Arte de resistencia: cinco colectivos que surgieron y persisten tras el estallido social

La explosión de expresiones artísticas callejeras fue un fenómeno que corrió en paralelo a la revuelta del 18 de octubre y llevó al movimiento social a otro nivel de creatividad. Los artistas encontraron en murallas, edificios, monumentos y señaléticas el lienzo perfecto para plasmar sus consignas al tiempo que las calles se llenaron de performances y comparsas. Hasta que la pandemia del Covid-19 dejó todo en suspenso. ¿Qué sucedió con esos colectivos artísticos que encendían a diario la protesta social? Aquí, cinco de ellos cuentan cómo lidiaron y sobrevivieron a este periodo de encierro e incertidumbre y qué planes tienen hoy.

Por Denisse Espinoza A.

Si hubo algo que caracterizó al arte surgido al alero del estallido social del 18 de octubre de 2019 fue la falta de nombres propios. Adjudicarse la autoría de una obra -hacer ”autobombo”- comenzó a ser visto como otra demostración más del individualismo neoliberal de ese sistema político y económico que se quería derrocar. Los y las artistas dejaron al margen sus obras personales para volcarse hacia la creación colectiva. Brigadas de muralistas, músicos de distintas orquestas, artistas de performances, grupos de fotógrafos y fotógrafas se volcaron a las calles todos juntos, porque unidos se sentían también más invencibles. Y así fue.

Coloquio de Perros. Foto: Felipe Díaz.

Durante cinco meses, las calles se llenaron de expresiones gráficas, coros ciudadanos y acciones de mujeres encapuchadas, que con sus torsos desnudos entonaban cánticos rebeldes. Los y las artistas de distintas disciplinas se reunieron, dialogaron y crearon juntos, cobrando una potencia inusitada. Quienes ganaron más fama fueron tildados incluso de peligrosos. Delight Lab, conocidos por sus proyecciones lumínicas en la fachada del edificio Telefónica, fueron censurados dos veces y Lastesis, que eran reconocidas por la revista Time entre los personajes más influyentes del 2020, gracias a su mediática performance “Un violador en tu camino”, recibían al mismo tiempo una querella de Carabineros de Chile por “atentar contra la autoridad” e “incitar al odio y la violencia”.

A esas alturas, eso sí, el movimiento social completo se había suspendido por la pandemia de Coronavirus y por las cuarentenas obligatorias que dejaron a los artistas sin calles para expresarse ni espacios culturales donde trabajar.

“La lógica neoliberal de los noventa también afectó al arte”, dice Gabriela Rivera, integrante de la colectiva Escuela de Arte Feminista. “Estaba esa idea del artista exitoso, mainstream, que exhibe y vende en galerías, y el que quedaba fuera de eso no existía. Creo que eso ha empezado a desaparecer, y la rebeldía del mundo del arte se ha empezado a negar a esa hegemonía”, agrega la fotógrafa.

La realidad en Chile es que muy pocos artistas pueden vivir del circuito de galerías. Muchos hacen clases, otro puñado vive de los fondos concursables y el resto se las arregla con oficios que les ayudan a autogestionar su trabajo artístico. “En Chile tenemos una cultura en torno al arte que lo precariza de por sí, siempre se ha ninguneado el trabajo artístico desde las instituciones culturales hacia abajo”, opina el diseñador César Vallejos, uno de los fundadores de Serigrafía Instantánea, en 2011, y quien ahora participa del colectivo Insurrecta Primavera. “Ahora que me he vuelto a reencontrar con amigos y amigas artistas que no veía desde el comienzo de la pandemia les pregunto cómo están y me dicen ‘como siempre nomás, a patadas con los piojos, acostumbrado a llegar a cero, a surfear la ola, arreglándoselas a puro ingenio. Esa es la verdad”.

Para Paula López del colectivo porteño Pésimo Servicio el problema ha sido justamente esa lógica del asistencialismo estatal a través de los fondos concursables, que “nos convirtió en seres ajustados a un presupuesto y a una planificación que son prácticas ajenas al arte”.  Eso genera, a su vez, un “sesgo político y editorial que elitiza el arte”, dice la fotógrafa. “Creo que muchos sentían que tenían el resguardado, entonces aparece todo este arte contestatario autogestionado que molesta y no saben cómo controlar”.

Si bien la autogestión no les da para vivir holgadamente, sí les permite tener independencia editorial, lo que en el arte político es crucial. Además, todos coinciden en algo: tras el estallido y en medio de la pandemia crear en solitario y al margen de lo que sucedía afuera sigue siendo imposible. El motor de estos colectivos es hacer un arte político, que eduque y profundice la reflexión.

Colectivo chusca (@colectivochusca): “Visibilizar a los caídos”

“En ese momento, estaba trabajando en torno a unos poetas japoneses el tema de la muerte, a raíz de una invitación que me habían hecho para noviembre, pero después del estallido todo cambió. Había algo mucho más urgente e inmediato que abordar, que era la protesta y las muertes y heridos reales que estaban quedando por la represión policial”, cuenta Sebastián Jatz, compositor y artista sonoro, quien junto a Fernanda Fábrega, Andrés Gaete y Bernardita Pérez, forman en noviembre de 2019 el colectivo Chusca, con la idea de rendir homenaje a las víctimas de la revuelta.

Colectivo Chusca, intervención en Metro Baquedano.

“Había información muy difusa, incluso organizaciones como Amnistía Internacional o el Instituto Nacional de Derechos Humanos, tenían cifras y nombres distintos de las víctimas, no había tanta información. Entonces la idea fue contar quiénes eran estas personas que habían perdido la vida en la primera línea o gente que le llegó una bala loca, que estaba en un lugar equivocado. El desafío era poder presentar temas derechamente políticos, contingentes y polémicos de una manera poética, que tenga un vínculo a nivel emotivo pero que también sea informativo”, explica Jatz. Así nació la pieza “Personas que encontraron la muerte aunque sabemos que son más”, compuesta por relatos de los casos de muertes durante manifestaciones, acompañados de percusiones de platillos, bombos y un kultrún, que fue presentada en distintos espacios públicos.

Debutaron en diciembre de 2019 en el galpón 5 de Franklin, y luego se presentaron otras nueves veces en lugares como el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes, la Estación Baquedano, el frontis del GAM, en la Oficina Salitrera Chacabuco, en el Valle de los Meteoritos y en el Cráter de Monturaqui. Hasta que llegó la pandemia.

Desde entonces el colectivo se silenció, volviendo recién en octubre pasado, para el aniversario del estallido, cuando volvieron a reponer la pieza fuera de las Torres de Tajamar. “Es super lógico que ante una crisis de cualquier orden tiendes a acercarte a quienes están pasando por algo similar a ti. Para mí era el único tema, no podía hablar de otra cosa, me invitaban a otros proyectos y era como ‘lo siento no puedo poner mi cabeza en otro lugar’. Había un sentido de urgencia y de intransigencia”, dice el artista.

“Yo he dado por muerta muchas veces Chusca, pero son mis compañeras quienes mantienen la energía del proyecto”, confiesa Jatz, dejando ver una de las bondades de los colectivos de arte: cuando uno se cansa, otro puede apoyarlo y continuar.

Escuela de Arte Feminista (@escueladeartefeminista): “Por una pedagogía rebelde”

El agote de años luchando por abrirse paso con un arte feminista en la escena local, les pasó la cuenta a Alejandra Ugarte, Gabriela Rivera y Jessica Valladares, quienes se replegaron justo antes del estallido social. Nacidas en la década del ochenta y compañeras de generación artística -Alejandra egresada de la Universidad Arcis y Gabriela y Jessica de la Universidad de Chile- las tres se formaron como colectiva en 2015, armando un espacio de diálogo feminista y activismo abierto al público, yendo a las marchas y haciendo bulladas performances callejeras. Sin embargo, eso no impidió que vieran con algo de incredulidad pero certera emoción cómo entre marzo y junio de 2018 el movimiento feminista se tomaba las calles, las universidades y los noticiarios haciéndole frente a los casos de femicidio, abuso y violencia sexual, como el de Nabila Riffo.

Copia Feliz del Edén, marcha del 8 de marzo de 2017.

“En 2007 las marchas de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres eran de 50 personas, en 2014 ya eran más de 100, pero en 2018 fueron miles, de todas las edades y todas las generaciones. No esperábamos esa multitud la verdad, aunque siempre fuimos parte y estuvimos viviéndolo todo el tiempo, fue una sorpresa”, comenta Gabriela.

Luego vino el estallido, la represión de la policía, los heridos por balines y el miedo.

“Le dimos el pase a las generaciones más jóvenes, porque tienen más energía y menos traumas. Para nosotras que venimos con la carga de la dictadura y que además somos madres, el nivel de violencia que ejerció Carabineros en esos meses fue paralizante”, dice Alejandra. “Ese tiempo nos sirvió para repensarnos y rearticularnos”, agrega.

Paradójicamente, la pandemia imprimió nuevo aire a la Escuela de Arte Feminista, que retomó su quehacer pedagógico. “Sentimos que la educación es clave. Venimos de una generación donde nunca se habló tanto de feminismo, en la Escuela de Arte jamás hubo paridad entre los profesores y profesoras, de hecho eran casi todos hombres, todo era muy machista y hoy, en el fondo, no han cambiado tanto las cosas, en los colegios hace falta una educación no sexista y feminista”, dice Alejandra.

Fue lo que también entendió el colectivo Lastesis, quienes lograron una resonancia que nunca ha tenido la colectiva de Alejandra. “Reconozco el impacto que tuvieron y cómo viralizó la acción, pero la verdad es que siempre la espectacularización del arte me genera dudas.  Para mí lo más importante que lograron fue atraer a una generación mayor con Lastesis senior y ayudar a que muchas mujeres comenzaran a denunciar los abusos”, dice.

Lo cierto es que la Escuela de Arte Feminista ha sido una pieza importante para pensar el género desde el arte. Desde mediados de los 2000, cuando hicieron una serie de performances en el espacio público, dictaron varios talleres de fanzine y feminismo en la Biblioteca de Santiago y luego, en 2017, ganaron una residencia en Balmaceda Arte Joven, dando espacio a otras colectivas y artistas feministas. “Siempre tuvimos como referente un proyecto que había en EE.UU., la Womanhouse, un espacio donde se revisaba una genealogía de artistas feministas y alucinábamos con eso, con tener nuestro cuarto propio”, recuerda Gabriela, quien desde el año pasado está radicada en España y ve en el trabajo educativo virtual con sus compañeras el único futuro posible para su colectividad.

Pésimo Servicio (@pesimoservicio_): “Amistad y arte político en el Puerto”

Fue el mismo 18 de octubre de 2019 cuando, en Valparaíso, un grupo de amigos artistas discutía la idea de arrendar un taller y armar una cooperativa de trabajo para así compartir ideas y gastos. Al día siguiente, el eco de la revuelta de Santiago llegó al puerto y la urgencia de unirse cuajó. “A los tres días ya estábamos imprimiendo folletos para repartir en las marchas, creando consignas y proyectando ideas. Aprovechamos el toque de queda para quedarnos toda la noche imprimiendo y trabajando y ya en diciembre teníamos juntos un taller en la Plaza Echaurren”, cuenta la diseñadora y artista de collage Danila Ilabaca, quien junto a los artistas visuales Gabriel Vilches, Camila Fuenzalida y Pablo Suazo, los fotógrafos Rodolfo Muñoz y Paula López y el restaurador Iñaki Redementería, forman el colectivo Pésimo Servicio.

Intervención en Valparaíso, colectivo Pésimo Servicio.

Como vienen de disciplinas diferentes, con estéticas distintas, la metodología del grupo ha sido básicamente someterse a un estilo gráfico simple y limpio. Toman ideas de lo que escuchan en la calle o en las noticias, las que sintetizan en frases cortas, que luego imprimen en folletos o volantines, proyectan en edificios o detrás de un camión en movimiento o pintan en el suelo. Desde el inicio las frases llamaron la atención. “O explotamos o nos siguen explotando, una de dos”, “En Chile se tortura”, “No estoy en guerra”, “Hay que escuchar la voz del pueblo” o, simplemente, la imagen de la bandera chilena negra con la palabra “mata”.

“La autoría se pierde porque ni siquiera los mensajes vienen de nosotros. También es importante que cualquiera pueda replicar fácilmente la gráfica, que sea de todes”, dice Gabriel Vilches. Rodolfo Muñoz destaca que “en Chile está fácil hacer arte político porque pasan injusticias todos los días, es increíble. No tocamos un tema especial, sino que nos enfocamos en que todos tienen una raíz en el colonialismo, la dictadura y ahora el sistema neoliberal”.

La mayoría de sus intervenciones la han hecho en Valparaíso, en plazas, cerros y canchas, pero también han trabajado en Santiago. En septiembre, de hecho, junto a Delight Lab realizaron la acción que fue censurada por Carabineros cuando con un foco iluminaron el verso «Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema», extraído de un poema de José Ángel Cuevas, haciendo desaparecer la proyección del monumento de Baquedano en Plaza Italia.

“Al final fue bonito lo que pasó con el Pepe Cuevas, porque por la censura de repente vio reproducido su poema completo en La Tercera, se empezó a hablar mucho de él, siendo que nunca fue un poeta tan mediático y ahora incluso van a hacer una reedición de su trabajo”, comenta Paula López.

Durante la pandemia, el grupo dejó de verse, pero no de trabajar, comenzando una modalidad virtual que también dio frutos. Se volcaron a lo audiovisual y en junio estrenaron “El cuerpo al servicio del capital”, un corto documental sobre la salud en Chile a propósito de la crisis sanitaria.

Por estos días están planean una intervención presencial con otros colectivos y preparan una nueva cápsula audiovisual sobre el tema del miedo y el control social. “Entrevistamos a una terapeuta y chamana para reflexionar sobre qué pasa con el cuerpo cuando siente miedo, pero también nos interesa el tema de la sobremilitarización, porque en Valparaíso no sólo hay milicos y pacos, sino también navales, una Armada gigante, entonces el control ha sido super fuerte”, explica Iñaki.

“Estamos en un proceso de quitarle el miedo a la gente, porque Valparaíso se ha vuelto a silenciar, y la idea es que se vuelva a la calle, a reclamar por los derechos, a reivindicar el espacio que nos volvieron a quitar”, concluye Gabriel Vilches.

Tres tristes tigres (@coloquiodeperros): “El arte de conversar”

El periodista Sebastián Herrera y su pareja, la artista Laura Estévez, hace un tiempo que tenían una instancia de diálogo en torno a la música en el barrio Franklin cuando se produjo el estallido social. “Recuerdo que la segunda semana estábamos en una marcha y la reflexión fue, bueno, sabemos que hay un malestar, pero cuáles son las demandas concretas, cuál es el discurso de fondo. Parecía necesario y urgente sentarse a conversar”, explica Herrera. Fue entonces que decidieron, junto al cineasta Fernando Guzzoni (La Colorina), armar el colectivo Tres tristes tigres -en homenaje a Raúl Ruiz- y replicar la instancia de diálogos con simplemente una improvisada mesa, sillas y micrófonos en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo, que llamaron “Coloquios de perros”.

Coloquio de Perros III. Foto: Felipe Díaz.

“La idea era simplemente crear un espacio de reflexión donde encontráramos un punto que fuera congruente a todas aquellas personas con inquietudes similares. Nunca aspiramos a que fuera exitoso o no, era igual si llegaban diez o cien”, dice el periodista. Pero lo fue.

Entre octubre de 2019 y marzo de 2020 se realizaron once coloquios, donde participaron relevantes figuras de la cultura, entre ellos el poeta Raúl Zurita, el arquitecto Alejandro Aravena, la sicoanalista Constanza Michelson, la escritora Nona Fernández, el colectivo Lastesis y la artista Cecilia Vicuña. “En pandemia nos cuestionamos si el lugar del diálogo era todavía importante, si la gente lo necesitaba e hicimos algunos ‘coloquios de perros’ en forma digital, pero luego habían proliferado tanto los espacios de conversación virtuales, vía Zoom u otros que sentimos que nuestra labor ya estaba ocupada, que era redundante hacerlo”, dice Herrera.

Aunque ya llevan un tiempo sin hacer un coloquio de perros, el periodista sí cuenta que para octubre próximo planean hacer uno de más días, en el mismo lugar de siempre y gratis. Mientras que adelanta que la segunda semana de enero lanzarán un nuevo proyecto digital que funcionará a modo de revista. “Va a tener cada dos meses una temática que va a colonizar el sitio web, y esa temática va a ser respondida a través de entrevistas, podcast, columnas y artículos. Pero al mismo tiempo será un contenedor visual de todos los coloquios de perros anteriores y de los futuros que vengan”, adelanta.

Insurrecta primavera (@insurrectaprimavera): “Discípulos adelantados”

Aunque César Vallejos llevaba una década haciendo arte político en las calles junto al colectivo Serigrafía Instantánea, siendo uno de los grupos con más presencia durante el estallido social (pegando afiches y estampando pañuelos, sacando la prensa a la calle y haciendo talleres populares), finalmente el diseñador se apartó del colectivo por diferencias creativas. Sin embargo, fue en uno de los talleres que dictaron en diciembre, en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que se conformó un nuevo grupo de aficionados e interesados en levantar una nueva brigada de propaganda que bautizaron como Insurrecta Primavera.

Afiches callejeros de Insurrecta Primavera.

Con ellos, César ha seguido activo incluso durante la pandemia. Hicieron una intervención de afiches y stickers en el momento en que las críticas hundían la labor del ministro Jaime Mañalich por el mal manejo de la pandemia, y luego se han dedicado a trabajar ilustraciones de los presos políticos y víctimas del Estado de ayer y hoy. El 11 de septiembre intervinieron la fachada del Estadio Nacional con los rostros de Cecilia Magni, Macarena Valdés y Joane Florvil. Y recién el 15 de noviembre pasado intervinieron los muros de la población La Bandera en memoria de Camilo Catrillanca.

