años de Quimantú: miles y miles de ejemplares de títulos que hoy serían impensados de publicar: novelas, cuentos, traducciones, libros de autores chilenos que hoy son lectura obligatoria pero que en esos tiempos eran, simplemente, una tentativa, una apuesta.

Hojeo un ejemplar de On Panta, de Mariano Latorre: décima segunda edición, cinco mil ejemplares, mayo de 1974.

¿A dónde se fueron todos esos lectores?

Hoy, con suerte, los libros alcanzan tiradas de mil, dos mil, tres mil ejemplares, si es que venden mucho.

¿Dónde están esos miles y miles de lectores que compraban esa novela de Mariano Latorre o que agotaban ediciones de María Luisa Bombal hasta convertirla en su época, de hecho, en la autora más robada de las bibliotecas chilenas?

No se trata, en ningún caso, de idealizar el pasado: hay varias respuestas, bastante sensatas, para explicar adónde se fueron todos esos lectores y por qué hoy existe un divorcio tan grande entre la literatura chilena y los lectores, entre la ficción chilena y los lectores.

Pienso en todo esto mientras miro la página de créditos de mi ejemplar de la Propuesta de Constitución que registra unas cifras impensadas: una primera edición, del 4 de julio, de mil ejemplares. Y luego, siete reimpresiones por un total de 55 mil ejemplares en poco más de ocho días.

Una locura.

No recuerdo cuándo fue la última vez que un libro necesitó imprimir tantos pero tantos ejemplares para satisfacer su demanda, para llegar a todos los lectores que lo exigían. Un libro escrito en un lenguaje técnico que busca entregar las señales de ruta por las que deberá avanzar un país que vivió más de 40 años con una constitución escrita en dictadura, una constitución que impuso sus términos con violencia, impidiendo muchos de los cambios que la sociedad venía exigiendo hacía años y que, recién a fines de 2019, luego de una revuelta que remeció lo impensado, terminó por ser escuchada: todo ese movimiento —que no se puede cristalizar simplemente en la revuelta, pues sería injusto con las luchas de tantos y tantas que venían hacía muchos años saliendo a la calle— ahora convertido en un libro, en un puñado de palabras, en 178 páginas escritas por un grupo de personas elegidas democráticamente, con paridad de género, con escaños reservados para los pueblos originarios, en una situación inédita y ejemplar, en muchos sentidos, para el mundo —para el futuro—, aunque tanto le cueste aceptarlo a aquellos que desde el comienzo del proceso decidieron boicotearlo.

La constitución convertida en un best seller, liderando el ránking de libros de El Mercurio, vendiéndose en todas las librerías, pero ya desde antes, también, en la calle, en las ferias libres, en el Paseo Ahumada, en Providencia, ahí, tirados sobre un paño las decenas de ejemplares. Incluso cuando aún no terminaban de armonizar la propuesta ya se podía encontrar el borrador a $3.000: el deseo irrefrenable por comprender, la búsqueda de respuestas y certezas para avanzar, la curiosidad de un pueblo por su destino.

Vuelvo a esa imagen: todo un proceso —un proceso largo de cambios, de discusiones, de movimiento, de exigir que las reglas del juego, por fin, sean otras en un país tan desigual— hoy cristalizado en un libro, en un artefacto que a ratos parece en desuso, pero que está ahí, ahora, en miles de casas, siendo leído, analizado, o quizá simplemente encima de alguna mesa, de algún velador, de algún mueble, como un pedazo de la historia, como el registro de un tiempo que observaremos, años más tarde, estoy seguro, como un momento importante no solo de nuestras vidas, sino, sobre todo, de las vidas de los otros, con los otros.

Vuelvo también a esos libros que llenan los anaqueles de aquellas librerías de viejo, esos libros que esconden la memoria secreta de un país y que alguna vez fueron solo un deseo, una apuesta, un salto al vacío, un objeto difícil de codificar, imposible de reconocer quizá: ya luego serían tal vez una novela canónica, un libro de historia ejemplar, un ensayo imprescindible para comprender un pedazo de lo que somos; una ficción, como las de Mariano Latorre, Manuel Rojas o González-Vera; como las novelas y cuentos de Marta Brunet, como un poema de Elvira Hernández o una crónica de Lemebel, que nos empujaron a ir más allá: más allá de nuestras convenciones y convicciones, de nuestros sentidos, de nuestras posturas —sociales, políticas, afectivas— y que esconden, en su centro, una pulsión utópica, un deseo irrefrenable por plasmar en la escritura una otra posibilidad, un futuro como nunca nadie lo imaginó, un pasado quizá que nadie fue capaz de ver: la literatura convertida en ese espacio donde imaginamos lo imposible, donde ensayamos esa vida que el presente, quizá, nos impide vislumbrar.

