No es la primera vez: la esperanza en tiempos de pandemia

Hagamos memoria. A comienzos del siglo XX, Chile tenía una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades como el tifus, el cólera y la viruela hacía estragos en la población. No fue únicamente los que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia” lo que ayudó a salvar la crisis; el horror fue abordado también por políticas públicas y una mayor intervención del Estado. La fórmula parece ser la única que podría volver a salvarnos hoy del Covid-19.

Por Azun Candina Polomer
La historiadora y académica Azun Candina. Crédito de foto: Felipe Poga.

Sin ser personal de salud ni recolectores de basura, y tampoco trabajadoras de mercados y almacenes, algunos intelectuales giran alrededor de su encierro computarizado y últimamente se han dedicado a tareas como predecir el fin del capitalismo o su fortalecimiento, o a repetirnos —versión pandemia— lo que ya sabíamos: el mundo es una colmena, y lo que  afecta a unos, termina llegando a todos. Más que a la empresa nostradámica de la predicción, me interesa en estas líneas referirme a lo que sí parece un fenómeno claro: las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado. 

A comienzos del siglo XX, Chile era uno de los países con las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades infecciosas y epidémicas como el tifus, el cólera y la viruela, entre otras, hacían estragos en la población. Si esa situación paulatinamente cambió a lo largo del siglo, no fue únicamente por eso que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia”. En términos de salud pública, esos avances significan muy poco cuando están disponibles solamente para una minoría que puede pagarlos, y cuando las condiciones de vida de la mayoría —que involucran vivienda, agua potable y otros servicios— son lamentables. El horror de un pueblo chileno permanentemente enfermo y cuyos niños morían en las cunas,se superó porque ese mismo horror fue abordado con políticas públicas que, como estudió en profundidad la historiadora María Angélica Illanes, a quien cito, se avanzó hacia “una mayor responsabilidad organizativa frente a la caridad asistencial”; es decir, una verdadera política de salud fiscalizada por el Estado.

«Las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado». 

 Los médicos, como voz profesional autorizada y como gremio, tuvieron un papel central en esa instalación que salvó miles de vidas. Sus organizaciones profesionales —como el Sindicato de Médicos de Chile (1924), la Asociación Médica de Chile (1931) y finalmente el Colegio Médico de Chile (1948)— se pronunciaron y trabajaron a favor de una medicina de amplia cobertura y financiada por el Estado. En 1952, finalmente, se creó el Servicio Nacional de Salud (SNS), organismo centralizado que asumió las obligaciones y funciones de las anteriores instituciones de salud pública existentes en el país. Fueron parte de este esfuerzo, también, las asistentes sociales (visitadoras, en la época) que caminaban por los barrios viendo la pobreza y el desamparo y elaboraban los informes que apoyaban la toma de estas medidas; las profesoras primarias que enseñaban a los niños a lavarse las manos (sí, como ahora), y los cientos de enfermeras, paramédicos y funcionarios del Estado que participaron en las campañas de vacunación masiva y obligatoria o de educación para evitar los contagios en la vida cotidiana, por dar sólo algunos ejemplos.

Valga insistir, entonces, en que no fueron sólo los avances científicos y médicos, sino también los esfuerzos de sucesivos gobiernos, asociaciones profesionales, maestros, activistas y funcionarios  fiscales, los que hicieron que esos avances llegaran, no a todos ,por cierto, pero sí a grupos cada vez más amplios de la población. El Covid-19, a pesar de su técnico nombre, evoca esas historias del monstruo milenario que de pronto se liberó desde una grieta olvidada del pasado, rompió el sortilegio que lo mantenía prisionero e invadió el presente. Trae así de regreso ese pasado que ninguno de nosotros vivió: el de una humanidad que debía luchar, una y otra vez, contra las enfermedades epidémicas y sin cura. Fueron los avances de la medicina y fueron los gobiernos, Estados y sociedades que actuaron desde la comunidad y la solidaridad los que cambiaron el rostro del dolor. Porque sí, se puede cambiar: como escribió la historiadora Arlette Farge en Lugares para la Historia, “el sufrimiento triza tanto como une, pero, desde luego, es la recepción que se le organiza a ese sufrimiento lo que lo torna sórdido o generador de movimientos”. Ojalá estemos a la altura.

Las épicas de un tejedor de memorias: Luis Sepúlveda muere a los 70 años por Coronavirus

El escritor nacido en Ovalle y formado en la Universidad de Chile fue el primer caso de Covid-19 detectado en Asturias el 29 de febrero. Radicado en España hace más de 20 años, el autor de El viejo que leía novelas de amor falleció hoy, dejando una exitosa carrera literaria caracterizada por su mensaje comprometido con las causas populares y los derechos humanos. “Creo en la fuerza militante de las palabras”, sostenía.

Por Denisse Espinoza

“La buena novela a lo largo de la historia ha sido la historia de los perdedores, porque a los ganadores les escribieron su propia historia. Nos toca a los escritores ser la voz de los olvidados”, dijo en una ocasión el escritor chileno Luis Sepúlveda, resumiendo así el espíritu de lo que fue su carrera literaria, repartida en una veintena de novelas, crónicas periodísticas y guiones de cine -como su propio largometraje Nowhere, que recibió el premio del público en el Festival de Marsella 2002, o el guión que co-escribió para la película Tierra del Fuego, dirigida por Miguel Littín.

Algunas de sus novelas también fueron llevadas a la pantalla grande, como Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, dirigida por el italiano Enzo D’Alò, o Un viejo que leía novelas de amor, del australiano Rolf de Herr. Mientras, en sus crónicas periodísticas retrató la realidad mundial y sobre todo local, porque a pesar de haber salido hace más de 30 años de Chile -primero rumbo a Alemania y luego a España, donde estaba radicado hace 23 años-, nunca cortó vínculos con nuestro país y se mantenía como integrante del equipo estable de Le Monde Diplomatique.

El escritor Luis Sepúlveda estaba radicado en España hace 23 años, a fines de febrero fue diagnosticado con Covid-19.

Allí, sus últimas columnas las dedicó a la crisis social que estalló el 18 de octubre, donde siguió transmitiendo un mensaje comprometido con las causas populares y los derechos humanos. “La paz del oasis chileno estalló porque las grandes mayorías empezaron a decir no a la precariedad y se lanzaron a la reconquista de los derechos perdidos. No hay rebelión más justa y democrática que la de estos días en Chile”, publicó en diciembre pasado en una crónica titulada El oasis seco. Dos meses después, tras participar en el festival literario Correntes d’Escritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en Portugal, comenzó a sentir los síntomas del Covid-19. Fue ingresado el 29 de febrero al Hospital Universitario Central de Asturias, donde luchó contra el virus durante semanas. Falleció hoy, a los 70 años.

“Nos conocimos a fines de los años 80 cuando yo estaba en revista Análisis y él ya vivía en Alemania, luego nos encontramos en Francia en los 90 y desde entonces hemos sido muy amigos. Ha sido un golpe duro e inesperado”, dice Víctor Hugo de la Fuente, director de la edición chilena de Le Monde Diplomatique. “El era un tipo muy cariñoso y comprometido, nos apoyó desde el comienzo con textos y cuando inauguramos nuestra editorial en 2001 nos cedió sus derechos de autor, con los que publicamos nueve pequeños libros con sus crónicas”, agrega de La Fuente.

Su esposa Carmen Yáñez, a quien Sepúlveda conoció en 1971 y con la que vivía radicado en Gijón, España, desde 1997, también presentó los síntomas de la enfermedad y estuvo hospitalizada en una pieza separada, sin embargo, nunca dio positivo al test. “Fue extrañísimo, los médicos suponían que se trataba de Coronavirus, pero nunca hubo pruebas. En el caso de Luis, él estuvo en coma desde el principio y luego conectado a ventilador, nunca se recuperó”, cuenta el periodista.

Más que realismo mágico

Nacido en Ovalle en 1949, hijo de un militante comunista chileno y una enfermera de origen mapuche, Luis Sepúlveda se crió en el barrio San Miguel en Santiago y estudió en el Instituto Nacional, para luego formarse en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile como director. Claro que desde siempre lo suyo fue la escritura. Sus primeros poemas los publicó a los 17 años y cuando era sólo un veinteañero se integró como corresponsal policial del diario Clarín, según él mismo contaba, gracias al contacto de un amigo de su padre. Desde entonces la escritura no lo soltó más.

Imagen de la película El viejo que leía novelas de amor del australiano Rolf de Herr, basada en el libro homónimo de Sepúlveda.

Formado con los discursos antiimperialistas de los años 60-70, Sepúlveda fue un admirador del gobierno de Salvador Allende, miembro del GAP y trabajó además en la publicación de libros a costos populares en la editorial Quimantú. “Soy rojo, profundamente rojo”, decía. Tras el golpe de 1973 fue tomado preso, logrando salir al extranjero gracias al brazo alemán de Amnistía Internacional. Tuvo un periplo largo, que lo llevó a pasar temporadas en Uruguay, Brasil, Paraguay y Ecuador, donde vivió con una comunidad de indígenas shuar. También en 1979 fue parte de las brigadas internacionales de la guerrilla en Nicaragua, donde participó de la Revolución Sandinista.

A Sepúlveda le gustaba reunir aventuras que de a poco iba plasmando en novelas. El viejo que leía novelas de amor, por ejemplo, nació de su paso por la selva amazónica. Publicado en 1988, el libro le trajo fama internacional: fue traducido a 60 idiomas y vendió más de 18 millones de ejemplares, y afianzó su contrato con la editorial Tusquets. “Nos ha entristecido profundamente. Luis era un escritor muy querido. Activo en la comunidad literaria en la Semana Negra de Gijón, en las jornadas de literatura iberoamericana que se organizaban cada año en Asturias. Es terrible constatar que este virus mata”, señaló al diario El País Juan Cerezo, editor de Tusquets.

Tras ese apabullante éxito, vendrían otras novelas igualmente populares como Mundo del fin del mundo (1994), que recoge su viaje en un barco ballenero; Patagonia express (1995), su intento por seguir las huellas de Francisco Coloane, uno de sus escritores favoritos; e Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996), suerte de fábula que de alguna forma recoge la vida y experiencias del propio Sepúlveda por el mundo. Su última novela, publicada el año pasado, fue Historia de una ballena blanca, donde el narrador toma la voz del propio cetáceo para describir la lucha que libra la naturaleza contra la destrucción humana. Un libro que sin duda recoge su lado ambientalista, cultivado desde que fuera corresponsal de Greenpeace entre 1983 y 1988.

«Me aterra una parte de la época que nos ha tocado vivir en la que se imponen los olvidos, se impone la amnesia como una razón de Estado o de la mercadotecnia que intenta suplantar los recursos éticos y estéticos, que son los que debieran mover a la sociedades y a los seres humanos. Vivo la literatura como un recordatorio”.

dijo luis sepúlveda sobre su trabajo

Sin embargo, hubo una experiencia que el escritor nunca llevó a la literatura: su detención política en una cárcel de Temuco tras el golpe de Estado de 1973. “No es que mi memoria lo tapara, sino que escribir sobre esas cosas era un tema demasiado delicado que no admitía ningún tipo de ligereza, ningún tipo de coquetería y además tenía demasiado pudor”, le confesó a la periodista y Premio Nacional Faride Zerán en una entrevista recogida en el libro Desacatos al desencanto, ideas para cambiar de milenio, de 1997. Sepúlveda podía ser generoso pero también implacable en sus opiniones, y arremetió en esa misma entrevista contra la llamada “literatura en el exilio” o lo que él calificó como “quejas plañideras que desde la perspectiva de la literatura no decían absolutamente nada”. “Hago sólo una excepción que es Hernán Valdés, que fue capaz de escribir un libro para mí fundamental que fue Tejas verdes, luego se escribió una cantidad de basura sin el menor criterio literario”, sentenció.

Por sus novelas, que mezclan fantasía y memoria propia, se intentó categorizar a Sepúlveda como un cultor del realismo mágico, pero él tenía clarísimo que no seguiría las etiquetas y que su literatura tampoco defendía límites geográficos. “Yo soy un escritor latinoamericano porque conozco muy bien mi continente, porque amo mi continente y porque me saqué la basura del patrioterismo de encima (…) Chile es un país lamentablemente condenado a estar prisionero: la cordillera, el mar, el desierto y el polo sur. Lo que hay en medio es hermoso, pero no basta”, dijo en la misma entrevista. En España, donde vivía desde 1997, se convirtió en fundador y director del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, que se celebraba todos los años durante la segunda semana de mayo.