“Sin duda que con las cuarentenas el movimiento social se detuvo y hubo un debilitamiento porque en el fondo la pandemia nos encierra, no nos permite juntarnos, que era lo que se estaba cultivando en las calles, el contacto en los diversos espacios de confluencia. Y a eso se suma el gran cansancio del estallido por el factor de la represión policial, muchos dejaron de estar en la calle”, plantea Vallejos.

Claro que para el diseñador tanto el estallido social como el estallido gráfico eran situaciones que sorprendieron pero que se vienen fraguando hace décadas. “Los movimientos sociales han tenido un desarrollo que va más allá de la revuelta, están los movimientos populares, ecologistas, el levantamiento en Punta Arenas, lo que pasó en Freirina, en las zonas de sacrificio a lo largo del país, el movimiento feminista, el movimiento estudiantil, los mineros, portuarios, profesores, el movimiento No+AFP, etcétera”.

Con los colectivos de arte es lo mismo. Hace años que se viene conformando un movimiento de muralistas y brigadas, de performistas, de artistas textiles, de comparsas y orquestas y pasacalles que en el estallido salieron todos a la luz. Y volverán a salir, advierte Vallejos. “Sólo el fin de semana pasado había por lo menos ocho actividades en distintos territorios. Nosotros estuvimos en la Villa Olímpica, donde se juntaron unas mil personas, tocaron como diez bandas y habían unos cien feriantes de oficios gráficos. Y al mismo tiempo estaban pasando cosas en Pedro Aguirre Cerda, Puente Alto, Bajos de Mena y La Victoria”, cuenta el artista. “El arte siempre ha sido una trinchera contracultural y por eso Plaza Dignidad se llenó de arte, incluso las personas de la primera línea usaban trajes creados por ellos y pintaban sus escudos, todo fue una gran performance que está esperando el momento de volver”.

Francisco Mouat: “Hoy escasea el periodismo y nos pasan gato por liebre todo el día”

El periodista y escritor, autor de El empampado Riquelme, ahora a cargo de librería Lolita, reúne más de treinta años de su labor como cronista en el ejemplar Escala técnica. Acá se refiere al periodismo actual, al arte de contar historias, alude a la clase política y se pregunta: “¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, ven cine, se conectan con la música o con las artes? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder?”.

Por Javier García Bustos

Era 1985 y hasta entonces Francisco Mouat (1962) sólo había viajado fuera de Chile a las ciudades de Mendoza y Buenos Aires, en Argentina. Mouat era periodista de la revista Apsi y ante una invitación para cubrir el Festival Internacional de la Juventud se trasladó más de 14 mil kilómetros, desde Santiago rumbo a Moscú. 

“La invitación de los comunistas rusos incluía todo: visa volante para no timbrar el pasaporte y evitar que te interrogaran de regreso en el aeropuerto de Pinochet; pasajes en Aeroflot ida y vuelta desde Buenos Aires con escala en Recife, Dakar y Argel; alojamiento, las cuatro comidas y creo que hasta un modesto viático que alcanzaba para traerse una muñequita rusa de madera”, escribe Francisco Mouat en Rayuela moscovita, crónica incluida en el nuevo volumen Escala técnica, que publica el sello Overol, una selección de su labor como periodista y escritor por tres décadas.

Autor de más de 15 libros, Francisco Mouat, además de trabajar en las desaparecidas revistas Apsi y Hoy, fue director de Don Balón y editor de la Revista del Domingo en Viaje del diario El Mercurio. Su gran pasión han sido los viajes y los libros. Desde 2014, dirige la librería Lolita. 

El periodista, escritor Francisco Mouat, está a cargo de Librería Lolita.

Desde los ochenta, Mouat no sólo ha viajado a Rusia o Malasia, sino que ha recorrido Chile para registrar múltiples historias que ahora integran Escala técnica y que parecieran conectar todo el universo. Mouat narra los sinsabores de Fenelón Guajardo, el Charles Bronson chileno; un extraño viaje a Capitán Pastene, en La Araucanía, tras los pasos de un “avaro millonario”; y captura la voz de Américo Grunwald, sobreviviente de Auschwitz afincado en Concepción. Mientras, la literatura se cuela en las crónicas del periodista, con autores como Ennio Moltedo, Jorge Teillier, Julio Ramón Ribeyro, Ryszard Kapuściński y Wisława Szymborska. 

Escala técnica reúne parte de tu trabajo asociado a la literatura y el periodismo. ¿Sientes que existen temas o intereses que unan los textos?

—Es bien probable que sí, pero esa tarea de vincularlos mejor que la haga su lector. No soy muy dado a pensar demasiado sobre lo que hago. A la forma de hacerlo le doy vueltas, pero no mucho a por qué lo hago. No sé si tienen algo en común el actor que encarnaba al Zorro en la famosa serie de televisión de los años sesenta y setenta, y que murió en Buenos Aires el mismo día en que iba a hablar con la madre de su novia para pedir la mano de su hija, con Américo Grunwald, ese judío increíble que sobrevivió a los campos de concentración nazi y se radicó en Concepción y aquí formó una familia y se propuso —con éxito— hacer reír a lo menos a una persona cada día de su vida. Supongo que los vínculos, más que en los temas, están en la manera de mirar y de contar. Escala técnica es una selección revisada y corregida de textos muy diversos, algunos inéditos, que durante más de treinta años he estado pensando, investigando y escribiendo en diarios, revistas y libros. Ojalá sobrevivan al escrutinio del tiempo. 

En los últimos años, la crónica periodística ha registrado los cambios de las sociedades en Latinoamérica. Incluso hay varias antologías. ¿Cómo ves este fenómeno y qué autores del continente te interesan? 

—Espero que la crónica siga siendo un género vivo, diverso, que explore todos los temas y todas sus posibilidades formales. Habrá algunas crónicas rudas y de batalla, hechas con los ojos en la calle, con acento en lo social o en lo político, que deben convivir con otras miradas, más íntimas si se quiere, ligeras en el mejor de los sentidos que, a partir del vuelo de una mariposa, sean capaces de provocarnos, de invitarnos al placer de la lectura, al goce de la palabra bien dicha y poderosa. Hacer competir entre sí los distintos tipos de crónicas es tomar partido innecesariamente, cuando lo que requerimos para que el género se fortalezca es honestidad intelectual, una mirada propia y una escritura bien trabajada. Roberto Arlt escribía sin exquisiteces, pero esa escritura es comprometida con lo que cuenta, si tiene rabia la expresa, no la disfraza. Esa conciencia de estar escribiendo algo que te importa no se compra en la farmacia. Clarice Lispector escribe de otra forma, pero sus crónicas se hermanan con las de Arlt en el alma de narradores que ambos son y que los provoca para escribirlas. Me interesan más los cronistas que cultivan el género no porque esté de moda o porque sus crónicas vayan a cambiar el mundo. Desde Rubem Braga hasta Pedro Lemebel. Desde Marta Brunet hasta Selva Almada o María Moreno. Desde Jorge Ibargüengoitia hasta Roberto Merino. Desde Juan Villoro hasta Martín Caparrós. Desde Joseph Mitchell y Gay Talese hasta algún o alguna cronista que no conocemos aún y que se obsesiona con contar el estallido de octubre del año pasado en Chile desde un lugar incierto e inesperado.

¿Qué reflexiones surgen al comparar, en términos de contenidos y exigencias, el periodismo en el que te desarrollaste profesionalmente y el que hoy lees o ves?

—No quiero parecer amargo en mis reflexiones, pero el examen que hago de la realidad que me rodea me impide no ser crítico de lo que veo, leo y oigo. Tampoco me creo eso de que antes había mejor periodismo que hoy. Creo que había más periodismo, del bueno, del regular y del malo, y que lo que ocurre hoy es que escasea el periodismo, y nos pasan gato por liebre todo el día. Noticias que, en rigor, más que noticias, son un show. Crónicas que, más que crónicas, son compromisos adquiridos con los financiadores de los medios. Examinemos el mapa de los medios en Chile. Un par de consorcios en la prensa escrita en crisis económica desde hace un buen rato que intentan hacernos creer que detrás de ellos hay un ejército de periodistas, cuando en rigor la tropa probablemente tiene más ingenieros comerciales que narradores, que saben que la consigna que más se escucha es sobrevivir, cada vez con menos recursos y sin mucha idea de por qué hacen lo que hacen. Diarios regionales que parecen un diario mural de avisos de la zona, publicidad por cierto cada vez más escasa, otro par de diarios y revistas de circulación reducida que saben que si no se digitalizan pronto morirán, canales de televisión cortados casi todos con la misma tijera, y un universo radial donde quizás aún es posible hallar ejercicios periodísticos no tan ambiciosos, pero más genuinos y en sintonía con las personas comunes que, sospecho, aman observar, pensar, disfrutar la vida de manera sensible y también apasionada. 

Siempre hay excepciones, pero no es la regla, ¿no?

—Por supuesto que entre tanto decorado sin gusto a nada hay intentos genuinos de contar buenas historias que se despliegan con la intención legítima de no rendirse y fiscalizar, indagar, denunciar y alumbrar un poco el camino en el que nos hemos ido metiendo sin demasiada conciencia de lo que vivimos, acelerados por estrecheces económicas, por no entender lo que pasa al lado nuestro y dentro de nosotros mismos. Veo poco periodismo a mi alrededor, que se entienda a sí mismo con ese nombre y tenga ganas de enorgullecerse al final del día de lo realizado, que más que perfecto sea verdadero. Periodismo que tenga la vocación de buscar en la realidad aquello que nos ayude a entender mejor qué nos está pasando, por qué se está haciendo tan difícil discutir o intercambiar puntos de vista sin sentir ganas de exterminar al del frente. Veo poca pasión por hacer algo distinto a sólo fijarse en el color de los números de la gestión a fin de mes. Veo poco amor a la libertad y sus riesgos. Veo poco interés por desarrollar un oficio donde el poder incomode de verdad. Veo poco respeto por el arte, la filosofía, la naturaleza y el diálogo. Veo muchas veces intereses creados y una desconfianza mutua que me violenta el espíritu. Y claro, veo hoy poco periodismo en Chile, secuestrado en la mayoría de los casos por empresarios sin amor a construir relatos que nos hagan ser un lugar diverso y de encuentro. Demasiado amor al rating fácil, a la cosecha publicitaria, a lo políticamente correcto o de moda. 

«Espero un futuro con mejores grados de convivencia, que podamos vivir cotidianamente en la esquina del barrio donde vivimos hasta el rincón más apartado de nuestro andar. Con menos tribuna para los noticiarios llenos de notas policiales y más tiempo para lo que nos mueve el alma» .

Convención constituyente y el futuro

Durante el confinamiento, producto de la pandemia por el Coronavirus, Francisco Mouat tuvo que mantener cerradas por varios meses las puertas de la librería Lolita, ubicada en República de Cuba 1724, en Providencia. Así es como inauguró una librería online. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, el sector cultural fue y ha sido uno de los más afectados. El autor de títulos como El empampado Riquelme y Chilenos de raza se refiere a este tema.  

¿Crees que la nueva Constitución debería dejar establecido no sólo el derecho al acceso a la cultura, sino a la protección de quienes trabajan en el sector?  

—Sí, claro, pero esa declaración de intenciones es un saludo a la bandera, necesario, pero que para encarnarse en la realidad necesita una clase política que no siga exponiéndose, con frecuencia pasmosa, en la mayoría de los casos, como una raza que no valora ni conoce ni entiende demasiado el valor y la capacidad del arte y el pensamiento para ser un mejor lugar donde vivir. ¿Cuántos parlamentarios hoy leen literatura, van al teatro, ven cine, se conectan con la música o con las artes o con la fotografía como algo cotidiano? ¿Cuántos se ven a sí mismos como algo más que operadores de pequeñas parcelas de poder o meros luchadores por conquistar el poder de turno? Creo que una minoría. Por eso la convención constituyente debiera ser un espacio donde otras miradas nos representen. Eso fue lo que votamos la mayoría. Y lo que será difícil de llevar a la práctica. Una declaración de intenciones que no sabemos si se convertirá en el futuro en una hoja viva y respetuosa de nuestra condición ciudadana. Haber votado Apruebo y convención constituyente fue un punto de partida en esa dirección. 

Ficha: Escala técnica 
Francisco Mouat 
Editorial Overol
232 páginas.  
$ 13.000

¿Qué asuntos positivos podrías rescatar y qué cosas fueron negativas para la librería en los meses de cuarentena producto de la pandemia?

—Lo más positivo, acelerar e inaugurar una nueva librería Lolita digital, online, donde tenemos cerca de diez mil títulos ya subidos, amigable, bien inspirada, que me encanta y que me hace sentir orgulloso del equipo que hemos formado en estos seis años de vida. Lo más duro, luchar con toda nuestra capacidad contra el miedo-ambiente para sostener económica y espiritualmente a la librería y no damnificar a ese equipo magnífico del que te hablo, de modo de continuar siendo, ahora en modo pandemia, con tienda online y una librería al paso que cada día funciona mejor, un lugar importante, un espacio significativo para tanta gente que quiere a Lolita y que nos lo demuestra día a día. Eso es muy bonito de apreciar y lo agradecemos mucho. 

Wisława Szymborska, a quien nombras en Escala técnica, se pregunta al inicio del poema ¿Y si todo esto?: “¿Y si todo esto/ sucede en un laboratorio? (…) ¿Y si somos generaciones en prueba?”. ¿Sentiste en algún momento del confinamiento estar viviendo dentro de un mundo de ciencia ficción o al menos de una pesadilla?

—Amo a Szymborska, es una de mis mejores amigas, leer sus poemas es un regalo. Murió hace algunos años en Cracovia y está más viva que nunca en mí. Aclaro, eso sí, que no necesito la pandemia para hacerme preguntas de ese carácter. Trato de regresar pronto a la puerta de ese túnel complejo, medio sin salida, y de pronto mirar las cosas con ojos más inocentes, con un poquitito menos de lucidez, para no ir derecho al abismo. Asomarme a veces a ese abismo, pero no coquetear demasiado con él. Tomar un buen vino, no para emborracharme, sino para sentir algo espirituoso y sabroso corriendo junto a la sangre por mis venas de ciudadano del siglo XXI, impredecible por definición. 

¿Cómo te imaginas el futuro y qué te gustaría seguir haciendo en los próximos años?

—Espero un futuro con mejores grados de convivencia, que podamos vivir cotidianamente en la esquina del barrio donde vivimos hasta el rincón más apartado de nuestro andar. Con menos tribuna para los noticiarios llenos de notas policiales y más tiempo para lo que nos mueve el alma. Me exaspera un poco lo difícil que se hace a ratos encontrar espacios donde podamos ser sin etiquetas por delante. En cuanto a mi oficio, próximo yo a cumplir 59 años, espero tener salud y energía para seguir leyendo, escribiendo, pensando libros y encontrándome con mis afectos, mi esposa, mis hijos, mis amigos, mi mamá, la memoria de mi papá, los lugares que más me gusta habitar en este mundo.

Felipe Agüero: “Carabineros asume que los que están manifestándose son sus enemigos y tienen que tratarlos con la máxima violencia”

El máster y doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Duke, académico del Instituto de Asuntos Públicos e integrante del comité académico de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, lo deja claro: la reforma a Carabineros es urgente y la debe guiar el poder civil. Agüero, que ha estudiado la institucionalidad de las fuerzas policiales, aborda en esta entrevista los nudos centrales del grave momento que enfrenta la institución y expresa su preocupación por la poca valoración “general, mundial” que hoy se tiene de los derechos humanos.

Por Jennifer Abate C.

—El presidente Sebastián Piñera le pidió la renuncia al general director de Carabineros, Mario Rozas, quien estuvo al mando de la institución durante las múltiples violaciones a los derechos humanos en el contexto del estallido social y sólo un día después de que dos carabineros balearan a jóvenes en una residencia del Sename en Talcahuano. Llamó la atención la elogiosa despedida que hizo el presidente Piñera, quien dijo: “tengo el mayor aprecio, admiración y gratitud por la labor que ha cumplido el general Rozas”. ¿Qué le pareció esta salida?

Me parece largamente esperada y consecuencia de una serie de sucesos conocidos en los últimos días y en el último tiempo, partiendo por la reacción al estallido social. Iba a pasar tarde o temprano, pero es una salida que sigue a la del anterior general director, Hermes Soto, que se fue a raíz del asesinato de Camilo Catrillanca, que siguió a la salida de Bruno Villarroel, al comienzo de este gobierno, producto de otra serie de irregularidades, incluidos los episodios de fraude. Todo esto revela un problema serio en Carabineros, ese es el tema.

No pasa por cambiar a su máxima autoridad.

No pasa por cambiar a su máxima autoridad y como tú dijiste en la presentación de esta pregunta, llama la atención la forma en que se despide el presidente, cómo despide al general en cuestión, porque es completamente inapropiado. Si él realmente le tiene mucho aprecio y mucha gratitud, que se lo exprese personalmente, pero aquí estamos hablando de una responsabilidad pública de un jefe máximo, de un organismo armado y del presidente de la república. El presidente se refiere, además, en el caso de los niños del Sename del sur, a “niños accidentados”, no “a niños baleados por efectivos de Carabineros”, se refiere a la “modernización” de Carabineros, tratando de suavizar lo que realmente corresponde, que es la reforma de Carabineros, que involucra también modernización, pero no se le puede hacer el quite a lo principal, que es la reforma de la institución.

Felipe Agüero, doctor en Ciencias Políticas, académico del INAP e integrante de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile.