Tal vez el divorcio entre la literatura, la ficción y los lectores tenga que ver, en parte, con eso: con ese no explorar más allá en la escritura y el lenguaje, con nuestra falta de imaginación, con la desidia de nuestras voces que no han sido capaces de hacer algo con esa pulsión utópica que debiera existir en toda novela, poema o cuento. 

No puedo dejar de pensar que esta Propuesta de Constitución encierra mucho de eso, pero sin perder la pulsión de realidad que exige un libro de sus características, una propuesta constitucional que busca darnos las directrices por donde avanzar hacia un lugar más justo, que se parezca, ojalá, al país que realmente somos. 

Luis Poirot contra un Chile desmemoriado

Es uno de los fotógrafos chilenos más reconocidos de las últimas décadas, testigo privilegiado de la historia y sus protagonistas. A sus casi 82 años, Poirot sigue fotografiando, leyendo y preparando nuevos libros y exposiciones, pero sin dejar de lado la que ha sido la obsesión de su vida, el resguardo de la memoria. En esta entrevista, habla de los nombres olvidados de la fotografía local y de su cruzada por recuperar y preservar el pasado de un arte que en Chile ni siquiera tiene un museo.

Por Sofía Brinck
1. El olvido de Chile  

La pantalla del computador de Luis Poirot (Santiago, 1940) dice “no hay foto”. Es un texto automático, que se refiere a la falta de una imagen de usuario, pero no deja de ser un mensaje curioso, porque si algo ha caracterizado al usuario en cuestión, es haber vivido las últimas seis décadas rodeado de fotografías. Podría haber sido un juego de palabras intencional, relacionado al hecho de que Poirot es un fotógrafo análogo, que usa únicamente cámaras con rollo, revela negativos y hace sus propias ampliaciones en papel. Pero es solo una coincidencia. 

Por el universo en blanco y negro de Luis Poirot han pasado escritores, cineastas, intelectuales, políticos; también algunos de los momentos más importantes de la historia contemporánea de Chile. Hay espacio para bosques, iglesias sureñas, puentes y moáis, y otros rincones más lejanos: el Harlem neoyorquino, Sitges, Barcelona y París. Poirot fotografía lo que quiere y como quiere, no como a sus retratados les gustaría. Trabaja por series, pero con una obsesión constante en la cabeza: la memoria. “Es endémico en los chilenos ser desmemoriados y lo abarca todo. Por ejemplo, el paisaje urbano de mi infancia, las calles donde jugué, ya no existen. Todo se destruyó. Por eso soy un desesperado de la memoria, por las cosas y las personas que creo no se deben olvidar”, dice.  

La memoria para Poirot no está solo en su afán por capturar rostros y momentos, sino en el rescate del arte que ha sido su oficio y profesión casi toda la vida. La desmemoria de la historia fotográfica en Chile lo irrita. Acusa que en el imaginario popular se cree que la fotografía partió recién en los 80, con la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI), y que se ha olvidado a quienes construyeron los cimientos de esta práctica en el país. Poirot es uno de los últimos representantes de una generación más antigua, una generación “eje”, como la llama él, que une la historia reciente con la trayectoria de los fotógrafos de los años 20. Pero el olvido ha borrado esos nombres. 

Su preocupación por la memoria lo persigue, como quien fuese responsable de una tarea que, por más que intenta, no logra cerrar. Por eso da charlas, entrevistas e insiste en rescatar nombres olvidados como Tito Vásquez, “el mejor retratista de mi generación”; Eric Bertens, que fotografiaba la cordillera, o Waldo Oyarzún, paisajista. Con un tono cansado, como de quien ha pasado mucho tiempo remando contra la corriente, se define a sí mismo como el “viejo mago de la tribu, que todavía tiene la memoria oral para contarle el pasado a los demás en torno a una fogata. Pero la memoria se irá conmigo, por eso yo cuento todo esto, para incitar la curiosidad”. 