La última novela de Sepúlveda fue Historia de una ballena blanca, lanzada en 2019 por Tusquets.

En ese contexto fue que trabó amistad con Ramón Díaz Eterovic, escritor de novela negra, con quien mantuvo contacto siempre. “No éramos de comunicarnos todo el tiempo, pero nos unía una fuerte amistad basada en el cariño y en el respeto mutuo por lo que escribíamos. Nos hacíamos guiños en nuestros libros. Él mencionó una novela mía en un par de novelas suyas, y en una novela de mi autoría puse un diálogo entre Heredia (el protagonista de varias de mis novelas) y el detective Washington Caucamán, personaje de Luis en la novela Hot line. Eran pequeños juegos en clave que nos divertían”, cuenta el autor de El hombre que pregunta y La cola del diablo. Además destaca la diversidad de temas y género que abordó Sepúlveda. “En la mayoría está presente la vida latinoamericana, con sus brillos y sombras. Bebió del realismo mágico para hablarnos de América Latina y sus eternas luchas sociales, abordó la novela negra en títulos como Nombre de torero y Hot line, donde dio vida al policía de origen mapuche Washington Caucamán; escribió dos estupendas crónicas sobre la Patagonia, fruto de viajes realizados con su amigo, el fotógrafo Daniel Mordzinski. Su obra debe ser motivo de orgullo y reconocimiento para los chilenos. Sus libros nos proyectaron por todo el mundo, hablando de nuestra historia, costumbres y personajes”, afirma Díaz Eterovic. 

Aunque nunca volvió definitivamente a Chile, Sepúlveda pasó años visitando el sur durante los veranos. Así lo recuerda el escritor Yuri Soria, quien fue gran amigo del autor de Patagonia express, a quien conoció a través del escritor uruguayo Mario Delgado, con quien Sepúlveda escribió el libro Los peores cuentos de los hermanos Grimm. “Lo conocí hace unos diez años y nos hicimos muy amigos. El se compró un departamento aquí en Puerto Montt y por varios años estuvo viniendo, luego lo vendió y cuando venía se quedaba en mi casa. La verdad es que yo lo conocí en mi juventud leyendo El viejo que leía novelas de amor y de inmediato me capturó ese estilo directo, franco, pero al mismo tiempo emocional que tenía de escribir”, dice Yuri. “Todos sus amigos escritores, que somos muchos, estamos muy golpeados con la noticia de su muerte, aunque hace días sabíamos que ese iba a ser el destino, porque ya no había mucho más que hacer. Es un pérdida, él reunía algo que no se da muy seguido, que es el éxito literario y la sencillez, él era un tipo sencillo, que leía a los más jóvenes, los ayudaba, nunca se le subieron los humos a la cabeza”, agrega Soria.

Cada tanto, Luis Sepúlveda definía su motor como escritor: “Me he preocupado de que mi escritura sea una larga cadena de homenajes, porque homenajear es un ejercicio de la memoria, y si algo define mi quehacer como escritor es justamente ser un perseverante de la memoria histórica. Me aterra una parte de la época que nos ha tocado vivir en la que se imponen los olvidos, se impone la amnesia como una razón de Estado o de la mercadotecnia que intenta suplantar los recursos éticos y estéticos, que son los que debieran mover a la sociedades y a los seres humanos. Vivo la literatura como un recordatorio”.

Izkia Siches: “El gobierno sigue funcionando en la tesis pre 18 de octubre”

En medio del auge de liderazgos de mujeres, la presidenta del Colegio Médico de Chile se posiciona como la figura con mayor credibilidad del momento. Su capacidad para generar consensos, pero también para criticar las medidas y el manejo de cifras respecto de la crisis sanitaria por parte del gobierno de Sebastián Piñera, la ha consolidado como una líder indiscutible en la esfera pública. Desde la Revolución Pingüina hasta el estallido social de octubre de 2019, pasando por las masivas marchas feministas, Izkia Siches representa una generación forjada en el fragor de los últimos años de ascendentes movilizaciones.

Por Bárbara Barrera Morales

“En nombre de dios y la patria, se abre la sesión”. La cámara fotográfica captura los últimos segundos de pie de los principales expositores de la jornada. El foco lo concentra Izkia Siches, llamando la atención por las antiparras que usa sobre su cabeza. Horas más tarde, ese gesto posicionaría su nombre en los titulares de la prensa al igual que en 2017, cuando asumió como la primera mujer presidenta en los 72 años de historia del Colegio Médico de Chile.

Es 19 de noviembre de 2019 y sesiona la comisión encargada de analizar la acusación constitucional contra el ex ministro del Interior, Andrés Chadwick, por su responsabilidad en las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el estallido social. Las exposiciones comienzan con otro detalle que no pasa desapercibido: la doctora Izkia Siches está sentada junto al doctor Jaime Mañalich, ministro de Salud y otrora médico de cabecera del presidente Sebastián Piñera.

En veredas políticamente opuestas, ella, 34 años, mujer y de izquierda, se encuentra ahí para denunciar el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza por parte de Carabineros de Chile, que a un mes exacto del estallido social dejaba un total de 222 personas con heridas oculares; él, 65 años, primer ministro de Salud del primer gobierno de derecha tras el retorno a la democracia, entrega antecedentes sobre los hechos y el registro de heridos elaborado por su propia cartera.

Cinco meses más tarde, la propagación del Covid-19 sacude al planeta con más de 140 mil personas fallecidas y más de dos millones de contagios a nivel mundial. En Chile, en poco más de un mes el virus ha cobrado la vida de más de 100 personas, mientras los contagios crecen sobre los ocho mil. Y por si fuera poco, la crisis sanitaria se instala en medio de un descalabro institucional marcado por la desconfianza en las autoridades y la baja aprobación del gobierno de Sebastián Piñera. En este escenario, Izkia Siches se erige como la figura pública con mayor credibilidad.

Crédito: Colegio Médico de Chile

Falta de transparencia en la entrega de datos

A Izkia Jasvin Siches Pastén la medicina le interesó desde que era niña. Con una mamá tecnóloga médica a la que acompañaba al trabajo los sábados, Izkia se divertía corriendo por los pasillos, jugando con los médicos y revelando radiografías. Al momento de elegir una carrera universitaria no lo pensó dos veces: Medicina en la Universidad de Chile o nada. Allí comenzó su carrera política como concejera Fech y luego como presidenta del Centro de Estudiantes de Medicina, desde donde encabezó la difícil misión de reencantar al estudiantado con la política universitaria e impulsó las movilizaciones en el marco de la Revolución Pingüina.

Al pensar en un momento de aprendizaje y madurez política, recuerda cuando en 2010 asumió como representante estudiantil del Senado Universitario. Su rol ya no sólo se reducía a resolver problemáticas con estudiantes; ahora tenía que saber dialogar con autoridades, decanos y premios nacionales. En ese momento probablemente no lo imaginaba, pero 10 años más tarde tendría que dialogar y disentir también con ministros.

«Hay dos hipótesis: que el gobierno no tiene esos datos o lisa y llanamente no los quiere entregar para seguir teniendo la pelota y no poder adelantarnos a las medidas o criticar con propiedad las acciones que se están tomando»

Las discrepancias entre el Colegio Médico de Chile y el Ministerio de Salud respecto a la transparencia de las cifras de contagios fueron tempranas. «Los datos aportados a la fecha son incompletos, inconsistentes y tienen una tremenda falta de transparencia que no se había visto en la historia institucional de la salud pública chilena», sostuvo Izkia Siches en un punto de prensa el 20 de marzo. Declaraciones de la experta que constituyeron “una opinión más” para Jaime Mañalich.

Ese mismo día, La Moneda confirmó la creación de la Mesa Social Covid-19, conformada por los ministros de Salud e Interior, el Colegio Médico, asociaciones de municipalidades, expertos y rectores de las principales universidades del país. La doctora Siches valoró la iniciativa del gobierno de crear un espacio de diálogo “para que todo sea esfuerzos de Estado” y dio por superadas las controversias en pos de trabajar de forma colaborativa.

Pero a casi un mes de creada la instancia, los resultados son desalentadores. La presidenta del Colegio Médico asegura que, a la fecha, el gobierno aún no ha querido entregar datos pormenorizados para hacer un seguimiento efectivo a la curva epidemiológica y así poder adelantarse en la toma de decisiones respecto de las medidas a implementar.

“Hay dos hipótesis: que el gobierno no tiene esos datos o lisa y llanamente no los quiere entregar para seguir teniendo la pelota y no poder adelantarnos a las medidas o criticar con propiedad las acciones que se están tomando. Me parece que ambas serían gravísimas y es por eso que nosotros hemos sido tan enfáticos en que para poder manejar una pandemia, en el ‘abc’ está la transparencia de la información”, asegura Izkia Siches.

“Sobre todo en Chile –agrega–, donde después del estallido social hay muchos ciudadanos que no confían solamente en que el ministro le diga que lo que se va a hacer se está haciendo bien. Nosotros le entregamos y le ofrecimos nuestra colaboración al presidente, pero obviamente teniendo más acceso a la información, y desde el montaje de la mesa social a la fecha, todavía no tenemos esa disponibilidad de información, no tenemos los detalles o los argumentos de las medidas y creo que esa es una falencia súper relevante que otros países ya han resuelto”.

Crédito: Colegio Médico de Chile

“Queremos un Colegio Médico feminista”

Fue como estudiante de posgrado de la Universidad de Chile que comenzó a surgir la alternativa de postular al Colegio Médico. “A mí me ha tocado ser la eterna candidata”, cuenta entre risas, recordando cuando con su equipo lograron la presidencia del Consejo Regional de Santiago en 2014. Tres años después se lanzó a la carrera por la presidencia y con el triunfo hizo historia al interior del gremio.

En medio de un Chile cuyo relato nacional se ha construido sobre el clasismo y el racismo, Izkia Siches se define como «mujer joven, morena, de ojos chinos y rasgos aimara». Características que la mayoría de la población en este país esconde más que resalta, sobre todo cuando el hemisferio norte es el que se mira como ideal de progreso y desarrollo.

“Cuando estábamos haciendo campaña, nos burlábamos un poco de esta incertidumbre de si íbamos a ganar o no, de qué le iba a ocurrir a este gremio si ganaba una mujer como yo que era de izquierda, morena, que no era hija de nadie, que no era de los grupos más tradicionales en una institución que todavía tiene relevancia nacional. Iba a ser un poco desestructurante para esa gente mucho más tradicional”, cuenta.

Lo “desestructurante” del nombramiento de Izkia como presidenta de un gremio históricamente asociado a una elite masculina se condijo con el desarrollo de un proceso de movilizaciones sociales feministas. Mayo de 2018 quedó en la retina como el mes de la “ola feminista”, mientras que el 8 de marzo de 2019 hizo historia por su masividad, inédita en democracia hasta ese momento.

La presidenta del Colegio Médico de Chile profundiza en su análisis sobre la actitud del gobierno en el manejo de ambas crisis y asegura que se trata de la misma disposición de ser «poseedores de la verdad absoluta, de que las protestas o críticas no eran más que intentos de daños infundados»

Desde su llegada al Colegio Médico, la doctora Siches ha impulsado una agenda feminista que permitió levantar un Departamento de Género, aumentar la participación de las mujeres dentro del gremio y abordar la violencia de género en el ámbito de la salud, cuyas principales manifestaciones son el acoso, el abuso de poder, la violencia obstétrica, el trato desigual entre hombres y mujeres –los hombres son doctores, las mujeres, “señoritas”– e incluso la disputa por el uso de la palabra “médica”.

Si bien estas transformaciones no han sido fáciles, el pasado 8 de marzo constituyó un nuevo hito para el gremio: el Colegio Médico de Chile participó por segunda vez en la marcha de conmemoración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. “Eso fue un triunfo de nuestro departamento, antes marchábamos como mujeres, pero ahora logramos sacar a nuestro colegio. Nosotras queremos que nuestro colegio se transforme en un colegio feminista”, afirma.