—La periodista Pascale Bonnefoy relató en su libro Cazar al cazador el estado en el que estaban las instituciones policiales después de la dictadura. Pascale se enfocó en los cambios que enfrentó la Policía de Investigaciones, con la que en el último tiempo se compara a Carabineros ¿Qué pasó en la PDI que no pasó en Carabineros durante los primeros años de la democracia?

Investigaciones es una institución más flexible, más pequeña, que tradicionalmente ha tenido una dependencia del Gobierno mucho más clara. Hay que tener presente que al comienzo de los gobiernos de la transición se utilizó mucho a Investigaciones en tareas de investigación y de represión de posibles brotes de violencia que empezaron a emerger en ese periodo. Entonces hubo una especial preocupación sobre eso, preocupación que no existió sobre Carabineros y, claro, Carabineros es una organización armada que se define como fuerza armada, viene con ese título desde la dictadura. Aterrizan en el nuevo régimen democrático con grandes poderes, tienen presencia en el Consejo de Seguridad Nacional, tienen atribuciones frente al nombramiento de altas autoridades, como miembros del Tribunal Constitucional, etcétera, etcétera. Para usar las palabras de Franco, que se aplican más en Chile que en España, “las cosas vienen atadas y bien atadas”.

Pero desde los gobiernos de la Concertación hubo poca iniciativa o poco impulso o energía para tratar a Carabineros con un ánimo de reforma. Faltó el impulso y Carabineros hizo sentir su poder muy fuertemente y estableció una suerte de chantaje: “a nosotros ustedes no nos pueden tocar por la misma razón que no pueden tocar a las otras ramas de las FF.AA. Cuando nos necesiten porque hay una manifestación en el centro, en alguna parte, bueno, vamos a dejar que las cosas corran solas, sin policías”. Eso es muy grave.

Claro, el orden público es una necesidad.

Exactamente, eso es un chantaje de muy mala leche.

¿Es usual que una fuerza de orden y seguridad tenga el rango de fuerza armada?

No, no es usual, sobre todo en países que se jactan de tener un sistema sólidamente democrático. Carabineros está acostumbrado a ser una fuerza armada, una fuerza militar, y entonces tiene una idea distorsionada, no tiene idea de lo que debe ser una policía que funcione como un servicio. Cuando Carabineros va a una manifestación, lo que corresponde es que Carabineros proteja el derecho de los manifestantes a expresarse, a ejercer su libertad de expresión. Carabineros se entiende a sí mismo como una fuerza que tiene que reprimir, eso lo vimos expresado en su más clara versión con los sucesos de octubre y todos los que siguieron después, pero que venían de antes.

La institución de Carabineros ha estado involucrada en hechos gravísimos que van desde malversación de fondos públicos a violaciones a los derechos humanos. Hemos escuchado hablar de intervenir, reformar, refundar, disolver a Carabineros. ¿Con cuál de esas alternativas se queda usted?

Reformar. También puede ser refundar, sin que refundar tenga la connotación de terminar definitivamente con algo completamente y empezar otra cosa. No es sólo cambiar normas, también hay que cambiar procedimientos, cambiar la formación. La verdad es que se trata de cambiar toda una cultura y es muy difícil en organizaciones que son tan grandes, complejas, tan burocratizadas, con tanto pasado, un pasado en el que hay generaciones de generaciones socializadas en una forma de hacer las cosas, una forma de protegerse unos a otros antes de dar paso a la verdad. La reforma tiene que ser muy drástica, debe tener medidas de corto plazo, pero es una reforma de largo plazo, un proceso de cambio de largo plazo.

¿Cuáles deberían ser los hitos de esas reformas? ¿Cuáles son los nudos más problemáticos de la institución de Carabineros?

Para hacer una reforma, lo primero que hay que preguntarse es: ¿con qué se va a comenzar? ¿Con qué va a seguir la reforma? ¿Cuáles son los pasos inmediatos, intermedios y de largo plazo? Es decir, que haya transparencia, de tal manera que seis meses más adelante uno pueda evaluar qué se hizo y qué no. Bueno, ninguna de esas cosas está.

¿En qué tiene que consistir esta reforma? Son varias cosas que van en distintos niveles, más o menos al mismo tiempo, pero yo diría que un nudo muy importante son los mecanismos de control de todas las actividades de Carabineros, de las actividades financieras, donde hay gran autonomía y donde hay grandes recursos. Tiene que ser un control interno, pero sobre todo externo, no hay controles internos buenos en Carabineros. Eso es de perogrullo: las propias instituciones deben tener sus propios mecanismos de control claros y bien establecidos. Estos procesos tienen que hacerse desde el comienzo con una muy fuerte presencia del órgano político civil, aquí tiene que haber una persona muy cercana al poder neurálgico político civil y rodeada de una comisión civil que esté muy encima de estos mecanismos de control.

¿Cree que hay una correlación entre la impunidad que en muchos casos ha existido a la hora de enfrentar la violación de los derechos humanos durante la dictadura y la formación que reciben hoy los jóvenes carabineros? Los protocolos de la institución se ajustan a los estándares en materia de protección de los derechos humanos, pero en la práctica sucede otra cosa.

Este no es un tema de dar cursos de derechos humanos, de decir “a partir de mañana, en la academia de formación se van a multiplicar por dos las horas que se dan en derechos humanos”. Eso no sirve, el proceso tiene que ir acompañado de procedimientos y protocolos que están recién en revisión, todavía no existe claridad respecto de cuándo y a qué distancia y cómo se utilizan ciertos armamentos, en fin, todo lo que vimos. Tiene que entrenarse el uso práctico de esos protocolos. Esto es una combinación de normas con prácticas, con entrenamiento y con formación.

Hemos visto cómo Carabineros asume que los que están ahí manifestándose son sus enemigos y tienen que tratarlos con la máxima violencia y herirlos lo más posible, vemos cómo a las personas detenidas se les golpea, cómo se les pasa la motocicleta encima. Carabineros comparte cuestiones con el resto de las FF.AA., como el hecho de que la formación en DD.HH. es muy pobre, muy pobre, en algunos casos casi inexistente, a veces se hace un curso en derecho internacional humanitario como si fuera un curso en derechos humanos. Hay mucho que reflexionar, socializar y transparentar en esta cuestión de la formación.

Las y los especialistas plantean que es necesaria la separación del resguardo del orden público de la función que cumplen las Fuerzas Especiales. ¿Coincide usted con ese análisis?

No lo sé, no es un área específica de mi experticia, pero sí puedo decir que la policía tiene que especializarse mucho más en sus distintas unidades, deben ser fuerzas al mismo tiempo expertas y cercanas a la comunidad a la que sirven. Además, hay otras cuestiones importantes de la reforma. Por ejemplo, los expertos que discuten esto en términos comparados están proponiendo que se avance hacia un escalafón único, no esta distinción tan chilena…

Tan clasista.

Tan clasista, de oficialidad y suboficialidad. Una oficialidad más blanca y una suboficialidad menos blanca. Un escalafón único permite que haya modelos de carrera funcionaria, policial, que estén basados en el mérito, en el entrenamiento, en la formación, que todos tengan la posibilidad de acceder a esos tramos superiores. En Carabineros se ve esta diferencia de escalafones que también se ve en el cumplimiento de penas: cuando se ejerce acción disciplinaria interna, los que reciben penas más grandes son los de los escalafones inferiores y no los de los escalafones superiores, que tienen mayor responsabilidad.

—En América Latina y en países que han vivido dictaduras militares como el nuestro, ¿se han realizado procesos de democratización de las fuerzas de orden y seguridad? ¿Que nos dice la experiencia internacional al respecto?

Sin duda que se han realizado en los países que han transitado de dictadura a democracia, que son más cercanos a nosotros en el tiempo, pero son de distinto calibre, de distinto nivel. Por ejemplo, la primera ola de democratización en el sur de Europa, me refiero a España, Grecia, Portugal, hizo su transición en los años setenta, cuando empezábamos a entrar en la dictadura. Ellos hicieron reformas tanto militares como de las fuerzas de orden público de distinto calibre, de distinta duración, con distintas resistencias, todos encontraron resistencias, pero pudieron desarrollar reformas que se llevaron a cabo con persistencia en el tiempo, que tuvieron el apoyo de las principales fuerzas políticas y han tenido éxito. Distinto es el caso de las dictaduras en América Latina, donde los gobiernos autoritarios fueron dictaduras militares y todas las fuerzas militares salieron con grandes prerrogativas al empezar la democracia.

En el caso de América Latina, eso ha sido más difícil y ha habido reformas de avance y retroceso. En el caso de Perú, Argentina, creo que han tenido más avances, pero con grandes problemas en las fuerzas de seguridad, incluidos los grandes problemas de corrupción. Todos estos han sido casos en los cuales la tortura ha sido un elemento de continuidad, puede que no sea la gran tortura política tipo Estadio Nacional, pero sí la tortura de los calabozos, es decir, la falta de respeto al derecho a la integridad física que se vive en distintos ámbitos.

Para terminar, ¿cuál es su evaluación general de la situación de protección de derechos humanos en nuestro país?

Es una pregunta grande. Creo que estamos en una época complicada para los derechos humanos. En el caso específico de Chile, tenemos una situación muy crítica a propósito de episodios que han ocurrido en todo el proceso que hemos vivido en el último año. Pensemos que todavía hay mucha gente detenida producto de las manifestaciones y que no han tenido atención, aparte de los institutos más especializados, ni la atención mediática necesaria, y que continúan allí detenidos sin resoluciones.

Son situaciones, por supuesto, en las que ha habido avances, uno ve los informes que se han ido haciendo periódicamente y hay avances, está más formalizado, hay más control, hay más coincidencia, pero al mismo tiempo se vive todo esto en una circunstancia de crisis de los derechos humanos a nivel, yo diría, general, mundial, hay también retrocesos porque se valoran menos por parte de fuerzas políticas importantes, con mucho peso. Hay una crisis cultural en ese sentido, hay que ponerle mucha atención. Uno ve a Estados Unidos y también a Europa, los riesgos están siendo muy fuertes para la expresión de la diversidad, de la pluralidad.

Esta entrevista fue emitida el 20 de noviembre de 2020 en el programa Palabra Pública, letras para el debate, que transmite todos los viernes la Radio Universidad de Chile.

Sonia Montecino: “En este momento somos un país doblemente huacho”

En un contexto en que todas nuestras dinámicas sociales se han transformado a raíz del impacto de la pandemia del Covid-19, la Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, antropóloga, académica de la Universidad de Chile, escritora, creadora del Centro Interdisciplinario de Estudios de Género y autora de libros como Madres y huachos: alegorías del mestizaje chileno; Mitos de Chile. Diccionario de seres, magias y encantos; y La olla deleitosa. Cocinas mestizas de Chile, se mete ahí mismo, a la cocina, espacio central de la pandemia, y describe con cuidado los ingredientes que conforman el caldo de un Chile pandémico y crispado en el espacio público, pero en proceso de reencuentro con sus raíces en la esfera privada.

Por Jennifer Abate C.

—Uno de sus temas de estudio ha sido la desigualdad que enfrentan las mujeres, que con la pandemia se ha visibilizado a partir de la violencia física a la que están expuestas en el confinamiento y la enorme carga que representa el cuidado de niños y ancianos, que recae de manera casi exclusiva sobre ellas. ¿Cree que esta toma de conciencia puede llevarnos a modificar esas conductas o combatirlas en el futuro?

En este minuto, toda la vida pública se desplazó al mundo privado, esto quiere decir que el trabajo productivo, las relaciones sociales, etcétera, todo se traslada hasta este espacio interior, casa, hogar. Esa condensación trae una serie de cuestiones muy complejas porque, primero, tienes que hacer una negociación constante de la vida cotidiana. Y esa negociación constante tiene que ver con el diálogo conflictivo o no entre generaciones y géneros, o sea, las relaciones sociales de género y poder en este minuto se ven tensionadas al máximo y eso es una primera cuestión. La pregunta que tendríamos que hacernos es si esta renegociación constante que tenemos que hacer hoy de la división sexual del trabajo doméstico va a provocar un cambio o va a profundizar la violencia o esta separación tan tajante de qué trabajos hacen los hombres y qué trabajos hacen las mujeres.

Sonia Montecino, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales.

Lo otro que es fundamental es el hecho de que las mujeres llevábamos siempre la doble o triple jornada cuando estábamos en situación de no pandemia y ahora esto se agrava. Tienes todo condensado en un mismo espacio, porque si antes, en el trayecto de la micro, del Metro, tenías un espacio de intimidad para pensar, mirar otras cosas, tomar aire, ese espacio desapareció; vives la misma doble y triple jornada y no gozas de ese espacio de descanso. Finalmente, está el tema de la violencia. Muchas veces los arreglos entre hombres y mujeres son arreglos para que el hombre salga, que no esté durante el día. Cada uno hace su vida y regresa [al hogar], pero cuando estás todo el día, los conflictos se agravan. Estamos expuestas a esos tres niveles que para las mujeres son bastante lamentables, hay que tomar conciencia de ello.

Con la pandemia volvió a surgir la palabra hambre y las ollas comunes, que nuevamente alimentan a quienes tienen esa necesidad. ¿Cómo pueden coexistir alimentación y tradición, un tema que usted ha estudiado, en un contexto como el de emergencia en el que estamos viviendo actualmente?

Tenemos que pensar que vivimos una interrupción de la vida cotidiana desde octubre, hemos vivido una crisis muy fuerte donde se develan todas las desigualdades y crisis institucionales que nuestro país estaba viviendo. Ahí empecé a darme cuenta del tema de la cacerola, que lo he trabajado en otros lados, la cacerola como símbolo femenino que sale de la cocina a la calle y que está demandando una cuestión muy profunda, que tiene que ver con los cambios en las relaciones de género, la división sexual doméstica, toda esta protesta que se expresa con las cacerolas. En las mismas protestas empiezan a aparecer grupos de mujeres que cocinan para los manifestantes. Y esas cocinas son interesantes porque reflejan lo que son estas tradiciones culinarias y también las cosas novedosas que aparecen: estaban las cocinas veganas, los tallarines, las porotadas, los porotos con rienda. Y cuando viene la pandemia, empieza a aparecer esta pobreza encubierta. Pero, además, en el confinamiento, empieza a aparecer la centralidad de la comida, porque la poca plata que tiene la gente la gasta en comida y entonces la comida aparece como foco de lo cotidiano. Ahora empieza la pregunta: ¿qué vamos a comer hoy día? Mira la potencia simbólica que tiene esa pregunta, porque la respuesta a “qué vamos a comer hoy día” tiene que ver con un presupuesto que a lo largo de la pandemia se va haciendo menor, sobre todo en los casos de las personas que pierden el trabajo. Entonces, hay un proceso donde se activa la transmisión cultural de conocimientos relacionados con la cocina a través de distintos medios, uno de ellos Internet, con programas de recetas, y también por medio de la tradición familiar.

Muchas personas que nunca cocinaron se propusieron hacerlo y de pronto nos llenamos de gente que estaba haciendo su propio pan.

Se reactivan ciertas tradiciones culinarias y eso tiene que ver con el huacharaje y la orfandad. Cuando estás con la angustia del miedo a la muerte, al contagio, estás sometido a la fragilidad y al desvalimiento. ¿Qué memoria aparece compensando eso? La memoria familias más antigua, más primaria: me acuerdo de esas cazuelas, esos caldos de mi mamá y mi abuela, y del pan. El pan es una cosa increíble porque empieza a ser un elemento fundamental y toda la gente empieza a subir sus panes a las redes sociales. Lo otro que aparece es el dulce, que tiene que ver con la compensación de la angustia y el afecto. Por último, la comida se transforma en una sobrevivencia. Por ejemplo, yo estoy en un WhatsApp de Ñuñoa, que es un barrio de clase media antiguo, y en ese WhatsApp de 200 personas, por lo menos 50 se dedican a preparar platos y a venderlos en sus edificios. ¿Qué preparan? Las recetas tradicionales chilenas.

—Somos un país donde las catástrofes son muy frecuentes, pero seguimos estando poco preparados para enfrentar contingencias de cualquier tipo. ¿Tiene que ver esto con falta de herramientas de parte del Estado a la hora de planificar cómo se enfrentan las catástrofes?

Se ha hablado de esta idea del acontecer infausto: somos un país resiliente en el sentido de que cada vez que ha habido catástrofes, como esta pobreza en la cual todo queda de manifiesto, lo aceptamos con una suerte de resignación, forma parte de nuestro devenir. Pero hay otra cuestión: estas catástrofes han sido utilizadas por los gobiernos, para hacer mejoras, sí, pero también han sido un beneficio político para los propios gobiernos. Cuando hay una catástrofe, está la respuesta de los gobiernos para decir “esta es mi oportunidad para poder resarcirme y tirar rumbo hacia otro lado”. Creo que siempre ha estado más la reacción que la planificación. Yo siento que hay muy poca proyección, lo ves con el tema de la sequía, llevamos cuántos años sabiendo que estamos en una catástrofe respecto a la sequía, pero no hay medidas. Menos mal que hubo lluvias y ahora se sacan los porcentajes y “no te preocupes, porque podemos vivir el próximo año”. Pero por qué no nos ponemos a pensar en crear nuevas formas de canalizar el agua y en lo que ya sabemos: las empresas tienen y cooptan el agua. La pregunta que deberíamos hacer es: ¿cuáles serían los aprendizajes de nuestro acontecer infausto? Quizás desde la respuesta podamos edificar el futuro.

¿Cree que es posible que una vez que termine la emergencia podamos retomar el rumbo de nuestras vidas cotidianas tal como las conocíamos?