Cuando muera, con él se irá parte de la historia de Jorge Sauré, retratista de los años 20 y primera persona en retratar a un joven Pablo Neruda, quien destruyó todo su trabajo tras la muerte de su hija. Poirot alcanzó a conocerlo en 1982, en un viaje a Chile desde su exilio, en Barcelona. Viejo y enfermo, Sauré lo recibió en casa, y logró hacerle una foto. Es una de sus favoritas: Sauré, en el ocaso de su vida, mira a la cámara desde un sofá, y mientras en un rincón se cuela una figura fantasmal. Era una niña que entró a la habitación sin que nadie lo notara. Cuando Sauré murió al año siguiente, nadie se enteró de la noticia. 

Con Poirot también se irán preguntas que no han tenido respuesta sobre la trayectoria del célebre fotógrafo Antonio Quintana, uno de los autores de la histórica exposición Rostro de Chile, hecha en los años 60. ¿Quién se preguntará por la influencia que tuvo Neruda en su trabajo, a quien Quintana, a su vez, le enseñaba de marxismo? “Las escuelas de fotografía le pueden enseñar la técnica a cualquiera en tres meses. Pero deberían obligar a los alumnos a hacer investigación sobre la historia de la fotografía. Leí hace un tiempo en internet una memoria sobre Quintana y está llena de errores. La memoria no es labor de una persona, es de mucha gente”, reflexiona. 

A mediados de junio, en el lanzamiento del libro conmemorativo de Rostro de Chile, editado por el Archivo Andrés Bello de la Universidad de Chile, Poirot habló de la fragilidad de la memoria fotográfica, de los nombres olvidados, de la historia de un arte que ni siquiera tiene un museo en Chile. “Los belgas me dijeron una vez ‘ustedes no tienen patrimonio, no tienen credibilidad internacional, porque no tienen historia ni fisonomía. Cuando quieran hacer la historia de la fotografía en su país, la van a tener que ir a buscar a Estados Unidos o Europa, porque no está en Chile’”, recuerda. Y luego enumera: hay fotos suyas en colecciones privadas en Inglaterra, en el Museo Reina Sofía, en Francia, en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. “Pero en Chile no hay quien pueda recibir mi archivo y preservarlo”, advierte. “Y no es porque yo crea que mis fotos son maravillosas, sino simplemente porque he fotografiado parte de la historia del país”. 

Es por esto que su heredera es Fernanda, su esposa, y sus hijas. Ellas decidirán qué hacer con la enorme colección de negativos que Poirot ha acarreado por el mundo durante toda su vida, tal como ocurre con la mayoría de las familias de los fotógrafos. Mares de fotos a la deriva, sin un lugar que las acoja. 

2. Ser testigo y no olvidar

La preocupación por la memoria no nace solo por la falta de institucionalidad fotográfica, sino que tiene raíces más profundas, en los años 70, cuando era amigo de Víctor Jara, conocía a Pablo Neruda y era cercano a Salvador Allende. De este último fue su fotógrafo de campaña y correligionario en el Partido Socialista. No trabajaba en La Moneda, pero entraba como “Pedro por su casa”, al punto de que sería el único reportero gráfico presente el 29 de junio de 1973, el día del Tanquetazo. Allende le pidió que cubriese la gira de Fidel Castro por Chile, en 1971, y que viajase con él a Buenos Aires al cambio de mando de Héctor José Cámpora. “Nunca me pidió que le mostrara las fotos, nunca nadie las vio. Allende quería un testigo de afuera, que no fuese un funcionario del gobierno, una mirada externa. Aunque nunca me lo dijo así”, recuerda.  

Luego vendría el golpe, el cuidadoso trabajo de dividir los negativos de su archivo y esconderlos, y el exilio. Pero el mandato de Allende pesaba y decidió volver a Chile a fotografiar la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, que llevaba nueve años cerrada. Así nació el libro Neruda, retratar la ausencia (1995). “Cuando empecé, sentí que era un encargo. Había fotos que, cuando las revelé, no recordaba haber hecho. Era como si otra mano hubiese apretado el disparador. Luego empezaron a acercarse a mí los amigos de Neruda, los testigos. Ese libro surgió porque la gente vino a mí, yo no los salí a buscar. Una vez publicado, traté de desprenderme, pero soñaba con el libro. Le decía a Pablo: ‘ya, viejo, está bueno. Cumplí”.