Manejo de crisis: la lección que el gobierno no aprende

De alguna manera, el vertiginoso desarrollo de las movilizaciones sociales en Chile, desde la Revolución Pingüina en adelante, ha obligado a Izkia Siches a posicionarse y actuar. Octubre de 2019 no fue la excepción y como cabeza del Colegio Médico participó activamente en la construcción de propuestas y alternativas para salir de la crisis. Junto al rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, elaboraron una propuesta de nuevo acuerdo social con el objetivo de aportar a la búsqueda de soluciones a las demandas sociales.

“Como Colegio le solicitamos al rector Vivaldi acudir a modo de colaboración para poner la pelota en el piso, tranquilizar un poco el ambiente, quitar la ansiedad en la ciudadanía de que las soluciones y propuestas no estaban pasando solamente en la reforma constitucional que ya se había destrabado cuando esto partió, sino también en una agenda social de corto y mediano plazo que sí diera respuesta a cosas sustantivas, porque si no iban a seguir siendo el caldo de cultivo del descontento que nos podía provocar más quiebre social”, explica la doctora.

Respecto al inicio de esta crisis sanitaria, reconoce que imaginó una conducción distinta. “Chile venía de un estallido social en donde existía poca credibilidad y un porcentaje importante de los ciudadanos estaban descontentos por las formas en las que se tomaban las determinaciones”, asegura, agregando que como Colegio Médico hicieron un llamado a colaborar con el gobierno pensando que Sebastián Piñera iba a tomar decisiones con mayor participación, apertura y transparencia.

“Yo hoy día veo que no hay marchas, que la gente dejó de concentrarse en Plaza de la Dignidad, o sea, los sectores que estaban en pleno estallido en miras al plebiscito sí pusieron de su parte. Nosotros nos reunimos con algunos de ellos para solicitar no poner en riesgo a la ciudadanía, pero veo que el gobierno sigue funcionando en la tesis pre 18 de octubre y esta conducción de la pandemia debería ser la oportunidad no para reivindicar al gobierno, sino para demostrar que quieren hacer las cosas de una manera diferente”, sostiene.

La presidenta del Colegio Médico de Chile profundiza en su análisis sobre la actitud del gobierno en el manejo de ambas crisis y asegura que se trata de la misma disposición de ser “poseedores de la verdad absoluta, de que las protestas o críticas no eran más que intentos de daños infundados”.

“Nosotros estábamos molestos por la falta de información, pero la respuesta, en vez de abrirla y transparentarla, ha sido ‘bueno, ustedes son una oposición infundada, están diciendo puras tonteras’. Hemos visto esa respuesta y creo que eso no permite encontrar una contraparte que quiera realmente resolver los problemas, sino que más bien quiere acallarlos”, afirma. Sin embargo, sostiene que es precisamente esa actitud la que “no les dio resultado después del 18 de octubre y no les va a dar resultado tampoco en el manejo de esta pandemia”.

Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.

Diego Matte: “Ceac TV reconecta y crea audiencias para la música clásica”

Si bien el proyecto del canal web llevaba años incubándose, su lanzamiento en diciembre pasado vino a hacer frente a la crisis social y luego sanitaria del Covid-19. Allí se transmiten semanalmente y en rotativo conciertos y presentaciones de la Orquesta Sinfónica, el Banch, la Camerata Vocal y el Coro Sinfónico. El abogado y director del Centro de Extensión Artística y Cultural de la U. de Chile, Diego Matte, explica los alcances de esta plataforma y describe cómo ha sido para los cuatro elencos artísticos nacionales sobrevivir sin poder contar desde hace un año con su sede, el Teatro Baquedano.

Por Denisse Espinoza

El primer cierre fue logístico. En marzo pasado, el Teatro Universidad de Chile cerró sus puertas debido a los preparativos para la construcción del proyecto Vicuña Mackenna 20, el futuro complejo universitario de esa casa de estudios, que incluye una moderna sala de conciertos. Con el teatro cerrado, el Centro de Extensión de la U. de Chile (Ceac) se quedó sin sede y sus cuatro elencos, la Orquesta Sinfónica de Chile, el Coro Sinfónico, la Camerata vocal y el Ballet Nacional Chileno (Banch), sin escenario para presentarse. Lo que sería una situación temporal se prolongó, primero por el estallido social del 18 de octubre, que concentró sus manifestaciones en Plaza Italia, y ahora por la llegada del Covid-19 a Chile, que tiene a toda la red cultural de salas en ascuas. 

El abogado y director del Ceac, Diego Matte Palacios.

Durante un año, Diego Matte, director del Ceac, ha sorteado cada crisis con ingenio y sin perder la esperanza de poder recuperar el espacio. “Efectivamente, ha sido difícil, veníamos trabajando muy bien con los elencos y es frustrante no poder llevar el ritmo creativo y artístico que queremos, pero también, por otro lado, son momentos históricos y ese trabajo previo y positivo que veníamos haciendo ha rendido frutos ahora para aguantar la crisis. Personalmente, también ha sido agotador intentar reinventarnos, buscar alianzas con otros teatros y soluciones que nos mantengan vivos”, reconoce el abogado, quien fuera antes director del Museo Histórico Nacional entre 2012 y 2014.

En enero, Matte dio a conocer parte de la programación de la orquesta y el ballet, cuerpos que se presentarían en diversos escenarios. El 9 de abril, por ejemplo, el director Francisco Rettig dirigiría el Réquiem de Mozart, uno de los clásicos de Semana Santa, en el Teatro Caupolicán. Este fin de semana, invitado por el Ceac, el célebre pianista Peter Donohoe tocaría el Concierto N°1 de Tchaikovsky en CorpArtes, y por estos días el Banch remontaría Giselle en el Teatro Municipal de las Condes. “Quedó todo cancelado por el Coronavirus y, claro, es difícil reprogramar sobre todo las visitas internacionales. La verdad, estamos reevaluando el programa para volver el segundo semestre, tenemos las alianzas activas y nos ilusionamos con volver al teatro para celebrar algo del año Beethoven”, adelanta Matte.

Lo cierto es que ya en diciembre pasado el centro puso en marcha una de sus grandes apuestas digitales y que en estas semanas se ha vuelto fundamental para sortear el aislamiento producto de la pandemia. Ceac TV es un canal cultural musical que transmite de forma rotativa el registro de los conciertos y puestas en escena de elencos nacionales de los últimos cuatro años, además de las entrevistas del programa radial Con Cierto Oído, que desde 2019 conduce el concertino de la Orquesta Sinfónica, Alberto Dourthé, y que transmite todos los lunes, a las 18 horas, la Radio Universidad de Chile. Y aún más: la idea es sumar eventualmente al canal documentales y películas relacionadas con la música docta y la danza contemporánea. Para la próxima semana, Ceac TV renovará su parrilla con un programa familiar pensando en las vacaciones escolares, adelantadas por el Coronavirus. El repertorio contará con obras como Pedro y el Lobo de Serguei Prokofiev, dirigida por Jorge Rotter, la Sinfonía de los Juguetes de Leopold Mozart y un concierto de Mazapán Sinfónico, con la orquesta dirigida por Francisco Núñez.

La Orquesta Sinfónica de Chile presentando el Réquiem de Mozart, con la dirección de Ola Rudner. Crédito de foto: Ceac.

¿Cómo nace la iniciativa de Ceac TV?

Cuando llegué, hace cuatro años, al Ceac me llamó la atención la existencia de muy pocos registros históricos audiovisuales de los elencos, la mayoría de hace unos 30 o 40 años, pero hasta ahora había un gran vacío. Tampoco había una biblioteca sistematizada con el material, entonces lo que empezamos a hacer fue generar ese archivo. Porque lo cierto es que nosotros generamos mucho contenido, hay semanas en que hacemos dos conciertos, una puesta en escena de danza, se presenta el coro, etc. Desde que empezamos a grabar hasta ahora, tenemos unos 300 grabaciones de conciertos, cerca de 15 programas distintos de ballet y unas 20 presentaciones de conciertos de piano y otros registros del coro y la camerata. Con todo ese material, además del programa de radio Con Cierto Oído, formamos una parrilla programática; no queríamos simplemente colgar archivos a la web como si fuese YouTube, sino que hacer una propuesta cultural que se va renovando cada una o dos semanas.

Aún en marcha blanca, Ceac TV transmite desde las 9 a las 20 horas y para esta Semana Santa, por ejemplo, programó obras como Stabat Mater (1950) del francés Francis Poulenc, el Réquiem (1791) de Mozart y Tierra Sagrada (2018) del autor local Nelson Vinot. Matte cuenta que la idea a futuro es poder transmitir en streaming y todos los viernes desde el Teatro Baquedano, además de ofrecer contenido cultural durante la semana.

En este periodo de cuarentena por la pandemia se han fortalecido los canales digitales y muchos han empezado a impulsar la cultura en Internet de forma gratuita. ¿Te parece que puede ser eventualmente riesgoso profundizar la idea de que la cultura debe ser gratis?

Creo que el riesgo existe, pero yo no le tendría miedo. Hay una falsa sensación de que Internet es exhaustivo, de que allí puedes encontrarlo todo y no es tan así. Google va priorizando las búsquedas según la popularidad de los contenidos, entonces al final los contenidos culturales se van acotando, y cuando tú buscas más especificidad, versiones de calidad no las encuentras, en el caso de las películas es lo mismo: el cine arte queda de forma muy marginal en Internet, de hecho. Por un lado eso, y por otro lado, la experiencia de escuchar un concierto o un disco por Internet es infinitamente distinta a ir al teatro. Asistir al teatro es una experiencia física, intelectual y emocional incomparable. Cuando uno está en el teatro siente las vibraciones de los instrumentos, las cuerdas en las maderas, los bronces. Para nosotros, el Ceac TV nos reconecta con un público que quizás le ha perdido la pista a la orquesta por el tema de la crisis, pero también nos permite crear nueva audiencia para la música clásica. Estas plataformas digitales pueden generar una primera inquietud en un público que luego los lleve a asistir al teatro y esa es la apuesta. Romper con esa idea de que la música docta o la danza es para una elite o es complicada, y poder mostrar lo que verdaderamente hacen nuestros músicos, cantantes y bailarines.

El Banch en escena con Giselle. Contrapunto y revisita, de Mathieu Guilhaumon. Crédito de foto: Ceac.

¿De qué forma este año de crisis que ha vivido el Ceac, alejado de su teatro, ha sido una oportunidad para reformularse?

La prioridad del centro y mi trabajo siempre ha sido generar las condiciones necesarias para que los conjuntos desarrollen su labor artística, poder crear, estrenar obras y presentarse a público. En ese sentido, ha sido complejo, pero la idea siempre ha sido buscar alternativas, adaptarse. Ahora, en cuarentena, simplemente no podemos hacer funciones, pero la vocación de ser una institución cercana a la gente nunca ha cambiado, siempre ha sido esa, desde la política de precio accesible que tenemos hasta el lugar en el que estamos ubicados, en plena Plaza Italia. En este año hemos logrado crear alianzas con otros espacios para seguir tocando y, de hecho, antes de la pandemia hicimos giras internacionales muy importantes e históricas para nuestros elencos. Con la Orquesta Sinfónica fuimos a Lima, se presentaron en el Teatro Nacional de Perú, que es un teatro maravilloso y al que la orquesta hace más de 30 años que no asistía, y también fuimos a Buenos Aires. Aunque parezca increíble, era la primera vez que la orquesta se presentaba en esa ciudad. Tocaron en la sala La Ballena Azul del Centro Cultural Kirchner, que es una maravilla y que es un poco el modelo de sala que queremos lograr acá en términos acústicos. Además, el Banch hizo una histórica gira por cinco ciudades de Francia, con un tremendo éxito, y también estuvimos con ellos en la Bienal de Cali, en Colombia. Entonces, en ese sentido, fue un año super bueno, pero desde la llegada de la pandemia el contexto es otro, más dramático.

En contexto de cuarentena, el ritmo de músicos y bailarines queda suspendido. ¿Cómo se están haciendo cargo de ese problema?