Los cambios que vamos a experimentar tienen que ver con un horizonte temporal, vas a tener o no vas a tener vacuna y en qué fecha. Creo que no vamos a estar toda la vida en esta situación. La humanidad ha tenido pandemias, pestes, terribles mortandades, y se han superado, o sea, no son infinitas. Más allá de los cambios, las enseñanzas que esta cuestión deja son fundamentales y desde ahí hay que empezar a reflexionar sobre la vida, la muerte, la enfermedad, cómo estamos habitando el mundo.

País de huachos

El 30 de julio de 2020 fue publicada en el Diario Oficial la ley que permitió el retiro del 10% de los fondos de las AFP para que las y los cotizantes pudieran enfrentar de mejor manera el impacto económico de la pandemia. La noticia fue muy bien recibida por quienes trabajan en el país, excepto por un grupo: los deudores de pensiones alimenticias, a quienes les fue retenido el monto para cubrir lo que habían dejado de pagar a sus hijos e hijas. Fue recién ahí cuando comenzamos a hablar de la magnitud de esa cifra: en Chile, 84% de las pensiones están impagas. Se trata de una ausencia financiera que afecta a los hijos e hijas, pero que en muchas ocasiones también se transforma en un abandono físico y emocional al que parecemos estar acostumbrados.

Según Sonia Montecino, “una de las continuidades estructurales y culturales que tenemos en nuestra sociedad tiene que ver con esta idea de ausencia paterna, esta elusión de los hombres de su papel, incluso en este caso de proveedor, porque ni siquiera es el papel afectivo o el papel del padre que socializa, entrega normas o, como dirían los sicoanalistas freudianos, lacanianos, la “ley del padre”, ni siquiera esa figura significante aparece. He venido siguiendo este tema de las pensiones alimenticias desde hace unos seis años y es notable, porque si ves las noticias, ha ido aumentando. Padres y huachos siguen funcionando como una estructura simbólica y cultural muy fuerte en Chile, aun cuando la Ley de Filiación del año 1999 funciona; ya no tienes el estigma de ser hijo ilegítimo, legítimo o natural, porque estaban todas esas diferencias, eso ya se eliminó, no está ese estigma, pero ello no significa que exista esta aceptación del padre por sus hijos”.

“Yo entrevisté a algunas personas que, a partir de la ley, habían hecho trámites, habían hablado con la familia de sus padres y decían que era increíble que de manera legal fueran aceptados, pero en términos afectivos, incluso en términos de división de herencias, había una situación muy compleja de una negativa, una negación. Decían: ‘uno no tiene el estigma del huacho, pero la vivencia del huacho queda per se. Hoy estamos viviendo una situación bastante generalizada de huacharaje en nuestro país. Siento que, de alguna manera, la pandemia y todo lo que estamos viviendo ha generado una sensación de orfandad, de desvalimiento, de soledad incluso, muy, muy fuerte. Si tomas estos hilos, relacionados con esa construcción de familia fisurada (me refiero a los afectos) que tenemos en Chile, y lo aplicas a la pandemia, te fijas que somos un país doblemente huacho en este momento”.

¿Se trata de una sensación de orfandad que viene de la falta de protección o provisión de recursos desde el Estado o tiene que ver con nuestro modelo más profundo de sociedad?

Creo que está totalmente relacionado con un modelo de sociedad, con estos modos tan profundos que tenemos de constituirnos como sujetos en este país. Eso es una marca colonial, de clase, de todo tipo. Siento que ese desvalimiento y esa desprotección tiene que ver con un modelo que hemos construido y aceptado hasta ahora, que es este modelo neoliberal instalado desde la dictadura, un modelo de ráscate con tus uñas, “emprende”, compite y gana. Lo que ha habido es un desmantelamiento de todos esos sistemas antiguos de protección, y ahora, con la pandemia, queda más que claro que ese desmantelamiento nos ha dejado arrojados a esta situación en la cual el desamparo es muy grande. Es una orfandad de narrativa, orfandad de ritos, de ceremonias, de comunidad de parte del mundo oficial. La sociedad civil se ha reorganizado, no tan fuertemente, pero hay ciertos hilos, y lo que quiere, justamente, es combatir esa orfandad. Por ejemplo, la misma olla común, si tú la piensas en términos de lo que es el intento de lo colectivo, de protegernos. ¿Por qué tú no querrías apoyar la sobrevivencia de tus hijos e hijas? La misma pregunta se hace acá: ¿por qué tú no querrías transformar determinadas estructuras que dejan a todo el resto de las personas de nuestra sociedad en esta situación de desvalimiento?

Martín Hopenhayn: “La academia convirtió en un gesto propio no abrir vasos comunicantes con la política”

Con Multitudes personales (Ediciones UDP) recientemente publicado bajo el brazo, el intelectual, filósofo y escritor chileno-argentino, que durante años trabajó como investigador de temas sociales en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), se aventura con un análisis del Chile que hemos construido y habla del rol de su generación frente a los cambios que vienen: “tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir”.

Por Jennifer Abate C.

En un texto que publicó en la revista Nexos en octubre del año pasado, decía que su respuesta más honesta frente a la pregunta por el desenlace del movimiento social era: no tengo la menor idea. Casi un año después, ¿tiene más luces sobre lo que ocurrirá con la movilización que comenzó el año pasado y que fue detenida por la pandemia?

Yo creo que hoy es tanto o más enigmático en la medida en que la pandemia fue sofocada no por una razón política. No tuvo un desenlace, no tuvo una resolución, lo único que hay en el horizonte es el plebiscito que se viene. El estallido, para mí, es una revuelta, no una revolución, la revolución termina con un asalto al poder y la revuelta termina en una especie de desplazamiento del eje del centro, es decir, lo que era en algún momento considerado como statu quo, se corrió a la izquierda. El eje se corrió primero en algunas concesiones en términos de política, después, sobre todo, en la iniciativa de convocar a un plebiscito para trabajar en una nueva Constitución.

El filósofo y escritor Martín Hopenhayn.

Se trata de un sentido común compuesto, por un lado, de una visión crítica respecto de los gobiernos de la Concertación, es decir, de los gobiernos de la democracia, del programa que se desarrolló y del modelo de país que se planteó. Creo que se generalizó una cierta homologación entre neoliberalismo a secas y lo que ha sido Chile en los últimos 30 años. Es curioso; yo no estoy de acuerdo con esa homologación, por lo menos de manera total, es decir, esta especie de indiferenciación entre los Chicago Boys y el modelo “progresista”.

Se refiere a la frase “no son 30 pesos, son 30 años”.

Claro, en las marchas se notaba esa visión. Por otro lado, creo que hay dimensiones que tienen mucho que ver con el poder en la vida cotidiana, que ya estaban puestas sobre el tapete en las movilizaciones sobre abuso de género en el año anterior, en 2018, que al estallido llegaron en la última parte, sobre todo con Lastesis y todo lo que significó. Creo que el tipo de cuestionamiento que se planteó en 2018 era muy profundo y tiene bastante que ver con el estallido social, es decir, con perderle temor a asumir posiciones más radicales frente a un tema. También se conjugan o convergen temas que tienen que ver, por un lado, con los viejos temas sociales, distributivos, con una clara conciencia de que los indicadores del triunfo, los indicadores del oasis chileno del cual habló el presidente pocos días antes, no representan la realidad de la gente o la gente no se siente para nada representada en esos indicadores. Lo que ocurría por debajo de todo eso era una sensación muy grande de vulnerabilidad y de vulnerabilidades cruzadas, vulnerabilidad en el campo de la salud, en el campo de la seguridad social y las pensiones, la sensación de una ciudadanía de primera, segunda y tercera clase según el tipo de educación al cual accedías, el tipo de trato que tenías en el trabajo, el tipo de redes, de relaciones que te permitían aprovechar tu capital humano en retornos laborales.

Es interesante el correlato que hace con el movimiento feminista de 2018, cuando, como durante el estallido, llamaba la atención la inexistencia de un liderazgo tradicional. ¿Cree que están emergiendo nuevas formas de movilización?  

El movimiento feminista rebasaba cualquier tipo de lógica partidaria, era rizomático, aparecía por todos lados. Creo que ahí se marcó un precedente superfuerte, mucho más todavía de lo que se podía haber marcado en la Revolución de los Pingüinos el 2006 o la de los universitarios el 2011 o la protesta contra las represas el 2012. Ahí había algunos liderazgos, pero en esta idea no hay liderazgo, hay una especie de espontaneísmo de las masas, como se decía antes. Ahora, no digo que el 2018 sea la causa del 2019, a lo mejor ya el movimiento del 2018 estaba dentro de una forma de funcionar que estaba arrastrándose, que explota ahí.

Usted ha descrito una disconformidad que viene de muchos lugares. Hoy estamos a punto de enfrentar un plebiscito. ¿Cree que un potencial cambio en la Constitución ayudaría a subsanar esas disconformidades o de todas maneras hay que conducir otro tipo de procesos sociales que ayuden a aliviar la sensación de desigualdad creciente?

Creo que no sería malo que la nueva Constitución lograra tener esa nueva fuerza para nuclear todas las energías, las energías críticas, emancipatorias, contra la desigualdad, porque habría, de alguna manera, algún tipo de encuentro entre la lógica de la revuelta y la reflexividad compartida, una especie de proceso deliberativo a nivel nacional. Si los procesos deliberativos se mantienen divorciados de los procesos de movilización, yo no sé hacia dónde se llegaría, es como una especie de toparse con un callejón sin salida. No digo que el proceso de la Constitución desmovilice a la sociedad, yo no sé cuánto tiempo puede permanecer una sociedad movilizada como lo estuvo durante cuatro meses, pero de alguna manera debiera vincularse la movilización social con la deliberación pluralista, por llamarla de alguna manera, una deliberación abierta, ampliada.

En medio de la pandemia, diferentes teóricos y teóricas han postulado alternativas de cambio de nuestra vida social después de la pandemia. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que estamos en condiciones de anticipar si la pandemia va a producir cambios permanentes en nuestra manera de relacionarnos socialmente?

Yo creo que la pandemia ha traído una especie de desfile de proyecciones utópicas y distópicas muy interesante, porque se han ido modificando a medida que la pandemia y las medidas de confinamiento duran más. Al principio apareció una especie no de euforia, porque no podemos hablar de euforia ante una pandemia, pero una expectativa de que íbamos a encaminarnos hacia una ética de la frugalidad; la pandemia era la señal que la naturaleza le daba al capitalismo, a la modernidad y a la globalidad, de que no podíamos seguir con esta forma de producir, consumir y de habitar, y que por lo tanto se venía un cambio paradigmático. Y también apareció la expectativa utópica de la emergencia del rol social del Estado, sobre todo en América Latina. La gente pensó: “este es el fin del capitalismo financiero”. Creo que ahora hay un momento de incertidumbre en este juego de naipes de utopías y de distopías dinámicas que se han dado a lo largo de los últimos meses. Uno de los grandes problemas, que es mas simbólico, tiene que ver con la crisis política durante el estallido y la pérdida profunda de apoyo, aprobación y legitimidad prácticamente en casi toda la clase política y el sistema. ¿Cuál va a ser la voz desde la política que invite, convoque, a la sociedad a estar juntos para enfrentar esta situación crítica?

¿Cuál es su respuesta frente a esa pregunta?

El problema es que no hay voz. Las dos personas que apuntan más fuerte en las encuestas son Lavín y Jadue, y no creo que ninguno de los dos pueda hacer esa convocatoria, salvo que se junten, pero no lo creo. Tiene que haber una voz que convoque, creo que la voz tiene que convocar a unirnos en un cierto sacrificio, que es lo que ocurre durante las guerras. Roosevelt tuvo la capacidad de hacerlo durante la guerra; de alguna manera se desgastó, pero Fernández en la Argentina lo pudo hacer, una voz convocante. Pero la voz convocante tiene que ser, a la vez que una invitación al sacrificio, muy clara también en una invitación a distribuir los sacrificios según las capacidades, el lugar que ocupa cada uno en la sociedad. Si uno invita al sacrificio, y al mismo tiempo vamos a discutir en serio el impuesto a los superricos, tiene más sentido, pero invitar así, de manera vacía, a que todos nos sacrifiquemos sin hacer distinciones, sabiendo que hay personas que quedaron muy mal paradas, no tiene ningún sentido.

Multitudes personales

En su libro (una compilación de ensayos, crónicas y aforismos publicados a lo largo de su vida) habla de la generación del 55, su generación. ¿Cuál cree que es su rol a la hora de pensar y actuar frente a los cambios propuestos desde el estallido social y hoy por el plebiscito constitucional?

Una generación no significa que todos los que nacieron el 55 estén más o menos cortados por una sensibilidad homogénea, ese texto lo publiqué en la revista Apsi el año 86, cuando yo tenía 31 años, y produjo mucha identificación en pares. La del 55 es la generación de la Reforma Universitaria del año 67, la que después ocupó puestos de poder durante la Concertación. Es una generación que se perdió la fiesta [de las revoluciones en el continente] y que, al perdérsela, la mitificó también; es decir, el vacío de una fiesta a la que llegó tarde lo compensó llenando ese vacío con lírica y épica que ninguno vivió del todo. ¿Qué es lo que yo creo que pasa ahora con esta generación? En términos de propuestas, yo creo que no es fácil, o sea, terminó siendo muy heterogénea esa generación, la misma gente que formó parte de una sensibilidad más o menos convergente en los años setenta u ochenta, en los años noventa empezó a abrirse en distintas ramas: gente que se dedicó a hacer plata de frentón, gente que se metió en la política con vocación, gente que se metió en la política como gran bolsa de trabajo bien remunerada, gente que se cuadró con el “progresismo” de manera muy fuerte y con poca apertura, gente que se mantuvo en una especie de izquierda incondicional e hizo de su propia condición de outsider una bandera, un motivo de autoreivindicación. Creo que es una generación que tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir, tiene que ver cuál es el valor de la experiencia, cuál es el valor de haber transitado por distintas perspectivas, qué se puede aportar. Tiene que ser servicial.

Multitudes personales. Ensayos, crónicas y aforismos (2020), Martín Hopenhayn, Ediciones UDP.

—Es relevante eso, pues si bien hay una necesidad de revitalizar la política, cambios profundos como los que exige la sociedad no van a ser construidos solamente por personas jóvenes o muy jóvenes.

Sí, ahí hay aspectos frente a los que a la generación mía le cuesta mucho tomar posiciones, y a mí también. Por ejemplo, ahora que se ha dado lo que se llama “las políticas de cancelación”, esta especie de, a como dé lugar, llegar a lo políticamente correcto. A mí me cuesta mucho pronunciarme frente a eso, me cuesta mucho. Mi corazón, mi adhesión espontánea, y yo creo que además a conciencia, porque me tocó vivir la dictadura, es el sentido común del pluralismo. O sea, renunciar al pluralismo ideológico, al pluralismo en valores, ya es imposible.

La reflexión académica y la investigación habían encendido muchas alertas sobre el malestar en Chile. Usted lleva años en eso, el informe del PNUD de 2017 hablaba sobre las tensiones sociales. ¿No es un poquito decepcionante que las decisiones en materia de políticas públicas estén tan divorciadas de lo que propone el mundo de la investigación y la reflexión crítica?

Sí, pero creo que hay responsabilidad en ambos lados. Es un desperdicio total, es decir, pienso en países europeos y en Estados Unidos, donde hay mucho más flujo entre estos mundos. Yo creo que hay una responsabilidad, por un lado, claramente desde la política, por regirse mucho más por ritmos electorales y por programas para captar audiencias. Hay una especie de anquilosamiento de la clase política, de pérdida de apertura, de estar como enfrascados en una especie de Club de La Unión de la política, pensando que lo real es lo que se conversa entre ellos. Desde el lado de la academia, sí ha habido algunos esfuerzos, pero desde la academia se convirtió en un gesto propio, casi un gesto de epistemología política, no abrir vasos comunicantes con la política, una especie de purismo en el cual podría haber casi un efecto de contaminación. La academia también ha tenido sus propias reglas del juego, que son las reglas del paper, las reglas de las becas, las reglas de los rankings, que son las reglas, sobre todo, de la investigación.

¿Hay alguna posibilidad de reencontrar esos mundos hoy?

Yo creo que sí. Hay algunos referentes académicos, pero son muy pocos, o sea, no sé, en sociología, Carlos Ruiz, Tomás Moulian ya no lo es como lo fue en su momento, por un tema de generaciones, y puede haber dos más, tres más, pero son muy pocos. Además, son como islotes, porque incluso dentro del mundo académico hay mucha atomización, es decir, los profesores están cada uno cuidando su parcela, su tienda.

Saskia Sassen: «Hemos entrado a una nueva cultura, pero no es fácil reconocerla»

La socióloga que en 1991 acuñó el término “ciudades globales” para referirse a aquellos centros neurálgicos hiperconectados por sus flujos económicos, culturales y tecnológicos -como Nueva York, Londres o Tokio-, advierte hoy la aparición de nuevos sistemas de mayor complejidad, donde el capitalismo sobrevivirá: “Esta es una crisis monetaria que ya pasará, pero ya puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas del capitalismo surgidas justamente por la pandemia”, afirma.

Por Denisse Espinoza A.

Lo ha venido repitiendo desde hace décadas: “a menos que los seres humanos aceptemos la complejidad de nuestros sistemas, no seremos capaces de comprender los profundos cambios que estamos viviendo como sociedad global”. Hoy, en medio de una pandemia que por primera vez en la historia ataca a escala planetaria, paralizando todos los mercados, las relaciones sociales y la vida cotidiana en su conjunto, la socióloga y académica nacida en los Países Bajos, Saskia Sassen (1947), vuelve a insistir: “nuestras economías y nuestras crecientes necesidades de todo tipo han ido marcando una nueva época. Pero en sistemas complejos -como lo son nuestras grandes ciudades- no es siempre fácil establecer que hemos entrado en una nueva época. Las manifestaciones de este cambio van siendo más y más evidentes, pero aún no lo son en el aspecto visual dominante”. Para Sassen, los cambios que se han venido dando durante las últimas dos décadas se parecen mucho al Coronavirus: invisibles a simple vista.