Lo mismo le pasa con Víctor Jara. El teatro fue lo que los unió, cuando ambos eran estudiantes de diferentes generaciones de esa carrera en la Universidad de Chile. Poirot empezaría su oficio en la fotografía teatral, mientras que Jara, creativo y brillante, ya se daba a conocer en el circuito chileno. En una de las paredes del abarrotado escritorio de su departamento, cuelga una foto en blanco y negro de una compañía de teatro sobre un escenario. En la mitad, sentado en una silla, Víctor Jara sonríe con esa boca franca que lo caracterizó. En una esquina, un jovencísimo Poirot de pelo oscuro y lentes posa en su rol de ayudante de dirección. Era el elenco de Ánimas de día claro, de Alejandro Sieveking, quien también se distingue en el grupo. 

Víctor Jara estaba presente cuando el fotógrafo salió a las calles de Santiago para el estallido social de 2019. Allende, su mandato y la memoria, volvían a él mientras fotografiaba. Pero su cámara no apuntaba los enfrentamientos o la primera línea. “Para mí era más interesante la señora con un cartoncito escrito a lápiz que decía ‘no alcanzo a llegar a fin de mes’. La acción individual de la gente era lo más importante”, dice. Eso fue lo que lo llevó a estar frente a la Biblioteca Nacional el 25 de octubre de 2019, día de la llamada “Marcha más grande de Chile” y de la convocatoria del colectivo Mil Guitarras por Víctor. “Estaba fotografiando las guitarras, y de repente empezaron a cantar lo de Víctor y me emocioné. Me largué a llorar y dejé la cámara al lado”, recuerda. Otra cámara lo captó: el director catalán Francesc Relea prepara hace un tiempo un documental sobre Poirot y estaba junto a él en ese momento. 

Víctor, Pablo y Salvador. Tres figuras de la historia chilena que lo acompañan, pero que también lo arrastran. “Son los muertos de uno. Y pesan. Cuando miro el archivo y me siento con una lupa en una mesa de luz, empiezan a aparecer. Y pesan”, comenta. Y luego, en voz baja, agrega: “Yo no olvido. A veces tampoco perdono. Y lo de Víctor, eso no lo perdono, porque no tiene perdón”. 

El último testigo se llama el documental de Relea, todavía en búsqueda de financiamiento. Un testigo por mandato y por convicción. “En España me di cuenta que, después de 40 años de dictadura, las generaciones jóvenes apenas conocían a Federico García Lorca, a Rafael Alberti. Y dije: en Chile a lo mejor va a pasar lo mismo, nos vamos a olvidar de la gente. Yo los conocí y tengo la obligación de tener memoria y transmitirla. Ser un Pepe Grillo”, dice. 

3. La memoria como forma de vida 

A sus casi 82 años, Luis Poirot se mantiene ocupado. Dicta talleres de apreciación fotográfica, es requerido para dar charlas, y participó en dos libros en 2021: El paisaje es el rostro (Lom), un libro suyo de retratos de escritores y escritoras; y Autorretratos: Conversaciones con Luis Poirot (Hueders), una compilación de cuatro años de diálogos con el periodista Francisco Mouat. Su agenda, llena de proyectos —un segundo tomo de escritores de regiones, un libro sobre Allende— sugiere una vida ajetreada, pero esconde el ritmo pausado con el que se mueve. 

Cuando Poirot hace una foto, no la revela inmediatamente, la guarda. Y pueden pasar años, incluso décadas, hasta que se siente en su mesa, ponga música, tome la lupa y la mire. Puede que le guste o no, puede que vuelva a ser guardada hasta que reciba una señal de que es hora de mirar de nuevo. Le pasó recientemente: no revela el tema, porque trae mala suerte, dice, pero sí cuenta que encontró negativos que han estado guardados por 20 años y que ahora deben ver la luz. “Por eso la rapidez de lo digital no me sirve, porque yo trabajo con lentitud. No me sirve sacar fotos y verlas en una pantalla. Necesito ese tiempo que pasa entre el momento en que disparo y el momento en que amplío”, explica. No es que reniegue de lo digital, tiene una cámara pequeña que lo ha sacado de apuros y una cuenta de Instagram donde comparte su trabajo. Pero desconfía de la durabilidad de los nuevos formatos, de la obsolescencia, de la calidad de las impresiones; elementos que van en contra de la conservación material de la memoria. 