Eso es lo más complejo, porque nuestra prioridad siempre son los artistas y buscar los espacios y las instancias para que se sigan desarrollando. Reunirse a ensayar para una orquesta es vital, al igual que para los coros y los bailarines del Banch; estar parados mucho tiempo les significa un deterioro físico y emocional. Ellos son artistas y necesitan de esa contención emocional también. Como equipo hemos estado preocupados de eso, de monitorear la situación de cada uno, de brindarles apoyo y tranquilidad sobre sus puestos de trabajo, de seguir pendientes de la situación económica de la institución, etc. La verdad es que después de tanto problema que hemos tenido, se ha creado una verdadera hermandad en torno a la desgracia.

Sabemos que el futuro es difícil de predecir, pero ¿qué está proyectando el Ceac en su regreso?

Esperamos en el segundo semestre retomar la celebración de los 250 años del nacimiento de Beethoven, que más bien será el cierre. Nuestra idea es hacer presentaciones masivas y gratuitas, algunas de ellas en espacios públicos de la Novena Sinfonía. Además vamos a transmitir a través del Ceac Tv un ciclo de todas sus sinfonías y haremos conciertos educativos en torno a la figura de Beethoven. En agosto vamos a conmemorar los 60 años de la venida de Igor Stravinsky a Chile, quien estuvo en 1960 tocando y trabajando con nuestra Orquesta Sinfónica. Ese fue uno de los grandes hitos de nuestra institución y existe un registro que queremos editar, acompañado de un seminario sobre la gran influencia que tuvo su visita en el panorama artístico chileno.

Covid-19: ¿una nueva encrucijada para la ciencia ficción?

Desde siempre la literatura de ciencia ficción ha intentado anticipar el futuro de la humanidad. Julio Verne elucubró inventos extraordinarios como el helicóptero y el submarino antes del 1900 y H.G. Wells escribió sobre un arma capaz de acabar con miles de vidas usando radioactividad en 1914, 30 años antes de que se desarrollara la bomba atómica. El género también ha hablado de ataques extraterrestres y virus letales que han amenazado con la extinción de la especie. En su momento, todas han parecido historias fantásticas en mundos imposibles, pero si miramos más allá, la ciencia ficción nos ha otorgado reflexiones profundas sobre los dilemas de la ciencia y los límites del ser humano. ¿Qué hace la literatura cuando la realidad misma se vuelve ciencia ficción? Ahora que vivimos en medio de una pandemia global que aún no ha sido controlada, escritoras y escritores locales, cultores y amantes (y no tanto) del género, intentan responder a esta pregunta.

Por Denisse Espinoza A.

En un futuro no muy lejano, un virus mortal y contagioso sale desde un mercado de comida callejera en China y se comienza a propagar con rapidez en el planeta, matando a miles de personas. Los gobiernos de las potencias mundiales ordenan a sus científicos buscar frenéticamente una cura y le recomiendan a la población encerrarse en sus casas para evitar los contagios y que más personas sigan muriendo. Esta no es la premisa de un thriller de ciencia ficción, sino un resumen de lo que ha venido sucediendo en el mundo en estos últimos tres meses y medio, desde que el Covid-19 se transformó en la mayor pandemia en lo que llevamos de siglo.

En la película Contagio de 2011 Gwyneth Paltrow es la paciente cero de una enfermedad muy similar a la del Covid-19.

Eso sí, en 2011 la película Contagio, de Steven Soderbergh, planteó un panorama similar a lo que vivimos hoy. En ella, un virus originado en Hong Kong mata a Gwyneth Paltrow (la paciente cero) en los primeros 15 minutos; la enfermedad se propaga con rapidez por todo el mundo y termina con una epidemióloga de la OMS como rehén para hacer un intercambio de las primeras vacunas. Un final no muy alentador para los tiempos que corren.

El autor de Logia, Francisco Ortega.

Si bien sorprende que el guión original de Scott Z. Burns hubiese vaticinado hace once años lo que nos ocurre hoy, lo cierto es que desde siempre la ciencia ficción se ha dedicado a anticipar los posibles destinos de la humanidad. Sin embargo, el hecho de que hoy nos encontremos viviendo en una especie de distopía, con el Covid-19 amenazándonos, ¿cambia de alguna forma los paradigmas del género? Para el escritor Francisco Ortega (1974), autor de Logia y El verbo Kaifman, los engranajes de la ciencia ficción seguirán su rumbo, pero es probable que el tratamiento del tema de las pandemias se modifique. “De ahora en adelante, la perspectiva será ultra realista. Cuando se escriba sobre las pandemias, no vamos a ver más movimientos de ejércitos ni presidentes heroicos ni tipos corriendo solos, sino que todo va a ser bastante más parecido a lo que sucede hoy”, augura. “Lo mismo ocurrió con los viajes espaciales, en los años 40 o 50, donde los viajes eran terriblemente intrépidos y las naves se movían como un avión, pero cuando empezaron las reales exploraciones espaciales, la ciencia ficción comenzó a ser más realista, los viajes duraban horas, días y meses. Con esto va ser lo mismo, habrá una representación realista del contagio, de las pandemias, vamos a dejar de lado las súper invasiones de zombies y la lectura militarista del tema”.

Antes del Covid-19, la humanidad ya se había enfrentado a epidemias, aunque menos globales. Una de las más devastadoras fue la peste negra en el siglo XIV, que arrasó con la mitad de la población europea, pero también tuvimos la gripe española de 1918, el cólera que se extendió en el siglo XIX y más recientemente la influenza AH1N1 en 2009, que de hecho fue la inspiración para el filme Contagio. Con estos antecedentes, la literatura de ciencia ficción, por supuesto, ya ha ahondado en el tema en novelas tan disímiles como La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe, Pandemia de Wayne Simmons, La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton o Tiempos de arroz de Kim Stanley Robinson, las que podrían ser una lectura recomendable en estos días. Una de las más recientes es The end of october, de Lawrence Wright, que se lanza este mes en EE.UU. y que incluso queda desfasada debido a las estrechas correlaciones que entabla con la realidad del Coronavirus. 

En The end of october, un epidemiólogo de la OMS viaja a Indonesia para investigar la muerte de siete personas por una desconocida fiebre hemorrágica, pero llega tarde, ya que un infectado se dirige a la fiesta anual del Hajj en Arabia Saudita, poniendo en riesgo a miles de fieles que van a La Meca. El mismo autor se refirió al tema en una columna publicada el 12 de marzo en el New York Times: “Mi libro no es profecía, pero su aparición en medio de la peor pandemia de la memoria viva tampoco es casual. Comenzó con una simple pregunta del cineasta Ridley Scott, que había leído la novela postapocalíptica de 2006 de Cormac McCarthy, La carretera, y me preguntó: ¿qué pasó? ¿Cómo podría la civilización humana llegar a estar tan rota? ¿Cómo podríamos dejar de preservar las instituciones y el orden social que nos definen cuando nos enfrentamos a algo inesperado, una catástrofe que, en retrospectiva, parece casi inevitable?”, escribió Wright sobre el origen de su libro.

No era primera vez que una obra suya tenía aires proféticos. En 1998, el mismo Wright co-escribió el guión de la película The Siege, donde Denzel Washington y Annette Bening se enfrentan a unos islamistas radicales que estaban detrás de unos ataques terroristas en Nueva York. La cinta fue un fracaso de taquilla, pero después del ataque a las Torres Gemelas volvió en gloria y majestad a los blockbusters.

Jorge Baradit debutó en la literatura con Ygdrasil (2005), una novela ambientado en un México futurista. Crédito: Andrés Figueroa.

De alguna forma, la ciencia ficción tiene la capacidad de estar anclada en el presente para poner ojo crítico en cuáles serán las consecuencias de los actos del ser humano. “La ciencia ficción siempre es una flecha apuntando hacia lo desconocido, con la certeza de que lo imposible simplemente es lo posible esperando por suceder”, dice la escritora Francisca Solar (1983), autora de Prohibido entrar y amante del género. Lo mismo opina el escritor Jorge Baradit (1969), que partió en la ciencia ficción con libros como Ygdrasil y Synco, pero que en los últimos años se sumergió a explorar en los hechos pasados, volviéndose un superventas con Historia secreta de Chile. “La ciencia ficción es el género más realista de todos y generalmente da cuenta, a la manera de metáfora, con más precisión de lo que ocurre a nuestro alrededor que otros géneros. A veces me parece que es un símil al mundo de los sueños, que a través de imágenes y metáforas, refleja narrativamente el estado de nuestra psique”, lanza Baradit.

Francisco Ortega va más allá y plantea que la ciencia ficción merece una mayor valoración como hoja de ruta de la humanidad y que no sería mala idea comenzar a mirarla con ojos más serios. “La ciencia ficción siempre ha tenido una función social, pero no nos damos cuenta. Se ha adelantado a todo, desde lo tecnológico hasta lo social. A fines de los 70, lo que hizo el cyberpunk fue proponer un futuro donde prácticamente no iba a haber fronteras, no iba a haber países sino que todo iba a estar gobernado por mega corporaciones con una visión mercantil y neoliberal descontrolada, y eso es justo lo que hay hoy en Occidente, y es lo que estamos pagando. Si hubiésemos puesto mucho ojo en la literatura de William Gibson o de Philip K. Dick, hubiéramos estado preparados para lo que está pasando ahora en la economía, por ejemplo. Ahora han surgido varias novelas sobre la proliferación de movimientos fascistas en Occidente o el alzamiento del Islam en Europa, que está en una novela de Michel Houellebecq (Sumisión), o, por supuesto, el tema de la inteligencia artificial”. Habría que estar atentos.

Los cierto es que en el último tiempo la ciencia ficción está proveyendo cada vez menos utopías y muchas más distopías. Es difícil augurar un futuro esperanzador para la raza humana teniendo en cuenta situaciones extremas como el cambio climático o viviendo ahora mismo en medio de una pandemia global. “Mucho han intentado las editoriales cambiar el aire sombrío de la ciencia ficción. Cada cierto tiempo anuncian al autor ‘que dará fin a la ola distópica de la ciencia ficción’, pero la ola sigue avanzando y con muy buena salud, porque es la expresión de un conflicto no resuelto de nuestro paradigma productivo social tecnológico industrial”, dice Jorge Baradit, y apunta: “Hace unos días el representante del gobierno salió con mascarilla a decir por TV que había una guerra mundial por los respiradores y las mascarillas, lo que había desatado una ola de piratería internacional por insumos médicos. Entonces, una misión secreta de la Fuerza Aérea despegaría para rescatar las máquinas que le permitirán vivir a los enfermos crónicos que mueren en nuestro país. Si eso ya no es ciencia ficción o thriller tecnológico, no sé para qué ahondar en el asunto”.

El cronista y escritor Rafael Gumucio.

Rafael Gumucio, quien no es precisamente un escritor de ciencia ficción ni tampoco un asiduo seguidor del género, repara en que hoy está siendo complejo emprender cualquier escritura en medio de esta crisis mundial. “Para mí, la ciencia ficción se acabó, cualquier cosa que uno imagine después de esta pandemia va a ser poco. Lo que pasa es que yo creo que la ciencia ficción ha quedado muy averiada en términos de imaginar un futuro, todo en adelante será distópico y quienes escribimos del presente también lo tenemos difícil”, confiesa el autor de Nicanor Parra, rey y mendigo. “Imagínate, yo siempre he querido ser intérprete de lo que ocurre, contar lo que está pasando y dar una respuesta a eso, pero ahora apenas escribo algo sobre lo que está pasando, está pasando otra cosa. Entonces hay un regreso al yo, a lo que me pasa a mí, a lo que yo estoy viviendo, lo que es muy triste, porque al final la novela clásica importante tiene como gracia extender el yo, pero esa capacidad abarcadora de la humanidad ya no es posible. Nos pasó a todos quienes escribimos sobre el estallido social, tengo un libro sobre el tema que debería aparecer ahora y la verdad es que no sé si tiene mucho sentido, es casi impublicable, se ha convertido en libros de ficción, en novelas”, señala Gumucio.

Baradit también comparte la idea de que la velocidad frenética con que está operando el presente impide asir la realidad y que es ese, justamente, uno de los desafíos de la ciencia ficción hoy. “Antiguamente, la ciencia ficción era algo que ocurría en un lejano futuro, pero desde William Gibson (considerado el padre del cyberpunk) la ciencia ficción se puede tratar de aquello que ocurre a escasos minutos del hoy. Más que nunca, existe una especie de literatura de anticipación ya casi en términos periodísticos. Un mañana literalmente mañana”, dice el autor de Héroes.