Saskia Sassen es socióloga y académica de la Universidad de Columbia en EEUU. En 1991 acuñó el término de «ciudades globales».

Sin embargo, la socióloga -quien también es una persona global o lo que antes se llamaba cosmopolita, pues creció en Buenos Aires antes de estudiar en Francia, Italia y Estados Unidos- tiene experiencia en descifrar estos cambios complejos o, al menos, atisbar algunos de sus fenómenos más prominentes. Lo hizo en 1991, cuando acuñó el término “ciudades globales” para referirse a las transformaciones que el neoliberalismo llevó a cabo en las grandes metrópolis mundiales -Nueva York, Tokio o Londres-, dando repercusión global a lo que allí sucediera a nivel cultural, económico o político. En 2014 arremetió con su libro Expulsiones, donde llevó más allá los conceptos de exclusión e inequidad, describiendo una serie de nuevos eventos en los que el capitalismo generó niveles de desigualdad inéditos, expresados a nivel económico, democrático y medioambiental. Es así como, en esos años, ya identificaba lo que tenían en común los desempleados dados de baja, las clases medias marginadas de los centros urbanos y los ecosistemas devastados: todos sufrían lo que ella llamó la «expulsión».

Invitada por el Festival Puerto de Ideas, Sassen dio una conferencia virtual en junio pasado al público chileno, y por estos días -aún atrapada en Londres debido a la crisis sanitaria del Coronavirus, que no da tregua- comenta las últimas noticias aparecidas sobre el panorama en Estados Unidos, país donde normalmente desarrolla su carrera como investigadora y académica en la Universidad de Columbia.

¿Cómo ve el actual panorama político de EE.UU. y las próximas elecciones para Trump en vista de su criticado manejo de la pandemia?

Estrictamente hablando, está bastante claro que, si hay elecciones más o menos ordenadas, gana Biden. El problema es que Trump simplemente no lo va a aceptar. Su capacidad de mentir y violar la ley nos la ha mostrado a través de los años. Además, una vez que salga del gobierno donde él está aún a la cabeza, lo van a arrestar. Así que el pronóstico es que él se queda en el gobierno. Algunos están diciendo que se negaría a salir del gobierno cuando se acabe este término, porque sabe que se iría a la prisión en cuanto deje de ser presidente. Ha abusado de la ley de una manera espectacular. Es una especie de monstruo dispuesto a violar todas las reglas del juego. Aunque el hecho de que esté ahora con la enfermedad puede cambiar las cosas, ciertamente.

-Hasta antes de la pandemia, siempre se había visto a EE.UU. como el gran faro del mundo, en el sentido de que, si existía alguna crisis mundial, sería sin duda el primer país en ir al rescate, cuestión que no ha sucedido en esta pandemia. ¿Cómo lo evalúa usted?

La caída de las grandes ciudades americanas en cuanto a poder, inteligencia, capacidad de ayudar y saber cómo manejar la crisis, todo eso y más se ha ido perdiendo, al igual que el reconocimiento público. Las decisiones de Trump en cuanto a la crisis han sido de no creerse, tanto por sus mentiras como por su incapacidad de desarrollar alguna modalidad de combate al virus y de ayudar a los desaventajados. Si uno compara este país rico que es Estados Unidos con, por ejemplo, otro país rico como Alemania, la diferencia es enorme. Da igual si ambos son ricos, Estados Unidos ha mostrado una indiferencia que da miedo, mientras que Alemania ha logrado uno de los mejores resultados en minimizar el efecto del virus.

«No veo que esta sea la muerte del capitalismo. Me puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas que van a surgir precisamente por la pandemia, como la concentración de las necesidades y recursos por parte de las clases altas y las clases medias de ingresos altos, mientras que las clases pobres se empobrecen agudamente».

-En su opinión, ¿cuáles son las lecciones que hemos podido aprender con esta crisis sanitaria y cuáles serán los cambios profundos que tendremos como sociedades globales a la luz de esos hechos?

Es difícil establecer cuántas y cuáles son las lecciones que hemos podido aprender, quizás es así porque no es fácil, no nos es cómodo reconocer que las pautas de una época han ido cambiando y ahora empieza a mostrarse, a hacerse evidente, el hecho de que una nueva “cultura”, por así decirlo, se ha instalado. Y, en parte, no podemos reconocerlo porque esa nueva cultura tiene aún muchos elementos familiares, elementos que han existido y se han mantenido a través de las décadas. El cambio en sistemas complejos, como lo es una ciudad, no es siempre visible, no se anuncia diciendo: “OK, ¡llegó el cambio!”. En mi lectura, hay tres elementos en juego. Uno es que hemos entrado en una nueva época. Y en sistemas complejos no es fácil entender o notar este cambio. Lo que yo veo es una serie de cambios, no todos evidentes, que se han ido acumulando y en ese proceso han generado nuevas tendencias. O sea, no es que el cambio en sistemas complejos como lo es una gran ciudad implique que lo podamos ver con nuestros ojos. La inmovilidad de todo ese cemento -calles, torres, puentes y mucho más- genera una especie de camuflaje y es ese camuflaje lo que mayormente vemos. No vemos tanto las aplicaciones de nuevas capacidades e innovaciones.

-Al comienzo de la pandemia, algunos intelectuales plantearon que estábamos asistiendo a la muerte del capitalismo, ¿lo ve usted posible?

En efecto, creo que el jaque que vive el sistema sigue siendo parte de la situación. La pandemia afectó especialmente a los más pobres, los que viven en viviendas pequeñas con mucha gente, etcétera. Los hogares ricos, por lo menos de clase media alta, también perdieron a familiares y amigos, pero menos que los pobres, los pobres están mucho más expuestos al virus que las clases medias. Pero en cuanto al capitalismo, creo que lo que sufrió fue básicamente una crisis monetaria y momentánea que ya pasará. No veo que esta sea la muerte del capitalismo. Me puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas que van a surgir precisamente por la pandemia, como la concentración de las necesidades y recursos por parte de las clases altas y las clases medias de ingresos altos, mientras que las clases pobres se empobrecen agudamente. También los inmigrantes y refugiados van a perder capacidad de reclamaciones, porque los ricos y las clases medias ricas se enfocarán más en sus propios intereses, y me los puedo imaginar llegando a ser extremos en cubrir sus propios intereses.

Efectivamente, hace ya una década, Saskia Sassen hablaba en Expulsiones sobre cómo las economías se estaban contrayendo y la biosfera, deteriorándose. “La concentración de la riqueza favorece el proceso de expulsión de dos tipos: el de los menos favorecidos y el de los superricos. Se abstraen de la sociedad en la que viven físicamente. Evolucionan en un mundo paralelo reservado a su casta y ya no asumen sus responsabilidades cívicas”. Y también advertía: “una nueva crisis financiera sucederá, estoy segura. He estado escudriñando las finanzas durante treinta años y los mercados son demasiado inestables, hay demasiados datos para analizar, demasiados instrumentos, demasiado dinero. Occidente ya no reina sólo en los mercados. No sé cuándo ocurrirá esta crisis ni qué tan grave será, pero algo se está gestando”, aseguró en una entrevista a Le Monde en 2014.

¿De qué manera los fenómenos que usted describe afectan a los países latinoamericanos, donde las economías aún dependen de esas grandes ciudades globales?

A mi parecer, por todo el mundo, en cada país, existen más o menos actores que siguen extrayendo y extrayendo valores de todo tipo –desde minerales a plantaciones hasta sistemas financieros. Una de las modalidades más marcantes de esta época que vivimos es cómo hemos reducido a gran velocidad y con mucha violencia el espacio de nuestro planeta: hemos matado diversidad de plantas y árboles, un gran número de especies de animales y peces, etcétera. Y, a medida que avanzamos con esto, vamos reduciendo el espacio de miles y hasta millones de plantas, aguas limpias, arenas y tanto más. Y se ve también en nuevas industrias como lo son Facebook o Google. Es bien importante que reconozcamos que cada innovación brillante y útil nos puede servir para algo que no vemos como algo negativo -el poder de extraer información de nosotros, de lo que queremos, de lo que nos estamos enfermando, de lo que nos es útil-, que al mismo tiempo no es tan bueno para el medio ambiente, porque como todos los sectores extractivos, también estas industrias dejan detrás masivas cantidades de basuras, metales, líquidos y más. Todo lo electrónico ha agregado montañas de basura muy difíciles de desaparecer, y aún no hemos visto suficientes iniciativas para reciclar o eliminar.

-¿Cómo cree que ha influido la pandemia para entender estos fenómenos?

El virus nos obligó a limitar el salir de nuestras viviendas y eso ya es un cambio enorme. Y un cambio que se constituye, además, como respuesta a un peligro, pero a un peligro que es invisible. Entonces, el hogar es un refugio básico, en el sentido que es absolutamente necesario y al mismo tiempo no es una solución. En gran parte, lo bueno que puede salir de este momento dramático y cruel es que nos muestra la capacidad de ser destruidos por estos “agentes” invisibles que son estos virus, y que debemos construir y desarrollar alianzas de todo tipo a través del mundo.

En esa línea, junto a Mary Kaldor -directora de la Unidad de Investigación sobre Sociedad Civil y Seguridad Humana de la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres-, Saskia Sassen acaba de lanzar un nuevo libro, Cities at War (2020), donde reúnen a un equipo internacional de académicos para examinar las ciudades como sitios de guerra e inseguridad contemporáneas. Al mismo tiempo que explica por qué y cómo la violencia política se ha urbanizado cada vez más, apunta hacia la capacidad de la ciudad para dar forma a un tipo diferente de subjetividad urbana, que ofrece resistencia y esperanza para un futuro más pacífico y equitativo. “Bajo las condiciones que vivimos hoy, es importante no hacer guerra entre nosotros, los humanos. Al contrario, es el momento para respetarnos mutuamente y para reconocer la contribución que podemos hacer todos a una vida manejable”, dice.

Reimaginar el desarrollo: de utopía postergada a tarea urgente

La frecuencia con que escuchamos frases como “diversificar las exportaciones”, “transformar nuestra matriz productiva” o “crecer respetando el medio ambiente”, parece tener una relación indirectamente proporcional con nuestra capacidad de ponerlas en práctica. Una realidad que puede cambiar después de una crisis social y sanitaria que hasta los más conformistas reconocen podría ser un punto de inflexión en la manera como Chile se desarrolla. En la antesala de un proceso constituyente que forzará la toma de definiciones en la materia, conversamos con Ricardo Ffrench-Davis, Maisa Rojas y José Miguel Ahumada para encontrar señales que nos guíen por ese camino.

Por Francisco Figueroa 

La economía chilena enfrenta serias dificultades para encontrar una senda de desarrollo justo y sostenible. El dilema no es nuevo: Chile completa 20 años de productividad estancada y al menos 15 de bajo crecimiento. Pero lo añoso del dilema no le ha quitado complejidad. Por el contrario, las crisis social, ambiental y sanitaria han enredado los propios términos del dilema y ampliado significativamente sus alcances. ¿Se escondían nuestras desdichas actuales en los logros pasados? ¿Cuánto aguanta el planeta el imperativo del crecimiento? ¿Son siquiera preguntas que la sociedad y el Estado puedan responder? ¿O estamos indefectiblemente en manos de los superricos?

Ricardo Ffrench-Davis, cofundador de CIEPLAN y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, reduce la incertidumbre reponiendo la centralidad de la desigualdad: “no hay crecimiento sostenible si no es incluyente”. Maisa Rojas, directora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2 y presidenta del Comité Científico de la COP25 para Chile, pone sus esperanzas en el camino hacia la carbono-neutralidad: “nos obliga a pensar en el largo plazo”. Y José Miguel Ahumada, profesor del Instituto de Estudios Internacionales y especialista en economía política del desarrollo, reconoce lo difícil pero ineludible de “introducir una racionalidad pública” en la determinación de las inversiones de los grandes grupos económicos.

El economista y académico de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, Ricardo Ffrench-Davis.

RICARDO FFRENCH-DAVIS: “PARA TENER UN CRECIMIENTO SOSTENIDO TIENES QUE ACORTAR LAS DISTANCIAS ENTRE LOS DE ARRIBA Y LOS DE ABAJO” 

—La crisis social que estalló en octubre parece haber develado la contracara negativa de cosas que considerábamos logros económicos. ¿Cómo se relacionan las virtudes y los defectos del desarrollo económico chileno de las últimas décadas?

Es muy interesante entender cómo fue posible que los primeros siete u ocho años de los últimos 30 hiciéramos logros tan importantes en reducción de la pobreza, del desempleo, crecimiento del producto e inversión productiva. Eso, en mi interpretación, fue consolidando esperanzas. Pero fueron apareciendo vicios tremendos (financiamiento de la política, Sename, ataques a las mujeres, colusiones), las reacciones fueron muy lentas debiendo haber sido brutales, y se deterioró la política macroeconómica. Chile, en 1990 y 91, fue contra la corriente poderosísima del Consenso de Washington al controlar la cuenta de capitales (los flujos especulativos) y el precio del dólar, nuestro nexo con la economía internacional. Pero el 99 el Banco Central retrocede y entrega el manejo de esas dos variables cruciales a los mercados financieros internacionales, y se colgó 100% de una creencia neoliberal profundamente equivocada: si frenamos la inflación, el resto se ajusta automáticamente. Nuestros empresarios empezaron a irse y parte de ese espacio lo ocupó la empresa extranjera. Tú no puedes hacer desarrollo incluyente y que las empresas extranjeras sean muy determinantes. Hubo un adormecimiento de nuestra dirigencia.

Ese crecimiento de cuya ralentización eres crítico, ¿importa en cantidad tanto como en calidad?

En el mundo se ha ido aprendiendo que no hay crecimiento sostenible en el tiempo si no es incluyente. El mercado libre es ineludiblemente generador de desigualdad, que es mala para la innovación, la diversificación productiva, las pequeñas y medianas empresas. Para tener un crecimiento sostenido tienes que acortar las distancias entre los de arriba y los de abajo. Eso ha ido tomando fuerza en los analistas más avispados del ámbito de la economía. Para crecer tienes que hacer crecimiento incluyente en el proceso, no después. ¿Lo ha hecho alguien? Europa occidental, Canadá y el Estados Unidos de Roosevelt. Con educación pública, a la que van ricos y pobres y apostando por la innovación no arriba, sino también desde abajo. Tenemos que agregar el manejo de nuestra macroeconomía, nuestro tipo de cambio, nuestra demanda agregada, nuestras tasas de interés. No podemos manejar la macro mundial obviamente, pero sí la interna; eso se hizo en los noventa eficazmente.

¿Y podemos diversificarnos con la actual matriz primario-exportadora?

No hay que perder lo que tenemos. Son decenas de miles de millones de dólares al año que financian nuestras importaciones. Necesitamos que eso se desarrolle, agregándole valor, y desarrollar nuevas actividades. La coreana era una economía agrícola el 65 y se convirtió en una economía industrial campeona en el mundo. Si somos el principal exportador de cobre en el mundo, ¿por qué no podemos producir más bienes y servicios intermedios para su producción e incluso exportarlos? Algo producimos, pero podríamos mucho más. E imitar a los oceánicos y los escandinavos, que pasaron de exportar troncos de árboles a casas y tableros y tecnología. Para exportar bienes intermedios que hoy importamos, podemos cooperar con nuestros vecinos cupreros. Entrar al mundo con otros de la región.

Al financierismo opones el productivismo, paradigma también cuestionado por la crisis socioambiental. ¿Se puede conciliar desarrollo y medio ambiente?

Claro que sí. En todo lo que es renovable, regular mejor los volúmenes de manera que no liquide la renovabilidad. El yacimiento de cobre no es renovable, lo sacas y te va a quedar el hoyo. Ahí, yo digo, que no nos preocupe que quede el hoyo, pues da empleo e ingresos hoy. Lo importante es que, cuando lo saques, no destruyas el agua de los ríos y el aire. Eso significa costos y hay que pagarlos. No se puede pensar sólo en el PIB de hoy día, hay que avanzar en los valores agregados para suplir el agotamiento de lo no renovable. Entre otros, son muy importantes los impuestos verdes. Tienen que conversar medio ambiente y economía, capital y Estado, y para eso hay que estar a favor de todo tipo de acuerdos, pero sin ceder las banderas centrales de lucha. Haber cedido esas banderas el 99 (tipo de cambio y cuenta de capitales libre, macro manejada por los mercados financieristas, que viven de la especulación) ha sido mortal para Chile, nos deterioró el empleo y la economía.

¿Qué principios económicos y rol del Estado en la economía debiéramos consagrar en una nueva Constitución?

La economía al servicio de la gente. Con una visión latinoamericanista: construyamos desarrollos convergentes con nuestros vecinos. Y una economía que sea amigable con el medio ambiente, participando, adoptando y siguiendo fielmente acuerdos internacionales en la materia como Escazú, y aplicando las políticas internas para eso, incluido el sistema tributario que requiere recaudar más y progresivamente.

“En el mundo se ha ido aprendiendo que no hay crecimiento sostenible en el tiempo si no es incluyente. El mercado libre es ineludiblemente generador de desigualdad, que es mala para la innovación, la diversificación productiva, las pequeñas y medianas empresas”. 

Ricardo Ffrench-Davis es doctor en Economía de la Universidad de Chicago, Estados Unidos, profesor titular de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile y cofundador y director de la Corporación de Estudios para Latinoamérica (CIEPLAN). Presidió el Comité de las Naciones Unidas de Políticas para el Desarrollo (2007-2010) y fue galardonado con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2005). Es un activo integrante del Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible.