Poirot es conocido por sus retratos, pero no es retratista. “No tengo un letrerito afuera que diga ‘Se hacen retratos de 9 a 5’. Yo fotografío a quien quiera y eso me da el derecho a no mostrar la foto si no me gusta. Y si no me gusta, no existe”, advierte. Hay quienes no le han caído bien, como Roberto Bolaño, a quien nunca quiso fotografiar. Hay quienes han intentado torcerle la mano, como Nicanor Parra, quien para su centenario se rehusó a escuchar sus indicaciones y posó de la forma en que él quiso. Esos negativos existen, pero nunca han visto la luz y, según Poirot, nunca la verán. Hay quienes han posado, como el presidente Gabriel Boric, pero el resultado no fue el esperado y sus fotos tampoco serán publicadas. “La miré y no me gustó. Tengo derecho a eso, uno tiene sus días buenos y malos”, explica. Pero cuenta que espera volver a intentarlo. 

Es una de las tantas particularidades de un fotógrafo que se ha visto obligado a partir de cero varias veces, la última cuando volvió del exilio y era un retornado, una palabra que aborrece. Particularidades que defiende y que caracterizan su trabajo tanto como los tonos en blanco y negro que lo han hecho tan conocido. Repasando los nombres que componen parte de su archivo fotográfico, varios de ellos fueron retratados muy cercanos a su muerte. Ahí están Lemebel, pidiendo que lo traten con cariño; Efraín Barquero, de mirada directa; el mismo Jorge Sauré. Y su amigo Raúl Ruiz, quien mira a la cámara con los ojos de “un hombre que ya sabe para dónde va”, en palabras de su autor. La muerte ronda su trabajo, tal como la memoria y la ausencia. “Yo persigo a la muerte, no es casualidad”, admite, sin dar más detalles, como si fuese un gaje del oficio. Uno de seis décadas y que aún no pretende terminar. 

El faro y la herida

Por Alejandra Costamagna

“Chile a veces es un faro”, dice una amiga mexicana, a quien le ha dado por mirar este país con admiración. Pero no deja pasar dos segundos: “Chile a veces es una herida”, baja la voz al otro lado del teléfono. Y el silencio que sigue trae dictadura, exclusión, exterminio de pueblos originarios, sequía, saqueo, extractivismo depredador, colusión, desarrollo sucio, desigualdad, femicidio, precarización, maltrato, xenofobia y un etcétera demasiado largo de expresiones demasiado grandes, demasiado feas.

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Chile como faro:

“Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria. Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza” (art. 1).

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Chile como herida:

“La desaparición forzada, la tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad, el genocidio y el crimen de agresión son imprescriptibles e inamnistiables” (art. 24). O: “Ninguna persona que resida en Chile y que cumpla los requisitos establecidos en esta Constitución y las leyes podrá ser desterrada, exiliada, relegada ni sometida a desplazamiento forzado” (art. 23). O también: “La erradicación de la violencia contra la niñez es de la más alta prioridad para el Estado” (art. 26).

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Herida y faro: “nunca más” y horizonte, trauma y enmienda, grieta y deseo.

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La herida y el faro son parte del texto constitucional que entre el 4 de julio de 2021 y el 4 de julio de 2022 escribieron 154 personas elegidas de manera democrática: abogados, sociólogas, profesores, dirigentes indígenas, científicas, escritores, periodistas, odontólogas, ingenieros, actrices, machis, ajedrecistas, contadores, lingüistas, matronas, asistentes de párvulos, estudiantes: 77 mujeres y 77 hombres de las distintas esquinas de Chile, de entre 21 y 81 años, que en su gran mayoría estudió en colegios públicos o subvencionados, en un país donde quienes toman decisiones suelen venir de unos pocos colegios privados.

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El faro es el país que proyecta el texto: una sociedad comprometida con los derechos humanos, que recupera el sentido comunitario y se admite diversa y equitativa; que garantiza que las mujeres estarán representadas en igualdad de condiciones con los hombres y ocuparán al menos la mitad de los espacios de toma de decisión; que reduce las desigualdades de grupos excluidos por años y valida los diferentes modos de familia, más allá de los vínculos de sangre; que habla de crisis climática y deja de proyectar la naturaleza como una fuente de recursos apropiables y extraíbles como el botín de unos pocos: que desmonta la batería de expresiones demasiado grandes, demasiado feas para garantizar que en Chile “no hay persona ni grupo privilegiado” (art. 25).