El día después de mañana

El término ciencia ficción fue acuñado en los años 20 y algunos dicen que en español es una mala traducción de science fiction y que debería ser llamada “ficción científica” o “ficción sobre ciencia”, lo que se ajustaría más a la función de ser un género especulativo que se sustenta en el campo de la ciencias naturales y sociales para generar mundos imaginarios, pero con un alto nivel de verosimilitud. Otros dirán, sí, que ciencia ficción va más acorde a su espíritu libre. La primera obra considerada como ciencia ficción fue escrita por una mujer: en 1918 Mary Shelley publicó Frankenstein o El moderno Prometeo. A partir de allí la corriente tomó diferentes aristas: desde la creación de robots y cyborgs hasta historias de alienígenas que invaden la Tierra, pasando por viajes espaciales y mundos apocalípticos donde los regímenes políticos son la clave.

En 1968 Stankey Kubrick llevó a la pantalla grande el clásico de ciencia ficción 2001, odisea en el espacio de Arthur C. Clarke.

Se habla de la edad de oro, que va entre fines de los 30 y fines de los 40, cuando se consagran maestros como Isaac Asimov (Yo, robot), Arthur C, Clarke (2001, odisea en el espacio) o Robert A. Heinlein (Estrella doble), y la ciencia ficción gana estatus de género literario. Tanto es así, que otros autores que no se dedicaban al género comienzan a incorporarlo en sus producciones como Karel Čapek, Aldous Huxley, C.S. Lewis y Jorge Luis Borges. Chile se sumó a la ola también de la mano del escritor Hugo Correa, periodista y escritor nacido en Curepto, quien en 1951 publicó Los Altísimos -en la que el protagonista hace un viaje estelar al planeta Cronn- la que fue traducida a 10 idiomas, antologada en la prestigiosa revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction y elogiada por el mismo Ray Bradbury.

Tras la Segunda Guerra Mundial, vendría la edad de plata hasta 1965, donde aparecen libros fundamentales como 1984 de George Orwell, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, El hombre en el castillo de Philip K. Dick, Duna de Frank Herbert y La naranja mecánica de Anthony Burgess. En todas ellas se cuela la crítica social y política a los modelos imperantes y se vaticina una época cada vez más distópica. Además se crea el Premio Hugo, máximo galardón del género, bautizado así en homenaje a Hugo Gernshback, fundador de la revista de ciencia ficción pionera, Amazing stories, en 1926.

Entre el 65 y 70 se produce una nueva ola de gran experimentación con autores como William Burroughs (Ciudades de la noche roja) y JG Ballard (Crash), que se sumergen en temas menos explorados como la consciencia, los mundos interiores y los dilemas morales. La década de los 80, en tanto, dio paso al nacimiento del llamado cyberpunk, del que no hemos vuelto a escapar y que se caracteriza por una visión pesimista y desencantada de un futuro dominado por la tecnología y con un capitalismo desatado. De allí son las cosechas de autores como William Gibson, Bruce Sterling y Neal Stephen. Este último, en 1994 lanzó Snow crash, la primera novela catalogada como postcyberpunk, una corriente que suele tener una visión más positiva de las computadoras e Internet. Claro que de ahí en adelante los subgéneros con el apellido punk son abundantes, como el steampunk, de contenido retrofuturista porque suele mirar con ironía épocas pasadas, o el biopunk, donde la trama se centra en los avances de la biotecnología, ya sea en el futuro o en el pasado.

La autora de Ríos y provincias, Romina Reyes. Crédito: @cuteamateurphoto

“La verdad es que no soy experta en ciencia ficción, nunca me ha llamado mucho la atención, pero justo hace unos días hice una encuesta por redes sociales para que me recomendaran cosas y me llegaron un montón de respuestas. Me recomendaron mucho ver la serie West world y me retaron porque nunca había visto Blade runner”, cuenta la autora de Reinos, Romina Reyes (1988). “Creo que en la medida en que sentimos todo mucho más apocalíptico, sentimos también una cercanía mayor con la ciencia ficción. A mí me pasa que tal como el estallido social, lo de la pandemia nos vuelve a poner en un clima de incertidumbre total, ni siquiera sabemos si esta situación se va a acabar o simplemente esta es la nueva realidad. Siento que la literatura está en pana y no sé si mis amigos, compañeres, editores, libreres saben qué hacer, yo espero que sí. En mi caso, no pensaba escribir un nuevo libro, pero con la cuarentena creo que sí lo haré, y creo que le incorporaré por lo menos un poquito de distopía, quizás no tanto por la pandemia, pero sí por el sistema neoliberal, que hace rato está en jaque”, agrega Reyes.

El escritor Diego Zúñiga es uno de los fundadores de la editorial Montacerdos.

Sin tampoco ser un fanático, el escritor, periodista y editor Diego Zúñiga (1987) llegó a la ciencia ficción por lecturas laterales y quizás no tan evidentes, como las novelas del argentino Marcelo Cohen, que crea universos temporales difíciles de definir, y los ensayos culturales del británico Mark Fisher, donde mezcla política radical y cultura. “Estos autores me hicieron pensar en cómo la ciencia ficción y otros géneros afines hablaban del presente mejor que muchas novelas que se pretendían actuales. Hay una libertad en el género que les permite a ciertos escritores abordar lo político de una manera más inteligente. En ese espacio de libertad, la imaginación se desborda y puede pensar otras formas de relacionarnos política, social y afectivamente”, dice el autor de Racimo y Niños héroes. “Creo que justamente un contexto como el que estamos viviendo puede hacer que los lectores y escritores más afectos al ‘realismo’ puedan descubrir que la ‘realidad’ era más compleja de lo que pensaban, y que muchas de esas complejidades ya las habían trabajado hacía años autores como Philip K. Dick o J. G. Ballard. Me gustaría pensar que un escenario como el que estamos viviendo, al menos desde el lugar que estamos comentándolo, abrirá la cabeza de quienes escriben y leen”.

Armando Rosselot es autor de la tetralogía de ciencia ficción 8128. Este año lanza su libro final.

Sin duda, la ciencia ficción siempre ha sido el terreno fértil para la apertura de cabeza y como expresión artística que es, no está precisamente obligada a servir de brújula ni menos a encontrar las soluciones a las crisis existenciales de mujeres y hombres. En cuanto a lo que vivimos hoy, que es la aún inevitable propagación del Covid-19, los escritores apuestan por cómo seguirá actuando la ciencia ficción en un contexto de crisis, la que puede volverse incluso parte de la normalidad. “Hay un abanico enorme de posibilidades. Se puede profundizar algo más en lo del Covid-19, en posibles cambios o mutaciones, pero también es factible, y a mí personalmente me atrae más, que se puedan agregar nuevas problemáticas a nivel de género, como en el biopunk o postbiopunk, en donde la raza humana aprendió con dolor lo que sucedió, tomando medidas de todo tipo, o que la tragedia quede en el olvido y volvemos a lo mismo otra vez”, plantea el escritor de ciencia ficción Armando Rosselot (1967).

En 2018, él mismo abordó el tema en su novela El orden: tras una pandemia programada, el mundo sucumbe y se abre un portal en el espacio tiempo donde se establece un nuevo orden en manos de seres alienígenas. “Lo principal de la historia es la redención y sacrificio del personaje principal: un hombre lleno de dudas y miedos”, explica Rosselot, quien este año publica El laberinto de Margot y Eva, el final de su tetralogía 8128, ambientada en un futuro ultra tecnologizado y protagonizada por un niño que tiene poderes telepáticos. “Para mí, lo lógico es que en esta nueva era se ahonde más en el resultado de los grandes cambios que en su proceso, en cómo ha cambiado la manera en que los seres humanos piensan y viven, si es que ellos van estar dentro de la trama, de su interacción con lo que los rodea, el vínculo con lo divino, su fragilidad como organismo viviente (y también en lo social) y los nuevos horizontes; tal vez sea una especie de nueva new age”, dice Rosselot. 

La escritora y periodista Francisca Solar.

Más que vaticinar, la escritora Francisca Solar prefiere esperar y sorprenderse con lo que la ciencia ficción pueda deparar, sin embargo, apuesta por más libros sobre pandemias, seguro. “Las plagas, epidemias y catástrofes sanitarias siempre han sido un tema atractivo en la ciencia ficción y seguirán siéndolo. Sin duda, habrán muchos queriendo contar experiencias extraordinarias vinculadas al Coronavirus, pero como la crisis de Covid-19 ya es una realidad presente, deja de ser territorio de la ciencia ficción, que se preocupa por el futuro. A la rápida pienso que veremos bastante de nuevas enfermedades y otros tipos de control de población, nuevas dinámicas sociales a partir de reglamentos sanitarios mundiales, cambios drásticos en los ecosistemas y los siempre bien ponderados escenarios pre y postapocalípticos”, agrega Solar.

“Quizá qué libros irán a surgir después de esta crisis”, dice Diego Zúñiga. “En todo caso, si logramos sobrevivir a la pandemia, no hay que olvidarse de que ya estábamos en una crisis brutal, entonces creo que desde antes había que pensar en qué libros se escribirían ahora, después de lo que estábamos viviendo”.

Es cierto, Chile vivía su propia crisis social desde el 18 de octubre pasado, que nos había puesto a reflexionar sobre la sociedad que hemos estado construyendo. La pandemia sólo vino a agudizar este panorama, y eventualmente la literatura –y, cómo no, todas las artes- acudirá, tarde o temprano, al llamado, ya sea en formato de novela, ensayo histórico, filosofía dura o ciencia ficción, de intentar entender hacia dónde nos dirigimos y qué podemos aún solucionar como sociedad.

“No se trata, por supuesto, de que ahora uno tenga que escribir ‘la novela sobre el estallido social’ o ‘la novela sobre la pandemia’”, dice Zuñiga. “Sólo creo que estas experiencias que hemos vivido en los últimos meses inevitablemente nos han cambiado como personas, y eso, inevitablemente, se traducirá de alguna u otra forma en lo que escribimos, en lo que pensamos, en la forma en que leemos”.

Filosofía en emergencia: sólo un punto de partida

Desde que se produjera la expansión del virus Covid-19 a nivel planetario, las reflexiones filosóficas en torno a sus alcances sociales y políticos no tardaron en llegar. Pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, el coreano Byung-Chul Han o la estadounidense Judith Butler han dado ya sus primeras impresiones acerca de la pandemia. Sin embargo, la Doctora en Filosofía Política de la U. de Chile, María José López, insta a mirar con cautela estas deliberaciones.

Por María José López Merino

El asombro por lo ocurrido con esta crisis sanitaria mundial ha sido casi tan enorme como el universo de reflexiones y tesis acerca de su significado, causas, consecuencias. Reflexiones que han poblado los diarios y los medios digitales, que, sumadas a un tiempo nacido del encierro en el que hemos tenido días para leer estas ideas, han amplificado su efecto. Pienso, modestamente, que antes de las tesis y los diagnósticos un poco acalorados que declaran desde la muerte de la China comunista hasta la muerte del capitalismo o la llegada de un nuevo holocausto del siglo XXI, es necesario recordar eso que decía Hannah Arendt: la compresión previa, que busca domesticar el acontecimiento histórico nuevo, no es nunca toda la comprensión, sino sólo el punto de partida.

La académica y doctora en Filosofía Política, María José López. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

En el caso de los filósofos y pensadores de la cultura, hay esfuerzos disímiles que vale la pena mirar. Algunos de ellos se reúnen en Sopa de Wuhan (2020), compilación en la que encuentran lugar algunas impresiones, de distinta densidad y alcance, de autores como Slavoj Žižek, Byung Chul-Han,  Judith Butler y David Harvey, entre otros.

Me impresiona el libro por la prontitud de las tesis, la seguridad de los diagnósticos, la radicalidad de las lecturas y conclusiones que sacan. No me siento muy cercana a esta filosofía comentarista inmediata de la actualidad. Cuando la filosofía observa de reojo, con una mirada más lenta que le da cierta desactualidad, encuentra su mayor realismo. 

En esta premura del diagnóstico, el artículo más impresionante es el de Giorgio Agamben, bastante comentado por lo demás, en el que pone en duda la existencia de una real epidemia de proporciones anormales en Italia, y propone la tesis de que para los gobiernos mundiales, “habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas (las restricciones a la libertad y las formas de control) más allá de todos los límites”. Este parece un ejemplo paradigmático de lo que Arendt llamó alguna vez el exceso de teoría, que está en la base de cualquier ideología. Allí donde la realidad no coincide con el marco de ideas previas con las que se la quiere leer –en este caso, “biopolítica”–, es la realidad la que se modifica o se relee para hacerla coincidir, incluso al precio de falsearla.