MAISA ROJAS: “EL CONCEPTO DE BIEN COMÚN DEBE ENTENDERSE INDISOLUBLEMENTE RELACIONADO CON LA NATURALEZA”  

En 2018 nos dijiste que la crisis de la cual el cambio climático es síntoma “es el resultado de una construcción masculina del planeta y su desarrollo”. ¿Puedes ahondar en esa afirmación?

Lo central es que es una crisis de desarrollo y parte de esa crisis es una manera masculina de desarrollarse, de una visión de un mundo con recursos infinitos que uno puede conquistar. Es momento de instalar valores dentro de la esfera pública que asociamos a lo femenino. Tradicionalmente, tenemos un set de valores que apreciamos en la esfera pública y otro distinto para la privada. En la esfera privada está bien la empatía, la solidaridad, la colaboración; el cuidado, digamos. Pero para la esfera pública valoramos la competencia, la no colaboración, la conquista. Ese es el problema. Ha llegado el momento de apreciar esos valores también en la esfera pública.

¿Por qué ese momento es ahora? ¿Qué lo define como crucial?

Desde mi perspectiva en cuanto a cambio climático, el momento actual se inicia en 2015 con la firma del Acuerdo de París, un punto de inflexión bien importante para -por lo menos en términos de emisiones- enfrentar esta crisis. Después viene, en 2018, el muy influyente informe del IPCC sobre calentamiento global, que dice que es posible todavía limitar el calentamiento a 1,5 [grados Celsius], un espacio relativamente seguro y justo para el desarrollo humano y de nuestro planeta, y que esa pequeña ventana de oportunidad se nos cierra en los próximos diez años. Y después viene, en 2019, un informe de biodiversidad que dice que más de 1 millón de especies están en peligro de extinción. Y bueno, siendo chilena, después viene octubre con una crisis social y marzo con una crisis sanitaria que nos hablan de lo mismo. Entonces, el “momento” se ha ido reduciendo de este siglo a esta década, a este año.

¿Y cómo piensas que estamos parados frente a lo que nos queda de ventana?

En muchos aspectos, estamos todos de acuerdo en que la pandemia es un punto de inflexión en cuanto a darnos cuenta de lo rápido que uno puede cambiar comportamientos. La capacidad de transformación social es muy impactante, y puede ser positiva justamente para enfrentar en particular el cambio climático. Es nuestra última oportunidad. Y hay señales superpositivas en Europa. Estados Unidos es otra historia y sabremos recién en noviembre qué resulta, y China es un misterio. Europa, por lo menos, está comprometida con la acción climática e incluso en el peak de la pandemia se comprometen con impulsar la reactivación económica con los objetivos de cambio climático y sustentabilidad en general. Yo diría que en América Latina se escucha el tema. Y créeme que en Chile también, aunque nuestro ministro de Hacienda no lo vea, lamentablemente.

Maisa Rojas es Doctora en Física de la Atmósfera de la Universidad de Oxford, Reino Unido, académica de la Universidad de Chile y directora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2

—Chile se ha comprometido a reducir las emisiones de carbono, pero, ¿es compatible el objetivo de esas medidas con seguir dependiendo de la extracción de recursos naturales?

Lo que uno quisiera es que el compromiso de Chile con ser carbono neutral signifique hacer las cosas de una manera distinta. Lamentablemente, uno sí podría ser carbono neutral y seguir siendo exportador de cobre. Para ser carbono neutral hay que, básicamente, transformar todas las fuentes de energía a renovables. Pero si las plantas solares las van a venir a hacer ingenieros de España o Italia, no tiene un gran plus versus si las hacemos acá, con la innovación que necesitan y si pensamos, más que en mega grandes centrales, en algo mucho más distribuido. Entonces, yo diría que es una tremenda oportunidad de cambiar, incluso si lo hacemos mal va a ser un país mucho mejor. Por ejemplo, eliminamos las zonas de sacrificio. Ahora, en cuanto a nuestra otra vulnerabilidad con el tema del agua, este camino hacia la carbono neutralidad permite un desarrollo muy distinto, pero no es automático. Lo que sí, es que nos obliga a pensar a largo plazo. Es una agenda a 30 años que va a determinar el desarrollo. En ese sentido, es una enorme ganancia para el país.

¿Qué actividades inciden más en la escasez hídrica y cómo la transición hacia la carbono neutralidad puede incidir allí?

Tiene que ver sobre todo con la agricultura y, por lo tanto, con el Código de Aguas, con tener una legislación que no toma en cuenta que vivimos en un clima cambiante. La idea detrás de los derechos de agua perpetuos es que el agua es una cantidad fija, y eso es una gran mentira, se contrapone a principios biofísicos. La carbono neutralidad a veces se piensa sólo como reducir las emisiones, pero va junto con la resiliencia, que es la capacidad de un grupo o sociedad o ecosistema para mantener sus características intrínsecas después de una perturbación o un cambio que es continuo.

En abril nos dijiste: “el cambio climático es el telón de fondo del siglo XXI y (…) definitivamente debe ser incorporado en una nueva Constitución”. ¿Cómo lo harías?

Lo primero es decir sí, el cambio climático es nuestro telón de fondo, nuestra realidad. Escribir estas reglas comunes cuando uno ya tiene ese entendimiento, va a ser bien determinante. Vamos a tener que ir avanzando en escribir una Constitución que incluya una relación distinta con la naturaleza. ¿Qué debiera decir exactamente? La verdad es que no me lo imagino todavía, porque la Constitución actualmente sí da el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, pero la realidad es otra.

Solemos invocar el principio de interés público contra empresas contaminantes que se amparan en el derecho de propiedad y la libertad de empresa, pero ese principio también puede interpretarse como hacer lo mismo, pero desde el Estado. ¿Cómo repensarías la noción de interés público?

Claro, creo que es el concepto de bien común, el bien común debe incluir no solamente a los habitantes, sino que entenderse indisolublemente relacionado con la naturaleza. Somos parte de este ecosistema, de este planeta, no puede haber bien común ni bienestar humano sin cuidar la naturaleza. En ese sentido, hay que incorporar una visión más amplia que sólo la antropocéntrica. Tenemos que pensar la distribución, la igualdad, dentro de los límites que nos ofrecen la naturaleza y este planeta.

“Para ser carbono neutral hay que, básicamente, transformar todas las fuentes de energía a renovables. Pero si las plantas solares las van a venir a hacer ingenieros de España o Italia, no tiene un gran plus versus si las hacemos acá, con la innovación que necesitan”. 

Maisa Rojas es doctora en Física de la Atmósfera de la Universidad de Oxford, Reino Unido, profesora asociada del Departamento de Geofísica de la Universidad de Chile y directora del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2, de la misma casa de estudios. Presidió el Comité Científico Asesor de la COP25 para Chile y es investigadora del Núcleo Milenio en Paleoclima del Hemisferio Sur.

JOSÉ MIGUEL AHUMADA: “ES URGENTE CIERTO NIVEL DE PARTICIPACIÓN PÚBLICA EN LOS GRANDES CONGLOMERADOS ECONÓMICOS” 

—Hay quienes sostienen que nuestro problema es el “capitalismo de amigos” y promueven como solución un “verdadero” capitalismo, competitivo e innovador. ¿Es un sueño realista y deseable?

José Miguel Ahumada es doctor en Estudios del Desarrollo de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, y profesor asistente del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.

El problema con esa hipótesis es que, si bien es coherente teóricamente, ese modelo de libre comercio con el que se contrasta nunca ha existido. El capitalismo, como sistema social, tiende endógenamente a generar estas grandes estructuras organizativas, a conquistar mercados. La conformación de los grandes conglomerados económicos es connatural a la competencia capitalista. En la idea del capitalismo de amigos, lo que se ve como solución es únicamente tratar que no vuelvan a coludirse, no atacando el problema de fondo, que es, creo yo, la naturaleza de estos conglomerados, su estructura familiar y determinada por la competencia monopolística, lo que significa que su inversión va hacia sectores donde la ganancia es inmediata, no a sectores riesgosos, como la energía renovable o construir capacidades productivas donde no hay ventajas comparativas. Estos grupos, por su propia racionalidad económica y no porque sean amigotes, invierten en sectores que son socialmente improductivos y que, económicamente, han perdido la bencina que tuvieron en los noventa.

Con lo concentrada de nuestra economía, no es raro que hablemos mucho de diversificar nuestra matriz productiva pero poco de cómo hacerlo: parece que no está en nuestras manos. ¿Cómo recuperar esa capacidad?

Un problema es que los núcleos de acumulación que determinan el tipo de desarrollo del país están en los grandes conglomerados económicos, allí está la estructura organizacional que permite o no generar políticas de largo plazo para modificar la estructura productiva. ¿Qué sabemos de los casos que han sido relativamente similares a Chile y han logrado un despliegue de nuevas capacidades productivas y de diversificación exportadora? Un típico caso es Corea del Sur, pero más interesante me parece Finlandia, porque lo hicieron en democracia y con una matriz exportadora, en 1950, muy similar a la chilena: exportaban cobre y celulosa y el PIB per cápita era prácticamente igual al nuestro. Los finlandeses hicieron dos tipos de política. La primera, generar encadenamientos productivos para diversificar las exportaciones a partir de los recursos naturales, no sólo desde las empresas públicas, sino también vía alianzas con los grandes conglomerados, con subsidios condicionados a que pudieran establecer esos encadenamientos productivos. Ese fue un periodo para diversificarse en torno los recursos naturales, lo que genera límites. La segunda, en los 70, fue que el Estado creó un conjunto de instituciones para la innovación, con espacios donde sentaban a discutir a sindicatos, gremios, el Estado y la sociedad civil para pensar la política de desarrollo a 30 años. Y lo que se decidió fue dar un salto a invertir en sectores electrónicos y de telecomunicaciones. Ahí, por ejemplo, Nokia pasó de producir celulosa a los celulares que conocimos. Y dar subsidios a exportaciones sujetos a que los grandes conglomerados hicieran proyectos de innovación con instituciones públicas locales e incluyendo a la pequeña y mediana empresa. Así se fue formando un tejido productivo. Esto fue posible al complementarlo con la educación pública, gratuita y de calidad, el 67, y una reforma tributaria progresiva.

¿Y cómo introducir la mirada de largo plazo en esas grandes empresas? ¿Participación pública en las juntas directivas? ¿De los sindicatos?

Políticamente es, por supuesto, muy complejo, pero es urgente cierto nivel de participación pública en estos conglomerados. Finlandia, por ejemplo, tiene pocas empresas estatales, pero tiene un holding financiero público que controla alrededor de 17 de las 20 empresas más grandes de Finlandia. Son empresas privadas, pero el Estado tiene mayoría accionaria, eso permite que haya una racionalidad pública a la hora de determinar las inversiones. No implica la estatización, son actores que están en el mercado y la competencia, pero su cálculo es más de largo plazo. Esto que Keynes llamaba socialización de la inversión, pero vía el sector financiero, es políticamente muy difícil, pero abre una puerta para cierto control de hacia dónde va la inversión de estos grandes conglomerados, que permita, por ejemplo, diversificar hacia sectores productivos y no sólo aprovechar monopolios internos.

Es difícil imaginar la viabilidad de una estrategia de diversificación en un solo país. ¿Qué papel le asignas a la integración regional?

La integración es fundamental, no porque la sugerencia que yo hago implique sustitución de importaciones, no, no, es integrarnos de otra forma al comercio internacional. Imaginemos que ya no queremos sólo hacer duraznos en almíbar, sino maquinaria para su producción. No vamos a encontrar mercados para eso en Estados Unidos, China ni la Unión Europea. ¿Con qué país tenemos la canasta diversificada más grande? Con Bolivia. Entonces la pregunta es qué mercado vamos a estimular, y ahí yo creo que debe ser el latinoamericano. Eso abre otro conjunto de problemas, porque un proyecto de integración implica una tensión con Estados Unidos, por los acuerdos comerciales que se firmaron durante los gobiernos de la Concertación.

“Desarrollo no es crecer cuantitativamente, es un cambio cualitativo; pasar de una estructura productiva que se especializa en sectores intensivos en recursos naturales y explotados por una fuerza laboral de baja cualificación, a sectores intensivos en conocimiento y explotados por una fuerza laboral de alta cualificación”.

Otra tensión es con el medio ambiente. ¿Cómo se concilia desarrollo y medio ambiente?

Creo que hay cierta confusión. Se habla de desarrollismo desde fines de los noventa, pero ese régimen fue extractivista, el Estado tuvo un rol redistributivo, pero no modificó las estructuras productivas. Para mí, eso no fue un proceso de desarrollo, sino un típico caso de crecimiento periférico. Desarrollo no es crecer cuantitativamente, es un cambio cualitativo; pasar de una estructura productiva que se especializa en sectores intensivos en recursos naturales y explotados por una fuerza laboral de baja cualificación, a sectores intensivos en conocimiento y explotados por una fuerza laboral de alta cualificación. El desarrollo no implica necesariamente un crecimiento cuantitativo de la producción, sí de la torta, eso es verdad, porque pasar de un sector extractivo a uno intensivo en conocimiento crea más riqueza, pero este tipo de transformación productiva hace que unos sectores crezcan y otros decrezcan, y si se integra con las energías renovables, se puede conjugar con la sostenibilidad medioambiental.

José Miguel Ahumada es doctor en Estudios del Desarrollo de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, y profesor asistente del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile. Es coordinador académico del Magíster en Desarrollo y Cooperación Internacional de la misma casa de estudios y autor del libro The political economy of peripheral growth: Chile in the global economy (2019).

Indignación y discrepancia en la conversación pública: ¿Ola de intolerancia o mayor pluralismo?

Un fantasma recorre Chile: el fantasma de la discrepancia. Consagrados intelectuales y comentaristas denuncian un clima hostil a la deliberación razonada. Y ponen en el banquillo a las redes sociales y los campus universitarios, al feminismo y a las nuevas generaciones. Aquí, voces reacias al fatalismo desmenuzan el fenómeno. Y observan el asomo de una situación marcada por el claroscuro: una sociedad más activa y deliberante, pero también menos capaz de procesar sus diferencias y encontrar puntos en común.

Por Francisco Figueroa

Nadie en Chile ha muerto por lapidación ni linchamiento en lo que va de 2020, tampoco en años recientes, pero las víctimas de este tipo de agresiones entre los intelectuales parecen ser legión. El sentido, por supuesto, es figurado. Se trataría de “lapidaciones” y “linchamientos” verbales y, en un sentido más estricto, virtuales y hasta anónimos. “Asistimos al terrible espectáculo de la desmesura y la ostentación del odio, que convierten el espacio público en la fosa de un circo romano”, escribió en junio en El Mercurio Cristián Warnken, en una columna que tituló “La epidemia de la intolerancia”, luego de recibir críticas por entrevistar al exministro de Salud, Jaime Mañalich, en un estilo que muchos consideraron complaciente.

Dos meses más tarde, Canal 13 elegía también el tema de la tolerancia para estrenar el retorno del programa de conversación política “A esta hora se improvisa”. Sus panelistas discutieron con constantes referencias a los términos estadounidenses del debate, donde el peso de la “corrección política” estaría asfixiando el ejercicio de la libertad de expresión y dando lugar a nuevas formas de censura, como la ejercida a través de la “cultura de la cancelación”. El concepto, popularizado (y demonizado) por Donald Trump, alude a la práctica de quitar apoyo o boicotear a figuras públicas que ofenden o naturalizan la violencia contra grupos discriminados.

Ilustración de Fabián Rivas.

Pero si hay un hito que marcó la aproximación de muchos intelectuales al problema de la tolerancia en el debate público fue la carta “sobre la justicia y el debate abierto”, publicada en julio por la revista norteamericana Harper’s, en la que más de 150 intelectuales del mundo anglosajón alertan contra lo que consideran una radicalización del debate progresista que degrada su calidad y capacidad de hacer frente al autoritarismo tipo Trump. Que la carta surgiera en buena medida como contrapunto a las formas del movimiento Black Lives Matter, en plena epidemia de brutalidad policial en Estados Unidos, le valió una dura crítica de Judith Butler. En diálogo con la directora de Palabra Pública, Butler calificó la carta como un gesto “paternalista”, que “defiende el elitismo, no la conversación”, añadiendo que las críticas, por duras que sean, son oportunidades para que los intelectuales aprendan de sus errores y ganen más conocimiento.

Palabra Pública consultó a académicos de diversas disciplinas para indagar en qué hay detrás de una controversia que ha encontrado terreno fértil en la discusión pública chilena y que se ha intensificado desde la revuelta social de octubre de 2019.

El valor moral de la indignación

La doctora en Filosofía Política y académica de la Universidad de Chile, María José López, estudia el papel de las emociones en política. Sus trabajos más recientes hacen conversar sobre el asunto a Hannah Arendt, Humberto Giannini y Martha Nussbaum. Desde allí observa el lugar de emociones como la rabia y la indignación, cuya expresión considera “un signo de vitalidad necesario en una democracia”.

“La democracia puede perfectamente acoger la indignación moral y política; debe hacerlo, incluso, porque indignarse por una injusticia, por ejemplo, supone que hay cosas que en una democracia simplemente no se pueden tolerar y está bien descubrir y compartir esos límites, e ir haciéndolos cada vez más claros”, sostiene la académica. López recuerda que, en la tradición filosófica aristotélica, la ira es una emoción clave para la salud de una democracia.