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La herida es el país del que venimos. Una sociedad que transitó desde la monstruosidad de la dictadura hacia una democracia que fue alivio y respiro, en la que disminuyó la pobreza y hubo acceso al consumo y también libertad política y promesas de reparación, pero que pronto mostró su atadura de manos y su matriz pactada. Una democracia con ruido de sables primero y desdén o inercia después; con un Estado retraído, instituciones públicas desmanteladas y una idea de progreso económico sin consideraciones medioambientales ni de diversidad cultural. Desde los tempranos noventa se había instalado una retórica del éxito y del consenso. Un país habitado por la “gente”, ya no por el “pueblo”. Ciertas palabras de pronto hacían ruido, sonaban opacas o incluso subversivas. “Gana la gente” había sido, de hecho, el lema de campaña de Patricio Aylwin para ese Chile que ahora se mostraba frente al mundo con 85 toneladas de hielo antártico transportadas para la Expo Sevilla de 1992. La proyección del relato que se quería: un país eficiente, económico, sin desvíos. Sin pueblo. Un lenguaje eficiente, económico, sin desvíos. Sin pueblo.

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La transición: un faro con el lente sucio, unas heridas camufladas. Una “demosgracia”, dijo entonces Pedro Lemebel. Una democracia confinada, dijo más tarde Diamela Eltit. Una democracia que profundizó la arquitectura neoliberal amparada en la Constitución de 1980 y contribuyó a generar un Chile que se volvió cada vez más dos Chiles: el de las elites y el otro. El audio de Cecilia Morel filtrado en redes sociales al inicio de la revuelta de 2019 dibuja con exactitud el Chile de las elites y su desconexión: “Es como una invasión extranjera, alienígena”, balbuceaba la primera dama. Y se veía forzada a concluir, tan incrédula como espantada, que “vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.

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Los demás: los alienígenas. Los demás: esas otras y otros que de pronto se hacían visibles con sus cuerpos verdes intoxicados por arsénico y plomo industrial, con las espaldas curvadas de tanta deuda, con jubilaciones de vergüenza, con una salud y una educación mercantilizadas e inaccesibles, con dobles y triples jornadas laborales, con cárcel para las mujeres que interrumpieran su embarazo aunque estuviera en riesgo su vida, con despojo de tierras indígenas, con el agua secuestrada por grandes agricultores, con el alza de la tarifa del transporte público que ya no solo era la gota que rebalsaba el vaso, sino la chispa que encendía el fuego de unos malestares demasiado tiempo acumulados. Los demás: las identidades plurales y díscolas, en una tierra que se quería blanquita, pareja, disciplinada y sin conflictos. Los demás: el pueblo.

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La palabra “pueblo” figura 79 veces en el nuevo texto constitucional. Así en el preámbulo: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”. Pero no solo “pueblo”, sino también “pueblos”, en plural. “Chile reconoce la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado” (art. 5). O: “Son pueblos y naciones indígenas preexistentes los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán, Selk’nam y otros que puedan ser reconocidos en la forma que establezca la ley” (art. 5). O: “Los pueblos y naciones indígenas y sus integrantes tienen derecho a la identidad e integridad cultural y al reconocimiento y respeto de sus cosmovisiones, formas de vida e instituciones propias. Se prohíbe la asimilación forzada y la destrucción de sus culturas” (art. 65).

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El faro aparece con nitidez en los más de cien artículos de derechos sociales garantizados por el Estado, que estuvieron en las pancartas de las movilizaciones de los últimos años. Derecho, por ejemplo, a tomar decisiones sobre el propio cuerpo y a una maternidad voluntaria, a la identidad, al trabajo decente, a una vivienda digna, a los cuidados y al reconocimiento de las labores domésticas, a la libertad sindical, a la seguridad social, a la salud, a la educación gratuita, a envejecer con dignidad, al agua y al aire (¡al agua y al aire!), al deporte, a la ciudad, a la cultura, a la información, a la muerte digna, a la no discriminación o a la vida libre de violencia de género. 