Otro lugar común que confunde, que viene más bien de la política que de la filosofía, es la metáfora de la guerra. Como dijo Humberto Maturana (La Tercera, 10, 4, 2020) hace pocos días, aquí no hay ninguna guerra contra un virus, porque el virus no es un enemigo ni una entidad inteligente que combatir, de hecho, hay dudas de que esté vivo. Más bien hay un acontecimiento que no pudimos prever y que nos revela una forma de vida y de organización social que sin duda nos pone en peligro.

El filósofo Slajov Žižek afirmó que el Coronavirus es un ataque mortal al capitalismo.

Otra forma de apresuramiento distinta es la que asume Žižek, el filósofo esloveno. Con una grandilocuencia que no es nueva en él, afirma que el Coronavirus es algo así como el ataque mortal al sistema capitalista. Ya nos gustaría a muchos que un virus pudiera hacer algo así. Lo que más bien ha mostrado esta pandemia es la crudeza de un sistema de libre mercado radical, en el que producto de la especulación suben los precios, se despiden masivamente a trabajadores sin respeto por sus derechos laborales, los insumos de salud se vuelven un nuevo campo de ganancias para quienes aprovechan la oportunidad y la salud privada sigue abrazando un negocio lucrativo mientras la salud pública, con enormes dificultades e inequidades, asume gran parte del peso de esta crisis. Llama luego Žižek, con su acostumbrado entusiasmo, a un nuevo comunismo global que reordene el campo de la economía. 

El problema es que nuestras legítimas aspiraciones de transformación emancipadora pueden impedir que veamos la realidad sobre todo, que olvidemos algo que Chul Han advierte a mi juicio con mucho tino en el artículo que incluye en el mismo libro: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Es más, aclara, ojalá luego del virus venga la revolución humana, una que tenemos que hacer nosotros. 

Está claro que la pandemia hace reflotar idearios políticos y morales que en las últimas décadas se han visto fuertemente cuestionados por el avance de un capitalismo neoliberal sin contrapeso, especialmente en nuestro país. En este sentido, ideas como la necesidad de una salud pública, de un Estado fuerte, de unas regulaciones globales a los intereses privados, vuelven a adquirir una vigencia normativa importante. En esta misma línea, se pregunta el artículo de Butler:

El coreano Byung-Chul Han aseguró que ningún virus era capaz de hacer una revolución.

“¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado el que debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado?”. 

Así como Butler, impactados por esta crisis, hoy nos vemos en la necesidad de formular la pregunta por la validez de la desigual seguridad que viven los ciudadanos, cuestión que redunda en la recuperación de la discusión sobre los derechos sociales y la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de proteger, pero también de escuchar a sus ciudadanos. 

Estas tremendas desigualdades hoy determinan a quién se va a diagnosticar, tratar a tiempo y adecuadamente, y a quién no, y se expresan en diferencias entre países (Ecuador y Alemania, por ejemplo) y en otras al interior de cada nación.  Concretamente: ¿qué pasará en Chile cuando las camas de cuidados intensivos o los medios para soporte vital no den abasto? Es lo mismo que se preguntan insistentemente distintos expertos. 

“Un aspecto positivo es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible”. 

En este sentido, si bien la pandemia no derroca ningún sistema económico ni político por sí misma, sí pone en evidencia la radiografía de la desigualdad planetaria. En su alcance político, este desnudamiento de una realidad que ya estaba antes del virus puede despertar conciencias y aunar deseos de una ciudadanía planetaria, lo que Butler llama “un deseo colectivo de igualdad radical”.

En la misma línea, del carácter revelador y no transformador de esta pandemia, se instala Harvey, quien considera que todas las formas de discriminación, “maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, se hacen evidentes con estas crisis. En este sentido “el Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza”.

Un aspecto positivo, sin embargo, es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible. 

Pero esta revalorización de la ciencia no deja de hacer evidente que la crisis no se supera sólo con ciencia, con tecnología y saber de punta. Es evidente que la manera en que la superaremos tiene que ver sobre todo con la acción políticas de los Estados y, más incluso, de la asociación de los Estados para instaurar soluciones que sean razonables y justas. En esto me quedo con las palabras de Markus Gabriel, también en la Sopa de Wuhan: “Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar”. 

Judith Butler, quien estuvo en julio pasado invitada por la U.de Chile, dice que frente a la crisis del virus, se podría despertar una conciencia y un «deseo colectivo de igualdad radical». Crédito de foto: Felipe Poga.

Es interesante ver resurgir la vieja idea del cosmopolitismo ahora sobre bases nuevas: las de una democracia global y con justicia real para todos (como diría Van Parijis), que no nacerá espontáneamente. Serán necesarias la organización ciudadana y la activación de ese mundo en común, que presione a los gobiernos y a las organizaciones mundiales para la obtención de cambios reales. Volviendo a Butler y Harvey, hay un proyecto político y económico de transformación que deberíamos construir en conjunto. Para ello se requieren gobiernos con altura de miras, pero también ciudadanos con voluntad y con capacidad de acción política para impulsar los cambios que garanticen mayores niveles de justicia para nuestras democracias. 

La filosofía puede ayudar en esto a la hora de repensar y reexaminar nuestras formas de vida, las injusticias en las que vivimos y naturalizamos. Hay mucho que pensar y mucho que construir políticamente después de esta crisis para reconducir nuestro proyecto político hacia una democracia verdadera en la que todos tengamos espacio.

Tiempos de crisis: ¿Cómo afecta la in/movilidad la vida en ciudad?

“El mundo político, empresarial y académico no ha sabido entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes”.

Por Paola Jirón

Esta pandemia global revela lo fundamental que resulta hoy la movilidad en todos los aspectos del mundo social, en múltiples escalas, con diversas relaciones y dimensiones, y al mismo tiempo enciende la alerta sobre los efectos impredecibles que su restricción implica en términos de desigualdades. Esto no sólo se refiere a lo esencial de la movilidad con relación al uso del espacio público y el transporte –que muchos hemos tenido que abandonar–, sino que también a comprender que, pese a que nos quedemos quietos, muchas otras cosas se siguen moviendo, lo que permite que muchos nos mantengamos fijos. Esta es parte de la importancia de los territorios relacionales y móviles en el nivel macro de la vida cotidiana.

Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

El territorio relacional va mas allá de entender a la ciudad meramente como contenedora, como un lugar donde sucede la vida, como un espacio visto desde arriba que podemos controlar o definir cómo se va a comportar. Entender el territorio relacional implica reconocer que este nos impacta así como nosotros lo impactamos con nuestras prácticas y que lo que sucede en un lugar tiene impactos en otro, aunque sea lejano y a veces imperceptible. También implica entender que no es igual para todos y que diversas personas lo viven de manera distinta según sus múltiples identidades. Y, sobre todo, es comprender que el territorio es dinámico. Es decir, que los territorios no son fijos, ya que quienes los habitamos, humanos y no humanos, los vivimos en constante movimiento.

En esta línea, la movilidad o, más precisamente, las movilidades, pueden ayudar a comprender la importancia del territorio en la crisis actual. La movilidad no se refiere sólo a la manera en que las personas, sus cuerpos, las cosas –incluidos los virus– y las enfermedades se mueven, sino que también a cómo se encuentran interrelacionadas y son interdependientes con la movilidad –virtual, imaginativa y comunicativa de recursos, ideas, conocimiento, dinero, trámites, pedidos– todos los otros movimientos que nos permiten desplazarnos en el mundo actual. En concreto: ¡todo se mueve! Y, al mismo tiempo, estas movilidades también se encuentran inexorablemente vinculadas a múltiples formas de inmovilidad.

Esto quiere decir que para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo, incluidas aquellas personas que retiran la basura, realizan repartos a domicilio, manejan buses, son funcionarios públicos o profesionales de la salud y, también, los bancos que siguen circulando dinero, los medios de comunicación que siguen transmitiendo imágenes o los miles de mensajes que continúan circulando por las redes sociales para mantener la cercanía social pese al distanciamiento físico. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa.

Es precisamente este privilegio de inmovilidad el que nos ha develado la fragilidad, precariedad y desigualdad del sistema en el que vivimos hoy, ya que la salud, el comercio, los cuidados, el transporte y el empleo son demasiado frágiles, lo que hace que en menos de una semana millones de personas hayan quedado sin remuneración y a merced de sistemas que no dan abasto. La precariedad se expresa en las formas de vivir, donde los más pobres tienen que seguir funcionando, arriesgando su salud y la de los demás; muchas mujeres tienen que dedicarse al cuidado de los niños y enfermos y, además, seguir trabajando; muchos adultos mayores, que ya se encontraban solos, tienen que aislarse aún más para no morir; incluso algunas mujeres deben permanecer encerradas con sus posibles victimarios. 

«Para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa»

Se habla de aislamiento, pero la reclusión no es posible para todos. Dejar en cuarentena a algunos para que no continúe el esparcimiento del virus se presenta como la única solución. Sin embargo, esta mirada fija del territorio no concuerda con la dinámica móvil del virus y de las personas que lo portan. En otras palabras, es difícil pensar que dejando a algunos pocos inmóviles en sus casas vamos a controlar el contagio, ya que el resto de la población se sigue moviendo. Esta es precisamente una forma en que los fijos pueden permanecer en sus privilegios. Sin embargo, este privilegio de la inmovilidad durará muy poco porque el territorio se mueve, porque todo se mueve.

Al ser interdependientes, cada vez que solicitamos un delivery, que pasan a retirarnos la basura, que los conserjes de edificios llegan a trabajar o que alguien cruza la zona de cuarentena, las probabilidades de que el virus circule aumentan. La preocupación en estos momentos es que aquellos que están en estas zonas no salgan, pero quienes están guardados también pueden contagiar a los que están fuera sólo por la interdependencia de la movilidad. 

Esta crisis devela grandes desigualdades territoriales no únicamente por la falta de atención a los campamentos sin agua, la mala dotación de servicios de salud y otras infraestructuras en áreas más pobres de la ciudad, sino que, principalmente, por no contemplar que el territorio se mueve a medida que las personas se mueven y que, entonces, muchas personas están obligadas a moverse para subsistir. Esto significa que muchos tienen que salir a trabajar en auto, bici, caminando o en transporte público, y que muchos también tienen que hacer trámites, ir al médico, sacar licencias, permisos, cobrar cheques o seguir tratamientos. 

Se habla de formas de controlar el territorio desde la inteligencia territorial, es decir, a partir de sistemas tecnológicos inteligentes. Y sería muy útil contar con dicha información, sin embargo, por mucho que existan los softwares y capacidad técnica de manejar grandes bases de datos inteligentes –que permitan hacer proyecciones, modelar el futuro y controlar a la población–, nuestros datos y formas de enfrentar la crisis son precarias, particularmente cuando no existe claridad respecto a cómo manejar dicha crisis. Hemos visto que no sabemos cómo pararnos en una fila para comprar en el supermercado manteniendo la distancia; cómo los lugares donde es necesario hacer trámites no cuentan con los implementos de seguridad para sus empleados y menos para los clientes; y cómo los centros médicos que debieran hacerlo, no cumplen los protocolos. No se trata de que los datos no sean fidedignos, sino que son incompletos. Existe mucha información difícil de obtener de los sistemas de grandes datos que resultan cruciales al momento de tomar decisiones, más allá de controlar y saber dónde están las personas a cada momento. 

La académica e investigadora, Paola Jirón.

Esto significa que los habitantes de la ciudad llevamos en nuestros cuerpos un tipo de inteligencia que nos permite enfrentar esta crisis de otra manera o de formas complementarias. Pero el mundo político, empresarial y académico no ha sabido aprovechar dichos saberes ni entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes. Débilmente comprendemos la diversidad de experiencias de este habitar, pues no todos habitamos de manera similar. Las decisiones de la vida cotidiana se toman considerando muchas dimensiones con las que vivimos todos los días, y aún no comprendemos cómo las materialidades, los objetos, el espacio generan e inhiben posibilidades para las personas. 