María José López, doctora en Filosofía Política y académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

Humberto Giannini, por ejemplo, “da a la ira un especial rol en el descubrimiento de la ofensa moral”, recuerda López, pues no la reduce a una expresión de odio o desahogo, sino que la considera un “índice moral, al señalar una situación de injusticia que debería ser reparada”. Decía el filósofo de la vida cotidiana en Del bien que se espera y del bien que se debe (1997): “La iracundia es la expresión de un resentimiento. Pero también, una forma de liberarse de él”. Ya en los noventa, recuerda López, Giannini era crítico de una democracia de los acuerdos que “neutralizaba las diferencias, paralizaba el diálogo y la expresión democrática. En una cancha mal nivelada, no hay acuerdos ni deliberación, hay ejercicios de fuerzas donde unos imponen y otros ceden, nadie razona. ¿Para qué razonar si tengo la fuerza?”

La filósofa estadounidense Martha Nussbaum ha sido citada con frecuencia en este debate, especialmente a partir de su libro La monarquía del miedo (2019), donde vincula esa emoción con la polarización de la vida pública contemporánea y la degradación de la convivencia en sociedades como la estadounidense. Pero al leerla, sostiene López, no se puede perder de vista que “una de las cosas más importantes que dice es que las emociones políticas no son tontas, no son ciegas, no son ‘irracionales’”. En el esquema de Nussbaum, añade, “la ira nos habla de un mundo injusto, donde existe, sin embargo, la posibilidad de reparación”.

Una esfera intelectual devaluada

“Caracterizar este tiempo por la intolerancia es al menos una hipótesis insuficiente”, asegura el exrector de la Universidad de Valparaíso, Aldo Valle. “La homogeneidad que resulta de la pasividad y de la hegemonía que no deja intersticio alguno para la disidencia que incomoda es mucho peor y es una forma de intolerancia previa”, añade. Valle habla desde su experiencia en una de las instituciones más señaladas por la intelectualidad conservadora como cantera de odiosidad e intolerancia: la universidad. Pero su trayectoria cuenta una historia distinta.

Valle llegó a ser rector de la Universidad de Valparaíso en 2008 como figura de consenso entre académicos y estudiantes movilizados contra las irregularidades de la administración anterior. Y no sólo se mantuvo en el cargo, además presidió el Consorcio de Universidades del Estado (CUECH) entre 2011 y 2015, y el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH) entre 2015 y 2020. Reconocido como persona de consensos por pares, autoridades y estudiantes, considera la conflictividad concentrada en las universidades durante la última década como síntoma de algo mucho más grande.

Aldo Valle, ex rector de la Universidad de Valparaíso.

“En la medida en que graves conflictos estructurales no se abrían a la sociedad de un modo transversal, las universidades eran el espacio para un antagonismo radical en su interior. La revuelta social de octubre de 2019 demostró que lo que ocurría antes y por años en las universidades era una señal de un proceso que envolvía a amplios sectores sociales. Lo que quieren los estudiantes no es tan distinto de la demanda transversal que circula por el país”, reflexiona Aldo Valle.

Paradójicamente, la relevancia de las universidades también podría estar en la raíz del malestar de algunos intelectuales. La masificación de la educación universitaria, piensa Valle, “termina desde luego devaluando el prestigio y reconocimiento que antes proveía y, correlativamente, reservando a una élite ese prestigio social”. Además, asegura, “las tecnocracias no necesitan intelectuales que discrepen o desordenen los discursos, las creencias y las prácticas”. Impera, a su juicio, “un uso privado de la razón. Chile ha vivido largo tiempo sin una esfera de deliberación intelectual y cultural diferenciada y, a la vez, participativa”.

Expresión sin encuentro

Manuel Antonio Garretón, si bien es crítico de los intelectuales que, como Warnken, han calificado posiciones discrepantes como inspiradas “en el odio y el mal”, se niega a reducir el problema a una “victimización de sectores intelectuales más bien de derecha o cercanos al poder”. El sociólogo y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales piensa que “en la sociedad chilena sí hay un problema de intolerancia”.

“La intolerancia a aquello que contradice los grandes valores que la humanidad ha ido aceptando consensualmente como irreversibles e indiscutibles, es un avance civilizatorio”, dice Garretón. El problema, sostiene, es cuando en una sociedad no hay “condiciones para desarrollar y debatir las posiciones diferentes”, lo que iría asociado “a la disponibilidad de recursos institucionales, comunicacionales e intelectuales para desarrollar esas diferencias y la creación de espacios de encuentro entre las diferencias”.

Manuel Antonio Garretón, sociólogo y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales.

Para Garretón, el drama de la sociedad actual es la ausencia “de instituciones que vayan cristalizando las opiniones y resolviendo aquellas diferencias que son necesarias de resolver para la toma de decisiones”. La intolerancia en la sociedad industrial, señala, se daba “entre cuerpos sociales que contaban con mediaciones ideológicas o institucionales como el sistema de partidos”. Esas mediaciones estarían ausentes en lo que llama “sociedad digital”.

Estamos pasando, postula el sociólogo, “a un tipo de sociedad en la cual las mediaciones institucionales necesarias y los espacios de encuentro entre diversidades son espacios de expresión, sin el momento del encuentro. Entonces, desde mi tribu digital, soy muy tolerante, porque no las escucho ni las leo, claro que cuando aparecen, no las acepto”. No es un problema de “confianza en las instituciones”, remata. “El problema es mucho más profundo: no las necesito”.

El negocio de la polarización

Con la masificación de las plataformas de redes sociales, “efectivamente hay un giro en lo que entendemos como esfera pública”, asegura Patricia Peña, periodista y académica del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. Su aproximación al impacto de estas plataformas en la vida pública, asegura, sigue la actitud de Umberto Eco: “ni apocalíptica ni integrada. El gran problema es que habíamos olvidado que estas plataformas son empresas y que la moneda de cambio somos nosotros”.

El despegue de Twitter, Facebook y WhatsApp se dio en Chile a partir del terremoto de 2010, asegura la investigadora, cuando muchas personas se abrieron cuentas para hablar e informarse sobre la catástrofe, “época, además, en la que era muy influyente una corriente positivista que veía estas plataformas como herramientas democratizadoras, y avanzaba la pérdida de credibilidad de los grandes medios de comunicación”. Pero no fue sino hasta el escándalo de Cambridge Analytica, en 2015, añade, que nos dimos cuenta de que “en estas plataformas se daba una manipulación y polarización de la opinión pública”.

Patricia Peña, periodista y académica del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile.

“La polarización tiene que ver con el juego que se hace en estas plataformas, que te meten en burbujas donde la realidad es negra o blanca y los matices no funcionan”, explica Peña. “Son dinámicas con las que terminas validando tus propias creencias. Si busco información sobre el proceso constituyente y tengo una cierta inclinación, voy a encontrar información que la refuerza. Termino leyendo de acuerdo a lo que yo creo, no me vinculo con toda la diversidad de otras opiniones. Ese es el efecto más perverso”, asegura.

Sin embargo, la académica advierte contra el peligro de caer “en la tentación en la que cayeron los autores del informe Big Data, según la cual estas plataformas tenían la fuerza para ser una de las causas del estallido social”. Más relevante que el impacto directo de estas plataformas, cuyo acceso sigue siendo acotado en la población, es su relación con los medios, sostiene la periodista. “Twitter y la televisión se empiezan a llevar demasiado bien. Los softwares de escucha social, el monitoreo de hashtags, que estaban hechos para medir evaluación y posicionamiento de marcas, se empiezan a usar como una suerte de people meter. Y allí viene la crítica constructiva que uno puede hacer: ¿qué está validando el medio televisivo cuando dice ‘se dijo en redes sociales’?”.

Otra dimensión problemática, asegura Peña, es que “este Internet de las plataformas es un Internet muy patriarcal, está hecho y diseñado por hombres blancos, del norte, con una cierta educación”. Una de las implicancias de este sesgo de género, agrega, “tiene que ver con el consentimiento. Que nos acostumbráramos a bajar aplicaciones sin leer los términos y condiciones y decir acepto, acepto, acepto, es lo que hoy cuestiona el movimiento feminista. Tenemos que cuestionar esta cultura del no consentimiento, muy engañosa y patriarcal. Tenemos que ser capaces de reapropiarnos de Internet, que esta no es la única forma de crear una plataforma de red social”.

¿Aprender a vivir en el conflicto?

“Me parece que cuando se habla tanto de las formas de la discusión y del disenso se olvida el fondo. La democracia es conflicto”, asegura María José López. “El conflicto también es necesario y parte de la riqueza de la misma experiencia de la diferencia vivida que debería ser propia de una democracia. Pero hay que aprender a vivir en el conflicto, hay que aprender a discutir en serio, hay que educarnos en la discrepancia y eso va a demorar tiempo y va a requerir ganas y voluntad”.

Maristella Svampa: «Ser feminista y no ser ecologista es casi una contradicción»

Es una de las organizadoras del Pacto Ecosocial del Sur, iniciativa que promueve una “transición socioecológica que articule justicia social y ambiental” como salida a la crisis desatada por la pandemia. Un desafío que, para Svampa, exige reconocer los límites de los progresismos latinoamericanos para superar la inserción extractivista y neodependiente de América Latina en el mundo. No vaya a ser que, además de commodities, empecemos a exportar nuevas pandemias.

Por Francisco Figueroa

No es desde la erudición abstracta y aislada que Maristella Svampa toma la palabra para debatir sobre el rumbo que ha de tomar la sociedad a partir de la pandemia. La socióloga argentina e investigadora del trasandino Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) piensa desde América Latina y el acumulado de aciertos y reveses de sus luchas emancipadoras. Cita a Celso Furtado, Rita Segato y Manfred Max-Neef, a los dependentistas y a las feministas populares, y conceptualiza con referencia a los conflictos que recorren de cabo a rabo la región, desde la contaminada cuenca del río Atrato en Colombia hasta el fracking para la extracción de gas en la Patagonia argentina.

Maristella Svampa is a sociologist and researcher of the Argentinian National Council for Scientific and Technical Research (Conicet).

Las 568 páginas de Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo (2016)le valieron el Premio Nacional de Ensayo Sociológico al otro lado de la cordillera. Y con el último de sus libros, El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo (2020, junto a Enrique Viale), quiere aportar a una conversación sobre la insustentabilidad de los modelos de desarrollo vigentes. Para que la transición socioecológica por la que pujan los países del norte, dice, no se pague con más despojo de territorios y dignidad en los países del sur.

¿A qué te refieres con maldesarrollo? ¿Y por qué ese concepto y no otros del discurso crítico como neoliberalismo o subdesarrollo?

Es una categoría que tiene su historia dentro del pensamiento crítico. Fue acuñada por Celso Furtado cuando ya no era un entusiasta cepalino y se había tornado consciente de las grandes desigualdades territoriales y sociales que había en su Brasil natal. Fue retomada también por Vandana Shiva, entre muchos otros, para señalar las múltiples dimensiones en términos de insustentabilidad de los modelos de desarrollo dominantes. En esta línea, nosotros retomamos el concepto en 2014 (con nuestro libro Maldesarrollo. La Argentina del extractivismo y el despojo), porque además de señalar esta pluridimensionalidad para analizar los impactos de los modelos de desarrollo, nos parece que tiene un fuerte impacto. La gente, cuando lee maldesarrollo, se pregunta por qué.

¿Implica la posibilidad de hablar de buen desarrollo?

No es el caso. En el marco del pensamiento crítico y posdesarrollista, somos de la idea de abandonar el concepto de desarrollo para avanzar hacia un tipo de sociedad resiliente, solidaria y que aporte a la sostenibilidad de la vida. En el breviario del pensamiento crítico latinoamericano hay diferentes conceptos para hablar de esto: neoextractivismo, consenso de los commodities, giro ecoterritorial. Pero mi apuesta es también no hablarle sólo a la academia o a los convencidos, sino a aquellos sectores que son cada vez más sensibles a las problemáticas socioambientales, pero tienen una ceguera epistémica que impide problematizar los modelos de desarrollo hegemónicos.

Ecuador y Bolivia incorporaron el buen vivir en sus constituciones, pero acentuaron el extractivismo. ¿En qué pie queda ese paradigma después del ciclo progresista?

Sin duda, el concepto faro en el inicio del ciclo progresista fue el de buen vivir, que remite a esa visión comunitaria y de armonía entre sociedad y naturaleza de los pueblos originarios. Pero fue vaciado de su potencialidad por los gobiernos progresistas. Hubo dificultades también para dotarlo de contenidos. Y yo creo que no funcionó porque fue disociado de ese otro concepto fuerte que es el concepto de derechos de la naturaleza, que es más potente y más difícil de bastardear, porque implica un paradigma relacional que pretende desplazar el paradigma binario de la modernidad, dentro del cual el hombre es considerado como externo a la naturaleza, punto de partida para los modelos de desarrollo que hoy conocemos, para una determinada concepción de la ciencia y que es responsable del colapso ecosistémico que estamos viviendo. Si bien Ecuador fue el primer país en constitucionalizar los derechos de la naturaleza, no fue precisamente el país que impulsó su respeto. Fijate vos que encontramos legislaciones interesantes en Colombia, un país que no participó del ciclo progresista, pero que tiene una gran riqueza en términos de movimientos sociales, campesinos e indígenas, y un Tribunal Superior de Justicia progresista que falló, por ejemplo, declarar al río Atrato sujeto de derechos.

Este paradigma parece chocar no sólo con las grandes multinacionales, sino también con las expectativas de las clases urbanas. ¿Cuán crítica es esa tensión que cruza a las posibles alianzas plebeyas de Latinoamérica?

Es un tema central, sin duda. Un gran obstáculo de los gobiernos progresistas para llevar a cabo acciones transformadoras en relación con el desarrollo fue el modelo de inclusión basado en la expansión del consumo, que algunos quisieron llamar “democratización” del consumo, una discusión que en realidad la izquierda progresista no quiso dar. En los setenta, cuando se dio a conocer el Informe Meadows sobre los límites del crecimiento, sectores del pensamiento crítico latinoamericano respondieron que esa era una mirada muy desde el centro y que el problema no era la escasez de recursos naturales, sino la universalización de modelos de consumo insostenible. Hasta ese momento, la izquierda latinoamericana apostaba a otro modelo de consumo, uno que atendiera, a la Max Neef, las necesidades humanas. Pero al calor de la globalización neoliberal, lo que se globalizó fue un modelo de consumo insustentable, que requiere explotar más recursos naturales y energía, por ende, más despojo de los territorios y las poblaciones que los habitan. Los gobiernos progresistas no promovieron un modelo económico alternativo, reforzaron ese modelo y la inserción subalterna de los países latinoamericanos en el proceso de división internacional del trabajo, todo lo cual tiene “patas cortas” en términos de modelo. Y si bien se había reducido la pobreza, se había ensanchado la brecha de la desigualdad, sobre todo cuando leemos la problemática en términos de concentración de la riqueza. Lo cual nos lleva a una situación paradójica, porque claramente estos fueron mejores y más democráticos gobiernos que los neoliberales y conservadores que hemos conocido.

El feminismo está teniendo una capacidad de articulación notable. ¿Ves en la ética del cuidado un nuevo “concepto faro”?

Sí, soy de las que promueve al paradigma de los cuidados -lo digo en plural desde que me corrigieron unas feministas populares colombianas- como la base de la posibilidad de articulación entre justicia social y ambiental. Cuando hablamos de paradigma de los cuidados estamos hablando de la necesidad de transformar nuestra relación con la naturaleza en función de una cosmovisión relacional, que pone en el centro la interculturalidad, la reciprocidad y la interdependencia. Y como dicen las feministas de Ecologistas en Acción, hay dimensiones diferentes. La de las feministas populares sobre el cuidado de los ciclos de la vida, los ecosistemas, la relación cuerpos-territorio-naturaleza. Y la dimensión que las economistas feministas han puesto de relieve: la invisibilización del trabajo ligado a la reproducción de la vida social, que al recaer sobre las familias y dentro de esas familias sobre las mujeres, es también un vehículo de mayor desigualdad. Ahora bien, dicho esto, cuando uno observa las corrientes de los feminismos realmente existentes, por ejemplo, acá en la Argentina, hay todavía conexiones pendientes entre estos feminismos. No hay feminismo emancipador si no lleva en el centro de su mensaje la defensa del territorio y la vida. Ser feminista y no ser ecologista es casi una contradicción hoy en día.

“Chile nos conmovió por múltiples razones: ilustró un fenomenal proceso de liberación cognitiva de las multitudes, cuestionó ese país de dueños en un mundo de dueños que se hace cada vez más insoportable e insostenible y entró de lleno al ciclo de luchas latinoamericano aportando novedad”. 

Con la reactivación económica como prioridad, será difícil producir un cambio de paradigma. ¿Cómo ves la capacidad del campo intelectual latinoamericano para ayudar en ese sentido?

El problema con lo socioambiental es que requiere salir de la zona de confort de las izquierdas, requiere otro modo de pensar la relación sociedad/naturaleza y los modelos productivos. Además, cuestiona las lealtades políticas. En América Latina, la oposición entre lo social y lo ambiental sigue estando en el centro, como si no hubiésemos tomado conciencia de lo que ha dejado el boom de los commodities. Entonces, es necesario desmontar esa falsa oposición con una discusión amplia, seria. En el progresismo selectivo que nos legó el kirchnerismo acá en la Argentina hay brechas para dialogar, pero al mismo tiempo siguen pensando en reactivar la economía con más extractivismo. Te doy un ejemplo: se va a discutir un impuesto extraordinario a las grandes fortunas, ¿qué piensa hacer el gobierno? En la lista están la salud y la educación, pero un 25 por cierto irá dedicado a la producción de gas con grandes fracking. Es una locura, ¡no entendimos nada! En vez de pensar una agenda de transición energética, de abrir la discusión democrática sobre qué diablos hacer con el litio, se apuesta a subsidiar una vez más el gas del fracking. Es muy desalentador, uno tiene la impresión de que los progresismos realmente existentes no han aprendido nada.