La herida aparece como un compromiso de reparación, que es también un ajuste en el léxico transicional. Se acaba una retórica. El texto nos deja la imagen de un país que se reconoce al fin sin la máscara del hielo para constatar lo que somos y lo que fue negado por escrito durante cuatro décadas. 

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La amiga mexicana —que en realidad es mucho más experta en faros que en heridas— sale del silencio de las expresiones grandes y feas. Y cuenta que los faros fueron construidos para hacer llegar el mismo mensaje que transmitían los náufragos con el lenguaje del fuego: “aquí hay humanos”. Esa sería la aspiración de estas torres de luz que ayudan a reconocer la ruta, dice. Y yo le digo que aquí mismito, en este país con nombre de ají, hay humanos que aspiran a reconocer la ruta común para relacionarse en armonía y de modo interdependiente con los demás humanos, con la “hermosa morenidad” de la que hablara Elicura Chiuailaf o las “locas mujeres” que convocaba Gabriela Mistral, pero también con los otros animales, con los ríos, con los bosques, con la montaña, con el desierto y la pampa, con los ventisqueros, con la tierra, con los minerales, con las toneladas de hielo: con la porción del planeta que habitamos y nos seguirá albergando si no lo destruimos.

Umbral

Por Elvira Hernández

Envueltos a cada instante en palabras, nos olvidamos de ellas como si el lenguaje no fuera la casa que nos hospeda y nos define como seres humanos. Hablar se hace entonces una mecánica costumbre, y las palabras, en vez de obtener el relieve que se merecen, las borramos o las sumimos en la mendacidad. Es el vaciamiento que acontece también con la expresión “la casa de todos”, una imagen acuñada para el albergue del debate democrático primero, y marco de convivencia posterior —garantista de los derechos de minorías y mayorías— y así dar salida a la crisis social y política de nuestro país: un proyecto de nueva Constitución. Pronto, por el uso reiterado y la prisa del habla, fue una frase gastada —la casa de nadie— hasta hacerla ajena a nosotros, la ciudadanía. ¿Cómo volver al momento inicial en que la imagen requiere que se la aquilate?

Nadie podría tener mejor comprensión de la imagen alojada en la palabra concreta de casa que la mujer, confinada en el tiempo entre cuatro paredes, aunque hogareñas; sin poder participar de la noción abstracta de casa, que es el espacio público y sus instituciones. Bajo este nuevo techo —el texto constitucional que se levanta, hay que decirlo, como una exigencia de autoconstrucción de la ciudadanía—, la mujer avanza en derechos humanos, se le consagran libertades individuales y, sobre todo, ve acentuar en la proximidad su práctica política, donde la perspectiva de género adquiere posibilidades.

No es baladí que la imagen de la casa se encuentre sosteniendo también las palabras ecología y economía que derivan del griego oikos, casa. Así, podríamos decir que, con las casas pareadas de la palabra, la ecología, la economía y la constitución política del Estado nos asomamos a la realidad mestiza de Chile, donde tenemos que poner los pies con firmeza. No atemorizarnos frente al mapudungun, un idioma que le ha dado carácter y raíces al castellano de Chile, pero que proscribimos. Cuando Elisa Loncon le dirige la palabra al país, haciendo uso parcial de su lengua de nacimiento, adviene, en efecto, un momento refundacional para el país; el único genuino —antes que al vocablo se lo salpicara sobre múltiples hechos y lo volvieran espurio en su intencionalidad— y de emocionante simbolismo. Un momento de reconstitución del país y no de separatismo, pues pone en el lugar usurpado el fundamento faltante —para nivelar la construcción de “la casa de todos”—: el cimiento de los pueblos originarios, nunca reconocidos; velados en la identidad chilena nuestra, y que permite corregir una de las muchas desigualdades chilenas. Un acto reivindicatorio que no le da carácter de constitución indigenista. No todas las refundaciones son absolutas —ni sobrevienen a cada rato de manera insignificante—, y esta no lo es. Es el puntal que faltaba en justicia. 

Un hecho lingüístico, un discurso —no un “palabrazo”, como dicen en el campo— que se realiza con excelencia. En una palabra se descongela el tiempo histórico y volvemos al siglo XIX, a los años en que se hablaba de civilización y barbarie —el cuadro ideológico de la época— bajo influjo europeo. Donde el Partido de la Civilización manejaba la tesis de que la unidad nacional se organizaba en la medida que la gran nación desorganizara a las menores y absorbiese sus restos. Es claro que el pueblo mapuche resistió su muerte. Y el transcurso del tiempo ha dado evidencias de que la barbarie no se encontraba donde enfáticamente se la señaló. 