La forma en que expertos de distintas disciplinas descomponen su especialidad, fragmentan el territorio como forma de comprender la ciudad y la intervienen con sistemas e infraestructuras aisladas entre sí da cuenta de la exigua comprensión que existe respecto a cómo vivimos desde esta forma parcial y sectorial de pensar e intervenir, la que fragmenta aún más la vida de las personas y, por ende, las precariza. 

Que Chile se sorprendiera con una crisis que no veía venir nos develó la poca conexión que existe entre las disciplinas que mantienen fragmentados su análisis y aplicación a políticas públicas. La inteligencia territorial debiese ir más allá de contar con datos macro sobre cómo se comportan de manera agregada los individuos. Es fundamental contar con la inteligencia situada, proveniente de lo/as mismos habitantes para enfrentar esta crisis. No es que el conocimiento de los expertos no sirva, sino que es incompleto y requiere complementarse y mediar con muchos otros conocimientos. Y eso es urgente hoy: reconocer el habitar y en particular el conocimiento habitado.

Este conocimiento nos muestra fragilidad y precariedad en nuestro habitar y, a la vez, nos devela otras formas de vivir entre nosotros y nos demuestra altos niveles de colaboración, solidaridad, preocupación por el prójimo; ingenio y astucia para enfrentar la crisis; formas alternativas y creativas de movimiento que nos permitirán salir mejor de esto. De estos saberes podemos aprender tanto en tiempos de crisis como en los momentos en que tengamos que retomar la vida, que definitivamente será distinta. Y la manera de pensar las ciudades debe empezar a comprender estas formas móviles en que se habitan los territorios, no sólo para algunos privilegiados, sino que para todos.

Las desigualdades sociales que el Covid-19 evidenció

El Estado de Emergencia decretado el 19 de marzo pasado, sumado a las medidas de cuarentena o aislamiento social que ha tomado el Gobierno, han obligado a la mayoría a adoptar nuevas rutinas de vida y replegarse al interior de sus hogares, en estado de alerta constante. Sin embargo, la crisis sanitaria ha evidenciado aún más las desigualdades sociales que se reproducen en nuestra sociedad. En esta entrevista, la psicóloga social y académica de la U. de Chile, María José Reyes, se detiene en aquellos que han convertido la precariedad y la sobrevivencia diaria en su propia cotidianeidad: “El Gobierno debe dejar de operar a través de valores que sostienen una forma privilegiada de vivir y asumir que hay vidas cotidianas heterogéneas”, plantea.

Por Florencia La Mura

Para nadie ha sido fácil afrontar la crisis del Covid-19, adoptar las medidas de confinamiento social, reordenar las labores diarias y muchas veces enfrentarse a evaluar cómo se ha estado viviendo hasta hoy. Las diferentes realidades de clase y género saltan a la vista y se han agudizado problemáticas como la precariedad laboral, la violencia intrafamiliar o la simple carencia de un techo seguro donde cobijarse. María José Reyes, Doctora en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona, lleva un tiempo investigando estos temas en su proyecto Vidas cotidianas en emergencia: territorio, habitantes y prácticas, que le ha permitido qué sucede en observar barrios críticos o territorios que el Estado califica de «vulnerables». Allí, la presencia de fuerzas de orden es habitual; se vive en una especie de Estado de Emergencia constante y por lo mismo sus habitantes han debido construir otros sentidos de realidad. En estos días, la psicóloga invita a abordar la crisis del Coronavirus tomando en cuenta otras formas de vida que están lejos de ser excepcionales. 

“Hay personas que han vivido años en emergencia y es necesario escucharlas”, plantea la psicóloga social María José Reyes.

Desde el estallido social, muchos vivimos en estado de alerta constante, lo que se agudizó con la alerta sanitaria: situaciones de incertidumbre, miedo, estrés. ¿Cómo podemos entender las similitudes en ambos casos y desentrañar lo que todo esto nos hace sentir?

Lo evidente, en términos de similitud, tanto en el estallido social como en la emergencia sanitaria, es la ruptura de la vida cotidiana. Una de las características de la cotidianidad es justamente su rutina, una rutina que suele ser cíclica y cuya constitución depende de las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales en las cuales nos encontramos. La rutina involucra saberes que operan como certezas y que tienen como fin accionar sin mayores interrogantes y cuestionamientos. Justamente, cuando se produce alguna ruptura en nuestra cotidianidad, surgen interrogantes, cuestionamientos sobre qué hacer y cómo hacerlo, generando un estado de alerta constante para lograr accionar y lograr vivir el día. Y cuando la ruptura de la cotidianidad no involucra sólo la propia rutina (por ejemplo, el nacimiento de un hijo, la partida de alguien cercano, etc.), sino una escala nacional y global, lo más probable es que dichas sensaciones y emociones se vean aún más intensificadas. 

Ahora bien, en nuestro caso me parece que esas rupturas de la cotidianidad tienen una particularidad: el estallido social es propiamente político, donde movimientos sociales, la ciudadanía, e incluso las personas de a pie rompen con una cotidianidad para interrogar las certezas con las que todos vivíamos día a día. En pocas palabras, se instalaron interrogantes respecto al modelo neoliberal al que con nuestras particulares formas de vida damos energía. Y en medio de estas preguntas estalla una emergencia sanitaria que nos tiene confinados a cada una/o en nuestros hogares, instalando nuevas preguntas, muchas de las cuales, en lo sustantivo, potencian las anteriores: ¿es posible que ante una pandemia la salud dependa de las condiciones económicas de cada cual? ¿Hasta cuándo la salud es un privilegio de quienes tienen recursos económicos? ¿Cómo dar razonabilidad a estrategias de Gobierno que evidencian una y otra vez la importancia de ganar beneficios económicos o, al menos, de perder lo menos posible, en vez de priorizar las vidas? De este modo, el estallido social y la crisis sanitaria han instalado la emergencia como parte de nuestro día a día y se ha vuelto algo común preguntarse, incluso con quienes uno no conoce, cómo seguir viviendo en un modelo económico que produce profundas desigualdades e inequidades.

«Es crucial que el Gobierno no sólo conozca las diversas realidades, sino que las considere a la hora de tomar decisiones»

—¿De qué manera se puede encontrar algo de sentido en la situación actual, que involucra no sólo una pandemia global sino situaciones de confinamiento y Estado de Emergencia en el caso chileno? 

Las cotidianidades en Chile son muy disímiles, justamente por las desigualdades que se han generado a propósito del modelo económico-político que nos gobierna. Comento ello pues “dar un sentido” en medio de la emergencia tendrá distintos significados. Para algunas/os, posibilita la detención y el refugio en el hogar, lo que permite interrogarse sobre la forma en que se vive, vivenciar un tiempo que posibilita reconocerse con quienes se convive día a día e incluso reconocerse a una/o mismo. Para otras/os, puede ser una forma de vivenciar, en un mismo espacio/tiempo, los diversos roles que deben enfrentarse –por ejemplo, trabajadora, madre, dueña de casa, profesora de las/os niñas/os– y comenzar a aprender otras formas de hacer. Pero también están quienes (la gran mayoría, por cierto) han vivido constantemente en la “emergencia” de sostenerse y sostener a los suyos, donde el trabajo realizado alcanza para el día, donde la gran pregunta que surge es cómo seguir, pues la emergencia sanitaria lo que hace es, básicamente, precarizar más sus condiciones. Puesto así, me parece que “el sentido” habría que trabajarlo colectiva y cotidianamente, y no sólo desde el ámbito personal. Desde la mirada y el saludo al vecino/a hasta acciones que nos permitan reconocernos con otras/os e inventar formas que nos posibiliten una vida vivible.

Considerando que vivimos dentro de un modelo social-económico que fomenta el individualismo, ¿de qué manera se puede entender el rol que tiene cada uno desde un enfoque colectivo?

No es sencillo que de la noche a la mañana se generen cambios radicales en nuestras formas de vivir. Que se haya producido el estallido social no implica aún una transformación en las dinámicas y formas de relación entre nosotras/os y el mundo. Menos aún que el Gobierno actual actúe asumiendo las interrogantes que se hacen al modelo que encarna. Me parece que una forma de ir tendiendo a lo colectivo es estar atentas/os a acciones que descoloquen, pues su punto no es el propio beneficio –económico y/o social–, sino más bien la búsqueda de formas que potencien la vida de todas/os. Acciones como, por ejemplo, la que realizaron mujeres de La Legua en la primera semana del estallido social, cuando se instalaron cerca de Plaza de la Dignidad para repartir comida a las/os manifestantes. Más que tocar las ollas, eran ollas con comida, pues saben de la importancia de alimentarse para resistir. 

El confinamiento social debe ir acompañado de la idea de cuidado, no sólo a nosotros mismos, sino para proteger al otro.

A diferencia del estallido social, que volcó a la gente fuera de sus casas, esta crisis nos tiene replegados al interior. ¿Qué tipo de aproximación podemos tener ante una amenaza que no vemos, pero con la que nos relacionamos a través de fenómenos como toque de queda, cierre de locales, filas en los servicios básicos o potencial colapso del sistema de salud?

Lo intangible se ha hecho tangible en la cifra que apunta cada día a contagios y en aquella que nos señala cuántos han fallecido debido al Covid-19. Y creo que cada vez se hará más tangible en la medida en que las/os contagiadas/os sean parte de nuestro mundo más próximo. La aproximación que podría potenciarse es, más que “cuidarse”, “cuidarnos”, lo que implica no sólo a uno mismo, sino también a otras y otros. No salir a la calle, para quienes pueden, no es únicamente para no contagiarse, sino que para no contagiar a otras/os. Protegerse en la calle o en el trabajo en estos tiempos de alerta sanitaria no es sólo por una/o, sino también por nuestras/os cercanas/os y aquellas/os a quienes no conocemos ni conoceremos. 

En el contexto actual, ¿cuáles son los pros y contras de mantenerse pensando sólo en lo cotidiano, viviendo el día a día?

En una sociedad como la nuestra, enmarcada en un modelo político-económico neoliberal, se suele potenciar la idea de que toda acción que se realiza en el presente debe considerar el futuro. A tal punto ha llegado esa concepción, que también suele plantearse que estar enfocado continuamente en acciones hacia el futuro –en aquello que podemos llegar a ser y/o tener– implica perder vivencias del presente en la medida en que “no tenemos tiempo” para ello. En este sentido, pero en función de la posición social en la que se está, para alguno/as la situación de emergencia ha posibilitado detenerse en el propio presente y vivir experiencias poco posibles en el ajetreo diario, aunque esto, a su vez, genera cierta ansiedad e incertidumbre por aquello que está por venir. En otro extremo, hay quienes hace años viven sin el futuro como referencia o, para ser más precisa, viven con un futuro más inmediato: mañana, una semana, un mes, y en este contexto para ellos todo se hace más arduo, precario e incierto. Sin embargo, y aquí hay algo que hay que considerar, estas personas que han vivido por años “en emergencia”, sin un futuro como lo solemos entender, han logrado sostener sus vidas. De ahí que sea necesario escucharlas/os antes de llegar con políticas públicas que buscan la intervención de estos habitantes y territorios, pues algunas de sus prácticas nos muestran formas concretas de ir generando un cambio desde lo cotidiano. Formas y dinámicas relacionales de estas vidas en emergencia que podríamos detenernos a escuchar antes que a juzgar e intervenir. Por ejemplo, hoy en día, dichas vidas nos muestran cómo nuestro desarrollo no sólo es posible al proyectar futuro, sino también cuando el objetivo es sortear el día a día.

¿Cómo evalúas hasta ahora el mensaje oficial del Gobierno, que apela a quedarse en casa para protegernos del Covid-19? ¿Puede el grueso de la población acatar de manera efectiva esta medida? 

Una cuestión que es fundamental, y que me parece que no ha hecho el actual Gobierno, es asumir la heterogeneidad de formas de vida que coexisten en nuestro territorio. En este sentido, opera una distinción gruesa donde se califica a una “población vulnerable”, la cual requiere “protección” a través de “intervenciones” en distintas dimensiones. El punto es que, en muchas ocasiones, esas intervenciones vienen diseñadas considerando particulares valores que pueden no hacer sentido a la cotidianidad de las personas. Es crucial que el Gobierno no sólo conozca las diversas realidades, sino que las considere a la hora de tomar decisiones. Y, por otro lado, que sea consistente en sus planteamientos. En esta crisis sanitaria, el Gobierno es un actor relevante, que puede facilitar o bien desestabilizar la emergente cotidianidad en emergencia.