¿Y cómo ves el papel en todo esto del nuevo socio clave de la región, China?

Más que potenciar la unidad latinoamericana, la asociación con China siempre se hizo por vías bilaterales que fueron consolidando el marco de una nueva dependencia. En América Latina y Argentina, la inversión de los capitales chinos se ha dado sobre todo en el sector extractivo y en el marco de un intercambio asimétrico. A esto se ha añadido que el gobierno argentino, a través de Cancillería, promueve la instalación de megafactorías de cerdos para producir carne porcina que será exportada a China. La Argentina, en el marco de una pandemia de carácter zoonótico, promueve un modelo que implica fuertes impactos socioambientales, que tiene potencial pandémico y obedece a la necesidad de algunos países de externalizar los riesgos buscando territorios sanos, todavía no afectados por la gripe porcina africana. Descabellado, por donde se lo vea. Siempre estamos en la senda de las falsas soluciones y eso está muy ligado al maldesarrollo.

Los dependentistas decían que la dependencia produce nuestras clases dominantes. ¿Conserva vigencia esa máxima?

Claro, como decían Teotonio dos Santos, Cardoso, la dependencia hay que leerla desde el punto de vista interno en términos de correlación de fuerzas sociales y de cómo emerge un sector de la burguesía local que no apuesta al desarrollo autónomo, sino a una mayor asociación transnacional para obtener un lugar privilegiado en la estructura económica. Hablando de burguesía nacional, acá en la Argentina está Hugo Sigman, CEO de laboratorios farmacéuticos, uno de los superricos argentinos, progresista desde el punto de vista cultural, financista de un montón de películas muy importantes, y su laboratorio fue elegido para producir la vacuna de Oxford acá. Pero, al mismo tiempo, promueve las megafactorías de cerdos. Por la puerta delantera ofrecemos una vacuna y por la trasera dejamos entrar una nueva pandemia. ¡Es una locura!

La pandemia parece estar dando nuevos aires a un concepto de vida más consciente de nuestra interdependencia, que ya veíamos reivindicado en nuestra región. ¿Puede Latinoamérica darle brújula al mundo después de la pandemia?

Ojalá, yo creo que la narrativa emancipatoria que se ha forjado en América Latina al calor de las luchas ecoterritoriales, indígenas y feministas tiene mucho para aportar a pensar ese otro mundo posible, asentado en la resiliencia, la democracia, la solidaridad y el paradigma de los cuidados. Pero, al mismo tiempo, no tiene las espaldas para afrontar el desafío que eso implica. No somos Europa, acá no hay un banco que a nivel latinoamericano promueva la reforma tributaria, el ingreso universal ciudadano, casi no hay medios y los Estados están solos frente a una situación devastadora. Entonces, si no hay un planteo de transición a nivel global, es casi imposible que podamos abrir esa agenda. Lo que puede suceder, si no, es que Europa se oriente hacia una transición socioecológica y en Latinoamérica se sigan contaminando los territorios y atropellando las poblaciones para financiar esa transición de los países del norte. Nuestras experiencias y lenguajes ecoterritoriales quedarán como testimoniales, ese es el peligro que veo yo.

En tu último libro mencionas las revueltas chilenas de 2019 como una fuente de inspiración. ¿De qué manera te interpeló el octubre chileno?

Rita Segato señala que este es un mundo de dueños, de señoríos, que la palabra desigualdad es poco. Y yo creo que tiene razón Rita y Chile lo ejemplifica de manera notoria: es un país de dueños. La revista Forbes mostraba en 2019 el ranking de los más ricos del mundo y había diez familias chilenas. Chile nos conmovió por múltiples razones: ilustró un fenomenal proceso de liberación cognitiva de las multitudes, cuestionó ese país de dueños en un mundo de dueños que se hace cada vez más insoportable e insostenible y entró de lleno al ciclo de luchas latinoamericano aportando novedad, con la interseccionalidad, los grafitis, el muralismo, la desmonumentalización, en fin, muchísimas cosas nuevas. No creo que en Chile vayamos a un proceso de clausura cognitiva, las condiciones están dadas para que se refuerce el proceso de cambio al calor de una constituyente que realmente implique un nuevo pacto social, un nuevo barajar y dar de nuevo en la sociedad.

La encrucijada de Chile según Vivaldi: ¿universidades para el conocimiento o para el negocio?

El rector de la Universidad de Chile cree que la pandemia y la crisis social son una gran oportunidad para que la sociedad chilena delibere sobre el futuro de sus universidades. Confía en que desafíos como terminar con las desigualdades y “salir del subdesarrollo” puedan reencauzar un debate dominado por quién se lleva cuánta plata. Y piensa en grande el rol que la Chile puede jugar después del plebiscito, contagiando al país con “la idea de atreverse a ver como factible y necesario un nuevo modelo de sociedad”.

Por Francisco Figueroa 

Mientras la pandemia ha puesto en vilo a un sistema de educación superior que depende del pago de aranceles y de competir por vouchers, la crisis social plantea difíciles preguntas sobre el papel de sus instituciones en la reproducción de desigualdades. Fiel a su estilo, el rector de la Universidad de Chile enfrenta estos temas evitando el reproche. Prefiere concentrarse en lo que se puede sacar en limpio: la necesidad de revalorar lo público y de transitar a una sociedad del conocimiento. A días de proponer la creación de un centro de producción de vacunas en el Parque Académico Laguna Carén y ad portas de dar a conocer los resultados de la Propuesta de Acuerdo Social que impulsó tras la crisis del pasado octubre, Vivaldi siente que las contribuciones hechas en pandemia por la universidad que dirige son los mejores argumentos para defenderla.  

Ennio Vivaldi Véjar es médico y actual rector de la Universidad de Chile.

Suele decir en sus intervenciones públicas que la pandemia nos recordó nuestra interdependencia. ¿De qué modo ese diagnóstico ha permeado el ejercicio de su rectoría? 

—Que hay situaciones que no pueden ser vistas a un nivel atómico, sino que sólo tienen sentido si se miran en su globalidad, es la gran lección que le deja la pandemia a un país que se había querido olvidar de eso. Y si tú ves las tres áreas de la salud en las que esta universidad ha hecho un aporte extraordinario, la salud mental, la atención primaria y las políticas comunicacionales, las tres son áreas que van más allá de la medicina del individuo, tienen que ver con la medicina comunitaria. ¿Con qué infraestructura contábamos en Chile en marzo de 2020? La respuesta es: con un terrible desinterés de décadas por la salud comunitaria, mental y, desde luego, por dar comunicaciones limpias a la población. No se trata de atacar o defender las políticas de salud frente a la pandemia, mucho más importante para el futuro de Chile es que reflexionemos sobre las grandes falencias estructurales del sistema que estaban allí en marzo.  

Las universidades públicas y la de Chile, especialmente, han realizado una labor crucial contra la pandemia: secuenciando el genoma del Covid-19, modelando la evolución de los contagios, desarrollando tecnologías para diagnóstico y tratamiento, levantando información sobre los impactos de la pandemia. ¿Es coherente el trato que les da el Estado con la función estratégica que están cumpliendo? 

—No, porque hay un tema político de fondo: no tiene sentido apoyar a las universidades de investigación o complejas a menos que uno quiera cambiar el modelo extractivista chileno. Recién cuando uno dice “quiero pasar a una sociedad del conocimiento” hace sentido. Y por distintos motivos fueron brutalmente combatidas, por eso el mérito de la Universidad de Chile tienes que multiplicarlo por mil. Hay toda una tradición que lo explica y gran parte del proyecto de los Chicago Boys para la educación terciaria se les fue para atrás porque no lograron un paso clave: quitarnos el nombre. Era meterse con la historia del país. Y ahora tú lo ves en plena pandemia, la Universidad de Chile es un referente impresionante para los chilenos, de confianza, de pluralismo, de inclusión. 

Pero la masificación de la educación superior chilena lleva el sello de la segmentación social y la conducen instituciones de baja o nula complejidad. ¿No es eso parte del problema que estalló en octubre y del hecho de que estemos esperando que otros países desarrollen la vacuna contra el Covid-19? 

—Por supuesto, pero eso tiene que ver con que hay mucha gente que en su fuero íntimo está convencida de que no tiene sentido proponerle a Chile otra estructura económica. Para la que actualmente tenemos, no necesitas mucho conocimiento ni investigación, es una mala inversión. Pero cuántos ejemplos no hay de países pequeños que han hecho grandes rupturas en la producción de conocimiento y tecnología, o en tener mejor atención en salud y educación que países más avanzados. En la educación, creo que hubo una connivencia con quienes vieron en la ampliación de la educación un gran negocio. Pero es totalmente falso que los estudiantes eligen entre modelos de educación que compiten. La gente entra a la universidad que percibe como mejor. Estadísticamente, no hay nadie que, pudiendo entrar a Medicina en la Chile, la Católica o la Usach, prefiera otra universidad. A tal punto, que se cayó sin pena ni gloria el Aporte Fiscal Indirecto. En Chile se obliga a los jóvenes pobres a endeudarse para entrar a universidades que no quieren, a seguir carreras de las que probablemente no se van a recibir y, si lo hacen, no van a poder ejercerlas.  

“No se trata de atacar o defender las políticas de salud frente a la pandemia, mucho más importante para el futuro de Chile es que reflexionemos sobre las grandes falencias estructurales del sistema que estaban allí en marzo”. 

Tener pocas plazas en universidades complejas nos pone en aprietos frente al desafío de repensar el desarrollo. ¿Puede la sociedad dar esa discusión con la universidad compleja en una situación de menoscabo? 

—Claramente, si tú quieres salir del subdesarrollo o plantearte una vía para alcanzar un nivel económico que te permita mantener en situación de mayor igualdad a la población, vas a tener que depender de la universidad. Lo primero es hacer una educación en todos los niveles que permita que los talentos se puedan desarrollar. Es una paradoja que en una sociedad que se llama la quintaesencia del liberalismo los individuos no tengan la posibilidad de desarrollar sus potenciales como personas. No cabe duda también de que hay que transformar la forma como la universidad aborda los problemas, por eso es cardinal introducir el concepto de transdisciplinariedad. Temas como el medio ambiente no se resuelven profundizando una disciplina, sus desarrollos han sido formidables, pero necesitamos hibridar conocimientos. Necesitamos alejarnos un poquito de estos silos del conocimiento que, en el caso de la Universidad de Chile, llegan al extremo de que sus facultades están separadas geográficamente. ¡Las personas que podrían beneficiarse del diálogo de conocimientos no tienen dónde ir a tomarse un café juntas! La Universidad de Chile tiene esa paradoja. Hay pocas universidades en el mundo tan vinculadas con la vida real del país. Pero tenemos este modelo napoleónico de un vínculo muy firme a la profesión misma, que te impide mayor interacción. Y creo que Carén busca justamente superar eso. 

La conversación sobre el desarrollo suele girar mucho en torno al cobre y poco en torno a las personas y su conocimiento. ¿Será que a las universidades públicas les corresponde ampliar esa conversación?  

—Por supuesto, en primer lugar, desarrollar conocimiento conforme a los territorios. Necesitas una investigación y un trabajo vinculado a cada una de las regiones. Y, en segundo lugar, abrir caminos que hoy día no están. Encontrar nuevas economías de producción y de la industria de servicios, ser capaces de hacer otras cosas fuera de lo extractivista y tener una sociedad del conocimiento. La Universidad de Chile está entre las diez primeras universidades latinoamericanas del ranking de Shangai. El estado de Sao Paulo tiene tres universidades, destinando proporcionalmente más de cuatro veces a investigación científica lo que destina Chile. Prácticamente lo mismo México y Argentina. Es desconcertante lo nulo que entregamos a investigación. El de Ciencias es un ministerio prácticamente sin presupuesto, los recortes son impresionantes. 

¿Prefiere una Chile empinada en esos rankings, pero sola, o una un poquito más abajo pero más acompañada de otras universidades chilenas? 

—No es por tener una respuesta diplomática, pero yo creo que no son cosas contradictorias. El tema es cómo tú colaboras, y si una cosa ha ganado mucha fuerza entre las universidades estatales es que la colaboración nos favorece a todas, a diferencia de la competencia, que nos limita. Claro, ha habido históricamente visiones más elitistas en la Universidad, pero yo diría que eso ya no existe. Y esto se ha discutido extensamente en todo el mundo, hay un consenso entre los expertos que han estudiado las universidades de que muchos de los valores que están en juego en el sistema universitario son contradictorios con los sistemas que pueden ser exitosos en el desarrollo de, digamos, neumáticos. Por lo tanto, si hay un sistema fuerte de universidades estatales, vamos a ser una mejor Universidad de Chile.  

El Cruch ha hecho en lo que va de año un gasto adicional de 16 mil 500 millones de pesos para mantener las clases a distancia, ha dejado de recibir casi 80 mil millones por concepto de aranceles y proyecta un déficit para fin de año de 114 mil millones. ¿Pueden las universidades cumplir un rol estratégico si están tan ocupadas de sobrevivir? 

—Yo me resisto a esta idea de las universidades como stakeholders, donde cada uno tira de su propia cuerda para llevarse el máximo. Es el país el que debe definir si queremos o no queremos mejores universidades por tal o cual motivo. Una gran definición que debemos tomar a partir de esta pandemia es si queremos o no tener universidades que impulsen el desarrollo del conocimiento. Uno puede considerar que esta es una magnífica oportunidad para decir “la universidad no es lo más importante porque hay muchos desempleados y hay que invertir todo en crear nuevos empleos”. Bueno, no sé si es posible a largo plazo crear nuevos empleos si uno no tiene universidades funcionando. En Europa, después de la crisis subprime, estaban muy mal económicamente y, sin embargo, la decisión que toman, lejos de podar los presupuestos de las universidades, fue fortalecerlos.  

“Uno puede considerar que esta es una magnífica oportunidad para decir la universidad no es lo más importante porque hay muchos desempleados y hay que invertir todo en crear nuevos empleos. Bueno, no sé si es posible a largo plazo crear nuevos empleos si uno no tiene universidades funcionando”.

¿Y es capaz una universidad de hacer frente a desafíos complejos si su subsistencia depende del pago de aranceles? 

—Que el voucher sea el mecanismo para financiar universidades estatales es de una ridiculez que no tiene nombre. Una consecuencia de esa política es que las universidades estatales no pueden aumentar sus matrículas como quieran, porque estarían ellas mismas fijando la plata que el Estado les va a transferir. Eso te trae a situaciones maravillosas. Por ejemplo, médicos y enfermeras no se van a vivir a Atacama. La única forma de solucionar los problemas de salud de Atacama es permitir que los atacameños estudien carreras de la salud. Pero ocurre que tienes una ley que le prohíbe el Estado aumentar en más de 2% la matrícula de sus propias universidades. Bueno, en Chile alguna vez se dijo que las universidades estatales que no tuvieran un cierto nivel de calidad no iban a recibir financiamiento. El chiste más fantástico, porque, ¿quién es responsable sino el propio Estado si una universidad estatal está mal? Castigar a la universidad es como, en un hospital público que es malo, comenzar a cobrarle a los enfermos.  

¿Dónde debiera entonces concentrar sus esfuerzos la defensa de las universidades públicas en una nueva Constitución? 

—Lo esencial es revalorar la investigación, la ciencia, las humanidades y las artes. Lo segundo, distinguir lo público de lo privado y entender que existe un ámbito para cada uno, que no significa beneficios ni perjuicios económicos para ninguno de los dos sectores en su totalidad, pero sí una relación del Estado con sus universidades. Un ejemplo que para mí es obvio: los sistemas de salud regionales tienen que desarrollar proyectos de salud propios, con las particularidades que tiene esa región. Ahí la universidad estatal tiene que jugar un rol de sinergia con el sistema de salud público. No puedes seguir viendo la relación entre el servicio de salud y las universidades como que el servicio tiene un bien, los pacientes, que puede licitar entre las universidades, como se hace ahora.  

¿Entonces poner en práctica una nueva Constitución implica volver a hablar de reforma a la educación superior? 

—Sí, yo creo que gran parte de las razones que se adujeron para no tomar las medidas correctas se daban precisamente por ciertos conceptos constitucionales, notablemente, esta idea de la educación no como un derecho, sino como un ámbito de transacciones y proyectos individuales. Por lo tanto, repensar el vínculo entre el Estado y las universidades públicas, las especificidades que tienen, y el proyecto de país que queramos hacer en cuanto al desarrollo de las ciencias y las tecnologías, las artes y las humanidades, es central. Todo lo que hemos aprendido en cuanto a desigualdades del estallido y de la pandemia tiene que ser aplicado ahí. 

La Universidad de Chile realizó varios encuentros tras la crisis social y su comunidad se manifestó a través de un plebiscito a favor de una nueva Constitución. ¿Qué rol le cabe a contar del 26 de octubre? 

—Creo que va a jugar un rol clave en la idea de atreverse a ver como factible y necesario un nuevo modelo de sociedad. Chile es uno de los casos más extremos que yo conozco de haber tomado una concepción ideológica como una verdad absoluta, en una epistemología mucho más parecida a la de la geometría o la matemática que a cualquier ciencia empírica, en la que partes de la base de axiomas. Axioma uno: lo privado es mejor que lo público. Axioma dos: la gente se esfuerza y se preocupa sólo cuando está en juego su interés individual. Y así sucesivamente, hasta que de ese conjunto de axiomas vas construyendo una sociedad y te queda este engendro en el cual estamos y que tiene un estallido. Yo no lo desacredito a priori, pero el drama es que no ha sido conversado ni discutido. El verdadero problema que ha tenido el país es que este fue un comando tácito, como dicen los psiquiatras, no ha tenido chance de ser cuestionado.