Incluso, mucho antes, el abate Molina, sabedor ya de antropología europea, y temeroso de racismo, pregonaba: “Confesemos, que todas las naciones, sean americanas, europeas o asiáticas, han sido semejantísimas en el estado salvaje, del cual ninguna ha tenido el privilejio de eximirse”. Y agregar, para no olvidarse del mito de la blancura que nunca deja de resucitar, que España dudaba si era cola de Europa o cabeza cercenada de África.

Hoy estamos —con el proyecto de nueva Constitución— ante un escenario de reedificación del país respaldado por nuevas ideas. Con derechos humanos, con mayor autonomía para que los pueblos originarios puedan proseguir con el curso organizado de sus sociedades y acervos. Hoy, mañana, podrían tener presente y futuro; son sociedades vivas que no se las puede confinar en un museo. Es, entonces, tarea del país reunir las partes dispersas y reprimidas del todo, marcadas por una historia pasada cruenta para estos pueblos, y que como chilenos nos tiene que avergonzar. Las políticas de reparación se vuelven urgentes. Nada fácil, por su complejidad, no exenta de enormes contradicciones. Sin embargo, estamos ante la mejor circunstancia política para enmendar pasos, porque hay una valoración de la riqueza de gentes que puebla el país y que nos habilita para estos cambios. En eso no hay debilidad ni se nos disgrega; permite dar un salto adelante hacia otra historia. Pero requiere diálogo, y que se pueda seguir legislando al respecto. “La casa de todos” necesita completar la obra gruesa, proseguir con las terminaciones y el amoblar.          

El principio de plurinacionalidad nos convoca en igualdad como pueblos a construir, en democracia, un Estado social de derechos. Es, este principio, en su particularidad, una pieza jurídico-política que tenemos que dimensionar, discutir, habitar; saber si nos está quedando grande o chica. Esforzarnos para que entronque con nuestra historia, se amalgame con nuestras costumbres más que con la creencia en una eficacia conseguida por países de otras latitudes. Hay que evitar el exceso de copia y confiar en una experiencia a la que no se puede renunciar. Nuestras tradiciones no son estáticas, no se las puede inmovilizar; para seguir viviendo en ellas tenemos que darles continuidad, lo que implica ser críticos en un trabajo de autoconstrucción comunitaria permanente. 

Como chilenos no estamos acostumbrados a movilizaciones ciudadanas deliberativas —las movilizaciones las hemos reducido a las marchas callejeras—; el debate nos incomoda y los procesos nos desasosiegan. Queremos ver productos terminados. Son los años de dictadura y falta de educación cívica. Sin embargo, tenemos tareas ciudadanas. Muchas. Por el momento, oírnos y entendernos antes de proceder a la interpretación. Es legítimo que las palabras estén en boca de quienes las acuñaron, antes de apropiárnoslas. Que se examine cuánto de coincidencia o discrepancia hay, correspondencia o disyuntiva, antagonismo o concordancia entre küme mongen, alli kausay, por ejemplo, y otras formas de vivir bien, dichas en otras lenguas ancestrales de este territorio. Sería una fragua cultural mayor en nuestra construcción comunitaria. Un momento de tocar tierra local en época de globalización.

Para eso hay que cruzar el umbral, entrar a “la casa de todos”, que no es el paraíso de la hermandad sino el amparo y la protección donde en democracia se resuelven querellas, luchas o desavenencias y se avanza. Es construcción que se sigue levantando, haciéndose visible. Por cierto, atrae temores: que esta no resista, que esté sobreedificada. También hay otro, que es casi destino, derrumbamiento atávico y tragedia de los pueblos latinoamericanos: abandonar las obras a medio terminar. De aquello, hay ejemplos notorios: hospitales, astilleros, puertos, líneas férreas, pueblos abandonados… El esfuerzo, entonces, es cruzar el umbral, no pasar al living, quizás, sino a la sala de estar, donde sea posible hablar, es decir, ser. Y algo más, como pedían las abuelas: por favor, no arrastrar al interior, mugre con los pies.