En este contexto, ¿cuáles son los desafíos puntuales de problemas concretos como la violencia intrafamiliar o la enorme cantidad de personas en situación de calle?
Por una parte, en una lógica como la actual, donde lo importante es la “propia” vida o la de los próximos, es difícil y casi un proyecto titánico enfrentar las violencias como colectivo. Es de suma relevancia que los discursos sobre lo “neoliberal” y lo “patriarcal” puedan encarnarse en nuestros gestos cotidianos de modo que asumamos que la responsabilidad de esas violencias son sociales y no sólo de quienes las actúan. Por otro lado, si se considerase la heterogeneidad y diversidad de cómo viven las personas, quizás se habría planteado una consigna que posibilite aquello, como, por ejemplo, “quédate en un lugar seguro”, pues justamente la casa, tal como se ha mostrado en nuestro país, no necesariamente es un lugar de cobijo y protección. En la medida en que el Gobierno deje de operar a través de valores que sostienen una forma privilegiada de vivir y asuma que hay vidas cotidianas heterogéneas y diversas, sus intervenciones podrían facilitar el camino a la igualdad, la equidad y la democracia.

Teletrabajo: la ley que la crisis del Covid-19 ayudó a aprobar

En el contexto de la actual pandemia, el gobierno aceleró la tramitación del proyecto de ley de trabajo a distancia y teletrabajo que había enviado al Congreso en agosto de 2018, aprobándolo el 25 de marzo pasado. El abogado Luis Lizama, experto en derecho laboral, analiza la nueva norma y la califica de correcta, ya que en principio protege al trabajador y trabajadora y les asegura descansos, higiene y seguridad, así como herramientas de trabajo y ejercicio de sus derechos colectivos.

Por Luis Lizama Portal

La grave crisis sanitaria que ha producido la enfermedad Covid-19 en todo el mundo ha impactado en el modo en que las personas deben trabajar. La mayoría se encuentra impedida de trasladarse libremente por las ciudades y ha debido encerrarse en sus casas para evitar la propagación de este lesivo virus entre la población. 

Sin posibilidad de laborar físicamente en la empresa, el trabajo en el domicilio se ha convertido en la única opción para dar continuidad a la actividad productiva. De un día para otro y en forma inesperada, los trabajadores refugiados en sus hogares han debido migrar a una modalidad virtual de prestación de sus servicios utilizando para ello la tecnología disponible. Así las cosas, se ha vuelto un lugar común el uso de la videoconferencia como un remedo de reuniones en las empresas y clases en las universidades, y la utilización más intensiva de los programas de chats, la mensajería electrónica, la telefonía móvil, las tabletas y los computadores. Todos estos dispositivos, herramientas y aplicaciones, conectados a través de la Internet y las redes inalámbricas de los hogares de los trabajadores.

La ley de trabajo a distancia y teletrabajo se aceleró en el Congreso debido a la crisis del Covid-19.

En el caso de nuestro país, el decreto de Estado de Catástrofe por calamidad pública del 18 de marzo de este año marcó un hito y fijó el inicio de una serie de medidas que la autoridad central ha debido adoptar para, entre otras cosas, evitar el contacto entre las personas. Para tal efecto y, en el contexto del mundo laboral, el Gobierno aceleró la tramitación del proyecto de ley de trabajo a distancia y teletrabajo que había enviado al Congreso en el mes de agosto de 2018, y logró su aprobación el 25 de marzo en virtud de un acuerdo político con la oposición.  En ese sentido, la crisis sanitaria global ha hecho posible que se incorpore al Código del Trabajo una regulación especial sobre el trabajo efectuado en la casa de las personas o en el mismo lugar por medios remotos (Ley N°21.220).

Los principales aspectos de la nueva ley

La nueva normativa regula dos modalidades de contratación laboral. Por una parte, el trabajo a distancia referente a los trabajadores que prestan sus servicios de manera total o parcial desde su domicilio u otro lugar o lugares distintos de los establecimientos, instalaciones o faenas de la empresa y, por otra, el teletrabajo, esto es, aquel realizado por trabajadores que laboran mediante la utilización de medios tecnológicos, informáticos o de telecomunicaciones o que deben reportar sus servicios mediante tales medios. Lo que tienen en común ambas modalidades es que el trabajo es prestado fuera del espacio físico de la empresa: en el hogar del dependiente u otro lugar libremente elegido por él. El hecho de que el trabajador labore en su casa no excluye que las partes puedan acordar que deba trabajar algunos días en las instalaciones del empleador. 

Independientemente de la crisis sanitaria que vivimos hoy, la ley promulgada establece que un trabajador contratado en el régimen general puede migrar a cualquiera de las modalidades de trabajo en el domicilio si así lo acuerda con su empleador. En este caso, la ley le otorga derecho tanto al empleador como al trabajador para hacer cesar la modalidad de trabajo remoto y volver a trabajar en la empresa, siendo suficiente dar un preaviso mínimo de 30 días, comunicado por escrito a la contraparte. En cambio, si un trabajador es contratado en alguna de estas modalidades, requerirá el acuerdo de su empleador para mudarse al régimen de trabajo presencial.

«La tecnología será una herramienta eficiente para prevenir abusos empresariales porque será muy fácil detectar incumplimientos del tiempo de trabajo y descansos con el apoyo de los programas y aplicaciones que debe utilizar el trabajador, los que dejan huella de las acciones que ha realizado el empleado sin que sea necesaria una vigilancia presencial»

Uno de los aspectos más controvertidos en el debate laboral sobre el teletrabajo y el trabajo a distancia dice relación con la jornada que deben cumplir estos trabajadores. Ello porque en estas modalidades contractuales el espacio laboral permea e invade el mundo privado del trabajador, lo que hace muy difícil trazar fronteras claras entre uno y otro, y trae como consecuencia una disociación entre el trabajo y el descanso. Lo que provoca una jornada “porosa” que se mezcla con las tareas familiares del trabajador, y facilita que se confundan los espacios del hogar y del trabajo. Esta circunstancia es especialmente compleja porque diversos estudios -en materia psicológica- concluyen que trabajar en la casa implica un aumento de las tasas de estrés. 

Este problema me parece que está bien abordado por la nueva ley, porque para ambas modalidades establece que, por defecto, el trabajador debe tener una jornada laboral conforme a las reglas generales de la legislación nacional, esto es, la duración máxima de la jornada semanal podrá ser de 45 horas y se podrá distribuir en un mínimo de cinco días y un máximo de 10 días. 

La ley permite a los contratantes adaptar el régimen de jornada común en funciones de necesidades del trabajador y del empleador, efectuando -eso sí- una distinción entre ambas modalidades. El trabajador a distancia, si lo acuerda con su trabajador, podrá quedar autorizado a distribuir libremente el horario laboral durante el día y semana, siempre y cuando respete los límites máximos de duración diaria y semanal. Para el caso del teletrabajo, las partes podrán convenir la exclusión del límite de jornada de trabajo, esto es, que el empleado no tenga jornada. Esta regla, excepcionalísima, tiene un límite muy potente: si el teletrabajador está sujeto a la supervisión o control funcional del empleador sobre el modo y la oportunidad en que desarrolla sus labores se entenderá que está sujeto al régimen de jornada común.  

No obstante, la regla más importante que la ley incorpora en materia de jornada laboral tiene que ver con el reconocimiento del derecho a desconexión para estos trabajadores. En efecto, la ley asegura que tanto los trabajadores a distancia como los teletrabajadores tengan derecho a un tiempo en que no estarán obligados a responder las comunicaciones, órdenes o requerimientos del empleador. Este derecho a desconexión digital tendrá una duración de, a lo menos, 12 horas continuas en un periodo de 24 horas. De este modo, la ley se hace cargo de superar la “porosidad” de la jornada laboral permitiendo al empleado diferenciar entre el tiempo destinado al trabajo y aquel propio del ocio y su vida personal, toda vez que se le garantiza un tiempo absoluto de plena desconexión con la actividad laboral. Y, a la vez, una prohibición absoluta a que el empleador se comunique o le formule requerimientos al trabajador en sus días de descanso, permisos o vacaciones.

Sin perjuicio de la imperante necesidad por regular el trabajo realizado desde el hogar, además del problema de la “porosidad” de la jornada laboral, es posible observar otros inconvenientes que puede traer aparejada dicha modalidad de trabajo y que la nueva ley también aborda adecuadamente. 

El abogado y experto en derecho laboral de la U. de Chile, Luis Lizama.

En efecto, otro problema que tiene el teletrabajo y el trabajo  a distancia es determinar quién se hace cargo de garantizar las condiciones adecuadas de higiene y seguridad para prestar servicios en la casa. Lo anterior, porque el trabajador se ve expuesto a sufrir accidentes del trabajo y enfermedades profesionales mientras presta funciones en su hogar, por lo que resulta razonable que el legislador también se haga cargo de resolver esta problemática. Respecto de este asunto, la nueva ley establece en forma taxativa que el empleador debe proteger eficazmente la vida y salud de estos trabajadores tal como si laborasen en sus instalaciones. Para tal efecto, la ley le encarga al Ministerio del Trabajo y de la Previsión Social que dicte un reglamento dentro del mes de abril de este año para fijar las condiciones específicas de seguridad y salud a las que estarán sujetos estos trabajadores.

No obstante, en lo inmediato, el empleador deberá informar al trabajador los riesgos específicos que entrañan sus labores, las medidas preventivas y los medios de trabajo correctos según cada caso particular. Asimismo, el empleador deberá efectuar una capacitación respecto de las principales medidas de seguridad y salud que debe adoptar al realizar sus labores y podrá requerir a las mutualidades de empleadores o al Instituto de Seguridad Laboral, según sea el caso, que evalúe in situ si el puesto de trabajo cumple efectivamente con las condiciones de higiene y seguridad requeridas.

Por otra parte, se han alzado algunas voces en contra del teletrabajo o del trabajo a distancia argumentando que existiría un costo adicional para el trabajador porque serían de su cargo los equipos, herramientas y materiales de trabajo que debe utilizar para prestar sus servicios personales. La nueva ley también resuelve este asunto estableciendo que tal implementación debe ser financiada íntegramente por el empleador, así como los costos de operación, funcionamiento, mantenimiento y reparación de ella, prohibiendo expresamente que el empleador obligue al trabajador a utilizar elementos de su propiedad.

Por último, un evidente inconveniente que trae aparejado el trabajo prestado desde la casa para el empleado es un debilitamiento del ejercicio de sus derechos colectivos. Lo anterior es así porque será más difícil para los trabajadores constituir un sindicato que les permita negociar colectivamente para superar la desigualdad existente entre el empleador y el trabajador a nivel individual, ya que no interactúan con otros dependientes en las instalaciones de la empresa, sino que lo hacen en forma virtual. 

La ley se hace cargo de este problema y establece determinados mecanismos para permitir que el trabajador desde su casa pueda ser parte de un sindicato, negociar colectivamente y hacer efectiva la huelga. En concreto, obliga al empleador a comunicarle por escrito al trabajador la existencia o no de una organización sindical en la empresa y permite que el dependiente siempre pueda acceder a las instalaciones del empleador. Asimismo, se le garantiza al trabajador la participación en las actividades colectivas que organice la empresa y los gastos de traslado a ellas serán de cargo del empleador. En fin, los trabajadores desde su casa tienen los mismos derechos individuales y colectivos que los dependientes sujetos al régimen general del Código del Trabajo

Según lo expuesto, me parece que la nueva ley tiene un enfoque correcto para la protección de los trabajadores que laboran en su propio hogar, ya que les asegura adecuadamente descansos, higiene y seguridad, proporción de elementos de trabajo y ejercicio de derechos colectivos. Una cuestión distinta será la aplicación de la ley en los casos concretos. No obstante, me parece que la tecnología será una herramienta eficiente para prevenir abusos empresariales, pues será muy fácil detectar incumplimientos del tiempo de trabajo y descansos con el apoyo de los programas y aplicaciones que debe utilizar el trabajador, los que dejan huella de las acciones que ha realizado el empleado sin que sea necesaria una vigilancia presencial.